Read The Chicano/Latino Literary Prize Online
Authors: Stephanie Fetta
no hay tres / a tu nación /
UNHAPPY OVER / la historia
puede ser aplicada a cualquier
tiempo o era / el equipo
mexicano nunca ha perdido /
el presidente usa pasta dentrÃfica /
se están quemando los
¿Hare Krishnas? / ¿Qué es un chansonnier?
¿Qué es, o cuál es la maquinación
o raciocinio de tejer a México?
“Yosoyradicalperoencasa. Corrección:
en mansión. Ya se aclararon las mansiones de Pablo Neruda”.
“Con recibir el cheque mensual estoy contento; ¿qué a cual ideologÃa me ciño?
a ninguna, porque no las entiendo; mas
conjeturo que con un poco de estudio
seré-su-servidor-múltiple ideólogo.
¡Entiéndame, es una pregunta retórica!”
¿Cómo exlicar qué aciaga, experimentación fúnebre ha sido la historia de los pueblos pisados por minúsculos gigantes? Absorto, entre tregua y fugado está el profesor: “Ya déjenme de criticar a mà y a mi clase. Ya les hice patente mi solaridad: yosoyradicalperoencasa. Polemicen sobre lo absurdo del ensimismado romanticismo contemporáneo. ¡Ataquen eso, y no a mÃ! Ataquen a los Ãsipos y no a mis vacaciones en Cancún! ¡Ataquen al ataque y no al atacado! Ataquen a las piérides; a las xenofilias; a los enpopeyados; a los amorines; a las consolidaciones congestivas; a los abusos modestos; a los informes de gobiernoâque tienden a letanÃasâ; ataquen a restauraciones apocalÃpticas; a la vitalidad excesiva; a perezosos dinámicos; ataquen a âmis manos aplauden solas'; ⦠Ataquen al exterminio heterogéneo; a egoÃsmos reinvicados; a contradicciones substanciales; a subsidios subrayados. “Los profesores, somos muy vulnerables.”
                         [ â¦]
Tu cuerpo desvinculado, tembloroso:
besos contradictorios. Yo sugiero que
¡se suicide el poeta! ¿Ustedes qué piensan?
Michael Nava
Third Prize: Poetry
Deep night at the window
reflects my face, the ember
of my cigarette. In deeper space
the stars burn white and yellow.
Our voices cross like shadows
on the wires, somewhere over Kansas
where I once woke to a blizzard.
And this coldâ
ness finds its focus at my spine,
rises like fingers to my throat.
I watch at the window, see
a face that you will never see
mute as roads beneath a blizzard,
all direction gone.
I read words I wrote five years ago,
“The clock lays down its arms,”
and it is your arms I remember
your blunt hands on the table
as inanimate as starfish.
It is the middle of December.
Cold stars harbor in the trees.
Across the lawns of California
the wind disperses like a wave
and like an image in dark water
your face forms in the drift of things.
The lover is the double man
who has four arms, four legs.
Two mouths frame a single breath.
Four eyes stare and stare
as though, should they turn away,
he would disappear.
I'd give the sea-wind lifted from
the darkened ocean, coarse with salt
to hear your breathing cross the gulf
between the dark side of the bed
and this side the light keeps lit,
and seek the union with your breath
the horse seeks with the whip.
I'd desert the shadow madrigals
that echo off these walls
to hear you pissing out the back
door, silver to the black
as though you poured slow honey.
The futile swords would then subside
their clatter in my soul, and I'd
evict the blood dove from my brain
that calls things by their vanished names
to people vanishing.
The ancient woman told me:
            Observe this desiccated rose
that gathered in itself the season's splendor.
Time, that rents the highest walls of heaven,
cannot deprive this volume of its wonder.
Its leaves decant a purer attar
than the wisdom of your learned books;
the fabric of the dreams I spin I gathered
from a song learned at the rose's lips.
You are a Fate, I said, I am a fate, she said,
and I rejoice with all creation at the spring
by bringing life forth from the dead.
And she transformed herself into a scented queen
and in the subtle air, at the fingers of the Fate,
the dried rose, like a butterfly, took wing.
Neither your forehead, intimate, still,
nor your body curled like a question mark,
nor the life you speak of in the dark
are as mysterious a gift as your sleep.
In the vigil of my arms you are again
a child,âand I see you as perhaps
even God must see you, free
of the games of time, of love, of me.
