Viejo y basto, Tiberio luchó, se estremeció, al fin libró sus manes con un estertor espantable. El temible visitante retiró la almohada manchada de saliva y sangre; los ojos enormes de Tiberio le contemplaban y el fantasma, o el esclavo, disfrutaba, tenía derecho a disfrutar de esta visión. Yo, en cambio, corrí hasta el patio, convoqué con sigilo a la guardia, regresamos corriendo al aposento y capturamos a este hombre infernal que permanecía hincado junto a mi amo muerto, como si le hubiese paralizado la mirada final de Tiberio: el abismo incalculable de esas cuencas negras y vidriosas.
(v)
Yo, Teodoro, el narrador, escribo todo esto al día siguiente de los sucesos; lo escribo por triplicado, de acuerdo con la lógica particular de ese vago testamento de mi amo; e introduzco los tres escritos en otras tantas botellas, largas y verdes, que sello cuidadosamente con cera roja y la imprenta del anillo de Tiberio.
El esclavo Clemente, esta misma mañana, ha sido arrojado de lo alto del acantilado al mar, donde una banda de marineros esperaba la caída del cuerpo para acabar de matarle a golpe de remo y de garfio. No asistí al espectáculo; estoy enfermo de sangre; basta, basta, siento náuseas…
Pero esta tarde bajé a la aldea de Capri y escuché lo que se murmura en las tabernas y entre las redes y las lanchas de la marina vieja: el esclavo Clemente fue arrojado al mar, pero en vano lo buscaron los marinos para asegurar su muerte a remazos, rompiéndole los huesos; en vano, pues al ser precipitado a las aguas, Clemente, en el aire, se transfiguró realmente en Agrippa Postumo, nieto de Augusto y heredero del imperio; su cuerpo desnudo fue envuelto por una nube, y la nube se transformó en blanca toga, y la toga en alas que depositaron al condenado sobre el lomo de un delfín que le ha conducido a puerto seguro, desde donde el heredero luchará contra la usurpación, al frente de las legiones, sin nombre ni número, de los esclavos.
Sé que todo esto es fantasía; pero, ¿quién puede impedir que la leyenda sea creída por los ignorantes, y qué amenazas encierra esa fe? Esto no lo sé. Yo me he limitado a seguir de cerca las órdenes finales de mi amo Tiberio; yo mismo, con un cuchillo, tracé anoche una sangrante cruz sobre la espalda del esclavo asesino e invoqué, ante su contenido dolor, las palabras de mi amo:
—Resucite un día Agrippa Postumo, multiplicado por tres, de vientres de lobas, para contemplar la dispersión del imperio de Roma; y de los tres hijos de Agrippa, nazcan más tarde otros nueve; y de los nueve, veintisiete, y de los veintisiete, setenta y uno, hasta que la unidad se disgregue en millones de individualidades, y siendo todos César, nadie lo sea, y este poder que ahora es nuestro, no pueda volver a ser. Y sucedan estas cosas en todos los confines deshebrados del imperio, lo mismo bajo las secretas arenas egipciacas donde se sepultan los misterios trinitarios de Isis, Set y Osiris, que bajo el árido sol de la Hispania rebelde y descontenta, patria del insurrecto Yiriato y de los suicidas numantinos, que a las orillas de Lutecia en la insumisa Galia rendida por Julio César, ciudad de mentes inquisitivas y sospechosas, que en los desiertos de Israel que conocieron las prédicas de El Nazir y la vulgar ambición de Pilatos. Y puesto que la cruz de la infamia presidirá estas vidas (uturas, como presidió la muerte del profeta judío El Nazir, llámense los hijos de Agrippa, que portarán la cruz en la espalda, con el nombre hebreo de Yehohannan, que quiere decir
u
La gracia es de Yavé”.
Esto último, me apresuro a añadir para quienes lean estos papeles, fue sólo una pequeña fantasía erudita de mi parte.
