Terra Nostra (99 page)

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Authors: Carlos Fuentes

Tags: #Relato

BOOK: Terra Nostra
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—Tal es el precio de un destino en la historia: ser incompleto. Sólo el infinito destino imaginado por los tres muchachos puede ser completo: por eso no puede ocurrir en la historia. Una vida no basta. Se necesitan múltiples existencias para integrar una personalidad. Haré cuanto me sea posible para asegurar que esa fecha finita de la historia —la tarde, un catorce de julio, dentro de cinco años— no prive a mis hijos de su infinito destino en el sueño…

Se propuso, así, un desafío a sí mismo, impuesto por él mismo, acto de voluntaria laceración que diese fe ante su conciencia de la buena voluntad que le animaba. Nada mejor que ver por última vez la esplendorosa totalidad de Venecia, las brillantes escamas de los canales, la sellada luz de las ventanas, las blancas fauces de mármol, los solitarios campos de piedra, el silencioso bronce de las puertas, el inmóvil incendio de las campanas, las playas de brea de los astilleros, las verdes alas del león, el libro vacío del apóstol, los ojos ciegos del santo: era un hombre de cuarenta años; calvo, de tez aceitunada, ojos verdes y bulbosos, triste sonrisa marcada por las líneas de la pobreza, el amor y el estudio… Una inmensa amargura le embargó. Felipe había tenido razón. La gracia no era inmediata ni gratuita: había que pagar, siempre, el precio de la historia: la delación de una bruja que negaría la eficiencia pragmática de la gracia, dijo entonces Felipe; la mutilación de los sueños que se prolongaban más allá de los calendarios, dijo hoy Ludovico.

No se arrancó los ojos. No los cerró siquiera. Simplemente, decidió no ver, nada, nunca más, ciego por voluntad, ciego él y dormidos sus hijos, hasta que los destinos de todos confluyesen y todos se reuniesen, por disímiles rutas, con diferentes propósitos, ante la presencia de Felipe: se cobrarían entonces sus empeños tanto la historia teñida por el sueño, corno el sueño penetrado por la historia.

No miraría más. Se alejaban. Lejos, San Marco, San Ciorgio, la Carbonaria, la Giudecca; lejos, Torcello, Murano, Burano, San Lazzaro degli Armeni. Se quedaría con la imagen de la más bella de todas las ciudades que sus ojos peregrinos miraron. No huyeron a tiempo. Nadie huye a tiempo de Venecia. Venecia nos apresó en su propio sueño espectral. No vería más. No leería más. El sonador tiene otra vida: la vigilia. El ciego tiene otros ojos: la memoria.

El beguinaje de brujas

Cuéntase que una noche de invierno, hará cosa de cinco años, entró a la ciudad de Brujas una lenta carreta, tirada por caballos famélicos. La conducía un muchacho muy joven, de hermosa estampa; a su lado iba sentado un mendigo ciego. Remendadas lonas cubrían la carga de esa carreta.

Algunos rostros se asomaron por las estrechas ventanas de las casas, pues tal era el silencio de la noche y tan duro y helado el suelo, que las ruedas crujían como si acarreasen el peso de una armada a cuestas.

Muchos se santiguaron al ver esa aparición fantasmal avanzando bajo la ligera y pertinaz nevada, entre las blancas calles, sobre los negros puentes; otros juraron que las siluetas de la carreta, el mendigo y el destrón y los escuálidos rocines, no se reflejaban en las aguas inmóviles de los canales.

