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Authors: Carlos Fuentes

Tags: #Relato

Terra Nostra (58 page)

BOOK: Terra Nostra
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Sólo entonces miró con curiosidad y alboroto crecientes al tercer cadáver de esta tumba, el otro príncipe idéntico a su durmiente esposo, tan durmiente que su sueño era gemelo de la muerte, corno gemelos parecían estos dos muchachos entre sí, y también le besó. Y ese beso le supo a perfume, a hierba, y le fue devuelto.

—¡Me devolvió el beso!, gritó la enana, ¡que sí, que me lo devolvio!

Las manos de Don Juan tomaron del talle a la Barbarica, la levantaron juguetonamente, como a una muñeca, huele que trasciende, repitió la enana, riendo, huele que trasciende, cuando Don Juan le levantó los anchos faldones arremangados, le acarició con un dedo el apretado culillo, acercó la cara a la entrepierna de la enana, rió también, diciendo, trébole, Jesús, cómo huele, trébole, Jesús, qué olor, y metió una lengua que a la chiquitica le pareció de lumbre y fierro, en el pantano.

Nos ha hecho buscar por estas llanuras, señor Don Juan, bajo el rayo del sol de julio, a un cierto flautista ciego, aragonés de origen, que llegó hace unos días para acompañar los flacos festejos de los obreros de este palacio con su musiquilla a veces monótona y a veces alegre; trajímosle, empujado y venciendo sus sordas protestas, a esta recámara de nuestra Señora, la cual hubo noticia de él así por crónicas del pobre señor Cronista mandado a remar en galeras, y al cual vuesa merced no tuvo el gusto de conocer, pues hombre era discreto y cortés, que el mismo trato daba a dama o fregona, como por relatos del antecesor de su honor Don Juan en el disfrute de los favores de nuestra Señora, el joven quemado junto a los establos por barajar los fondillos del Ama con los de imberbes mozos de nuestras cocinas, y que cada quien coja el placer donde lo halle, como bien dice usted.

Ordenóle nuestra Señora se sentase sobre la arena y entonase su flautilla miserable y triste y así lo hizo él, calvo, aceitunado de tez, vasto de espaldas, vestido con hilachas de cáñamo toscamente punteadas y mirándolo todo, sin nada ver, con los ojos ciegos, verdes y como cebollas saltones, mientras la Señora bautizaba a las ranas salvadas por nosotras de los viejos pozos y de las estancadas aguas de este llano; y a las ranas, las hacía tragar las hostias negras mientras ella hacía el signo de la cruz al revés y con la mano izquierda sobre sus pechos temblorosos, diciendo:

—En nombre del Patricio, dijo Don Juan, del Patricio de Aragón, ahora, ahora, Valencia, toda nuestra miseria ha terminado, España: ven, ángel luminoso, ven a darle vida a este ser por mí formado, hazle levantarse del lecho con la apariencia de Luzbel, cubierto de sardónice, de topacio, de diamante, de crisólito, de ónix, de jaspe, de zafiro, de carbúnculo, de esmeralda y de oro, y acompañado por la música de este ciego demiurgo de la diabólica aldea Calanda de tu reino aragonés, donde las manos baten los tambores hasta perder la piel, sangrar la carne y herir el hueso mismo para que Cristo resucite en la Gloria de su Sábado: resucita así a este mi Ángel, ven, ven, ven, doble de Dios, arcángel caído, rey de España.

Asi fue, señor Don Juan, tal y como usted lo dice, aunque ese miserable flautista no ha de ser de Calanda, donde famosas son las fiestas de la semana dolorosa y a verlas llegan peregrinos de apartados lugares, sino, por su ruin aspecto, de Datos, Matos, Badules, Cucalón, Herreruela, Amento o Lechón debe ser, pues son éstos los más ruines lugares de Aragón. Arrancóse la Señora una uña con grandísimo sufrimiento, aullando estas palabras que usted acaba de repetir, Don Juan, mientras el flautista ciego tocaba sus notas más tristes y monótonas, sentado sobre las arenas teñidas de rojo y en medio de los cadáveres, viejos ya de un día y muy apestosos, de los animales sacrificados. Súbitamente, al escuchar los gritos de dolor de la Señora, el flautista dejó de tocar y dijo lo que usted, señor Don Juan, escuchó escondido detrás de la puerta de la alcoba:

