Pero justo cuando estoy a punto de hacerlo desaparecer para siempre, de liberarme de este repugnante vínculo y de las extrañas palpitaciones, ese horrible intruso vuelve a colarse en mi interior con tanta fuerza, con tanta determinación y rapidez, que no puedo impedírselo.
El monstruo de mi interior se despierta por completo; se alza y se despereza, exigiéndome que aplaque su hambriento latido. Mi corazón cruje de manera violenta; mi cuerpo empieza a temblar, cautivo de sus deseos… y yo dejo de tener importancia. Mi único propósito es satisfacer sus necesidades… asegurarme de que todas queden complacidas.
Observo indefensa cómo se repite el ciclo una vez más. Mi sangre realiza un arco y empapa el cordón del cuello de Roman hasta que este se comba, rojo y pesado, y deja un grueso reguero escarlata sobre su pecho. Y sin importar lo que haga, lo mucho que me esfuerce, no puedo impedirlo.
No puedo apartar la vista del innegable encanto de su mirada.
No puedo impedir que mis brazos se extiendan hacia él.
No puedo deshacer el hechizo que nos une.
Su cuerpo es como un imán que solo busca el mío, y que acorta la distancia que nos separa en menos de un segundo. Nuestras rodillas se unen, nuestras frentes se juntan… Estoy indefensa, sin poder. Soy incapaz de desterrar el insoportable anhelo de estar a su lado.
Solo lo veo a él.
Solo lo necesito a él.
Todo mi mundo se reduce ahora al espacio existente entre su mirada y la mía. Sus labios, húmedos e incitantes, se encuentran a menos de un centímetro de los míos, y ese intruso descarado e insistente, esas palpitaciones extrañas y desconocidas, me animan a avanzar para que podamos unirnos hasta formar un solo ser.
Mis labios se acercan a los suyos más y más… pero de repente, de un lugar profundo y recóndito de mi interior, un lugar al que no consigo acceder del todo, surge el recuerdo de Damen, su esencia, su imagen. No es más que un breve relampagueo de luz en medio de toda esta oscuridad, pero basta para recordarme quién soy, qué soy… la verdadera razón por la que estoy aquí.
Basta para liberarme de este horrible ensueño. —¡No! —grito.
Doy un salto hacia atrás para alejarme de él… Me muevo tan rápido y con tanta brusquedad que el capullo se desploma a mi alrededor mientras las velas se apagan y la imagen de Roman se desvanece.
El único vestigio de lo que acaba de suceder es mi corazón roto, la bata manchada de sangre y las palabras que aún reverberan en mi garganta.
—No, no, no, no, no, no… Dios, por favor, ¡no!
—¿Ever?
Echo un vistazo al vestidor mientras mis dedos se afanan frenéticamente en coger la bata blanca de seda, que la sangre ha echado a perder sin remedio. Tengo la esperanza de que mi tía se vaya; quiero que me deje un poco de intimidad, o al menos el tiempo suficiente para encontrar una forma de solucionar…
—Ever…, ¿te encuentras bien? La cena está casi lista, ¡así que será mejor que bajes ya!
—Está bien… Yo…
Cierro los ojos mientras me quito la bata a toda prisa y hago aparecer un sencillo vestido azul. No tengo ni la menor idea de lo que debo hacer ahora, hacia dónde debo avanzar.
Aunque una cosa está clara: no puedo contárselo a Romy y a Rayne. Las gemelas ya presenciaron mi último intento fallido, y no viviré para redimir este. Además, están demasiado encariñadas con Damen, y jamás me lo perdonarían.
¡Bajaré dentro de un segundo! —exclamo cuando su energía, a otro lado de la puerta, me dice que Sabine se está cuestionando si entrar o no.
—¡Cinco minutos! —me advierte con voz resignada—. ¡Si no sales, entraré y te sacaré yo misma!
Cierro los ojos y sacudo la cabeza mientras me calzo las sandalias y me peino con los dedos. Pongo mucho cuidado en que todo parezca limpio y prístino por fuera, porque por dentro es evidente que todo ha dado un giro a peor.
M
e escabullo por la puerta de la verja hacia la calle para dejar atrás las risas alegres de Sabine y Muñoz, que disfrutan de una última copa de vino junto a la piscina. Echo a correr procurando mesurar el paso para no ir ni demasiado rápido ni demasiado despacio por miedo a llamar la atención.
Ya ha sido suficiente teniendo que explicárselo a Sabine. Sobre todo justo después de haber engullido tres cuartos de pechuga de pollo a la brasa, una ración de ensalada de patata, una mazorca de maíz entera y un vaso y medio de refresco… No me apetecía tomar nada de eso y, al final, por lo visto, solo conseguí despertar nuevas sospechas.
La voz de mi tía se alzó y se volvió estridente, cargada de recelo, cuando me preguntó:
—¿Ahora? Pronto se hará de noche y… ¡acabas de cenar!
Su mirada, siempre vigilante, me recorrió de arriba abajo mientras una nueva posibilidad se abría paso en su cerebro: ¡bulimia de ejercicio!
