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Authors: Carlos Fuentes

Tags: #Relato

Terra Nostra (93 page)

BOOK: Terra Nostra
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Imagino, mujer, sólo imagino; leo, escribo, te oigo, te digo. ¿Qué recordaron al verte ese caballero moribundo y ese caballero vapuleado? ¿Quién fuiste, dónde viviste antes, dónde moriste antes, Celestina? Pienso por ti. Si yo quisiera descargarme de la memoria de algo atrozmente triste, mi pacto con el diablo sería éste:

—Quítame mi memoria y te regalo mi alma.

Dios no puede deshacer lo hecho. El diablo, en cambio, afirma que él sí puede convertir lo que fue en lo que no fue. Así desafía y tienta Dios al hombre. Pero al olvidar un hecho atroz, ¿no corremos el riesgo de olvidar también lo mejor de nuestras vidas, el amor de nuestros padres, la belleza de una mujer, la pasión de un hombre, la alegría de una amistad, todo? Ésta es la cláusula diabólica, mujer: olvidarlo todo o no olvidar nada.

Sabes que esta mañana salió a la puerta de este lugar, gateando, como si quisiera despedirme, el mayor de nuestros niños, el que robamos del alcázar. Le sonreí y le arrojé un beso con los dedos. Apenas adelanté unos pasos, una mano me detuvo: una mano fría, pálida, casi de cera. Era un caballero embozado.

—¿Quién es ese niño?, me preguntó con la voz amortiguada por los dobleces de la capa.

—Es mío, le contesté.

—Mira bien mi cara, me dijo, descubriéndola.

La miré bien, sin notar nada singular, salvo una palidez excesiva, ¡i la de sus manos semejante. Se percató de mi indiferencia, se llevó mía mano a la mejilla, luego extendió ambas manos y me las mostró:

—Mira. La barba me sigue creciendo. Las uñas me siguen creciendo. ¿No te parece extraordinario esto?

Le dije que no. Entonces volteó las manos para mostrarme las palmas: una superficie lisa, sin líneas. Disimulé mi asombro; sé que el caballero hubiese querido sonreír; un dolo* se lo impedía; noté entonces el florón de sangre seca sobre su pecho; quise auxiliarle con mis brazos; me detuvo con un gesto desdeñoso y unas palabras de hueca sonoridad:

—Cada hombre que nace reencarna a cada hombre que muere. ¿Quieres conocer la cara que dentro de veinte años tendrá ese chiquillo que salió a despedirte hace un momento? Ve directamente al templo del Cristo de la Luz. Allí me encontrarás. Y verás la cara que tendrá tu hijo. Yo no pude terminar mi propia vida.

¿Dices que ese caballero murió hace dos días en un duelo? Sal, pues, Celestina, sigue buscando, vence al diablo, busca lo que has olvidado en las palabras de quienes te hablan pero no te miran; en las miradas de quienes te ven pero no te recuerdan; en la memoria de quienes no te recuerdan pero te imaginan. Así vencerás al diablo: serás el diablo, sabrás lo que él sabe pero también lo que no sabe.

La realidad es un sueño enfermo.

Los labios llagados

Miró Celestina en el mercado de la ciudad a una niña de once años, que acompañaba a su padre. Padre e hija ofrecían cirios, tinturas y miel de abeja. Era muy bella esta niña, con ojos grises y naricilla levantada, pobres y remendadas eran sus faldas, y descalzos andaban sus pies.

La distinguió porque era como una gota de agua cristalina en un mar de sangre: aquí ahorcaban pollos, allá tasajeaban carneros, éste decapitaba un puerco, aquél vaciaba un pescado; corría la sangre entre las losas severas de la plaza y por los riachuelos de las callejas; orines y mierdas eran arrojados desde las ventanas, sueltos andaban los perros, y las moscas zumbaban encima de las cabezas cortadas de las bestias; a peste olía el agua de las barricas, de húmedos aposentos salían y entraban compradores y comerciantes; y los ayunadores penitentes gritaban sus visiones desde las ventanas, el diablo, el diablo, se me apareció el diablo; pasó una novia de doce años vestida de blanco, rumbo a San Sebastián, con su escaso séquito de mujeres amarillas, picadas de viruela, acatarradas, y detrás de ella el munificente, obeso, sexagenario novio, distribuyendo monedas entre la alborotada chusma de mendigos, ulceradas las heridas que nunca se cerraban en brazos y pechos, y los niños que pululaban bajo las arcadas se disputaban la comida de los perros, y muchos niños dormían echados en las calles, bajo las escaleras, en el umbral de una puerta, y cruzaron la plaza unos dominicos vestidos con hábitos de lana blanca y capas negras, que semejaban perros blanquinegros, y cantando

De malos sueños defiende nuestros ojos,

De fantasías y nocturnos temores;

Pisotea al fantasma enemigo>;

Líbranos de toda polución.

