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Authors: Carlos Fuentes

Tags: #Relato

Terra Nostra (75 page)

BOOK: Terra Nostra
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—Espejo humeante.

Dejaron caer los brazos y detrás de ellos apareció la mujer deseada, mi amante, la señora de las mariposas. Lo digo así, con serenidad, para compensar la turbación que me provocó esa presencia. Para verla de nuevo había afrontado todos los peligros, rechazado todas las tentaciones, superado todos los obstáculos. Y ahora, al verla, miraba a una extraña. Ella no me miraba a mí.

Era ella. Y era otra. Estaba sentada en asiento de piedra, sobre la piel de un tigre. Las mariposas no la coronaban. Tenía la cabeza descubierta y la larga cabellera negra embarrada, también, de sangre. Vestía un hábito de joyas entrelazadas, unidas las unas a las otras por hilos de oro, sin tela que opacara el brillo reunido de ágatas y topacios, amatistas y esmeraldas; y debajo del hábito suntuario las carnes de la mujer resplandecían suaves, fluyentes, desnudas. Al pie de su trono yacían túmulos de flores amarillas y pululaban serpientes y milpiés, criaturas de las cavernas y de la seca oscuridad. A su lado, una escoba y largos ramos de hierbas olorosas. A los pies de esta terrible señora, descansaba la araña: por ella la reconocí, y porque los labios de mi amada eran labios pintados. Y entre las piernas abiertas de la mujer se proyectaba la cabeza de una roja serpiente, como si la semilla de mi amor en la selva la hubiese gestado.

La miré, suplicando:

—Señora, ¿no me reconoces?

Los ojos crueles de la mujer no me devolvieron la mirada. Dos de los brujos que me rodeaban apresaron mis brazos y los demás levantaron en alto las dagas y se acercaron a la escalinata por donde subían, cantando con suaves llantos, seis mujeres conducidas por jóvenes guerreros. Señor: no habléis visto guerreros de prestancia y lujo semejantes a los de éstos, que-en todos sus movimientos, y en la opulencia de su atuendo, revelaban un diseño de cría y destino que los asemejaba al más fino corcel o al más fiero alano. Altos penachos de pluma; orejeras de cobre labradas a manera de perrillos; bezotes hechos de conchas de hostias de la. mar; collares de cuero; plumajes atados a las espaldas y, atadas a los pies, pezuñas de ciervo. Sus rostros eran cubiertos por máscaras de tigre, águila y caimán, y las mujeres tenían las bocas pintadas de negro, y exhalaban un denso perfume, y sus trajes no eran sino plumas de colibrí pegadas al cuerpo, dejando exhibido el sexo y con muchos brazaletes y collares en muñecas. cuello y tobillos. Se apoyaban, lamentándose, en los brazos cié los guerreros, y algunas acariciaban los pechos de los hombres, y otras les miraban con la mirada melancólica y la sonrisa resignada y el recuerdo entristecido y todas lloraban con el llanto pequeño y ofendido. Entonces uno de los guerreros se acercó al asiento de piedra de la señora de los labios tatuados. Y esto dijo:

Tú que limpias los pecados y devoras la inmundicia para purificar al mundo, manchándote a ti misma, limpia los nuestros, loma a nuestras rameras que fueron tomadas de entre humildes familias de los pueblos vencidos para satisfacer nuestro deseo impuro, arrancarlo de nuestros pechos y permitirnos luchar sin inquietudes y sin más deseo que el de servir a los dioses y a su encarnación en la tierra, nuestro señor de la gran voz. En los indecentes cuerpos de estas mujeres hemos vaciado nuestra débil impureza de hombres para llegar fuertes y puros al campo de la guerra. Tómalas. Han cumplido su tiempo en la tierra. Han servido. Ya no sirven. Renunciamos a la carne para dedicarnos a la guerra. Tómalas. A ti te las ofrecemos, señora que devoras las inmundicias, en este día del espejo humeante.

