Terra Nostra (119 page)

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Authors: Carlos Fuentes

Tags: #Relato

BOOK: Terra Nostra
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Con estas ideas, a todos irritó o descorazonó. Desalentó, César, a quienes esperaban un llamamiento a las armas; El Nazir, en cambio, predicaba el amor al prójimo, la dulzura y otras virtudes nada marciales, corno ofrecerle la otra mejilla al que nos abofetea. E irritó a los sacerdotes de Jerusalén y a la aristocracia seducea, nuestros aliados, porque exponía ante el vulgo críticas y reproches contra el orden hebreo y su sabia alianza con Roma. Se metió, literalmente, en la boca del lobo: fue a Jerusalén y provocó desórdenes, injuriando a los mercaderes de palomas, fustigando a los cambistas establecidos en el atrio del templo y violando el sabat con curaciones que los judíos atribuyeron a Belcebú, aunque sólo se debían a Esculapio. Ofendió groseramente a los doctores de la ley, a los escribanos y a los fariseos, llamándoles sepulcros blanqueados y otras lindezas. Esto permitió a la aristocracia hebrea denunciarlo como un peligroso agitador ante Pila— tos, y tu procurador, César, primero se mostró dudoso, a pesar de la presión de su esposa, quien le enviaba mensajes diciendo que no tuviese nada que ver con «el justo» porque la hizo sufrir en sueños; pero al fin capituló ante este argumento: El Nazir se dice rey de los judíos; pero nosotros, los jerarcas hebreos, no admitimos más rey que Tiberio; si liberas al agitador, Pilatos, demostrarás que no eres amigo de Tiberio César.

Pilatos convirtió la necesidad en política; vio una oportunidad, en todo esto, para congraciarse con el sacerdocio y la aristocracia y también para espantar a los demás inspirados judíos; éstos, como El Nazir, amenazaban por igual el dominio de Roma y la estabilidad de los poderes hebreos aliados con Roma. Y, como te dije antes, abundaban: uno decía llamarse El Ungido y tener el poder de resucitar a los muertos: otro llamábase Yehohannan y ahogaba a los malhechores en el Jordán mientras él caminaba sobre las aguas. Etcétera.

Con el acuerdo de todos. El Nazir fue llevado a la cruz y allí murió el día catorce del mes de Nisán; pero sus empecinados discípulos dicen que resucitó y subió a los cielos, y que su reino de esclavos será eterno en tanto que tu reino de patricios es pasajero; y en recuerdo del sacrificio de su maestro, estos seguidores acostumbran hacer con la mano la señal de la cruz sobre sus caras y pechos, de la misma manera como nosotros los romanos, en signo de adoración, nos llevamos la mano derecha a los labios.

Pero volvamos a tu procurador, César. La crucifixión de El Nazir fue la última instancia de equilibrio entre el poder romano y los colaboradores hebreos. Ensoberbecido por su éxito político al librarse de El Nazir, Pilatos creyó que podría aprovecharlo para extender el poder local de Roma, confundiéndolo con su propio poder. Había liquidado al profeta; pensó que también podría someter a quienes le ayudaron a crucificarle. No se percató, ingenuamente, de que los sacerdotes y la aristocracia judías conocían bien la popularidad de El Nazir y que, al forzar la mano de Pilatos, en realidad desprestigiaban a la justicia romana, debilitaban nuestro poder y aumentaban el suyo. La verdad es que el pobre Pilatos sucumbió a esta humana tentación: no contentarse con el equilibrio que pensaba haber logrado, no preservarlo, sino romperlo. ¿Por qué? Para aumentar su propio poder, sí, o la representación propia de un poder ajeno, sí; pero sobre todo para tener vida, César, para tener una vida que sólo nace, siempre, de la ruptura de un equilibrio anterior.

