La gruta del templo había capturado la luz. En la honda cavidad de baja techumbre brillaban el oro y las perlas, y en uno de los cestos de palma, inmerso en perlas, yacía siempre el viejo, con mis tijeras entre sus manos: manos semejantes a las raíces del bosque. Levantó una de ellas. Pidió que me acercase, que me sentara a su vera. Coloquéme en cuclillas. Y el anciano habló. Y su voz resonó opaca y muerta en las húmedas paredes de esta cámara, a la vez, lúgubre y resplandeciente.
Señor: al oír estas palabras en el templo, y el tono de gravedad que el anciano empleaba para decírmelas, comprendí que él me atribuía el secreto conocimiento de su lengua; y como dícese de ciertos magos que con una vara encantada hacen brotar el agua de las rocas, así brotó de mis labios la lengua que había llegado a aprender mudamente, durante mis largos meses de convivencia con el pueblo de la selva. No sé, sin embargo, si soy totalmente fiel a las palabras del viejo en el templo; no sé cuánto olvido y cuánto imagino, cuánto pierdo y cuánto añado. No sé si cuanto entonces dijo el anciano sólo lo comprendí cabalmente mucho tiempo después, a lo largo de mis días de aventura en el nuevo mundo; quizás sólo hoy lo entiendo y repito a mi manera.
Vile allí, inmerso en perlas que acaso le prestaban vida y de su flácida piel la recibían, nutriéndose el hombre de las perlas, y las perlas del hombre. No supe qué contestarle; él dijo que me había observado desde el día de mi llegada, que fue el día tres cocodrilo, y en ello vio buen augurio, pues en tal día, dijo, fue arrancada de las aguas nuestra madre la tierra.
«Salvéme del mar, señor», dije con sencillez.
«Y llegaste del oriente, que es el origen de toda vida, pues allí nace el sol.»
Dijo que llegué con la brillante luz amarilla de la aurora, con los colores del sol dorado.
«Y te atreviste a indicar tu presencia con el fuego y en día seco. Sé muy bienvenido, mi hermano. Has regresado a tu casa.»
Me ofreció con un movimiento de la mano el templo, quizás la selva entera. Yo sólo supe decir:
«Llegué con otro hombre, señor, pero ese hombre no fue bienvenido como yo.»
«Es que él no era esperado.»
Interrogué con la mirada al anciano, pero continuó sin hacerme caso:
«Además, nos desafió. Levantó un adoratorio para él solo. Quiso adueñarse de un pedazo de la tierra. Pero la tierra es una divinidad y no puede ser poseída por nadie. Es ella la que nos posee.»
Calló un instante y terminó diciendo:
«Tu amigo sólo quiso arrebatar. Nada quiso ofrecer.»
Miré las tijeras en la mano del anciano y convencíme de que les debía la vida. Y el anciano, moviendo ese rudo utensilio robado a un sastre por mí, dijo algo que podría traducirse así: las cosas buenas son de todos, pues cuanto es común es de los dioses, y cuanto es de los dioses es común. «El dios» y «los dioses» son las primeras palabras que aprendí entre estos naturales, pues las repetían constantemente, y suenan parecidas a las nuestras: «teos», «teús».
«Era mi amigo», dije en defensa del viejo Pedro.
«Era un viejo», me contestó el anciano. «Los viejos son inútiles. Comen pero no trabajan. Apenas sirven para encontrar culebras. Deben morir cuanto antes. Un viejo es la sombra de la muerte y está de más en el mundo.»
Miré con asombro a este anciano que seguramente había sobrepasado los cien años, a este inválido guardado dentro de un cesto lleno de perlas y de ovillos de algodón que le calentaban contra un frío que no nacía en el aire húmedo y caliente de esta selva, sino en la helada y quebradiza vejez de los huesos.
Díjele que todo declina y muere, hombre y perla por igual, pues tal es la ley de natura.
El anciano meneó la cabeza y contestó que hay vidas que son flechas. Son disparadas, vuelan, caen. De ésas era la vida de mi amigo. Pero hay otras vidas que son como círculos. Donde parecen terminar, en verdad se inician nuevamente. Hay vidas renovables.
«Así son tu vida y la mía y la de nuestro hermano ausente. ¿Sabes algo de él?»
Imaginad, Señor, mi confusión al escuchar estas impenetrables razones, tan familiarmente expuestas. Y pensad, como yo, que mi único sentimiento claro era que de mis respuestas dependía mi destino.
Murmuré: «No, nada sé de él.»
«Regresará algún día, como has regresado tú.»
El anciano suspiró y dijo que nuestro hermano ausente, más que nadie, debía regresar, porque él, más que nadie, se sacrificó. Y el sacrificio es la única manera de asegurar la renovación.
«Estemos atentos”, dijo en voz muy baja, “al día del tres cocodrilo, que a ti te devolvió a esta tierra. Es el día en que todas las cosas se reúnen para volver a ser una sola, como en el principio.»