Lo grave no es esto; lo grave es que pude ver al fin, al marcar con el puñal la cruz en la espalda del rebelde Clemente, sus malditos ojos, y en ellos vi repetida dos veces esa misma cruz de sangre; ésa era su mirada. Y éstas sus últimas palabras:
—Mi muerte no importa. Las muchedumbres se levantarán.
No sé si reí al maldecirle:
—Que te crezca un dedo más en cada pie para levantarte y correr más de prisa…
No sé si reí; no era dueño de mis palabras; mi verdadera voz sólo quería agradecerle que no me hubiese delatado.
(vi)
La noticia de la muerte de Tiberio vuela a Roma en las alas de caballos no menos veloces que Pegaso. Las flautas fúnebres se escucharán en toda Italia y no nos dejarán dormir; se levantarán las voces y el llanto de la conclamación luctuosa. Esto imagino piadosamente; mi sentido de la verdad proclama, en cambio, que las multitudes recorrerán jubilosamente las calles de Roma, celebrando la muerte del tirano, gritando «Tiberio al Tíber», pidiendo que el cadáver de mi amo sea arrastrado por garfios y levantando preces a la Madre Tierra para que el César no encuentre descanso más que en el infierno. Pobre, estúpido vulgo. Sólo quiere ocasiones de festejo, carnavales, circos, saturnalias. ¿Por qué, en vez de ocuparse de los muertos, no se ocupa de los vivos? ¿Por qué no se pregunta quién sucederá a Tiberio y qué nuevas desgracias acechan a Roma?
Pero ése no es mi problema. Mi espíritu estoico dicta a mi mano hedonista las últimas palabras de estos folios y digo que en toda buena acción, lo meritorio es el esfuerzo; el éxito es sólo cuestión del azar, y recíprocamente, cuando se trata de actos culpables, la intención, aun sin efecto, merece el castigo de la ley; el alma está manchada de sangre, aunque la mano permanezca pura.
¿Ayudé realmente al esclavo; o luché sin éxito contra sus esfuerzos por sofocar a mi amo? No poseo más refugio moral que el de haber escrito lo que he escrito; si alguna de estas botellas es pescada por alguno de mis contemporáneos, seré castigado; si mis papeles son leídos en un lejano futuro, acaso sea alabado. Escribo hoy: corro ambos riesgos. ¿A quién hemos matado aquí: al fantasma de la carne, o a la carne del fantasma? ¿Fue todo una ilusión, un engaño, una comedia de larvas errantes y de lémures chocarreros? La historia verdadera quizás no es historia de hechos o indagación de principios, sino farsa de espectros, ilusión que procrea ilusiones, espejismo que cree en su propia sustancia. Yo, como Pilatos, me lavaré las manos y esperaré a que el tiempo decida; que decidan las reencarnaciones aquí consignadas, aquí deseadas, aquí maldichas por la última voluntad de Tiberio César.
Escrito lo cual, sello, como he dicho, las tres botellas y las arrojo, una tras otra, del alto mirador de Capri a las hondas e interminables aguas del Mar Nuestro, tan negro, esta noche, como la mortaja de terciopelo que envolvió los restos de mi amo el César, de quien, siendo yo niño, me dijo mi padre, el maestro de retórica Teselio de Gándara:
«Es lodo mezclado con sangre.»