Ofendió a los poderes hebreos, que abominan de las imágenes, haciendo desfilar por Jerusalén a nuestros soldados con los estandartes imperiales y tu imagen en ellos y colocó a la vista de todos, en el antiguo palacio de Herodes, escudos votivos con tu nombre sobre ellos; no lo dudes, César; Pilatos imaginaba allí su propio nombre, no el tuyo. La Judea está lejos; ¿por qué no representar el papel del emperador, sentirse un pequeño César?, ¿no se había proclamado El Nazir rey de los judíos y no había actuado Pilatos, sin consultar a César, en nombre de César y para afirmar que no había más rey que César? Imagina la confusión de Pilatos, señor, pues al hacerse estas preguntas por fuerza se hizo otras: ¿Era El Nazir hijo de Dios o sólo fantasma de Dios, un espectro convocado por los espejismos reverberantes del desierto? ¿Mató el representante de Tiberio al representante de Dios; o mató Tiberio a Dios? Pilatos, para superar este conflicto, sólo tenía un camino: insistió en someter, innecesariamente, a quienes ya estaban sometidos, provocando su resistencia pasiva, cargando sobre el tesoro del templo los gastos de un acueducto para Jerusalén y, finalmente, procediendo con crueldad innecesaria contra los samaritanos. Quería, oscuro empleado de un oscuro confín del imperio, repetir su hora de gloria: el instante en que dictó la muerte de Dios. Pues pensó que si sólo había mandado crucificar a un inofensivo agitador, poco memorable era su hazaña. Mas si había entregado a la muerte al hijo de Dios, la memorable gloria era suya, sólo suya. Empleado tuyo, César, pudo ejecutar a un insignificante curandero y charlatán, en nombre tuyo; pero si en nombre de Pilatos crucificó a un Dios, entonces Pilatos era más que Tiberio.

Especulo, César. La verdad es que la confusa soberbia de Pilatos ponía en peligro nuestro delicado acuerdo con los hebreos. A fin de salvar esta realidad política, hubo de intervenir Vitelio, llegado de Siria, para deponer a Pilatos. El antiguo procurador vino hasta Roma a pedirte audiencia y tú, sabiamente, se la negaste: salvada la realidad política, ¿a quién le interesaba salvar la realidad, anímica o administrativa, de Poncio Pilatos? Creo que Pilatos enloqueció, se le vio en las riberas del Tíber, lavándose repetidamente las manos; por fin se suicidó, ahogándose en las propias aguas tiberinas, pero su cuerpo asfixiado fue rechazado por ellas. La voz del pueblo relata que el cadáver de Poncio Pilatos es llevado de río en río, arrojado a las aguas y devuelto con repugnancia por los fluyentes cursos en los que ningún hombre puede bañarse dos veces, pues ningún agua que corre, dice el filósofo, es dos veces la misma. No ha encontrado reposo.

Aquí termina esta narración. Espero, César, que no te disguste del todo esta sombría relación patibularia; y una vez que te la he contado, regrese esta pequeña crónica policial al olvido y a la oscuridad de donde nunca debió haber salido.

 

(iv)

 

Mientras escuchaba la narración de su consejero, el César hizo que sus criados le chamuscaran las piernas con cáscara de nuez ardiente, a fin de que el vello le creciera suave. Después, distraídamente, Tiberio se dejó vestir; con torpeza hizo ese signo de la cruz sobre su frente y, contento, riendo, se dirigió a su triclinio y allí se recostó a almorzar:

—Me gusta, Teodoro, me gusta; el signo de la cruz; un instrumento de tortura y muerte; un signo asociado con el dolor de los cuerpos; me agrada… ¿Por qué no convertirlo en el signo de esa muerte, de esa dispersión, de esa multiplicación, de esa muchedumbre que anhelo para después de mi muerte? Óyeme, consejero, si Roma es única, si Roma es la cima de la historia, su unidad no debe repetirse o Roma dejaría de ser excepcional. Que todos los reinos del futuro, parciales y disgregados, se sueñen en la irrepetible unidad de Roma; que luchen entre sí, bajo el signo de esa cruz, que combatan y se desangren por el privilegio de ocupar Roma y de ser la segunda Roma; y que de esta creciente fragmentación nazcan nuevas