No bien terminó de hablar el guerrero que la música se esparció por el llano con la antigua intensidad del polvo, y con regocijo y placer los músicos comenzaron a pegar con las manos sobre los huecos atabales, y a tañer sus palillos sobre el cuero de los tambores, y silbaban muy recio cuando tocaban los atabales muy bajo, y los bailadores con ricas mantas coloradas, verdes y amarillas, que en las manos traían ramilletes de rosas y ventalles de pluma y pluma y oro, y con los rostros cubiertos con papahígos de pluma, hechas como cabezas de animales fieros, se unieron en corros trabados de las manos, y los brujos en la cima de la pirámide, a un signo de los dedos de largas uñas negras de mi amante, clavaron sus dagas de pedernal en los pechos de las prostitutas, y las abrieron de teta a teta, y luego hasta el cuello, y con sus manos embarradas Ies arrancaron los corazones, y terminaron por cortarles las cabezas y amontonaron los cuerpos mutilados al lado de los canalizos de la pirámide por donde la sangre de las hembras se fue a regar el llano de polvo amansado donde la danza se avivó, y de entre los danzantes sobresalieron unos truhanes, haciendo del borracho, loco o vieja, que hicieron reír a quienes los miraban: las mujeres y los niños. Arrojaron los brujos por las escalinatas las cabezas de las seis putas de los guerreros, que presto fueron recibidas abajo por unos viejos que las espetaron por las sienes a unos varales que estaban echados como en lancera.

Los negros brujos colocaron los corazones humeantes de las mujeres en una cazuela de madera a los pies de la señora que fue mi amante. Caí de rodillas, Señor, con mis brazos apresados por los dos brujos compañeros de los asesinos que se untaban la sangre de las rameras en hábitos, rostros y crines, y pensé en mi perdido pueblo junto al río, en su simplicidad y falta de avaricia, en su vida ordinaria y en su extraordinario destino: pueblo sacrificado por su propia mano, y en honor mío; pueblo reunido junto al templo de la selva para ser traído a este alto valle de polvo y sangre y, aquí, sus mujeres dadas como putas a los guerreros del llamado señor de la gran voz, y luego ofrecidas en sacrificio el día del espejo y del humo. ¿Qué mundo era éste, donde la belleza de las cosas, la fraternal comunidad de las posesiones, el apego a la vida, convivían con estas ceremonias del crimen? Recordé en ese instante a la espantosa aparición del bosque: mi doble. Como él coexistía conmigo, así coexistían en el nuevo mundo, relacionadas por razones que yo no alcanzaba a comprender bien, el culto de la vida y el culto de la muerte. Dios blanco era yo, me dijeron el anciano memorioso y la princesa de las mariposas; principio de vida, educador, premonitoria voz de] amor, el bien y la paz. Dios negro era mi enemigo hermano, principio de muerte, tiniebla y sacrificio. Creía haber vencido a mi fantasma gemelo negándole con mi deseo. Mas mi deseo era una mujer, y la veía aquí, ahora, presidiendo los fastos de la muerte.

Los guerreros se hincaron ante la mujer y se quitaron las máscaras de animal: tenían los cabellos cortados hacia las sienes, rapados a navaja en la frente, y las sienes pintadas de amarillo. Se pasaron gruesas espinas por los lóbulos de las orejas y luego hablaron, uno tras otro, al oído de la princesa devoradora, como hablan los penitentes, Señor, de hinojos y en voz baja. Y sólo al terminar cada confesión, levantaban la voz la mujer y el guerrero, y ella preguntaba:

¿Quién te inspiró el mal?

Y él contestaba:

Tu…

¿En quién pensaste cuando te diste a la lujuria?

En ti…

¿Dónde están la lujuria y el mal?

En la serpiente que asoma entre tus muslos abiertos…

¿Quién te limpiará de tus pecados?

Tú, que devoras la inmundicia manchándote para purificarnos…

¿Quién me otorga estos poderes?

El espejo humeante…

¿Cuántas veces puedes confesarte ante mí?

Una sola vez en mi vida…

¿Cuándo?