Boguen, sí, las botellas con mi manuscrito a todos los confines del Mediterráneo, a la costa hispánica y a la costa palestina, y guárdeme yo el más secreto de mis secretos: la sabiduría de que esta maldición de Tiberio empezó a cumplirse desde antes de que él la pronunciara; pues en realidad mis ojos vieron, aquella no tan lejana tarde del mes de Nisán en Jerusalén, cuando viajaba rumbo a Laodicea, a Poncio
Pilatos juzgando a tres hombres idénticos en el pretorio, tres magos o profetas igualmente andrajosos, barbados, quizás tres hermanos, los tres coronados de espinas, los tres heridos por los fuetes y por los fuetes marcados, en las espaldas, con la señal de sangre de una cruz. ¿A cuál de los tres condenó Pilatos como al falso Mesías, entregó al Sanedrín y a la muerte en la cruz? ¿Qué fue de los otros dos? Dicen las crónicas que en el Gólgota había tres condenados: El Nazir y dos ladrones. ¿Eran, en verdad, estos ladrones los dos hermanos de El Nazir; optó Pilatos, salomónicamente, por la muerte de un solo Mesías, despojando de esa dignidad a los otros dos profetas, condenándoles como viles ladrones? ¿Pensó que de esta manera equilibraba las relaciones entre el poder de Roma y los poderes judíos, dándoles a éstos algo mas no todo lo que pedían, dándose a sí mismo el privilegio de matar a un solo Dios, de negarles a los judíos más de un solo Dios, de burlarse astutamente de la fe judía en un Dios único? Tres no: el panteón, la reunión de todos los dioses, es privilegio de Roma; ustedes, judíos, tengan un solo Dios y dos ladrones. Roma: un César y muchos dioses. Israel: un Dios y muchos césares. Pilatos y El Nazir: un César y un Dios. Pobre iluso: su singularidad fue su mortalidad; sospecho, en cambio, que esos tres magos idénticos que yo distinguí de lejos, entre los vahos de la canícula levantina, serán eternos por intercambiables…
Y entonces oigo las risillas desde el aposento, oigo los gemidos y gritos y suspiros de Lesbia y Cintia, de Gayo, Persio y Fabiano; oigo la voz de mi amo Tiberio que me llama a la estancia, ven, Teodoro, entra, no temas, háblame de los cuerpos, Teodoro, alia mis placeres, el dolor y la lujuria, Teodoro, no temas, ven…
Tenía una vaga idea de su propio rostro. Sólo lo miraba, de pasada, en espejos teñidos que los fugitivos habitantes de palacio dejaron olvidados, aquí y allá, en esta recámara, en aquella torre. No las arrugas, no las canas, no los achaques: cada vez más, le rodeaban las sombras. Ésa era su vejez. Recordaba ciertos patios, ciertas galerías de emplomados blancos, por donde anteriormente se filtraba la luz del día. Ahora no. Las sombras, palmo a palmo, secuestraban su palacio.
—¿Dónde se han ido todos?
Mandó y ordenó que se vistiera a cien pobres con trajes olvidados en los arcones de los que huyeron, y que se dieran diez mil ducados para casar mujeres pobres, y las que fueran huérfanas y de buena fama habrían de preferirse. Aullaron quedamente las monjas cuando la madre Celestina hizo su periódica visita, el domingo anterior al miércoles de ceniza. El Señor deleitábase comprobando la usura dañina que el tiempo iba cobrando en el cuerpo de la vieja trotera, que el labio superior se le poblaba de un oscuro bozo, y crecíale la barba blanca en el mentón. Sin darse cuenta, el Señor le repetía viejas palabras dichas antes por la alcahueta, vieja te has parado; bien dicen que los días no van en balde; figúraseme que eras hermosa; otra pareces; muy mudada estás. Y ella, por los dos, le contestaba, riendo, vendrá el día que en el espejo no te reconocerás, y él agradecía que las crecientes sombras de su palacio fuesen el signo único del paso del tiempo, pero la vieja raposa no soltaba la prenda, y entre quejumbre y risa decía:
—Bien parece que no me conociste hace veinte años. ¡Ay! Quien me vio y quien me ve ahora, no sé cómo no quiebra su corazón de dolor. Pero bien sé que subí para descender, florecí para secarme, gocé para entristecerme, nací para vivir, viví para crecer, crecí para envejecer, envejecí para morirme… ¿Lo sabe también Su Mercé?