—San Pablo advirtió que Satanás es el Dios de este siglo. Santo Tomás advirtió que Luzbel quiso la beatitud antes del tiempo fijado por el Creador, la deseó antes que nadie, quiso obtener la felicidad por sí solo y sólo para sí, ése fue su orgullo y tal orgullo, su pecado. Por su orgullo lo condenó Dios; por eso los soberbios vienen de él. Poder genésico dio el Altísimo a la mujer, y con ello la mujer sintióse privilegio de la creación, pues ella podía hacer lo que el hombre no: gestar a otro hombre en sus entrañas, y así era superior al hombre, que sólo fecunda, mas no gesta. Y la mujer decidió que aun este poder de fecundación le era arrebatable al hombre, y así le vedó su cuerpo, y sólo dejóse desvirgar y preñar por Dios mismo, o por un representante del espíritu de Dios, antes de dejarse tocar por hombre mortal. Y el hombre mortal resintió aun más su mortalidad, pues carecía del poder de gestar a otro ser, y la mujer era suya sólo después de pertenecer al Dios, al Espíritu, al Sacerdote o al Héroe designados por Dios para continuar en la entraña de la hembra la obra de la creación. Y el hombre se vengó de la mujer convirtiéndola en puta, corrompiéndola para que ya no pudiese ser vaso del semen divino. Y el hombre odió a sus hijos, pues si eran hijos de Dios no eran suyos, y si eran hijos de puta, no merecían ser suyos. Y el hombre asesinó a sus detestados hijos, los sacrificó si eran hijos suyos, pues eran hijos de la ramera que primero se entregó al Héroe o al Sacerdote que obraron en nombre de Dios, o los devoró, para alimentarse así de la sagrada esencia que Dios le arrebató al hombre y le otorgó a la mujer y al niño. Y así la madre protegió al hijo, sabedora de que el padre no viviría en paz hasta matarle, y le salvó entregándole a las aguas, como a Moisés. Y por todo esto, el hombre culpó a la mujer de ser la representante de Luzbel en la tierra, y sabiendo que en las mujeres tiene su sede el orgullo diabólico de desear la felicidad antes de tiempo y de adelantarse a la común beatitud que los hombres sólo alcanzarán el día del juicio final, el Concilio de Laodicea prohibió a mujer alguna oficiar en las misas. El hombre se amparó en el poder material para negar a la mujer sus poderes espirituales. La mujer convirtióse así en la sacerdotisa de Satanás y gracias a ella Satanás recobra su naturaleza andrógina y se convierte en el Hermafrodita imaginado por los hermetistas y visto por la Cábala hebrea; y la mujer, del Demonio, adquiere el conocimiento a ella transmitido el día de la primera caída, pues antes cayó Luzbel que Eva. Entierra la uña en la arena, Señora, y de ella nacerán gusanos; caerán grandes granizadas en estío y se desatarán temibles tormentas.

—¿Cómo sabes que me arranqué la uña, si eres ciego?, preguntó nuestra herida Señora entre atormentados sollozos.

—Cuanto en el mundo se hace de una manera visible puede ser obra de los demonios, contestó el flautista; lo invisible es sólo obra de Dios y por eso exige ciega fe y no ofrece tentación alguna. Señora, si quieres que los ciegos vean, rebánales el ojo con una navaja en el momento preciso en que una nube corta la circunferencia de la luna llena; entonces, la noche se hará día, fuego el agua, oro el excremento, aliento el polvo; y los ciegos verán.

—No quiero que nazcan gusanos o se desaten tormentas. El Cronista me habló un día de ti, y también te conocía mi pobre amante asesinado, el joven llamado Miguel de la Vida. Sé tu nombre.

—No lo repitas, Señora, o de nada valdrán tus esfuerzos.

—Sé tus poderes. Ellos me hablaron de eso. Pero no es granizo en verano lo que quiero de ti, sino que ese cuerpo yacente en mi lecho cobre vida.

—Haz entonces lo que acabo de decirte, y el Diablo se aparecerá.