Cuando me dispongo a morir…

¿Eres viejo?

Soy joven…

¿Por qué vas a morir?

Porque voy a la guerra…

¿Contra quiénes lucharás?

Contra los pueblos que aún no se someten a nosotros…

¿Prefieres la muerte en la guerra a la muerte en la vejez y la enfermedad?

La prefiero. Enfermos y viejos mueren los esclavos. Yo iré directamente al paraíso de suaves lloviznas sin pasar por el helado infierno subterráneo.

Si sobrevives, ¿sabes que nunca más podré confesarte y limpiarte?

Lo sé. Tú sólo escuchas una vez a cada hombre. Por eso prefiero morir en combate. No sobreviviré.

La señora tomó las hierbas olorosas y limpió los cuerpos de los guerreros, pasándolas suavemente sobre hombros y pechos y piernas, mientras los brujos abrían canastas y jaulas y de ellas sacaban pajarillos de colores, y los ahorcaban y colocaban los cuerpecillos emplumados a los pies de la mujer, y los guerreros volvieron a ponerse los cascos de animal y descendieron por las gradas al llano, donde los danzantes, las mujeres y los niños se había apartado para dar paso a una procesión que era guiada por dos sátrapas bailarines con rodajas de papel en la frente. Rajo el sol relucían sus caras pintadas de negro y enmeladas, y guiaban a un grupo de hombres con los cuerpos teñidos de blanco. Los guerreros que acababan de confesarse con mi amante salieron al encuentro de esta procesión, mientras los sátrapa hacían subir a los cautivos —sólo en ese instante supe que lo eran sobre unas piedras redondas, a manera de muelas, y les ofrecieron. cazuelas para beber, y cada cautivo alzó la suya contra el oriente y contra el septentrión, y contra el occidente y contra el mediodía, como ofreciéndola hacia las cuatro partes del mundo, y cantando cada uno, con voces plañideras, esta misma canción:

En vano he nacido,

En vano he llegado aquí a la tierra.

Y sufro, pero al menos he venido,

He nacido en la tierra

Y estando los cautivos sobre las piedras, los sátrapas tomaron sogas, las cuales salían por los ojos de las muelas, y les ataron las cintas a ellas. En seguida les dieron a cada uno espada de palo con plumas pegadas por el corte, y cuatro garrotes de pino y luego se adelantaron cuatro guerreros, también con espadas de palo, pero éstas con navajas en el corte, los dos vestidos como tigres y los otros dos como águilas, y levantaron las rodelas y las espadas hacia el sol y así empezaron a pelear un guerrero contra un cautivo. Mas había cautivos que luego se amortecieron y echáronse sobre el suelo, sin tomar arma alguna, como si desearan que luego tes matasen; y éstos fueron despreciados por los guerreros. Y otros, viéndose sobre la piedra atados, perdieron el ánimo, y como desmayados tomaron las armas, mas luego se dejaron vencer. Pero otros fueron valientes, y los guerreros no les podían rendir, y pedían socorro a sus compañeros, hasta que entre los cuatro rendían a un cautivo, le quitaban las armas y daban con él en tierra, sometiéndole a navajazos.

Estallaron de nuevo la música y la danza; los cautivos sangrantes fueron liberados de la soga y la muela y arrastrados por los guerreros hacia la pirámide; llevábanlos por los cabellos, y así los arrastraron hasta la cúspide, mientras el llano era escenario de una suntuosa danza bailada por hombres coronados con mitras de muchos plumajes verdes que salían de ella, como penachos altos, que del aire resplandecían de verde.

