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Authors: Carlos Fuentes

Tags: #Relato

Terra Nostra (91 page)

BOOK: Terra Nostra
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La sonámbula

Pronto vio Celestina que el parecido entre los dos niños no se limitaba a los signos extremos de los pies y la cruz, sino que en todo lo demás, proporción y facciones, eran idénticos. Se lo hizo notar a Ludovico; el estudiante sólo pudo decirle que se trataba de un verdadero misterio, puesto que nada podía explicarlo, y siendo ésta su naturaleza, no quedaba más remedio que confiar en que, algún día, el misterio revelase su propia razón. Lo dijo a regañadientes, pues estos hechos, y las lecturas y traducciones con que se ganaba la vida en la sinagoga, iban a contrapelo de las razones más secretas de su inteligencia rebelde: la gracia es directamente accesible al hombre, sin intermediarios; debe encarnar en la materia, dirigirse a finalidades pragmáticas y ser explicable por la lógica.

Le advirtió a Celestina que no se aventurase fuera de la judería, cautiva entre la Puerta del Cambrón, los montes del Tajo, la vieja mezquita y la Santa Eulalia, por ser ésta la guarida invisible de la pareja y peligrar su anonimato en los barrios cristianos. Mas ciertas tardes, animada por un vigilante sueño, Celestina abandonaba a los dos niños, aprovechando sus siestas, o confiaba en que las vecinas acudirían a los chillidos y caminaba como dormida, más allá de los límites del barrio hebreo.

Quizás sólo ahora, veinte años más tarde, se atrevería a explicar los motivos de sus paseos de sonámbula, a media tarde, por las empinadas callejas de piedra, los antiguos zocos árabes, hasta el Castillo de San Servando, hasta el río, hasta el puente de Alcántara, hasta las más lejanas puertas del norte, y hasta la más lejana del sur, la Puerta de Hierro: la temible, densa, desolada, extensa y profunda llanura castellana venía a morir junto a las montañas de Toledo.

Miraba a la gente. Buscaba una cara. Pasaron muchas tardes. No conocía a nadie. Nadie la conocía a ella. Sin embargo, todos estaban vivos. Todos habían nacido antes, después o al mismo tiempo que ella. Ningún muerto rondaba las calles toledanas, nadie capaz de acercarse a ella, tomarla de un brazo, detenerla y decirle:

—Te conocí antes de morir yo o de nacer tú.

Los sefirot

Cuanto existe, todo lo formado por el Anciano (¡santificado sea su nombre!) proviene de un macho y de una hembra. El padre es la sabiduría que ha engendrado toda cosa. La madre es la inteligencia, tal como fue escrito: «A la inteligencia darás el nombre de madre.» De esta unión nace un hijo, el vástago mayor de la sabiduría y la inteligencia. Su nombre es el conocimiento o la ciencia. Estas tres personas reúnen en sí mismas cuanto ha sido, es y será; pero a la vez, se reúnen en la cabeza blanca del Anciano entre los ancianos, pues Él es todo y todo es Él. Y así el Anciano (j santificado sea su nombre!) es representado por el número tres, y existe con tres cabezas que no forman más que una sola. Dios da a conocer su creación mediante sus atributos, los sefirot, que se proyectan como rayos y se expanden como las ramas de un árbol. Mas todos los rayos y todas las ramas emanadas de Dios deben volver al número tres, a fin de no extinguirse en la dispersión. Así, veintidós letras tiene el alfabeto hebreo, que es el verbo de Dios, y esas veintidós letras pueden combinarse y mezclarse de diversas maneras, siempre y cuando no se dispersen, sino que todas sus combinaciones posibles regresen siempre a las tres letras madres, que son

La primera es fuego. La segunda agua. La tercera aire. De ellas nace cuanto se multiplica. Por ellas se regresa a la unidad. Y de la unidad vuelven a derivarse los tres primeros sefirot, que son la corona, la sabiduría y la inteligencia. La primera representa el conocimiento o la ciencia. La segunda al que conoce. La tercera a lo que es conocido. El hijo. El padre. La madre. De esta trinidad nace todo lo demás, manifestándose progresivamente en el amor, la justicia, la belleza, el triunfo, la gloria, la generación y el poder. Temerario será quien recorriendo esta ruta, intente ir más allá, pues queriendo sobrepasarse, sólo conocerá la desintegración de cuanto le precedió: poder, generación, gloria, triunfo, belleza, justicia, amor, inteligencia, sabiduría, conocimiento, y sólo se internará en el desierto de la muerte errabunda, buscando un alma de la cual apropiarse para reencarnar y reiniciar toda la vuelta de la vida, aplazando el regreso al cielo y la reunión con la mitad perdida de su alma. El alma santa, en cambio, se detendrá, reconociendo que la plenitud tiene límites y que son estos límites los que aseguran que la plenitud sea plena, pues la infinita disgregación es el vacío, renunciará a los espejismos ambiciosos y volverá sobre sus pasos hasta regresar al umbral de los tres, que a su vez es el umbral de retorno a la unidad. Pues está escrito que toda cosa regresará a su origen, como de él salió.