Jesús Rosales
First Prize: Short Story
Tú, sigue cantando, Alberto. No le hagas caso a nadie más. Nosotros debemos pedirle a Dios más personas como tú. Cómo da gusto que seas de Tijuana, del T.J. (en inglés), de ser tijuanero, de Tijuana Tech, como algunos lo dicen por burla y también por ignorancia. Dudo que ella haya caminado por la calle Primera y Constitución, por la casa donde tú naciste, por donde don Felipe, el del puesto de la esquina te prestaba “Chanoc”. Los domingos, después de limpiar los Fords le entrabas duro a las carnitas. Ella no te vió nunca comer pero tú te acuerdas, ¿verdad? SÃ, tú sà te acuerdas, tú no sabes engañar. No, Alberto, ella no sabe lo que es vivir en una vecindad sin hermanos y sin padre, pues él estaba en Bakersfield, no sabÃas ni por qué. Tu tÃo era tu padre en esos dÃas. Te llevaba pan caliente a la cama, te sentaba en sus rodillas en esas importantes juntas de la CTM, te paseaba en el carro, “el quince” le decÃan, trabajando, recogiendo a viejas pintarrajadas, de ropa grotesca y tacones altos, mareadas de licor maldiciendo el aire limpio del taxi. Tú mismo me contaste estos detalles.
Alberto, tú sà conoces Tijuana. Sabes dónde paran los amarillos, los “coyotes”, y a qué hora se debe ir a la telefónica. No, 'mano, no le hagas
caso. Ella tampoco conoce el barrio de San Fernando donde ahora viven tus jefitos. A pesar de tantas tentaciones del barrio tú todavÃa cantas con inocencia y cuando cantas, sonrÃes. Esa sonrisa es la que ofrece esperanza a muchos de nosotros, porque es sana, limpia, netamente natural. No la quiero comparar con la frescura del mar porque eso serÃa regresar al pasado, además esas cosas en labios de nosotros suenan mal. Comparo tu sonrisa con el agarrador sentimiento de una tranquilidad afable que se aproxima a falsa angustia. Angustia por vivir un sentimiento tan profundo.
Yo te he visto comer tacos de cebolla y te he visto también en la madrugada pegado a esa vieja máquina de escribir. Cabeceas de dÃa con los libros abiertos. Cuando ni cebollas habÃa entonces si llamabas a tu madre y tu padre la traÃa al instante con esas ollas de arroz y frijoles. La esperanza, Alberto, la esperanza. Lo que sea de cada quien.
Y ahora te traiciona la Debbie, tu güerita que romantizaba un prototipo, no lo tomes tanto a pecho hermano, eso ya descubrimos que le pasa a cualquiera. Está bien, llora y bebe la cerveza. Mira, Enrique y yo te acompañamos. Es rutina natural de la vieja tradición; Por eso no debes dejar de cantar. No, no nos falles en eso, Alberto. Te ruego que no escuches la canción. ¡Cántala! ¡Cántala! Ya échate el grito profundo que angustia tanto al pecho, pues ya nosotros también sentimos el sofoco. ¡Eso! ¡Eso! ¡Canta, hermano, canta! “⦠vamos a darnos la mano, somos tres viejos amigos que, estando vencidos, creemos en Dios”.
Apoyaba la cintura en el fierro protector de la baja mitad de la puerta de salida. Su pecho, asà como todo su pelo, se descubrÃa a todo ese desierto sonorense. La noche era negra, el viento chocaba ciegamente con el tren. Y aunque el tren tercamente taladraba la vÃa, se sentÃa sosegado con tremenda serenidad. Respiraba profundamente ese aire fresco que limpiaba todo su pasado. Se sentÃa parte de la tierra. Se atrevió a pedirle a Dios la pluma de Steinbeck pero comprendÃa que sólo él podrÃa ser el mexicano.
¿Cómo telegrafiar a sus amigos esos milagrosos relámpagos que alumbraban el desierto? Esa fuerza natural la admiraba en un espacio muy lejano; Sin embargo, sabÃa comunicarse con él. Era una fuerza y se sintió superior a cualquiera. Fue entonces cuando chupó el limón y le dió otro trago más fuerte a la cerveza. Fue para celebrar pero entonces maldijo a la Debbie.