Después de descartar la anorexia y la bulimia tradicional como Posibles explicaciones para mi extraño comportamiento y mis hábitos alimentarios (aún más extraños), ahora se ha decidido por algo nuevo, y eso se traducirá sin duda en una nueva visita a los estantes de autoayuda de la librería local, para la que hará hueco en su apretada agenda semanal.
Desearía poder explicárselo, tranquilizarla y decirle: «Relájate. No es lo que crees. Soy inmortal. Lo único que necesito para nutrirme es el elixir. Pero ahora mismo tengo un problema con los hechizos que debo solucionar… ¡algo que no puede esperar!».
Pero eso nunca sucederá. Damen dejó muy claro que debemos mantener la inmortalidad en secreto. Y después de haber sido testigo de lo que ocurre cuando cae en las manos equivocadas, estoy de acuerdo con él cien por cien.
No obstante, mantenerlo en secreto supone un enorme desafío para mí, y de ahí que corra. Ahora, de manera oficial (al menos en lo que a Sabine y a Muñoz se refiere), soy una persona que se viste con ropa deportiva para correr al atardecer.
Una excusa de lo más saludable para salir de casa y alejarme de Muñoz, que aunque me cae bien como persona no quiero conocerlo como tal.
Una excusa de lo más saludable que me permite alejarme de dos personas maravillosas y amables para poder regodearme con una obsesión no tan saludable y mucho más siniestra.
Una obsesión de la que no logro deshacerme.
Una obsesión que estoy determinada a vencer.
Doblo la esquina con rapidez y me adentro en la siguiente calle. Me fijo en los coches, en el asfalto, en las aceras, en las ventanas. Están llenos de motitas de ese tono dorado bruñido que solo aparece al final de la hora mágica… el resultado de la primera y la última hora de luz solar, cuando todo parece más suave, más cálido, bañado con el resplandor rojizo del sol. Mis músculos se contraen, mis pies se mueven más rápido para coger velocidad. Sé que no debería hacerlo, así que intento aminorar el paso (es demasiado peligroso, demasiado arriesgado que alguien pueda verme), pero no lo consigo. Soy incapaz de detenerme. Ya no soy dueña de mis actos.
Me dirijo a mi destino como la flecha de una brújula. Todo mi ser está concentrado en un solo lugar. Coches, casas, gente… todo lo que me rodea se reduce a una sombra anaranjada mientras cruzo una calle tras otra. Mi corazón martillea con fuerza, pero no por la carrera o el ejercicio, porque lo cierto es que apenas estoy sudando.
El estallido de energía en mi interior se debe a la proximidad.
Al simple hecho de que estoy cerca.
De que me acerco más y más…
Ya casi he llegado.
Es como un canto de sirena que me atrae hacia una destrucción segura, y aun así me da la impresión de que no llegaré lo bastante rápido.
En el instante en que lo veo, me detengo. Mis párpados se entornan y todo lo que me rodea deja de existir. Contemplo la puerta de Roman mientras ordeno a la bestia que se retire. Me digo que solo quiero superar estos extraños latidos desconocidos que palpitan en mi interior; que solo quiero entrar, tranquila e indiferente, y enfrentarme a él de una vez por todas para poder poner fin a todo esto.
Me obligo a respirar lenta y profundamente mientras reúno las fuerzas necesarias. Estoy a punto de dar el primer paso cuando oigo mi nombre en boca de alguien que no esperaba volver a ver nunca.
El chico avanza hacia mí, con la cabeza ladeada, tan fresco y natural como la brisa de verano. Tiene un grueso vendaje en el brazo izquierdo, que está sujeto al cuello con una cinta de color azul marino. Se detiene delante de mí, aunque se sitúa fuera de mi alcance de forma deliberada.
—¿Qué estás haciendo? —me pregunta.
Trago saliva con fuerza, aliviada al notar que las palpitaciones remiten y desaparecen. No obstante, me sorprende darme cuenta de que mi primer impulso no es echar a correr, no es terminar el trabajo y dejarle todo el cuerpo en cabestrillo, y no solo el brazo. No, mi primer impulso es mentir. Buscar una excusa que pueda explicar por qué estoy acalorada, jadeante y casi babeando frente a la tienda de Roman.
—¿Qué haces tú? —Lo miro con expresión severa. Sé que no lo he encontrado aquí por casualidad. Después de todo, son buenos amigos, miembros de la misma tribu de inmortales renegados—. Ah, por cierto, bonita cinta. —Señalo su presunto brazo en cabestrillo, algo que sin duda le proporciona una buena excusa ante aquellos que no lo conozcan bien. Lástima que no sea mi caso.
El me mira, sacude la cabeza y se frota la barbilla. Su voz suena tranquila, calmada, casi convincente, cuando me pregunta:
—¿Estás bien, Ever? No tienes muy buen aspecto…
Niego con la cabeza y pongo los ojos en blanco.
—Buen intento, Jude, tengo que admitirlo. —Paso por alto su mirada, que dice «¿De qué demonios estás hablando?», y continúo—: En serio. Fingir que te preocupas por mí, fingir una lesión. Estás decidido a llegar hasta el final, ¿verdad?