guerras, multiplicadas y absurdas fronteras dividiendo a minúsculos reinos regidos por Césares cada vez más pequeños, como ese tal Pilatos, luchando por ser la tercera Roma, y así, así, sin fin, sin fin; oh, gracias, consejero; me has dado las armas y los signos de mi deseo, la cruz de los esclavos, la rebelión de un vagabundo judío; triunfen El Nazir y su cruz, y dispérsense como ceniza, viento, polvo, el poder y la unidad de Roma… No nos vencerá algo importante, ni los alemanes ni los partos ni los dacios que hoy hostigan nuestras marcas, ni las disidencias internas, ni la licencia, la lujuria y la decadencia del carácter y la disciplina, ni la pérdida del espíritu cívico, ni la incapacidad del poder imperial para dominar al ejército, ni el estancamiento del comercio, la baja productividad, la escasez de oro y plata, ni el desgaste de la tierra, la desforestación y la sequía, ni las plagas y enfermedades, ni nuestro creciente desprecio por el trabajo y dependencia de la conquista, el tributo y la esclavitud, nada de esto, sino una triste filosofía judaica de la pasividad y la esperanza en el reino de los cielos… ¿Imaginas un triunfo mayor de mi imaginación, imaginas algo más ridículo, Teodoro, que el triunfo del más oscuro de los redentores hebreos y de la señal derivada del potro de su tormento?

Rió; bebió la última copa y Teodoro preguntó: —Todo esto que has dicho, ¿supone una orden, César?

—Juguémoslo a la mora.

Los dos escondieron las manos y luego las mostraron súbitamente; «uno”, dijo el consejero; “tres», dijo el César. Tiberio fue quien vio perfectamente el número de dedos mostrados por Teodoro; Teodoro se equivocó lamentablemente: Tiberio también mostraba tres dedos. El César no había visto, no había adivinado; se había limitado a repetir el número que él mismo había escogido. Siempre lo hacía así; siempre ganaba. No había tiempo de adivinar o de ver; sólo había tiempo de escoger y repetir lo escogido.

—Sí, dijo Tiberio, es una orden.

—¿Cómo debo ejecutarla?

—Mi augur dice que todo hombre vivo tiene treinta fantasmas a sus espaldas: tres veces diez; tal es el número fidedigno de nuestros antepasados muertos. Yo he incrementado, con varios asesinatos, ese número.

—Haces bien, César; quizás la función del poder es aumentar el número de los fantasmas… ¿A ellos les heredarás tu imperio?

—Me quedé sin descendencia, Teodoro; ay de mí; si la tuviese dividiría el imperio entre tres hijos, y a ellos les haría prometer que dividiesen sus tres reinos entre nueve hijos, y así sucesivamente; y en memoria de nuestra fundación, también les haría prometer que copularían con lobas, para que de ellas naciesen los herederos, y que cada uno portase, como una secreta burla, la cruz de El Nazir encarnada en la espalda; ellos serían mis herederos, pero en otro tiempo, el tiempo de la derrota y la dispersión… ¿Desvarío, consejero?

—No, César; quieres heredar un imperio fantasma, y fantasmas nos sobran. Tus deseos, si son ciertos, pueden cumplirse.

—Basta. Me he quedado sin descendencia. Y siento modorra. Déjame dormir, Teodoro.

Tiberio respiró hondamente; yo corrí las cortinas y espere. Me dejé envolver por la suave tarde de Capri; vi cómo moría el luego en el hogar; escuché el goteo de la clepsidra que marcaba el tiempo de Tiberio César, gordo, tieso, dormido incómodamente, respirando con dificultad; yo respiré el salvaje perfume de las rosas de laurel que rodean la villa imperial y me dije: cuídate, Teodoro, esas rosas Inicien bien pero son venenosas; me incorporé, cubrí con una tela de seda la cara de mi amo, pues las moscas se acercaban buscando los restos del almuerzo, e hilos de vino y miel escurrían entre los gruesos labios del emperador; agradecí la vigencia de la santa ley del silencio.

