¿Dónde están las puertas? Agito mi mano frente a la puerta. Todos los de casa quedan dormidos. El profanador puede entrar. ¿Dónde hay una puerta en el infierno? Sólo de entrada. Nunca de salida. Una vez fui humana. Morí en el parto. ¿Dónde está la puerta? El profanador robó mis manos y mis piernas. Lloro sentada sobre las rocas de los caminos. No me temas, viajero. El profanador robó mis miembros. Con ellos dañó a mis hijos, los niños, y esparció la peste y la sarna. No lo creas si te cuentan que éstos son mis brazos y mis piernas.
Y esas piernas y manos azotaron mi rostro y cayeron al enorme vacío que me rodeaba, y las mujeres huyeron por los aires, invisibles, aullando tristemente. Mi cabeza chocó contra la roca, y me desvanecí.
Me despertó una húmeda lengua que lamía mi rostro. Mis ojos encontraron los negros y vivaces de un perrillo bermejo, como esos que vi en las laderas del volcán, y cerca de mí corría un río de heladas aguas, pues grandes pedazos de hielo se amontonaban a sus orillas, y la bóveda que me cubría era de hielo puro, con lágrimas frías que colgaban de lo alto, y blancos espacios perdidos, allende el río.
El perro me guió hasta la orilla y entró a las aguas y yo me coloqué encima de él y el perro nadó cruzando el gélido torrente, guiándome como antes lo hiciera el hilo de la araña. Mas ahora, ¿a quién debía el socorro de este animal? La señora de las mariposas me había abandonado y de ella sólo me quedaba el recuerdo de una noche, la tristeza de una promesa incumplida, la advertencia del número y orden de mis días en la tierra ignota, y un largo misterio: ¿cuánto tiempo había transcurrido entre cada uno de los días que yo recordaba?, ¿cuántos días había vivido en el olvido?, ¿qué me había sucedido fuera del recuerdo? y ¿por qué, entre el recuerdo en el templo de la selva y el encuentro de la pirámide de la meseta, había marcado ese tiempo el rostro de mi amante con las huellas, no de días, sino de años?
Entre estas preguntas, díjeme, debía escoger la que esta noche haría… ¿a quién? A un mudo perro, quizás, o a otras mujeres, muertas en el parto, que volaban cual saetas, puro rostro y llanto puro, en el camino del inframundo.
Y así, nadando sobre el perro colorado, llegué a la otra orilla. La blancura, allí, se acentuó, como si antes lo blanco no fuese blanco, sino simple cualidad del hielo y las congeladas cavernas y el gélido río de este subterráneo del volcán; y esta, ahora, blancura era de la blancura misma: el color puro del alba, extraño a cualquier cosa llamada blanca; la blancura dueña de sí misma, y a todo atributo ajena. Y en la blancura total, Señor, nada era distinguible, y así este albor puro a la más impenetrable oscuridad se asimilaba. Sentíme ahogado en leche, en cal, en aljor.
Un viento insoportable avanzó hacia mí, azotando mis empapadas ropas, doblando las altas plumas de mi penacho
?
cortando con navajas mi piel teñida y obligándome a avanzar a tientas, cegado por la luz sin contrastes. Viento de dagas: su desgarrante fuerza, al cabo, desnudó ante mi mirada a dos figuras inmóviles, tomadas de las manos, erguidas, pura forma blanca, mas forma de hombre y de mujer, una figura más baja que la otra, una con las piernas de hielo separadas en desplante, la otra con las piernas cubiertas por una nevada falda: pareja de animada albura, y tan idéntica al blanco espacio que la rodeaba, que era imposible saber si de su doble silueta, rasgada por el viento y fijada por el hielo, nacían el aire, el espacio y el color sin color de esta comarca, o si ellos eran el resultado de cuanto les rodeaba. A los pies de la inmóvil pareja distinguí la blancura de un montón de huesos.