Y la niña de ojos grises y naricilla levantada: descalzos los pies; remendadas las faldas. Celestina la miró en medio de esa turba del viejo zoco de Toledo, pues nada más hermoso que ella había allí. Y también porque dos hombres la reconocieron, y uno le dijo: Has muerto; y ambos la llamaron: Madre, puta vieja. Se vio en esa niña. Quiso verse. Así debió ser ella a esa edad, antes de lo que llegaría a ser, si del porvenir había llegado a este presente; y después de lo que llegó a ser, si del pasado había llegado a esta mañana.

La niña miraba con tristeza la tristeza: la matanza de bestias, la niña novia, las huellas de la enfermedad en los cuerpos, el gesto de los locos, un cordero apresado de las patas, un carnicero con el puñal en alto, a punto de enterrarlo en la blanca lana del animalillo.

Corrió la niña, rogó al carnicero, no, es un cordero, yo los cuido, yo los protejo de los lobos, yo me desvelo con ellos, no matéis al cordero. El carnicero rió y apartó con violencia a la niña; la niña cayó sobre la piedra sangrienta. Su padre corrió a socorrerla. Antes llegó a ella Celestina, le acarició la cabeza, le ofreció las manos. La niña, con los ojos llenos de lágrimas, besó las manos de Celestina. Levantó la cara: los labios infantiles quedaron impresos con las llagas de Celestina, Celestina se miró las manos: eran, otra vez, las suyas, las de la novia ruborosa y alegre de la boda en la troje, habían desaparecido las huellas de sus suplicios, un tatuaje de heridas brillaba en los labios de la niña.

—¿Quién eres?

—Soy pastorcilla, señora.

—¿Dónde vives?

—Mi padre y yo vivimos en el bosque cerca del alcázar de un gran señor, que se llama Felipe.

Y el padre apartó a Celestina de la niña, milita, niña mía, ¿qué te ha pasado?, ¿quién te hirió?, mírate la boca, ¿este carnicero hideputa?, no, esta bruja, hechicera, andrajosa, ea, todos, a la malvada, mirad la boca de mi hija, a ella, corre, Celestina, derrumba toldos, pisotea cerdos, una casa, una escalera, los perros te ladran, las moscas te zumban, los húmedos aposentos, los bacines de mierda, los locos te gritan, que he visto al diablo, la paja de los pisos, cúbrete, escóndete, te van a quemar, bruja, huye, espera, cae la noche, se vacía el zoco, se olvidan del incidente, miras desde la ventanilla de lu escondrijo la ciudad del promontorio, cercada por el Tajo, dispuesta en severas gradas de piedra, ciudad sitiada, accesible sólo por el norte y la desolada llanura, defendida del sur por los hondos barrancos del río, y ahora escapa, como rata, escúrrete por la noche, regresa a la judería, despierta a Ludovico, ¿qué te ha sucedido?, debo huir, debo buscar, regresaré, espérame, cuida a los niños, y si no puedo, dame cita, Ludovico, dónde, Celestina, en la playa, en la misma playa donde soñamos con embarcarnos a un mundo nuevo, el mismo día, el catorce de julio, ¿cuándo, Celestina?, dentro de veinte años.

El tercer niño

Pidió caridad por caminos y villorrios, y a los tres días de andar miró los torreones del alcázar que nunca pensó ver otra vez, y al norte del castillo un vasto bosque.