Se detuvieron frente al gran portón de una comunidad de beguinas. El mendigo ciego descendió, ayudado por el muchacho, y tocó suavemente a la puerta, repitiendo una y otra vez:

—Pauperes virgines religiosae viventes…

La nieve cubrió las cabezas y los hombros de los miserables peregrinos, hasta que un arrastrado rumor de pies se acercó al otro lado del portón y una voz de mujer inquirió quién turbaba la paz del lugar en esa hora profana y dijo que nada podía ofrecérsele allí a los peregrinos, pues el beguinaje estaba afectado de interdicción papal y tan grave censura impedía celebrar oficios divinos, administrar sacramentos o enterrar en sagrado… Vengo de la Dalmacia, dijo el mendicante ciego, nos envía la gitana de los labios tatuados, añadió el muchacho, se escuchó el rumor de más pies, el graznido de los gansos despertados, la puerta se abrió y más de veinte mujeres encapuchadas, con túnicas de lana gris y velos sobre los rostros, observaron en silencio el ingreso de la crujiente carreta al prado del beguinaje.

Adentro del molino

Dícese que hace apenas tres años, la misma carreta se arrastraba lentamente por los campos de La Mancha cuando se desató una temible tempestad, que parecía derrumbábanse las lejanas cimas de las sierras, convirtiéndose en trueno seco y luego en aguacero duro y calador.

El mendigo y el muchacho que viajaban en la carreta descubierta buscaron refugio en uno de los molinos de viento que son los centinelas de ese llano árido y allí hacen las veces de árboles.

Apartaron las lonas que cubrían la carretas y revelaron dos féretros que con esfuerzo transportaron a la entrada del molino. Adentro, los depositaron entre la paja seca y, sacudiéndose como perros, subieron por la crujiente escalerilla de caracol a la planta alta del molino: el viento agitaba las astas y el ruido dentro del molino semejaba el de un ilusorio enjambre de avispas de madera.

Sombría era la entrada donde dejaron las dos cajas de muerto. Mas al atardecer, ensordecidos por el rumor de las aspas, una extraña luz les iluminó.

Un hombre viejo yacía sobre un camastro de paja en la planta superior. Al acercarse a él el mendigo y el muchacho, la luz del accidental aposento comenzó a apagarse; las sombras se pertrecharon; ciertas formas invisibles se insinuaron apenas en la penumbra; luego desaparecieron, como tragadas por la oscuridad, como desvanecidas en los descascarados muros circulares del molino.

Pedro en la laya

—Yo sabía que aquí te habríamos de encontrar. ¿Tú eres Pedro, verdad?

El viejo de gris pelambre dijo que sí, que las palabras sobraban y que si querían ayudarle tomasen clavos, martillos y sierras.

—¿Ya no me recuerdas?

—No, dijo el viejo, nunca te he visto.

Ludovico sonrió: —Y yo, ahora, tampoco te puedo ver a ti. Pedro se encogió de hombros y continuó colocando tablones en el armazón de la nave. Al muchacho rubio, esbelto, que acompañaba al ciego, le preguntó:

—¿Qué edad tienes?

—Diecinueve años, señor.

—Ojalá, suspiró Pedro, ojalá fuesen los pies de un hombre joven los primeros en pisar las playas del nuevo mundo.

La hermana Catarina

No, dijo la Haya de las begardas, la sospecha de interdicción nos afecta, mas no hemos sido causa de ella, sino los príncipes de estos Países Bajos, que cada día se apartan más del poder de Roma y pretenden obrar con autonomía para cobrar indulgencias, nombrar obispos y aliarse con mercaderes, navegantes y otros poderes séculares y así, confúndense los propósitos de Satanás y de Mercurio, y no sabemos qué cosa nacerá de este pacto…

Ludovico asintió al escuchar estas razones y le dijo a la Haya que conocía bien el propósito de las beguinas, que era renunciar a sus riquezas y unirse en comunidad de pobreza y virginidad, dando ejemplo de virtud cristiana en medio de la corrupción del siglo, aunque sin segregarse de él; mas, ¿acaso no era también cierto que a estos conventos seglares llegaron a refugiarse los últimos cataros, vencidos en las guerras provenzales, y que las santas mujeres no les rehusaron protección, sino que aquí Ies permitieron reconstituirse, cumplir sus ritos y…?