Ladró el can, y se erizó su roja pelambre, y dando media vuelta corrió de regreso al río y se arrojó a las blancas aguas, nadando hasta ganar la otra orilla. Quedé indefenso ante la blanca pareja, y oí la cavernosa carcajada del hombre inmóvil como una estatua de hielo, tembloroso como el recio viento de estas profundidades; y dijo:
—Has regresado…
Mordíme la lengua, Señor, para no precipitar una inútil pregunta y recibir una inútil respuesta; no pregunté, ¿por qué me esperan?, no pregunté nada, y no había en mi silenciosa actitud cálculo, sino un agotamiento repentino, como si en mi alma no cupiese ya el asombro, el terror o la duda ante las sucesivas maravillas del nuevo mundo, sino una resignación pasiva y tibia, a la del sueño semejante después de fatigosa jornada. Calmóse el viento que animaba la figura de hielo del hombre que me dirigió la palabra. En cambio, agitóse, hasta hacerla casi visible, en torno a la figura de la mujer que le acompañaba tomada de la mano. Esa frialdad inmóvil luchaba contra aquella agitada ventisca, hasta que la mujer habló con acentos de odio indomable:
Ya viniste una vez. Ya nos robaste los granos rojos, y los diste en regalo a los hombres, y gracias a ellos los hombres pudieron sembrar, cosechar y comer. Aplazaste el triunfo de nuestro reinado. Sin los granos rojos del pan, todos los hombres serían hoy nuestros súbditos; la tierra sería una vasta blancura sin vida y nosotros, mi marido y yo, habríamos salido de esta honda región para reinar sobre el mundo entero. ¿Qué buscas ahora? ¿A qué has regresado? Esta vez no nos puedes engañar. Estamos advertidos de tus tretas. Pero además, ahora nada podrías robarnos: mira esta yerma comarca: ¿podrías robarte el viento de la muerte, los huesos de la muerte, nuestra helada blancura? Hazlo. Sólo regalarás más muerte a los hombres, y así apresurarás nuestro triunfo.
No, murmuré, agradecido de las palabras de esta blanca señora, pues su voz creaba un vaho, cálido a pesar de su humeante blancura de hielo, alrededor de la figura de la mujer, y animaba la mía; no, sólo una pregunta traigo, y una respuesta os pido.
Habla, dijo el blanco señor de estas regiones de la muerte.
Señores, reconozcan en mi atuendo los signos de una identidad que me ha sido impuesta, y que yo, ante ustedes, confieso temer, pues entiendo que a la muerte, la sangre, el sacrificio, la tiniebla y el horror me condenan…
Usas las ropas del espejo humeante, que todo cuanto has dicho representa, dijo el blanco señor.
Y sin embargo, ustedes mismos me han recordado mi otra identidad, la del dador de vida, el educador, el hombre de paz. Lo sé ahora: robé el grano rojo y así los hombres vivieron. ¿Quién soy, señores? Tal es la pregunta a la cual tengo derecho esta noche.