Llegaron los guerreros con los cautivos a la cima, y luego fueron tomados los prisioneros por los papas, y atáronles las manos atrás, y también los pies, y muchos ya venían desmayados y así fueron arrojados al gran fuego y al montón de brasas que ardían en lo alto de la plataforma ; y cada uno a donde caía allí se hacía un grande hoyo en el fuego, porque todo era brasa y rescoldo, y allí en el fuego el cautivo comenzaba a dar vuelcos y a hacer bascas; comenzaba a rechinar el cuerpo como cuando asan algún animal y levantábanse vejigas por todas partes del cuerpo. Y estando en esta agonía, los brujos sacábanle del fuego con unos garapatos, arrastrado, al tajón, le abrían el pecho de tetilla a tetilla, arrojaban el corazón al pie de la señora, cortaban la cabeza del cautivo y arrojaban cabeza y cuerpo así separados gradas abajo, donde unos viejos recibían los cuerpos y pronto se alejaban con los cadáveres arrastrados, y las cabezas iban a ensartarse por las sienes a los varales.

Uno de los guerreros se adelantó al filo de la plataforma y cesaron voces, músicas y bailes para oírle:

—Allí andan escondidos, entre las mujeres y los niños y los danzantes, muchos señores y muchos escuchas de los pueblos con los que tenemos guerra, que secretamente quieren observar nuestras ceremonias de este día. Regresen a sus tierras y digan allí lo que le sucede a los cautivos por nosotros tomados, ¡Teman al poder de México!

Por primera vez, Señor, escuché a un hombre de esta árida meseta dar el nombre de su nación, que por tal lo tomé así aliado al juicio de poder, aunque también podía ser el nombre del máximo señor, el de la gran voz, o el del dios supremo al cual todos los demás honor debían. Mi difícil conocimiento de esta suave lengua me obligaba a descomponer cada palabra en las raíces que penosamente iba aprendiendo, y si éste era el nombre de la tierra, del amo o del dios, ese nombre significaba a la vez varias cosas: ombligo, y muerte, y luna; y ombligo, dijeme, es vida, y muerte muerte, y luna doble cara, creciente y menguante, de la vida y de la muerte. No tuve tiempo de pensar demasiado: en medio del silencio, el guerrero que habló se dirigió a los inmundos papas que aquí oficiaban, hincóse ante ellos, sus compañeros le imitaron, y entre todos lavaron los pies de los sacerdotes, manchados de sangre y pez derretida y cenizas frías. Lentamente transcurrió este lavatorio, y en la humillación de los guerreros ante los papas leí otro signo del orden de esta tierra del ombligo de la luna: los temibles guerreros con cabezas de águila y tigre pleitesía debían a los oficiantes de la muerte y así, sometidos andaban a un poder más alto que el de las armas. ¿A quiénes obedecían, a su vez, estos negros papas; qué poder era superior al de esta trunca pirámide de la muerte? Insensiblemente, miré hacia el volcán cuya forma el templo reproducía, igual que se asemejaban las cimas, helada y ardiente, nieve y piedra, ceniza y fuego, sangre y humo; y recordando mi ascenso desde la costa al volcán, díjeme que esta tierra entera poseía la forma de un templo, pútrido y vegetal en su basamento, humeante y pétreo en su cima, y que por las gradas de esa gigantesca pirámide yo había ascendido, y que la nación que adoraba al sol y se nombraba luna era como una serie de pirámides, una incluida dentro de la otra, la menor rodeada por la mayor, pirámide dentro de la pirámide, hasta hacer de la tierra entera un templo dedicado al frágil mantenimiento de una vida alimentada por las artes de la muerte.

Oh, Señor que me escuchéis, tanto horror como a mí al presenciarlos deben producirte estos sangrientos ritos que he relatado; mas yo quisiera que os pusiérais en mi lugar aquel lejano día del espejo humeante y, a pesar del horror, compartíérais mi hondo deseo de comprender lo que veía, y de darle al anhelo de comprensión poderes más vastos que al instinto de condenación. Desarmado, yo mismo cautivo y mirando la suerte de otros cautivos, rechacé la tentación de condenar lo que ignoraba. Escasa era mi inteligencia de cuanto sucedía. Y acaso, me dije, debo esperar el término de mi peregrinación, el quinto día de mi memoria y de mis preguntas y mis respuestas prometidas, para entender esta tierra. La ceremonia de la larga jornada ritual aún no terminaba, y yo seguía sin comprender mi sitio dentro de ella.

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