La Haya tapó la boca de Ludovico; éste era un lugar santo, de intensa devoción a las reglas de la imitación de Cristo, pobreza, humildad, deseo de iluminación e integración a la persona de la divinidad: aquí habitaba la legendaria y nunca bien alabada Hermana Catarina, pura entre las puras, virgen entre las vírgenes, quien en su estado de unión mística había llegado a la perfecta inmovilidad: tal era su identificación con Dios, que todo movimiento le era superfluo y sólo de tarde en tarde abría la boca para exclamar:

«¡Regocijáos conmigo, que me he convertido en Dios! ¡Alabado sea Dios!»

Y luego volvía a caer en trance inmóvil.

Ludovico pidió acercarse a la santa hermana. La Haya sonrió compasivamente:

—No la podrás ver, pobre de ti, hermano.

—¿Hace falta? La sentiré.

Fue conducido a una apartada choza donde habitaba, al fondo del prado de gansos y sicomoros, Catarina la santa. La nieve empezaba a derretirse bajo la fina y constante lluvia del norte. La Haya, con familiaridad, abrió la puerta de la choza.

La Hermana Catarina, desnuda, era montada por el joven acompañante del ciego; gritaba que cabalgaba sobre la Santísima Trinidad como sobre montura divina, enlazaba sus piernas abiertas sobre la cintura del muchacho, estoy iluminada, madre, soy Dios, arañaba la espalda del muchacho, y Dios nada puede saber, desear, o hacer, sin mí, y la espalda desnuda del joven se llenaba de cruces sangrantes, sin mí nada existe…

Cayó de rodillas la Haya sobre la nieve derretida y accedió a convocar a los cátaros refugiados en esta región y darles cita en el remoto Bosque del Duque, donde solían reunirse en secreto ciertas precisas noches del año.

Ludovico descubrió la carreta y la Hava vio los dos féretros allí colocados.

—No, no podemos enterrar a nadie. Eso es parte de la interdicción.

—No están muertos. Sólo sueñan.

Gigantes y princesas

El viejo recostado sobre el camastro dentro del molino rió largamente; tenía una capacidad de risa infinita, que mal se avenía con la tristeza de sus facciones; las lágrimas de la risa le corrían por las enjutas mejillas, encontrando cauce hondo en las arrugas del hombre de barbilla cana y desarreglados bigotes. Rió más de una hora y al cabo, con palabras entrecortadas por el regocijo, logró decir:

—Un mendigo y un mancebo… Un ciego y su destrón… ¿Quién

me lo había de decir…? ¿Dos de la condición de ustedes…? ¿Que ustedes dos me habrían de desencantar… librarme de esta prisión… donde he languidecido tantos años…?

—¿Prisión este molino?, preguntó Ludovico.

—La más temible: las entrañas mismas del gigante Caraculiambro, señor de la ínsula Malindrania. ¿De qué artes os habéis valido para entrar hasta aquí? Celoso es el gigante…

Pidió sus armas, que como él yacían sobre la paja, y el ciego y el muchacho le armaron con lanza quebrada y escudo abollado. En vano buscaron el yelmo que el viejo les pedía, hasta que él mismo íes indicó, ése, que parece bacín de barbero.

Le incorporaron entre los dos; a cadenas viejas sonaron los huesos del caballero, que apoyado entre el ciego y el joven se fue arrastrando hasta la escalera. Mas apenas tocaron sus pies el primer peldaño, la redonda estancia del molino volvió a iluminarse, se escucharon voces plañideras, otras guturales y temibles, y éstas eran de impotente amenaza, y aquéllas de entrañable súplica, no nos abandones, prometiste socorrernos, liberarnos, vuelve, caballero, no te vayas, sólo te nos escapas porque has introducido dos cadáveres en nuestros dominios, maldito seas, te vas acompañado de la muerte, haz por liberarte de ella cuando te hayas liberado de nosotros…

