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Authors: Carlos Fuentes

Tags: #Relato

Terra Nostra (71 page)

BOOK: Terra Nostra
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Me han abandonado. Han creído que, situado en el cesto y bajo la enramada del anciano muerto, que nunca se movió de aquí y sólo de manos de su pueblo recibió agua y comida, yo seguiré igual que mi predecesor, inmóvil, atenido a ellos. Renacieron en mi pecho los fuegos de la supervivencia y de la aventura. Me dije que en esta tierra ambas cosas iban siempre unidas y no, como en las tierras que dejé atrás —¿cuándo? ¿hace mil años?— separadas y combatiéndose. Allá: cálculo la supervivencia, riesgo la aventura, resignación el equilibrio entre ambas. Aquí, la resignación era la muerte: la vi en los rostros de los ancianos, las mujeres y los niños pintados de rojo al pie de la pirámide: los cautivos ofrecidos a los llamados señores de la montaña y a su llamado señor de la gran voz.

Sobrevivir era un riesgo. Lo tomé. Removí mi cuerpo dentro de la estrecha canasta, intentando liberarme de esa prisión de ramas tejidas; hice de mi cuerpo un vigoroso péndulo hasta que el cesto cayó, conmigo adentro, por tierra, regando la tierra de nacarones y ovillos, y me extraje en cuatro patas. Me incorporé; guardé espejo y tijeras en mis fajas y me atreví a apartar las cortinas de piel de venado.

Morían las últimas hogueras, reducidas ya a humareda chata y hermana de la ceniza. Y no había otra cosa viva ahí. En tumba de ceniza, fango y sangre yacían todos los moradores de este pueblo, niños degollados por dardos de pedernal, mujeres destripadas por cuchillos de piedra, ancianos atravesados por las lanzas de los guerreros. Y los propios guerreros muertos sobre sus escudos, atravesados también por las lanzas. Ceniza helada las esteras y las almadías. Y de la rama de un árbol colgaba, ahorcado por el cinturón de plumas negras, el joven guerrero que una vez confundí con el jefe de esta errante nación.

Era de noche. Imaginé a la legión de las auras posadas ya en las copas de los árboles, encapuchadas por sus propias alas, listas para descender al alba sobre el almuerzo que les ofrecía este pueblo inmolado. Pensé que mientras mi corazón era presa del espanto, el pueblo lo había sido de los hombres de la montaña, el del penacho y los de los abanicos y sus guerreros y cargadores, que así se vengaron de la ruptura del pacto. Y al tratar de adivinar las inmóviles sombras de estos guerreros y las voraces siluetas de aquellos buitres, miré hacia la selva, luego hacia las colinas y finalmente hacia un resplandor de llamas en el confín del horizonte nocturno.

Yo desconocía la manera de regresar al océano, como no fuese en una de esas almadías que ahora miraba incendiadas e inservibles. Regresar al océano. Sólo entonces se me ocurrió pensar: ¿por qué les exigían el tributo de las perlas los hombres de la montaña a los hombres de la selva; por qué no iban directamente hasta el mar los de la montaña y allí, a su antojo, saqueaban los tesoros de las playas?

Desconocía entonces la respuesta. Pero miraba la evidencia. Habían muerto todos los habitantes de este pueblo. Y sus victimarios lo habían destruido todo, hasta las almadías. Los destructores de este pueblo, díjeme, quisieron impedir hasta la fuga de los fantasmas… y la mía también. Yo no sabría abrirme paso de la selva al mar. Y una vez en la costa, ¿qué encontraría allí sino lo mismo que ahora miraba: la muerte, los buitres, el esqueleto de Pedro, las cenizas de su pobre solar en el mundo nuevo, el agónico tesoro de las playas?

Vi que el fuego de la selva provenía del rumbo del templo. En el templo empecé a conocer los secretos de esta tierra. Sentí que a él debía regresar, y que si mi destino era perecer, inmóvil como un ídolo, ningún lugar mejor que esa pirámide capturada en el centro de la selva. Allí volvería a ser lo que el destino parecía ordenarme.