Lo conocía. Aquí se refugió cuando abandonó a Jerónimo: buena guarida es la selva para hembra embrujada; y aquí fue visitada, en largas noches de luna, rodeada de rumores de búho y lobo y cigarra, por su esposo sin luz ni sombra, ausencia pura, quien le dijo:

—Te recompensaré, Celestina… Pero tu tiempo es breve… No creas que mi recompensa será eterna… Tu felicidad será una ilusión… Transmite a otra mujer lo que sabes cuando lo sepas… Aún no, aún no…

Aquí jugueteó con sus muñequitas rellenas de harina. Respiró hondamente. Reconocía la humedad de la tierra, el susurro de las bóvedas de los olmos en el cielo y de la vieja hojarasca en la tierra: jirones de un otoño olvidado. Aquí fue tomada por los tres viejos mercaderes una noche. Aquí soñó lo que su amante le dijo al oído:

—Un grácil joven… La estígmata de su casa: el prognatismo… Pasará por aquí… Detenlo… Lo reconocerás… No te quiso violar… Lo conoces… Es el hijo del Señor que te impuso la pernada… Llévalo a la playa… El Cabo de los Desastres…

Y ahora se acercó de noche a un claro del bosque y la vio.

Era la niña que había besado sus manos en Toledo. Cuidaba sus ovejas y había preparado, a pesar de la luna llena y el bálsamo del aire, un fuego para protegerse y proteger a su rebaño. La miró con amor: la niña se limpiaba una y otra vez los labios con la mano, escupía, pero la llaga de los labios no se borraba. Es ella, se dijo Celestina, lo sé, pero no entiendo… Trató de recordar cuanto sabía: todo era signo, y las direcciones tantas… No bastaría una vida para seguir esa red de caminos cruzados.

Se escuchó un bajo lamento animal. La niña recogió un leño ardiente. Bajó la llama; iluminó a una loba larga y gris. La loba le mostró una pata herida y la niña se hincó junto a la bestia y la tomó. La bestia le lamió la mano y se recostó junto a la fogata. Celestina observaba escondida detrás de un islote de álamos blancos que parecían tragarse la luz de la luna. A poco, el animal parió, entre las zarzas y el polvo y los balidos de las ovejas.

Era un niño. Nació con los pies por delante. Tenía seis dedos en cada pie, y sobre la espalda el signo de la cruz: no una cruz pintada, sino parte de su carne: carne encarnada.

Espectro del tiempo

Ludovico encontró esa mañana al anciano en la sinagoga del Tránsito, arrodillado sobre un tapete, murmurando oraciones, doblado sobre sí mismo en una profunda reverencia, de manera que su cabeza tocaba sus rodillas. El estudiante esperó hasta el término de la oración.

—¿Quieres hablar?, preguntó el viejo.

—Sí. Mas no importunaros.

—Te esperaba.

—He estado muy inquieto.

—Lo sé. Mucho has leído aquí. No todo concuerda con lo que tú crees.

—Tuve un sueño en voz alta, una tarde, en una playa. Hablé y soñé de un mundo sin Dios, en el cual cada hombre generase su propia gracia y la ofreciese con provecho a los demás hombres, para transformar sus vidas. Ahora no sé. Y no sé porque sé que no basta una vida para cumplir todas las promesas de la gracia individual. Temo, venerable señor, irme al extremo opuesto y creer que todo es espíritu y nada materia; eterno aquél, perecedera ésta.

—Nada muere, nada perece por completo, ni el espíritu ni la materia.

—¿Pero son similares sus desarrollos? Transmitense los pensamientos. ¿Transmútense los cuerpos?

—Las ideas, sabes, nunca se realizan por completo. A veces se retraen, inviernan como algunas bestias, esperan el momento oportuno para reaparecer: el pensamiento mide su tiempo. La idea que parecía muerta en un cierto tiempo renace en otro. El espíritu se traslada, se duplica, a veces suple; desaparece, se le cree muerto, reaparece. En verdad, se está anunciando en cada palabra que pronunciamos. No hay palabra que no esté cargada de olvidos y memorias, teñida de ilusiones y fracasos; y sin embargo, no hay palabra que no sea portadora de una inminente renovación: cada palabra que decimos anuncia, simultáneamente, una palabra que desconocemos porque la olvidamos y una palabra que desconocemos porque la deseamos. Lo mismo sucede con los cuerpos, que materia son; y toda materia contiene el aura de lo que antes fue y el aura de lo que será cuando desaparezca.

—¿Entonces vivo una época que es la mía, o sólo soy el espectro de otra época, pasada o futura?

—Las tres cosas.

