Te Daré la Tierra (69 page)

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Authors: Chufo Llorens,Chufo Lloréns

BOOK: Te Daré la Tierra
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La voz del consejero sonó, a oídos de los tres judíos, como el silbido de un áspid.

95
El chivo expiatorio

Los maravedíes fundidos denunciaban que el astuto moro había engañado al conde. De no mediar un milagro las pérdidas iban a ser ruinosas, pues Ramón Berenguer debería atender a sus aliados con su propio peculio; su prestigio y su buen nombre era más importante que la riqueza y la pobreza.

Montcusí se presentó en el Palacio Condal sin dilación, dispuesto a lidiar con aquella incomodísima situación. Su crédito peligraba y debería jugar diestramente sus cartas si quería conseguir que, de nuevo, aquellas cañas se tornaran lanzas.

Precedido por uno de los ujieres de cámara fue atravesando los pasillos que tan bien conocía.

Cuando hubo llegado a la gran puerta, el capitán de la guardia, tras rogarle que aguardara un momento, se introdujo en la cámara para demandar al senescal la venia para el consejero de abastos. Apenas unos instantes después salió el hombre anunciándole que tenía el paso franco.

Bernat Montcusí, con un mohín compungido y descubierta la testa, avanzó por la larga alfombra hasta llegar al pie del estrado que sostenía el adoselado trono.

Ramón Berenguer, que en aquellos momentos estaba despachando con dos de sus
prohomes
de confianza y con el senescal Gualbert Amat, le saludó afablemente rememorando sin duda los beneficios que la astucia de su consejero económico le había granjeado.

—¿Qué buena nueva os trae por aquí a esta hora y sin previo aviso?

—Me temo, señor, que en esta ocasión soy portador de malas noticias.

El rostro del conde cambió de expresión.

—Hablad, mi buen amigo. Lo único irremediable es la muerte y a esta mala embajadora todavía pretendemos hacerla esperar.

—Señor, a veces las circunstancias nos procuran enojosas situaciones que nos perjudican seriamente. No son la muerte, pero nos entorpecen la vida.

—Decid, Bernat, que todo tiene remedio.

—Obedeceré, señor, pero el asunto requiere de la máxima discreción, no por mí sino por el bien del condado.

—¿Insinuáis que debo despedir a hombres de mi absoluta confianza?

—Creo que cuantos menos oídos escuchen lo que tengo que deciros, el secreto quedará a mejor recaudo.

Ahora la expresión del conde había cambiado absolutamente.

—Os haré responsable del desaire si no quedo satisfecho de vuestra explicación.

Y añadió a continuación:

—Senescal, señores, si tenéis la amabilidad de aguardar en la antecámara, en cuanto haya terminado con tan grave asunto os requeriré de nuevo.

Los dos componentes de la
Curia Comitis
abandonaron la estancia precedidos por el senescal y cuando las puertas se cerraron, el tono de voz que empleó Ramón Berenguer se había tornado serio y distante.

—Está bien. Tomad asiento y decidme ahora qué cuestión me ha obligado a desairar a mis hombres de confianza.

Montcusí se sentó en una banqueta a la diestra del conde y comenzó a desgranar su relato. El soberano le escuchaba atentamente. La explicación se alargó un buen rato.

—De manera, señor, que amparado en la prisa y en la oscuridad, el astuto moro nos endilgó una moneda perfectamente acuñada de una paupérrima aleación de oro de tan baja ley que es imposible fundirla para acuñar nueva moneda.

—¿Y cómo nadie se dio cuenta?

—Os repito, señor, era tan grande la prisa por acabar con el asunto y era tan perfecta la falsificación que nadie pudo sospechar. Tened en cuenta que sus forjas son famosas y los mancusos jafaríes y sargentianos son muy apreciados y de uso común.

El conde se acarició la barbilla despacio.

—Si no damos con la fórmula para aliviar el daño, el quebranto de nuestras arcas puede ser espeluznante.

Bernat esperaba la reacción de su señor para intentar hacer méritos que restablecieran en parte su perdido crédito y le devolvieran su papel de salvador.