La Celestina y el diablo

Y así sucedió que una noche, al regresar a la pieza que compartían, Ludovico encontró a Celestina arrojada junto al fuego de un brasero, llorando y quemándose las manos sobre las brasas, y mordiendo una cuerda, insensible a los gritos de los dos niños y rodeada de muñequitas de trapo rellenas de harina.

El estudiante quiso socorrerla, y apartarla del fuego, más la muchacha estaba poseída de una fuerza irresistible, y le dijo que la dejara, que el recuerdo volvía a ella, lo había olvidado todo, el sueño se había realizado, un amor sin prohibiciones, el cuerpo libre, ella, Ludovico y Felipe, fue como una droga, se había dejado adormecer por una falsa ilusión, ahora volvía a recordar, fue atropellada por el Señor don Felipe, el Hermoso, tomada fría y brutalmente por ese príncipe putañero, incontinente, apresurado, la noche misma de su boda con Jerónimo, en la troje, y ella se dijo, me entrego al demonio, no tengo más amigo que el diablo, sólo Satanás ha de ser más fuerte que este inmundo Señor, Dios no me ha creído digna de su protección, quizás el diablo me defienda, seré su esposa, él me dará los poderes para vengarme del Señor y su casa, del Señor y sus descendientes, y acercó las manos al fuego, las retiró, tomó la cuerda, la mordió para aliviar su tormento, hundió las manos en el fuego, invocándole, ángel del veneno y de la muerte, ven, tómame, y entre las llamas, Ludovico, apareció una sombra, sólo visible en medio del fuego, como si requiriese la más ardiente luz para aparecerse y ser vista, y esa forma de pura tiniebla, sin rostro ni manos ni piernas, pura oscuridad revelada por las llamas, me habló y me dijo:

No llores, mujer. Hay quien se apiade de ti. Ya sabes lo que el mundo te ofrece si obedeces la ley de Dios y en recompensa sufres la crueldad de los hombres. Piensa que en otro tiempo la mujer fue diosa. Lo fue porque era dueña de una sabiduría más profunda. Sabía la antigua sabia que nada es como aparenta ser y que detrás de todas las apariencias hay un secreto que a la vez las niega y las completa. Los hombres no podían dominar al mundo mientras las mujeres supieran estos secretos. Se unieron para despojarlas de dignidad, sacerdocio, privilegio; mutilaron y enmendaron los antiguos textos que reconocían el carácter andrógino de la primera Divinidad, suprimieron la mención de la esposa de Yavé, cambiaron las escrituras para ocultar la verdad: el primer ser creado era a la vez masculino y femenino, hecho a imagen y semejanza de la Divinidad que unía ambos sexos; inventaron en su lugar un Dios de venganza y cólera, un cabrío barbado; expulsaron a la mujer del Paraíso, la hicieron culpable de la caída. Nada de esto es cierto, es sólo la mentira indispensable para fundar el poder de los hombres, un poder sin misterio, cruel, divorciado del amor, separado del tiempo real, que es el tiempo de la mujer, que es tiempo simultáneo: el poder del hombre, capturado dentro de la mera sucesión de hechos que al progresar en línea recta, a todo y a todos conduce a la muerte. Escúchame, mujer: te diré cómo vencer a la muerte; te diré cómo vencer a este atroz orden masculino; te daré a conocer los secretos, ve qué haces con ellos, pronto, tu tiempo es breve, mucho te exijo, quedarás exhausta, sólo podrás iniciar lo que yo te pido, no podrás terminarlo, es demasiado para una sola persona, date cuenta a tiempo, transmite lo que sabes a otra mujer, a tiempo, antes de que los hombres vuelvan a arrebatarte las fuerzas que hoy te otorgo; recuerda, que otra mujer continúe lo que tú inicias, pues tú sólo continúas lo que otras iniciaron en mi nombre. La mujer fue Diosa. Yo fui Ángel.

—¿Qué?, gimió Celestina, ¿qué me enseñas, qué debo saber, no entiendo…?

—Tus manos llagadas son el signo de nuestra, comunión: el fuego. La mujer que las bese heredará lo que yo te dé.

—¿Cuándo? ¿Cómo sabré?

—Búscame en las calles de Toledo. Allí me encontrarás, cuando la fortuna allí te lleve.

—¿Qué haré mientras tanto?

—Huye al bosque. Allí habitan los duendes y súcubos, familiares de las brujas. Pídeles consejo. Son los viejos dioses paganos, expulsados de sus altares por la cruel cristiandad. Reconocerán en ti a las antiguas diosas del mundo mediterráneo, condenadas a la hechicería por los poderes cristianos, y ejecutadas en las plazas públicas con tanta crueldad como lo fue Cristo en el Gólgota. Adora a las diosas prohibidas. Disfrázalas de inocente juego. Fabrica unas muñecas de trapo. Rellénalas de harina. Es el color de la luna. Allí habita la diosa oculta de todos los tiempos.