El viejo de la sinagoga se incorporó de su posición humillada y miró a Ludovico.

Ludovico miró la estrella en el pecho del anciano. En ella estaba inscrito y realzado el número tres.

La memoria en los labios

Ven, niña, ven a mis brazos, ¿me recuerdas?, señora sí, besé tus manos, llagaste mis labios, me friego la boca, no se me limpia, cada día se hunden más las cicatrices, como un tatuaje, niña, señora si, una boca de colores, déjame besarte, señora sí, ¿me recuerdas?, señora sí, linda muchachita, quisiera ser siempre como tú, volver a ser como tú, un día debí ser como tú, ya no recuerdo, ¿qué más re— recuerdas?, señora sí, un alacrán negro y peludo, ¿dónde, niña?, entre las piernas del Señor, señora sí, aquí en este bosque, otra noche, el Señor cabalgaba, con la camisa abierta, excitado, cabalgaba de noche, solo, tragando leguas, señora sí, fueteando las ramas, como un loco, gritando, borracho, no sé, descabezando las espigas de los trigales, ¿tú lo viste?, señora sí, escondida, apagué mi fogata, me escondí como tú ahora, entre los álamos, árboles con luz, luz de la luna, una loba atrapada, el Señor desmontó, riendo, gritando, gruñendo, desnudándose, libró a la loba de la trampa, se bajó las calzas, el alacrán negro, tomó a la loba, la loba se defendió, gruñó, aulló, arañó, él le metió el alacrán por el buz a la loba, ¿eso recuerdas?, señora sí, pero mi voz, se me va mi voz, señora sí, ¿así se desnudó?, señora sí, qué calor, qué primavera, niña, te nacen tus teticas, limoncitos, tus piernitas, ábrelas, niña, señora sí, Toledo, el mercado, la oveja degollada, tus sobaquitos, qué húmedos, qué perfumados, señora sí, qué limpio tu montecito, se pueden contar los peí i tos, qué pocos son, señora sí, ábrelas, niña, qué apretado tu coñito, huele a azafrán, niñita linda, niñita rica, señora sí, ¿te gusta mi lengüita?, ay sí, ay sí, ¿te beso toda, me dejas?, ay sí, ay sí, el Señor, el alacrán peludo, el culo ardiente de la loba, el buz colorado de la bestia, la tomó, gritaba, reía, un loco, un borracho, señora sí, tu lengua en mi boca, mi lengua en la tuya, selva, álamo, zarza, cencerro, loba, oveja, muertas espigas, todo lo tomo, la naturaleza entera, que nada se me escape, mi lengua en tu oreja, oye mis secretos, oye lo que sé, nada muere, todo se transforma, permanecen los lugares, múdanse los tiempos, te traía dentro de mí, fui tú cuando fui niña como tú, me meto dentro de ti, el alacrán negro, la lengua morada, se acabó mi tiempo, señora sí, tu voz es mi voz, señora sí, me agoté, señora sí, te regalo mi vida, continúala, señora sí, te paso mi voz, te paso mis labios, te paso mis heridas, mi memoria está en tus labios, los hombres me contagiaron el mal, el diablo la sabiduría, hija de nadie, amante de todos, voyme podrida, el Señor me contagió su mal al tomarme la noche de mis bodas, yo le transmití el mal al hijo del Señor en la alcoba del alcázar, por mi conducto el padre contagió al hijo, nos necesitan, nos persiguen, no habrá salud para los hombres en la tierra mientras exista el hoyo negro de azufre y carne y vello y sangre, no habrá salud para las mujeres en la tierra mientras comande el alacrán negro y peludo, el látigo de carne, la sierpe eréctil, recuérdame, niña, señora sí, crece, haz por parecerte a mí, te dejo los labios heridos, en ellos mi memoria. en ellos mis palabras, sabrás y dirás cuanto yo supe y dije, sabré y diré, a tiempo, me dijo, hazlo a tiempo, tú te llamas Celestina, tú recuerdas toda mi vida, tú la vives ahora por mí, tú estarás dentro de veinte años, la tarde de un catorce de julio, en la playa del Cabo de los Desastres, desvía las* rutas, engaña las voluntades, tuerce los horarios, debes estar, tenemos una cita, señora sí, señora sí…

BOOK: Terra Nostra
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