Frunce el ceño e inclina la cabeza de una forma que hace que unos cuantos mechones castaño dorados caigan sobre su hombro 5 aterricen a unos cuantos centímetros por encima de su cintura. S rostro, engañosamente mono y amable, adquiere una expresión seria cuando replica:
—Créeme, no finjo nada. Ojalá. ¿Recuerdas que me arrojaste como si fuera un disco volador por tu jardín? —Se señala el brazo—. Pues este es el resultado. Un montón de contusiones, una fractura en el radio y algunas falanges bastante tocadas… o al menos eso es lo que dijo el médico.
Suspiro mientras niego con la cabeza. No tengo tiempo para esta farsa. Tengo que ver a Roman, demostrarle que no puede controlarme, que no significa nada para mí… demostrarle quién manda aquí. Tengo la certeza de que lo que me ocurre es en parte culpa suya, y necesito convencerlo para que me dé el antídoto y acabe de una vez con este jueguecito.
—Aunque seguro que al resto de la gente todo eso le parece probable y muy creíble, por desgracia para ti, yo no soy como la mayoría de la gente. Sé muchas cosas. Y tú sabes que las sé. Así que ve al grano de una vez, ¿quieres? Los renegados no tienen heridas. No por mucho tiempo, al menos. Poseen habilidades de curación instantáneas, pero eso ya lo sabías, ¿verdad?
Me observa con aire confuso y da un paso atrás. Y debo admitir que parece bastante perplejo.
—¿De qué hablas? —Mira a su alrededor antes de volver a entrarse en mí—. ¿Renegados? ¿Estás de broma o qué?
Suspiro y empiezo a tamborilear los dedos sobre mi cadera.
—¿Hola? —le digo—. Hablo de los malvados miembros de la tribu de Roman. ¿Te suena de algo? —Sacudo la cabeza antes de aponer una expresión exasperada—. No finjas que no eres uno de ellos… Vi tu tatuaje.
Me mira de hito en hito, con la misma expresión confusa y recelosa en la cara. Solo se me ocurre pensar: Dios, menos mal que no es actor… porque obtendría unas críticas pésimas.
—Venga ya… ¿El uróboros? ¿El tatuaje que tienes en la espalda? —Pongo los ojos en blanco—. Lo vi. Sabes que lo vi. Lo más probable es que quisieras que lo viera… ¿Por qué si no ibas a convencerme para que me metiera en el jacuzzi contig…? —Niego una vez más con la cabeza—. Da igual, digamos que ese tatuaje me informó de todo lo que necesitaba saber. Todo lo que tú querías que supiera. Así que puedes dejar este jueguecito cuando quieras. Lo sé todo.
Jude me mira mientras se rasca la barbilla con la mano sana. Luego recorre el exterior con la mirada en busca de algún tipo de apoyo. Como si eso fuera a servirle de ayuda.
—Ever, me hice este tatuaje hace una eternidad… De hecho, lo tengo…
—Sí, claro… —Asiento con la cabeza antes de que termine la frase—. Bueno, dime, ¿cuándo te convirtió Roman? ¿En qué siglo fue? ¿En el XVIII? ¿En el XIX? Vamos, puedes contármelo. Puede que haya pasado mucho tiempo, pero estoy segura de que esas cosas no se olvidan nunca.
Jude frota los labios con un movimiento que hace aparecer sus hoyuelos, pero no me distrae. Esas cosas ya no funcionan. En realidad, nunca han funcionado.
—Escucha —me dice esforzándose por mantener un tono de voz bajo y firme, pero su aura refleja todo lo contrario: ha cobrado de repente un tono grisáceo fragmentado, y eso revela que está nerviosísimo—. La verdad es que no tengo ni la menor idea de a qué te refieres En serio, Ever, todo lo que dices parece propio de un demente, y lo cierto es que a pesar de todo, a pesar de esto… —Da un tirón ¿e\ cabestrillo—, estaría dispuesto a ayudarte… pero… bueno… me da la impresión de que se te ha ido la olla con eso de los renegados, la conversión y lo demás… —Sacude la cabeza—. De todas formas, deja que te haga una pregunta: si ese tal Roman es tan malo como dices, ¿por qué estás aquí, acechando delante de su tienda como un perro jadeante que espera a su amo?
Paseo la mirada entre Jude y la puerta. Noto cómo me ruborizo, cómo se me acelera el pulso, consciente de que me ha atrapado, aunque no pienso admitirlo.
—No estoy acechando… Estoy… —Aprieto los labios y me pregunto por qué demonios siento la necesidad de defenderme cuando está claro que aquí el malo es él—. Además, yo podría preguntarte lo mismo. Siento ser yo quien te lo diga, pero tú también estás aquí. —Lo recorro con la mirada y me fijo en su piel bronceada, en sus dientes ligeramente torcidos… seguro que los ha mantenido así a propósito, para engañar a la gente… como yo. También me fijo en sus ojos, en sus asombrosos ojos azul verdosos… Los mismos ojos que he contemplado durante los últimos cuatrocientos años. Pero no volveré a hacerlo nunca más porque he descubierto que es uno de ellos. Hemos acabado para siempre.