La maldijo por no tener el interés de saludar al señor que caminaba por el camino con un azadón en el hombro y su nieto en la mano o por no tener la sed suficiente para comprarle un vaso de agua de limón a la viejita o por no tener el hambre para comer el taco de carnitas que el niño huarachudo apasionadamente le ofrecÃa. Pero era absurdo. Ella no los conocÃa. PresentÃa que al llegar comerÃa tacos de a dos pesos y subirÃa en camiones de a dos pesos y que el elote también le costarÃa dos pesos. Pero eso no le preocupaba. Sólo lamentaba la clara imagen de Debbie. Sus claros ojos, grandes y brillosos, su pelo castaño, su cuerpo sensual decorado con aquel vestido rojo que tantas
veces usó con sus tacones “jeans”. Más que todo eran esos tacones “jeans” lo que más destacaba de ella, lo que él más lamentaba.
Pensó en México. Lugar donde compraba helados de los carritos paleteros y a los niños les pagaba por cumplir mandados. Lugar donde le era fácil caminar por las calles y constantemente toparse con la existencia. Y la Debbie surgió de nuevo.
Pedro le llamaba. Chupó el final del agotado limón. Ya la lata vacÃa de cerveza rodaba en el polvo de Sonora. Desmangó la camisa y caminó por el vestÃbulo que conducÃa a su alcoba. Pedro le ofreció otra cerveza pero no recibió respuesta. La Debbie lo estaba venciendo. Pedro le platicaba sobre el abuelo en el D.F. que aún no conoce, de su tÃa en Abasolo que ni siquiera sabÃa su nombre. Le preguntó sobre la taquerÃa en Durango. QuerÃa saber si se podÃa tomar agua, si era peligroso sentarse en los excusados. Le confesó su preocupación por su mal español, por el peligro que le llamasen pocho o cualquier otro nombre. Más que cualquier otra cosa le preguntó sobre el hombre mexicano, ¿Qué tanto se parece a ti? ¿Les gustan mucho las gringas? No contestaba ninguna de sus preguntas. No tenÃa control de sà mismo. En ese momento se dejaba manipular por la Debbie americana, por la que hablaba perfecto español.
La mañana:
Otro dÃa. Se duchó. La señora tocó la puerta de la habitación. La señora anunció, “el desayuno”. Almorzó mirando al cielo gris de la ventana. Escuchaba claramente el sonido del antiguo reloj. Ninguna palabra. Acabó y pensó sobre el plan del dÃa: caminar por la ciudad y fotografiar lugares importantes. Se incorporó de la silla. Preparó su mochila, recogió la chamarra y salió de la casa. “Adiós, adiós”, dijo la señora.
La tarde:
Ninguna palabra. La señora limpió la casa. Aprovechó la soledad para abrir su pecho al sol.
La noche:
La llave abrió el candado pero la chapa mantuvo la puerta cerrada. “Voy, voy”, dijo la señora. Entró a su cuarto. Aflojó la mochila y recogió una carta. “La cena”, anunció la señora. Cenó viendo la televisión. La señora fumaba. Ninguna palabra. Terminó su coliflor y patatas. Tomó un largo trago del vino. Permaneció un rato en el comedor. “Buenas noches”. “Buenas noches”, le respondió la señora.
En la casa en Guinardó se hablan doce palabras por dÃa.
Ya déjame, Leticia. Ya quiero llegar. ¿Qué no ves que he caminado todo el dÃa? Yo no sé de dónde sacas tanta energÃa. Yo dedico mis dÃas a sentarme
en las bancas de las plazas de la ciudad y asà me siento débil, ¿cómo es que tú puedes ir a bailar? No, Leticia, yo no quiero ir a tomar sangrÃa; el licor no ayuda en estos dÃas. Pero ve tú con Pamela; ella sà es amiga. Besa la copa en que tomes y disfruta su compañÃa. No preguntes de dónde vengo ni a dónde voy. Me darÃa pena decirte la verdad. Pero sà te confieso que deseaba caminar por todas las calles de esta ciudad. Trataba de recoger recuerdos, de fotografiar lugares importantes, como los cines y los cafés que tanto frecuentaba. Paré un rato a descansar, a tratar de estudiar apuntes y sólo escribà una carta a la familia. Al recordarte comprendà que por obligación deberÃa de pasear un rato por la calle de Aribau. Esta calle sà causó nostalgia porque ya desde hace tiempo la habÃamos leÃdo en ficción. Ahora al verte no sé si el encuentro cambie la situación pues ya he caminado bastante este dÃa. Yo ya quiero llegar. No, Leticia, yo no quiero tomar sangrÃa. Mucho menos ir a bailar. Quizá cuando regresemos a East Los recupere la confianza. Pero no, Leticia, no. Ahora sólo tengo ansias de llegar.