Heredero del anciano: esto me dije muchas veces mientras avanzaba selva adentro, guiado por el resplandor nocturno, aligerado de los pesos de tesoros, esteras y almadías que amenguaron el paso de la caravana cuando, por primera vez, recorrí el camino de la pirámide. Repetíme que no tenía más herencia en esta tierra inmolada, desierta y huraña que mi relación con el anciano: lo que me dijo y lo que no alcanzó a decirme; lo que sus ojos muertos pero abiertos intentaron comunicarme cuando su cadáver fue arrastrado a la cima del templo.

Dormí, cabe uno de esos pozos anchos y hondos de la llanura al pie de los montes. Y en mi sueño brilló una nueva pregunta: ¿por qué mataron los hombres de la montaña a todos los habitantes de la puebla junto al río, y sólo mi vida respetaron? Como toda respuesta, apareció en mi sueño una negra araña que parecía volar ante mi mirada; entonces, espantado, yo caía en ese pozo en cuyo borde dormía, y el pozo era hondísimo, interminable, y yo caía y moriría estrellado contra los muros de piedra caliza o ahogado en el fondo de aguas lejanas: y entonces vi brillar en lo alto a esa araña: la araña dejó caer un hilo hacia mí: yo me así a él: era un poderoso hilo, y con su ayuda trepé fuera del pozo y desperté, con un grito sofocado, de mi pesadilla. Y en mi puño cerrado había un hilo de araña.

Levantéme tembloroso y me lancé al centro de la noche, guiado por el hilo de araña. No era necesario ver nada, ni siquiera las llamaradas cada vez más próximas en la colina boscosa; azotaron mi rostro las ramas, mis pies destrozaron los helechos, avancé a ciegas, de prisa, indiferente a los silbidos de las serpientes, de prisa, de prisa, sudando, jadeante, hasta donde ese hilo quisiera conducirme, todo ardía. Todo era iluminado esa medianoche por el incendio. El templo era una alta antorcha de piedra y hiedra y serpientes labradas y lagartos sacrificados. Llegué al cabo del hilo. Miré con ojos de locura a la araña que me esperaba, que al verme se escabulló hacia el follaje trémulo con las luces y las sombras del incendio. Levanté la mirada. En el lugar de la araña, con el cabo del hilo entre las manos, estaba una mujer.

Digo mujer, Señor, para ser comprendido de vos y de vuestra compañía. Llamo mujer a esa aparición de deslumbrante belleza y deslumbrante horror, pues hermoso era su vestido de crudo algodón cubierto todo de joyas, y hermosas pero terribles las dos hileras de joyas que cruzaban, como incrustadas en ellas, sus mejillas; y sólo terrible la luna menguante que adornaba la nariz de la mujer, y otra vez horrible y hermosa la boca pintada de múltiples colores, y sólo bella otra vez la brillante y suave negrura de sus miembros. Era su tocado una corona de mariposas, pero no reproducción de ellas, ni de metal, piedra o vidrio alguno eran, ni tampoco un ramillete de libélulas muertas: corona era ésta de vivas mariposas negras, azules, amarillas, verdes, blancas, que se trenzaban volando sobre la cabeza de esta que llamo mujer. Y que lo era, pues si cuanto he descrito parece pintado, o soñado, o petrificado, la mirada vivía y la vida de esa mirada se dirigía a mí. Y detrás de la mujer, ardía el templo.

Adelantó hacia mí sus brazos. Chocaron entre sí los pesados brazaletes; se alargaron, buscándome, convocándome, las uñas negras que yo había visto asomar otro día entre las cortinas de piel de venado de un palanquín en este mismo sitio. ¿Cómo rechazar su invitación, Señor? ¿Cómo desistirme de caminar hacia ella, hacia su abrazo, hasta perderme en los pliegues del manto de crudo algodón y diamantinas joyas, hasta unir mi cabo del hilo de la araña al suyo?