Con las gotas de hielo de sus labios y el espeso vaho de su odio contestó la mujer, antes de que pudiese hacerlo el hombre:
Nada importa quién has sido, sino quién serás. Has llegado hasta aquí sin entender las advertencias que te acompañaron en tu descenso a nuestro reino. Has mirado los rostros de calavera de las mujeres muertas en el parto, profanadoras de tumbas que cursan por los aires, aullando tristemente, maldiciendo, esparciendo terribles enfermedades y dañando a los niños que al nacer causaron sus muertes— Has visto al tigrillo pecoso de las altas rocas, que vigila la salida del sol devorando a las estrellas. Has visto al viejo con la concha sobre la espalda, que es la blancura que brilla de noche, nuestra luz, la luz de la oscuridad. Has escuchado el gemido del corazón de las montañas, que es la voz del sol bajo la tierra, condenado a desaparecer cada noche y a desconocer si aparecerá o no cada mañana, y has visto a su contrincante, el señor que lleva la oscuridad en la cabeza y en su bandera nuestros dos corazones: los corazones que tuvimos tú esposo y yo antes de morir, antes de la creación del mundo, cuando la muerte no era necesaria. Míranos ahora a nosotros, vencidos cada vez que el sol emerge de nuestras cavernas: astro escasamente victorioso, pues apenas llega a su cenit en el cielo, comienza a declinar antes de alcanzar la estatura de la perfección, que sería su permanencia eterna en el mediodía al cual aspira cada vez que nace sólo para perderlo cada vez y, sin remedio, volver a hundirse en nuestros dominios. Ve en cuanto has visto la lucha entre la vida de los hombres, parcial, imperfecta, condenada a nacer sólo para morir, y la vida de los muertos, condenada a morir sólo para renacer. Estábamos a punto de triunfar. Cada vez había más muertos y menos vivos: el hambre, el terremoto, la enfermedad, la tormenta, la inundación eran nuestros aliados. Entonces tú descendiste hasta aquí, robaste las semillas rojas del pan y permitiste a la vida prolongarse. ¿Por cuánto tiempo, ladrón? Pregúntatelo, sí, por cuánto tiempo, si los propios hombres, a fin de mantener la vida, nos ayudan a reconquistar la muerte gracias a la guerra, el exceso de sus apetitos y el terror del sacrificio. Lucha, ama y mata para vivir, ladrón de vida, y siente el helado viento que pulsa detrás de cada uno de tus actos, advirtiéndote que hasta cuando crees afirmar la vida, acrecientas el dominio de la muerte. Mi marido y yo somos pacientes. Todo terminará por enfriarse. Todo vendrá a nosotros. El sol sale para esconderse y volver a salir: la mitad de la vida va es muerte. Ganaremos la otra mitad, porque la totalidad de nuestra muerte es vida. Somos lentos; somos pacientes; nuestra arma es el desgaste. Y un día, el sol no saldrá más. Saldremos nosotros a reinar sobre una tierra a nosotros idéntica.
Temí, Señor, que la congelada catarata de palabras de esta reina del inframundo terminase por convertirme en hielo, y en monedas de nieve mis palabras; hablé de prisa, saboreando el calor de mi boca, arrojando mis palabras como brasas a los pies de esta pareja inmóvil:
—¿Quién soy? Tengo derecho a una respuesta esta noche…
Hubiese querido distinguir la mirada del señor de la muerte cuando, después de un silencio perverso, como si la pareja esperase que esa pausa bastaría para re un irme a su condición, habló por fin. Y éstas fueron sus palabras:
Eres uno en la memoria. Eres otro en el olvido.
Y la señora añadió:
Serpiente de plumas en lo que recuerdas. Espejo de humo en lo que no recuerdas.
Al escucharles, escondí el rostro entre las manos, y como si ella misma se hubiese aparecido en esta honda región, volví a escuchar claramente las palabras de la señora de las mariposas, dichas en la caliente noche de la selva, sólo tres noches antes de la que hoy vivía en la nación de la muerte:
‘'Viajarás veinticinco días y veinticinco noches para que volvamos a reunimos. Veinte son los días de tu destino en esta tierra. Cinco son los días estériles que ahorrarás para salvarlos de la muerte. Cuenta bien. No tendrás otra oportunidad en nuestra tierra. Cuenta bien. Sólo durante los cinco días enmascarados podrás hacer una pregunta a la luz y otra a la oscuridad. Durante los veinte días de tu destino, de nada te valdrá preguntar, ya que no recordarás nunca lo que suceda en ellos, pues tu destino es el olvido. Y durante el último día que pases en nuestra tierra, no tendrás necesidad de preguntar. Sabrás.”
Cerré los ojos y medí velozmente ese tiempo prometido: veinte días había vivido sin guardar memoria de ellos, y sólo tres recordaba, pues sólo tres sentí la necesidad de salvar para salvarme; y así, burlé a la señora de las mariposas, pues llegué a reunirme otra vez con ella en la pirámide con dos días guardados, dos días a mi haber para preguntar, acercarme a la sabiduría final, y recordar lo recordable en medio del olvido que parecía ser mi carga, aquí, Señor, y allá, en las tierras que dejé.