Y así nuestra Señora, con su puñal bañado en aceite, se acercó, vencida y temblorosa, al cadáver fabricado con los retazos de los muertos y el flautista aragonés cerró los enormes ojos verdes y volvió a tocar la flauta. La Señora también cerró los suyos en el momento de cortar, con un solo tajo del puñal, el ojo blanco y abierto de la momia; un líquido negro y espeso corrió por la mejilla plateada de ese monstruo inmóvil, señor Don Juan. Pero aparte de eso, nada pasó: la momia sigue allí, tiesa y tendida sobre la cama; y cada vez, la Señora cae sin fuerzas sobre la arena de sangre, junto al cadáver del búho, recriminando al flautista, echándole en cara su impotencia, llamándole mendaz y falsario, ¿dónde está el Diablo?, de nada sirvieron los ritos del de Aragón, el Diablo no se apareció a ayudar a la Señora y darle vida al horrendo cadáver de cadáveres, mientras el flautista sonríe y convierte su entrecortado aliento en lúgubres musiquillas.

—Pobre Señora; mal hace en buscar con tanto afán y tan sufrida invocación lo que ya tiene aquí cerca, del otro lado de su pasillo y que hasta sus recamareras pueden ver, dijo entonces Don Juan, despojándose del manto de brocado y mostrando ante las dos pasmadas fregonas, que al verlo se abrazaron y fueron a esconderse al más apartado rincón del cuartucho, pues nunca le habían visto desnudo, y con él sólo se habían holgado a oscuras y alternadamente, el pecho cubierto de sardónice, la cintura ceñida por un cinturón de brillantes, los brazos pintados de oro, el sexo ceñido por un rosario de perlas que se le enterraban entre las nalgas y se anudaban en una cadera, las piernas cubiertas por piedras de jaspe, las muñecas adornadas por zafiros, tos tobillos por crisolito, el cuello por carbúnculos. Esto vieron las dos con azoro, pero algo más pudo ver al fin Azucena, al girar sobre sí mismo este hombre espléndido, sin par entre los mortales, y fueron los seis dedos en cada pie y la cruz de viva púrpura sobre la espalda; salió del cuartucho Don Juan, riendo; las fregonas se santiguaron repetidas veces; y al verle salir, supieron que ya no regresaría nunca, y Azucena le dijo a Lolilla, es él, es él, el niño abandonado por el juglar hace veinte años, recogido por mí, amamantado por la perra de nuestra joven Señora antes de sus nupcias con el Señor, yo lo conocí, es mío, mi amante, mi hijo, yo fui su nodriza, su madre verdadera, hasta el día de la horrible matanza en el castillo, cuando temí por él, temí que los monstruosos signos de su espalda y de sus pies le confundieran con esa turba de herejes, moros, judíos, putarracas, peregrinos y mendigos que nos invadió ese día, hasta los niños que venían en la procesión fueron pasados a cuchillo, a éste lo salvé yo, lo metí en un ligero canasto, lo arropé y lo eché a la deriva por el río, hacia el mar, segura de que alguien lo recogería y criaría y ahora ha regresado, ha sido mi amante, me ha prometido que se casaría conmigo, ¿contigo, Azucena?, lo mismo me dijo a mí, mientes Lolilla, como que Dios es Cristo y Cristo es Dios que mientes, me lo dijo a mí, no me toques, mal alzada, me canso, andorrera, suéltame, puta adobada, te saco los ojos, carcavera, pues yo te arranco la crin, beúda, y lanzada de moro izquierdo te atraviese el corazón, ayayay, mi ojo, mi pierna, arañas como rejón, bagasa, pero yo te he de meter una aguja por el buz que te salga por el hocico y te pudra los bastajos, puta, putilla, putarraja, puteca, suéltame el pelo, ay que rodamos, ay mi rodilla, ay que te mato, yo a ti, ramera emparedada, familia putrefacta, te saco la leche de la nariz, malsina, marfuza, matrera, meretriz, pellejón, piltraca, que te mato, que te salto el bizco, que te estrello la cabeza contra la piedra, guay, guay, guay… i mira cómo nos has puesto, Don Juan!, ¡todo por ti, Don Juan!, ¡vuelve a nosotras, Don Juan!, ¡ay mi señor Don Juan, que eres el puto de la mujer!