Sentí, al contacto de mis sudorosas ropas y mi carne empapada por el calor con el cuerpo de la mujer, que debajo del manto estaba desnuda, y yo no sabía mirar su cuerpo pues mi mirada estaba capturada por los labios de la mujer: las sierpes de color que se fijaban y se hundían y ondulaban en la carne de la boca que ella me ofrecía mientras yo imaginaba el cuerpo que se pegaba al mío y lo incendiaba, como se incendiaba el templo a nuestras espaldas. Traté de imaginar los pezones de esos negros senos, y la negra selva de vello sobre el negro monte de Venus, mi guía, mi preciosa gemela, mi estrella negra.

Sus brazos ligeros de carnes y pesados de joyas me arrancaron jubón y calzas, quedé desnudo, erguido, pegado a ese cuerpo bello y terrible, mis manos se prendieron al talle de la mujer, las manos de la mujer recorrieron con caricias mi vientre, mi pecho, mis caderas, mis nalgas y al fin se posaron como mariposas alrededor de mi sexo, deteniéndolo y alentándolo, pesándolo, midiéndolo, envarándolo; y entonces la mujer saltó, con la ligereza de las mariposas, enlazó con sus piernas abiertas y levantadas mi cintura y yo, Señor, embarquéme en Venus, perdí vista y olfato, perdí voz y oído, fui rey y esclavo del puro tacto, un tacto hondo y grueso y pulsante que fue a estrellarse contra las más tibias paredes de la selva y de la noche, pues yo fornicaba con la oscuridad y la maleza, y era uno otra vez con cuanto me rodeaba, y a través de la vibrante cueva de la mujer montada sobre mí llegaba a cuanto temía, sed y hambre, dolor y muerte: toda necesidad, toda ausencia convirtióse entonces en bien, en obsequio, en premio; y yo me prendí a las espaldas y a la nuca y a la nalga de mi amante como otra noche me así a la rueda del gobernalle, sabiendo que en ello me iba la vida, pues la vida se me iba en el abrazo, entre las piernas, por la garganta y los ojos y las orejas y la boca inservibles, yo estaba asido a un placer que me aniquilaba, y en vez de huir de esta mortal sensación, a ella me aferraba hasta sentir que yo desaparecía dentro de la carne de la mujer y ella desaparecía dentro de la mía y éramos uno solo, una araña enredada en sus propias babas, un solo animal capturado en redes de su misma hechura: deleite de bestias, llamadlo así: soñado bien y mal presente, libertad encarcelada. Mi voluntad me dijo que jamás debía separarme de esta conjunción, que para conocerla había nacido, aunque al conocerla muriese en vida. Y mi más ferviente deseo era que, de verdad, hubiesen muerto todos mis sentidos menos el del tacto, y que los demás huyesen ya, sin la cárcel de mi cuerpo, anunciando por los aires la nueva de mi próxima extinción en manos de la mujer que me amaba al pie del templo en llamas y en mí se convertía, como yo me convertía en ella. Ella era yo, Señor, ¿me entendéis?, pues sólo así se entiende que en ese mortal abrazo de todos los deleites una voz se dejase escuchar, que era la mía, pero en los labrados labios de ella.

Y éstas son las palabras que, con mi propia voz, la señora de las mariposas me dijo y dijo en mi nombre con su boca sobre la mía, con sus labios cerca de mi oreja, con sus dientes mordiendo mi cuello y mis hombros y mis tetillas, y con sus uñas arañando mi espalda:

«Sigue el camino del volcán. Asciende. Déjate guiar. No voltees nunca hacia atrás. Olvida de dónde vienes. Dale la espalda al mar que te trajo a esta orilla. Has llegado. Prueba quién eres. Sí eres quien eres, vencerás todos los obstáculos que encuentres en tu camino. Sube. Sube. Hasta lo más alto. Hasta la meseta. Allí te espero. ¿Quieres volverme a ver? Obedéceme. ¿Has gozado hoy? Nada es esta noche en comparación con las que te reservo. No te pierdas. Sigue el hilo de la araña. La araña siempre está a mi lado. Es el animal sin tiempo.»