Abrí los ojos y mis sentidos alucinados vieron, superpuesta a la máscara de hielo, sin facciones, de la señora de la muerte, el semblante de mi amada esposa de la selva y cruel tirana del templo; y al mirar esos rostros superpuestos sobre la nada, pero simultáneamente vivos en sus expresiones de amor y odio por la pasión soldadas, juré que me hablaban al mismo tiempo, una la voz del cálido amor en la selva, otra la voz del humeante sacrificio en la pirámide, y ésta me decía que no me engañara más respecto a esa terrible tirana: falsa fue mi antigua promesa, me decía la boca de la mujer del templo, como falsa fue la promesa más reciente: no es cierto, tú no habrías vivido como príncipe un año, bebiendo todos los goces de la tierra, para luego morir sacrificado; no, mis años son como tus minutos, extranjero, y tu año se hubiese cumplido inmediatamente, allí mismo, como culminación de la sangrienta jornada de la pirámide; teme mis palabras: yo te habría hecho creer que la siguiente noche duró un año, y al día siguiente te habría dicho:
He cumplido mi promesa. Has vivido un año entero de felicidad. Ahora debes morir. Este es tu último día. Como te lo advertí, hoy no necesitas preguntar: sabes.
Mas si esto decía la voz de la diosa del templo, la voz de la mujer de la selva, mi amante, hablaba desde lo hondo de la máscara superpuesta a la cara sin rasgos de la reina de la muerte, y esa voz me decía, tonto, tontito, cuanto dije en la pirámide era verdad, el año que te ofrecí sería realmente un año completo, nuestro año, y esa mujer que te ofrecí en matrimonio era yo misma, tontucio, yo misma, otra vez tu amante durante más de trescientos días; tal era mi verdadera promesa, y tú no la supiste aprovechar: un año entero conmigo, y luego la muerte…
Oh, Señor, estos delirantes argumentos cursaron por mi mente corno las mujeres muertas volaban por los aires, y al oír estas voces disímiles yo sólo recordé el desconcierto de la cruel señora cuando le dije que me quedaban dos días y dos noches rescatables: su azoro, su cólera, su desconcierto, revelaban que ella misma había sido engañada; que un poder superior a ella me había permitido vivir veinte días completos sin recuerdo, y sólo tres en la memoria. ]}os días y dos noches, arrancados a mi destino, me quedaban aquí: éstos los recordaría, éstos los viviría guiado por mi propia voluntad, y el último día, sabría. Mas lo que sabría no lo sabría por intercesión de la mujer de las mariposas, sino gracias a otro poder, a ella superior. Y ya nunca sabría lo que sólo sabría si hubiese escuchado a tiempo la voz de mi amante: un año a su lado, un año entero con ella, un año de amor y luego un día de muerte. Ya estaba en los dominios de la muerte: quizás sólo me quedaban dos días de voluntad propia, pero dos días sin amor alguno, y luego, más rápida esta vez, a la mano esta vez, la misma muerte que mi hermosa señora me hacía la gracia de aplazar durante todo un año.
Saber esto, Señor, era regresar a mi primaria condición de huérfano: antes de conocer la amistad del viejo Pedro, al embarcarme con él un lejano atardecer, luego al perderle en la playa del nuevo mundo, luego al perder al pueblo que me acogió junto al río, finalmente al perder, apenas hoy, a mi amante y su promesa: huérfano que había perdido toda entrañable compañía, todo sustento en la tibia cercanía de otros, padre, pueblo, amigo, madre y amante: huérfano en los helados surcos de la muerte, blanca y fría, huérfano atenido al socorro de un poder desconocido, el que violó los designios de amor mortal de la princesa de los labios tatuados. Me pregunté si este poder no era más que el de estos soberanos de la muerte, y si en sus helados dominios pasaría los dos últimos días de mi vida, y luego me hundiría para siempre en la blancura sin memoria, calendario o vida. Miré a la pareja, miréme. Y lloré.