El viejo se detuvo, se volvió y dijo con los ojos llenos de lágrimas:

—No maulléis por mí, sin par Miaulina, ni vos, sin par Gasildea de Vandalia, no os abandono, lo juro, me libero para poder regresar al ataque, vencer a vuestros cautores, no gruñáis, temible Alifanfarón de la Trapobana, ni me mostréis las fauces, Serpentino de la fuente Sangrienta, no he puesto punto final a nuestro combate, ni todos los encantadores azules y endiablados lo lograrán jamás: no se me han de helar las migas entre la mano y la boca…

Arrejuntados cerca de la pared circular, vio el muchacho a las damas cautivas, pálidas y temblorosas, apresadas por los enormes puños sangrientos y velludos de los gigantes, y así se lo dijo a Ludovico, es cierto, cuanto dice este hombre es cierto, pero Ludo vico agradeció la ceguera y sonrió, tranquilamente incrédulo.

Ultima Tule

Zarparon una tarde, guiados por la estrella vespertina. Navegaron siempre hacia el oeste. Cazaron escualos. Presenciaron el combate mortal de un leviatán y un peje vihuela. Se estancaron en el mar de los sargazos, límite del mundo conocido, mas de allí les arrancó un hondo torbellino que les hundió en las profundidades del ponto, tumba marina, túnel de los océanos por donde se derrumba, sin fin, la gran catarata del mundo.

De pie en la playa, entre dos féretros, Ludovico se quedó solo, dando la espalda al mar, murmurando:

—Regresen. A mis espaldas no hay nada.

Hertogenbosch

La Hermana Catarina volvió a quedarse sola y prometió, desde ese instante, entregarse a la suprema mortificación de su fe iluminada y perseguida.

—Vete, le dijo al muchacho que le robó la virginidad, me entrego a la endura, que es la voluntad de muerte, inmóvil, aquí, con los ojos abiertos y la boca cerrada, apagándome poco a poco. Nada más me queda para reunirme otra vez y para siempre con Dios.

El muchacho besó los ojos abiertos de la alumbrada y le dijo al oído:

—Te equivocas, Catarina. El sueño es la forma inteligente del suicidio.

Vamos más allá, les dijo Ludovieo esa noche en el bosque a los adeptos; si el mundo es obra de dos dioses, uno bueno y el otro malo, no llegaremos al cielo, como ustedes han creído hasta ahora, mediante la pureza y la castidad totales, todo lo contrario, si nuestro cuerpo es la sede del mal, debemos agotarlo en la tierra para llegar limpios de mácula al cielo, sin recuerdo del cuerpo que hubimos, semejantes a nuestro padre Adán en la inocencia primaria; desnudémonos, no tengamos vergüenza del cuerpo, como no la tuvo Adán; pues si aceptáis la culpa de Adán, aceptaréis la necesidad de sacramentos, de sacerdotes, de una iglesia mediadora entre Dios y la criatura caída; mas si aceptáis la libertad del cuerpo y os entregáis al placer, seréis dos veces dignos en la tierra, dos veces libres, lucharéis por la inocencia del cuerpo agotando las impurezas del cuerpo y así, desde ahora, seréis llamados los adamitas, los adeptos de Adán, desnudaos…

El muchacho mostró a los congregados su hermoso cuerpo desnudo y pronto todos le acompañaron, desvestidos, en una ronda alrededor del fuego; nadie sintió frío esa noche, sino que bailaron entre los árboles, copularon en los estanques y copularon con las flores, desnudos montaron los caballos y los cerdos salvajes, la noche se llenó de rumores de cornamusa, despertaron a los pájaros, se soñaron flotando dentro de puros globos de cristal, devorados por los peces, devorando las fresas; y sólo fueron vistos por los búhos y por los ojos de un adepto de mediana edad, que nunca se c|uitó el rústico bonete, como si algo escondiese entre cráneo y capelo.

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