Dueña de mi voz, pues era mi voz la que salía de entre sus labios pintados, sólo pude preguntarle en silencio, ¿por qué incendiaste el templo?, ¿por qué mandaste matar a todos los del pueblo junto al río?; si he llegado, ¿a dónde he llegado?; si soy, ¿quién soy?

Y ella me contestó con mi voz en sus labios:

«Viajarás veinticinco días y veinticinco noches para que volvamos a reunimos. Veinte son los días de tu destino en esta tierra. Cinco son los días estériles que ahorrarás para salvarlos de tu muerte, ya que a tu muerte serán semejantes. Cuenta bien. No tendrás otra oportunidad en nuestra tierra. Cuenta bien. Sólo durante los cinco días enmascarados podrás hacer una pregunta a la luz y otra a la oscuridad. Durante los veinte días de tu destino, de nada te valdrá preguntar, ya que no recordarás nunca lo que suceda en ellos, pues tu destino es el olvido. Y durante el último día que pases en nuestra tierra, no tendrás necesidad de preguntar. Sabrás.»

Entonces, Señor, nublóse mi mirada porque mi mirada regresaba; ahogóse mi voz porque mi voz regresaba; secóse mi paladar porque mi sabor regresaba; pudrióse mi nariz porque mi olor regresaba; tronaron mis orejas porque mi oído regresaba. Y así como volvían mis sentidos ausentes, perdíase mi tacto, y a cada nuevo fulgor, a cada nuevo olor, a cada nuevo estruendo, desvanecíase la dueña de las mariposas, hacíase una con la selva como minutos antes había sido una con mi cuerpo, regresaba al fuego o a la hierba, no sé si se internaba en el templo humeante o en la brumosa selva.

Desapareció.

Mis manos adelantadas quisieron capturar los espectros de la corona de libélulas; sólo apresaron aire.

Y sintiendo mi vida, sentí mi soledad y fui a reclinarme contra las piedras negras del templo y al templo le dije:

—Quiero otra vez a esta mujer.

Subí desnudo por la empinada escalera, donde los fuegos morían, y me detuve desnudo en la cima, rodeado de los cadáveres incinerados. Las cenizas quemaban mis pies. No las sentí. Era el cuarto del alba. Le ofrecí a Venus mi cuerpo húmedo de amor. La estrella matutina iluminó el cono blanco del volcán.

Así se sucedieron los días de mi destino en el mundo nuevo. Sólo recuerdo cinco de ellos.

La madre y el pozo

Dos eran mis guías: el volcán lejano y el hilo de araña abandonado por la mujer al pie del templo incendiado. Dos mis armas: las tijeras y el espejo. Múltiples, cuando volví a penetrar en la selva corno antes penetré en la carne de la mujer, mis acompañantes. Brilló el sol. Volaron los pájaros. Aletearon, inciertas como mi alma, las mariposas escondidas en el follaje. Conocía a los rumorosos pericos que volaban en manadas por estos cielos. Supe ahora de la codorniz y el colibrí que adornaban esta florida y tibia selva cuya gran maravilla era una llovizna constante, pero tan sutil que no mojaba mi cuerpo: un rocío impalpable que seguramente era el alimento de los árboles perfumados que aquí abundaban, blanca vainilla de unos, jaspeado rubor de otros, atigradas flores de éstos, cáscara marrón de aquéllos. Espléndido despliegue, en fin, de hojas tan brillantes como bruñido cuero y que despedían olores de humo.

Los lustrosos venadillos de cortos cuernos abundaban en esta selva, de manera que me dije:

Éste es el primer día de mi nuevo destino. Lo llamaré el día del venado.

Apenas lo pensé, las flores y las aves, los frutos y el rocío se desprendieron de sus perfumes y colores para dibujar el arco iris más cercano a mis ojos que mis ojos han visto. El bosque de helechos se abrió y me abrió un camino al más leve tacto de mis dedos. El hilo de la araña se dirigía al pie mismo del arco iris, guardado por aves que desconocía y que eran como pequeños pavorreales pero sin aires de y anidad: mansas y bellas aves de larga cola y plumaje verde.

BOOK: Terra Nostra
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