—¿Dónde? ¿En el bosque? ¿En la luna?

Pero la visión invisible en medio del fuego había desaparecido.

El número tres

La mañana, el mediodía y la noche. El principio, el medio y el fin. El padre, la madre y el hijo. Cuanto es enteramente, lo es tres veces. Santo tres veces, realmente santo. Muerto tres días, realmente muerto. Tres regiones tiene el universo: cielo, tierra y agua. Tres cuerpos tienen los cielos: sol, luna y tierra. Tres veces repítese el rito y cúmplenlo tres personas. Tres años deben tener los animales que se sacrifican. Tres ayunos por año ordena la Ley, y tres oraciones por día. Tres son los hombres justos. Tres rebaños acuden al pozo. La culpa se extiende hasta la tercera generación. Tres generaciones se necesitan para vengar a los padres. Tres años sin cosecha justifican la impaciencia del labrador, y el abandono de las tierras. Tres días es tolerado el huésped. Tres veces se camina alrededor de la pira funeraria. Tres son las Furias. Tres son los jueces de la muerte. Cada tres años se celebran las fiestas de Baco. Tres fueron los primeros augures. Tres, las primeras vestales. Tres, los libros de las Sibilas. Tres días toma el descenso al infierno. Tres días permanece el alma cerca del cadáver esperando su resurrección. Tres veces se repiten las palabras que protegen al viajero, inducen al sueño o calman la furia del mar. Tres veces bendijo Yavé la creación. Tres testigos nos ofrece el cielo. Tres hijas tuvo Job. Tres hijos Noé, y de ellos descendemos todos. Tres veces bendijo Balaam a Israel. Tres amigos tuvo Job, y tres Daniel. Tres emisarios del cielo visitaron a Abraham. Tres veces fue tentado Jesús. Tres veces oró en Getsemaní. Tres veces le negó Simón. Fue crucificado a la tercera hora. Había tres cruces en el Gólgota. Tres veces se reveló Jesús a sus discípulos después de la resurrección. Tres veces deseó Saulo. Padre, Hijo y Espíritu Santo. Bestia, Serpiente y Falso Profeta. Fe, Esperanza y Caridad. Tres lados tiene el triángulo. Uno es la raíz de todo. Dos es la negación de uno. Tres es la síntesis de uno y dos. Los contiene a ambos. Los equilibra. Anuncia la pluralidad que le sigue. Es el número completo. La corona del principio y el medio. La reunión de los tres tiempos. Presente, pasado y futuro. Todo concluye. Todo se reinicia.

El duelo

Caminó muchas tardes Celestina por las calles de Toledo, pinas y llanas, solitarias y tumultuarias, abiertas en anchas plazas, enjambradas en estrechos callejones, buscando la promesa del diablo. Y no hacía más que buscar una cara conocida.

Pasó un atardecer junto a un jardín amurallado, y escuchó gritos en el jardín y rumores en las tapias. Un caballero embozado saltó la tapia, con una monja en brazos. Abrióse el portón y dos caballeros corrieron a la calle con las espadas desenvainadas. Desvanecida yacía la monja; herido de una pierna el hombre embozado. Miró a Celestina. Suplicóle:

—Haz por reanimar a la novicia. Llévala contigo y yo iré a buscarla. Dame tus señas.

Celestina no tuvo tiempo de responder. Los caballeros armados se lanzaron sobre el embozado, y éste, arrojando la capa sobre el hombro, incorporóse y desenfundó su espada. Chocaron los aceros; el caballero de la capa se batía con alegre fervor contra sus rivales, y aun les mantenía a raya, a pesar de la pierna herida. Celestina hizo por reanimar a la monja, logró levantarla, apoyarla y llevarla a una callejuela escondida, no lejos del lugar del combate, donde la monja volvió a caer por tierra; muy cerca, escuchábanse las voces de injuria, el grito del vencido, los vítores de los vencedores. Celestina les vio pasar corriendo, con las espadas sangrientas, por la calleja mayor, dejando de largo este vícolo techado de hiedras que se extendían entre dos jardines, uniendo sus nudosos dedos sobre las cabezas de Celestina y la monja.

—Id, id a él, suspiró la monja, ved si me lo han matado.

Corrió Celestina al lugar del duelo, donde yacía, sangrante, el raptor. Un capullo escarlata estallaba entre los brocados del pecho. Celestina se hincó junto al moribundo, sin saber muy bien qué hacía; el caballero de oscura belleza la miró con los ojos entrecerrados, sonrió, logró decir:

—Celestina… Celestina… ¿eres tú?, ¿otra vez joven?, oh, mira, madre, que encontrarte otra vez cuando me muero otra vez… yo que te vi morir a ti otra vez… Dios y muerte, ¿no lo dije siempre?, ¡qué largo me lo fiáis…!

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