«Seremos tres, señor; tú, yo, y ese ausente», volví a murmurar, inseguro de lo que decía.
El viejo pensó un momento y luego dijo que declina lo que abunda, prolifera o se multiplica sin concierto; revive, en cambio, lo que se remonta a una sola cosa, y ésta es la diferencia entre dioses y hombres, pues éstos creen que mientras más, mejor; pero los dioses saben que mientras menos, mejor.
Hablaba moviendo rápidamente los dedos, como antes el joven guerrero en la playa, y con ellos contaba y me ayudaba a entender que seis son menos que nueve, y tres son menos que seis.
Tres hombres dándose las manos —tocó con sus helados dedos los míos— forman un círculo y se aprestan a ser un solo hombre, como en el principio. Tres aspiran a ser uno. Uno es perfecto, es el origen de todo, uno no se puede dividir entre nada, cuanto puede dividirse es mortal, lo indivisible es eterno, tres es el primer número después de uno que no puede dividirse entre nada, dos es todavía imperfecto, puede cortarse por la mitad, tres sólo puede degenerar en seis, nueve, doce, quince, dieciocho o regresar a uno, tres es el cruce de caminos: la unidad o la dispersión, tres es la promesa de la unidad.
Todo esto lo explicó el anciano con rápidos movimientos de las manos y alargando un brazo fuera del cesto y trazando rayas paralelas, borrándolas, incluyéndolas dentro de unos apresurados círculos dibujados por el engarrotado dedo sobre el polvo de esta cámara iluminada por un tesoro cuyos dueños se alimentaban de culebras, hormigas y tortugas.
Añadí una raya al polvo:
«¿Qué haremos si volvemos a ser uno solo, señor?»
El anciano miró muy lejos, fuera de la apertura de esta cueva, hacia la selva, y dijo: «Nos confundiremos con nuestro contrarío, la madre, la mujer, la tierra, que también es una sola y sólo espera que nosotros volvamos a ser uno para volver a recibirnos entre sus brazos. Entonces habrá paz y felicidad, pues ni ella nos dominará ni nosotros la dominaremos. Seremos amantes.»
Nada podía yo decir. Nada dijo él durante mucho tiempo. Luego me miró intensamente y contó lo que ahora yo digo:
Primero fue el aire y lo poblaron los dioses sin cuerpo.
Y debajo del aire estaba el mar, que nadie sabe cómo o quién lo creó.
Y en el mar no había cosa alguna.
Y ni en el aire ni en el mar había tiempo, así que los dioses no hacían cosa alguna.
Pero una de las diosas del aire llamábase diosa de la tierra y empezó a preguntar qué cosa significaba su nombre, y dónde estaba la tierra, que era su morada, pues ella sólo veía aire y agua, y que cuándo sería creada la tierra.
Enamoróse de su nombre tierra y fue tal su impaciencia, que al cabo se negó a dormir con los demás dioses mientras no se la dieran.
Y los dioses, ansiosos de volver a poseerla, decidieron cumplir su capricho y la bajaron del cielo al agua y ella caminó largamente sobre el agua, hasta cansarse y luego se tendió sobre el mar y se quedó dormida.
Y los dioses que la deseaban quisieron despertarla, y hacer obra de varón con ella, pero la tierra dormía y no se sabía si este sueño era como la muerte.
Enojados, los dioses se convirtieron en grandes serpientes y se enrollaron a los miembros de la diosa y con su fuerza la rompieron y después la abandonaron.
Y del cuerpo de la diosa nacieron todas las cosas.
De su cabellera, los árboles; de su piel, las hierbas y las flores; de sus ojos, los pozos, las fuentes y las cavernas; de su boca, los ríos; de los agujeros de su nariz, los valles; de sus hombros, las montañas.
Y del vientre de la diosa, el fuego.
Con sus ojos miraba la diosa el cielo abandonado y por primera vez miraba las estrellas y las vueltas de los astros, ya que al habitar el cielo le era imposible verlo y medirlo.
No necesita tiempo el cielo, pues allí todo es idéntico desde siempre.
Lo necesita la tierra para nacer, crecer y morir.
Lo necesita la tierra para renacer.
La diosa supo esto porque vio al sol ponerse y levantarse y ponerse día tras día, mientras los frutos nacidos de la piel de la diosa caían y se pudrían sin brazos que los recogiesen, y nadie bebía el agua de los surtidores nacidos de los ojos, y precipitábanse al mar, sin provecho, los ríos que fluían de la boca.
Y entonces la diosa de la tierra convocó a tres dioses, el uno rojo, el otro blanco y el tercero negro.
Y este dios negro era un feo jorobado y enano plagado de bubas, mientras que los otros dos eran príncipes jóvenes y altos y erguidos.
Y la diosa de la tierra dijo a estos dioses que uno de ellos debería sacrificarse para que nacieran los hombres, recogieran los frutos, bebiesen las aguas y domaran los ríos y la tierra sirviese.
Los dos hermosos jóvenes dudaron, pues se amaban mucho a sí mismos.