Luego le reiteraba lo que el Señor quería saber, más que nunca después de leer el manuscrito del consejero Teodoro el hombre del César, que el príncipe Bobo dormía su larga siesta con la enana en Verdín, que el peregrino del nuevo mundo había sido trabado de un brazo por el pico asesino de un azor y que ambos, muchacho y ave, se ahogaron en la costa del Cabo de los Desastres; la tercera seguridad la tenía el Señor en su propia casa: estaban para siempre unidos, en perversa ley de amor, el burlador y la novicia, en cárcel de espejos. ¿Y qué más? Pues que crece la turba de mendigos alrededor de este palacio, Monseñor, y parece que las cocinas sólo trabajan para ellos, pues so majestá no prueba bocado, dícese, y crece la fama de su caridad en todo el reino.
Muchas dolencias le afligían; entre las del cuerpo, la más prolija e inoportuna era la gota, causándole dolores agudísimos por aquella división que va haciendo el humor corrompido en los artejos y coyunturas de las manos y pies, partes sensibles por extremo, por ser de poca carne, todo nervio y huesos que, como se descansan, atormentan despiadadamente, como lo mostraban los gritos del Señor; y viose forzado de traer siempre, por la ternura de los pies, una cayadilla en qur afirmar. Inflamábanse, también, de continuo sus encías, y se le pudrían las muelas, y por todos estos motivos mandó y ordenó que Ir trajeran cuanta reliquia sagrada hubiese en el niño, y aun mas alla, sin perdonar ningún género de costas ni de intereses, y un día de diciembre le llegaron veinte cajas grandes de reliquias, cerradas y selladas con muchos sellos y testimonios y envueltas en lienzo pata que el agua ni la nieve no pudiesen ofenderlas.
«Por ser estas reliquias de santos tan antiguos y de aquel tiempo que la sinceridad y pobreza de los cristianos resplandecían tanto en la Iglesia, están guarnecidas muchas de ellas pobre y toscamente, unas en cajas de palo, otras en cobre, de simplicísimas labores y guarniciones con pedrezuelas de vidrio, alguna poca y pobre aljófar, que todo es un fidelísimo testimonio de la pureza, reverencia y verdad de aquellos buenos siglos en que había tanta Fe y tan poca plata.»
Así decía el pliego con que le fueron entregadas las cajas, y aunque lo firmaba un Rolando Vueierstras, Notario Apostólico designado para dar fe y testimonio, de los lugares donde se sacaron y congregaron las reliquias, el Señor creyó reconocer una letra que ya había visto antes.
Hincado ante el altar de la capilla y el tríptico flamenco celosamente oculto detrás de sus puertecillas pintadas, el Señor pasó días enteros besando un brazo de Santa Bárbara y otro de San Sixto, Papa, la costilla de San Albano, la mitad del hueso del anca de San Lorenzo, el hueso del muslo del Apóstol San Pablo, y la rodilla toda entera aserrada, con sus pellejos, del mártir San Sebastián ; con delectación lamieron sus gruesos labios la canilla de la santa virgen y mártir Leocadia, que padeció en las mazmorras de Toledo, toda entera con su piel y su pellejo, muy linda, que convidaba a darle mil besos.
A su cama de negras sábanas, de noche, se llevaba una quijada entera de aquella niña de trece años, más fuerte que todos los jayanes del mundo, de aquella enamorada cordera, Inés la Mártir, que al morir dijo que la sangre de su Esposo Jesucristo hermoseó sus mejillas, y ahora el Señor repetía esas palabras, acariciando de noche la quijada de la mártir:
—Sanguis eius ornavit gennas meas.
Otras noches llevaba al lecho un brazo de San Ambrosio, pero lo que más le agradaba era acariciar, hasta dormirse abrazado a ella, la cabeza del valeroso rey y mártir San Hermenegildo, martirizado por su padre, y a la testa le decía:
—No pidió menor tirano ni verdugo tan ilustre mártir.