Y entonces yo mismo la rompí; mire la clepsidra; era la hora. Cuéntase que hay aposentos a los que no se puede entrar sino por necesidad y previa purificación; sin ellas, se siente miedo… y quien en estos cuartos se acuesta, es arrojado con gran fuerza de la cama por fuerzas impalpables, y luego hallado medio muerto. Caminé hacia el balcón que mira sobre el ancho mar vinoso, mar de nereidas y delfines, brillante corte de Neptuno, líquida cueva de Circe. Volví a mirar la placidez de la estancia imperial; las llamas muertas del fuego se avivaron súbitamente; temblé, ya no dudé, corrí la cortina y encontré allí, de pie, al fantasma de Agrippa; el sol le daba de espaldas y aureolaba su cabeza, pero en su sombría faz sólo se reflejaba la oscuridad del aposento. Vestía una túnica negra y permanecía inmóvil. Detrás de él se desprendía del balcón y se escurría hacia las afiladas rocas, el pescador que le había mostrado el camino; el pescador conocía esta ruta desde niño, sabía montar las rocas y pescar los más grandes céfalos de estos mares; su rostro estaba herido por las agudas pinzas y el rudo caparazón de un cangrejo; no lo vi más; huyó. Sólo las cabras preñadas se detenían en la altura rocosa.

Y el fantasma de Agrippa entró al aposento mientras yo retrocedía sin darle la espalda, intentando descubrir esa mirada tan honda y cubierta, como si poseyese el don de convocar sus propias sombras; pero el fantasma no me miraba a mí, me traspasaba con su mirada ausente, como ausente parecía mi cuerpo ante el avance del suyo. Pude imaginar su meta: era el triclinio de Tiberio, donde mi amo dormitaba, donde yacía su pesada, indigesta, impotente, senil figura: mi amo, el amo del mundo, el asesino, el pervertido; y yo su criado, su inseparable testigo y cronista, su sicofante; y el negro y dorado fantasma de Agrippa Postumo que se acercaba, se inclinaba sobre el rostro dormido del César, respiraba cerca de la pálida y apergaminada mejilla de Tiberio y luego, de un golpe, violentamente, retiraba primero la tela de seda que cubría el rostro y en seguida la almohada sobre la cual reposaba la cabeza del emperador; y los ojos de mi amo, que sabían ver en la oscuridad, se abrían corno dos lagunas de terror; y mi lúcida cabeza, al mirar ese terror, sólo se preguntaba: ¿por qué, si todas las tardes, a la hora de la siesta, mi amo es visitado por este fantasma, muestra ahora semejante miedo?; debería estar acostumbrado. Mi cortesanía pudo más que mi asombro; los presenté:

—César… el fantasma de Agrippa.

Y César, gritó, pudo gritar, no, no, éste no es el fantasma, al fantasma le conozco perfectamente, el esclavo, Clemente, éste es el esclavo Clemente, los ojos son distintos; yo puedo ver en la oscuridad, yo puedo distinguir las dos miradas diversas, son dos distintos, el fantasma y el esclavo, Agrippa y Clemente; dime, esclavo, ¿cómo pudiste convertirte en Agrippa?, y el ser de negro y oro inclinado sobre el César habló por fin, con la almohada en la mano, contestando:

—De la misma manera como tú te convertiste en César…

Levantó los brazos esbeltos, fuertes, pálidos, tomó con las dos manos la almohada y con un poder increíble cubrió con ella la cara de Tiberio; el avivado fuego del hogar lanzaba altas llamaradas y duplicaba el temblor de las figuras en lucha; sucumbí a la tentación; acudí al lado del esclavo, del fantasma, de quienquiera que fuese este verdugo, recordando la mirada implorante de la desfigurada Lesbia, su humillación, su horror, y le ayudé a sofocar la vida de mi amo.

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