El enano jorobado y enfermo, no; ni dudaba ni se amaba.
Arrojóse al vientre de la diosa de la tierra, que era puro fuego, y allí pereció quemado su cuerpo.
De las llamas así alimentadas salieron el primer hombre y la primera mujer; y el hombre fue llamado cabeza o gavilán; y la mujer fue llamada cabello o hierba.
Pero del escaso cuerpo del monstruoso dios que se sacrificó sólo salieron medio hombre y media mujer, pues no tenían cuerpo sino de las axilas para arriba, caminaban a saltos como urraca o gorrión, y para engendrar el hombre metió la lengua en la boca de la mujer, y así nacieron dos hombres y dos mujeres ya más completos, hasta el ombligo, y de éstos nacieron cuatro hombres y cuatro mujeres, enteros ya hasta el sexo, y éstos acoplaron como dioses, y sus hijos nacieron completos hasta las rodillas, y sus nietos hasta los pies y fueron los primeros en poder caminar levantados y así poblóse el mundo ante la mirada de la primera señora nuestra madre.
Del vientre de fuego de la tierra nacieron también los compañeros de los hombres, las bestias que escaparon del brasero, y que todas tienen marcado en la piel el sello de su parto de cenizas: manchas de la culebra, hoscas y negruzcas plumas del águila, chamuscado tigre. Y así las alas de la mariposa como el techo de la tortuga como la piel del venado muestran hasta este día los fulgores y las tinieblas del origen:
Sólo los peces escaparon de entre las piernas de la diosa recostada sobre el mar, y por ello a mujer huelen y son del color del placer, y lisos y nerviosos.
Y el vientre de la diosa se contrajo por última vez.
Y de sus entrañas humeantes se levantó una columna de fuego.
Y el espectro de la llama era el fantasma del dios jorobado y buboso, que ascendió al cielo en forma de fuego y allí opacó al viejo sol sin tiempo para convertirse en el primer sol de los hombres: sol de días y sol de años.
Así fue recompensado por su sacrificio.
En cambio, el dios rojo y el dios blanco debieron sufrir la pena de su orgullo.
Permanecieron en la tierra, condenados a contar el tiempo de los hombres.
Y lloraron por su cobardía, pues del sacrificio del negro dios buboso nacieron hombres a medias, hombres nada parecidos a los dioses, hombres que no nacieron enteros, sino mutilados, deformes de alma como deforme de cuerpo fue el dios que se sacrificó para darles su vida.
Mientras todo esto contaba, el anciano trazaba raya tras raya en el polvo de la cueva labrada y ahora detúvose y pidió que las contara mientras él proseguía su narración.
Dijo entonces que la diosa madre contó tantos días como rayas había dibujadas en el suelo para que todos los astros cumplieran su danza circular en el cielo y para que todos los frutos de la tierra se rindieran completamente y reiniciaran su ciclo de germinación.
Yo conté trescientas sesenta y cinco rayas y el anciano dijo que ésta era la medida exacta de una vuelta completa del sol y que así quedaba comprobado que hay vidas que se reinician al terminar, pues el dios jorobado dio su vida por los hombres pero renació como sol.
Y el viejo dijo que decía lo que entonces había dicho la diosa:
Yo he dado el fuego de mi vientre para que nazcan los hombres.
He dado mi piel y mi boca y mis ojos para que los hombres vivan.
El negro dios jorobado y buboso dio su vida para que los hombres nacieran del fuego de mi vientre.
Luego se convirtió en sol para que mi cuerpo fructificara y alimentara a los hombres.
¿Qué nos darán los hombres a cambio de todo esto?
Y al decirlo se dio cuenta de que los hombres tenían algo de lo cual carecían los dioses, pues éstos fueron y son y serán siempre, y nada le deben a nadie.
Y el hombre sí: debe su vida.
Y la deuda de su vida se llama destino.
Y debe pagarse.
Y para guiar el destino de los hombres, la madre tierra y el padre sol inventaron y ordenaron el tiempo, que es el curso del destino.
Y así como el sol tenía sus días exactamente contados, el hombre debía saber el nombre y el número de los suyos, distintos de los días de la naturaleza, que de destino carece, y sólo tiene uso; pero distintos también de los días de los dioses, que ni tiempo ni destino poseen, aunque sí se los dan a la naturaleza y a los hombres.
Con la mano extendida, el viejo borró cinco rayas del polvo y miró a mis ojos interrogantes.
Y continuó contando:
Veinte días otorgaron los dioses al destino de los nombres del hombre, llamándolos día del cocodrilo, del viento, de la casa, de la lagartija, de la serpiente, de la calavera, del venado, del conejo, del agua, del perro, del mono, de la hierba, de la caña, del tigre, del águila, del buitre, del temblor, de la navaja, de la lluvia y de la flor.
Pero el hombre no sólo tiene su día y su nombre, sino que su destino es inseparable del signo de los dioses a los que debe ofrecer sacrificio para pagar la deuda de su vida.