A la cripta y capilla regresó Don Juan, donde había dejado a Barbarica, exhausta de placer, dormida en brazos del Príncipe bobo; dormidos los dos, la pareja, dentro de la tumba suntuaria del padre del Señor. Llegóse Don Juan hasta la carretilla donde descansaba la Dama Loca, y si temible fue el espanto de las criadas al verle desnudo y enjoyado, natural fue la sencillez con que la Dama Loca saludó al joven caballero que ahora se acercaba a ella vestido de nuevo con el jubón de terciopelo, la capa de pieles, el gorro y las calzas y el medallón del Señor embalsamado.

—Has regresado, al fin, dijo serenamente la Dama Loca.

—Sí. Éste es nuestro lugar.

—¿Estaremos cerca?

—Siempre.

—¿Descansaremos ya?

—Ya.

—¿Hemos muerto?

—Los dos.

Levantó de la carretilla a la vieja, la condujo con gran suavidad a un nicho labrado entre dos pilastras y allí, dulcemente, la acomodó, apostados la cabeza blanca y el torso de trapos negros contra la helada piedra del muro. Y la Dama Loca pareció contenta; su mirada siguió a Don Juan cuando el muchacho se alejó, llegó hasta el gran mausoleo del marido de la vieja y se recostó sobre la lauda. Reposó semitendido y apoyado en su brazo derecho: era la corona viva del túmulo funerario.

Era el perfecto doncel amado por la vieja en sus obsesivos sueños de amor y muerte, resurrección del pasado y transfiguración del porvenir. Ahora, en un instante, en un presente que la Dama quería retener capturado, para siempre, bajo estas bóvedas, en esta cripta, el sueño era realidad, y el joven que debió ser su esposo, su amante y su hijo reposaba semitendido y apoyado en su brazo derecho, mientras miraba un espejo orgulloso que el visitante desatento podría confundir con un libro.

Por un momento, la vieja Señora temió que ambos, ella en su nicho mirándole a él, y él semiyacente sobre la losa del sepulcro, mirándose a sí mismo, se estaban transformando en piedra y así, integrándose para siempre a esta suntuosa cueva de laudas, basamentos, pirámides truncadas, advertencias fúnebres y labrados cuerpos, reproducción de los restos de toda la sucesión de esta casa. Una duda helada hizo temblar el mutilado tronco de la Dama; sabía que hasta entonces había soñado, luego había soñado en vida. Pero a partir de ahora, se sentiría muerta, colocada por Don Juan en un nicho de esta capilla. Se sentiría muerta, pues soñaba que vivía.

Y al pintor fray Julián le dijo esa noche, en la torre, el caldeo fray Toribio: —Hermano, si en ellos creyese, te diría que unos demonios rondan mi torre, pues han desaparecido de la farmacia que aquí reúno, beleño y belladona, betel y eléboro; cacos han de ser.

Miradas

A todos convocó el Señor, valiéndose de Guzmán, quien a su vez se valió de su fiel y anónima armada de montería; a todos convocó y todos acudieron a la cita en la capilla subterránea. Sólo la Señora permaneció en su recámara, empeñada en darle vida a la momia de retazos reales, agotando las fórmulas de la invocación diabólica y no contando, en verdad, más que con la villana ayuda de Azucena y Lolilla y las oscuras palabras del ciego flautista aragonés. En cambio, allí estaban, en la capilla del Señor, escondidas detrás de las altas celosías del coro cuyas sombras convertían los rostros y los hábitos en blancos panales de abeja, la madre Milagros, la monja Angustias, sor Inés y todas las novicias andaluzas; el obispo gordo, sudoroso, limpiándose el rostro con un pañuelo de encajes, portado en palanquín por los frailes mendicantes y seguido de cerca por un monje agustino de cadavérica faz; el usurero sevillano tocado con gorro de martas, pronto a postrarse ante el Señor para agradecerle el título de Comendador que le daba oportunidad de gozar, en diciembre, de mayo, y añadir honra a riqueza; y el estrellero fray Toribio, llamado a leer los signos de este evento en cuya virtud el Señor quería descifrar los enigmas acumulados y luego fijarlos en horóscopo con la ayuda del fraile estrábico y pelirrojo.

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