—Se me ocurre que tal vez haya un medio, y es por ello por lo que os he indicado que sería mejor quedarnos solos.

—Os escucho, Bernat.

—Hagamos por un momento la composición de lugar. Si propongo algo que no os parezca bien, hacédmelo saber, señor.

El conde asintió y el astuto Montcusí esbozó su plan.

—Está claro que, amén de recobrar los dineros, debemos poner a salvo la honorabilidad del condado y el prestigio de la casa de Barcelona.

—No os detengáis, os lo ruego.

Bernat percibió que volvía a dominar la situación.

—El moro nos hizo morder el anzuelo y nos dio gato por liebre. Bien, pero eso está por demostrar. Los judíos son los auténticos entendidos en la acuñación de moneda, ya que vuestro abuelo les concedió tal privilegio.

—¿Adónde queréis ir a parar?

—Los cambistas judíos aceptaron los maravedíes como buenos y os dieron un recibo, pactando además un interés.

—¿Y bien?

—Ellos son los únicos que han podido manejar los dineros, ellos los han fundido y ellos son los que dicen ahora, cuando hace ya más de una quincena que están en su poder, que la moneda es falsa.

A Ramón comenzaron a brillarle las pupilas.

—¿Me seguís? —murmuró el astuto consejero.

—Creo que voy captando vuestra idea.

—Es fácil —dijo Bernat, adoptando un tono más firme—: no vais a aceptar sus excusas. Los maravedíes que entregasteis eran de buena ley, lo atestigua vuestro recibo, y si alguien ha dado el cambio, es su problema, no el vuestro.

—Bernat, siempre supe que erais una eminencia para los números y ahora lo ratifico.

—Hay más, señor.

—¿Todavía?

—Haremos correr el bulo entre las gentes de que los hebreos han intentado defraudar al condado perjudicando los negocios de sus moradores. Cuanto más ocupados estén vuestros súbditos con los judíos, cosa que por otra parte siempre ha constituido su mejor entretenimiento, menos tiempo tendrán para protestar de otras cosas.

—¿Y entonces?

—Reclamaréis el pago del dinero y de los intereses. Ellos se verán obligados a responder del desafuero y de la pretendida estafa y pagarán durante años la codicia de sus dirigentes. Como comprenderéis, entre la disyuntiva de elegir entre su conde y los odiados judíos, el pueblo optará por vos y todo castigo les parecerá poco.

—Si salimos de ésta con bien, Barcelona estará en deuda con vos, amigo mío; sin embargo, me asalta una duda. No quisiera que las gentes del
Call
se indispusieran con su conde: son unos súbditos harto rentables.

—No lo harán, les gusta demasiado el comercio y que los dejen vivir en paz, y en Barcelona lo han conseguido. Se embarcarán en interminables disquisiciones, como suelen hacer, y finalmente culparán a aquel o aquellos a los que atribuyan su ruina. Tened en cuenta, además, que jamás se ha sublevado ni una sola comunidad de ninguna de las juderías de Castilla: son dóciles como corderos y están acostumbrados a huir desde tiempos de Tito.

—¿Y a quién creéis que endosarán la culpa?

—Al mismo que vamos a acusar: a Baruj Benvenist,
dayan
del
Call.
Es el judío de más prestigio. Si cercenáis la cabeza de la serpiente, se acabará el problema.

—¿Qué alegaréis para articular toda la operación?

—Señor, en el
Liber judiciorum
y ahora en vuestros
Usatges
está perfectamente legislado que «el cambista que no pudiera cumplir con sus compromisos será colgado frente a su mesa de cambio». Pues bien, ¿qué horca no merecerá aquel que con malas artes ha querido engañar a su conde?

Ramón Berenguer no se lo pensó dos veces.

—Poned en marcha el plan.

—Señor, os aconsejo que actuemos con tiento. No conviene pecar de premura ni que parezca que no se han guardado todas las garantías de la ley. Dadles tiempo, bueno es que se confíen y crean que habéis asumido la pérdida.

—Sed discreto, Bernat —rogó el conde.

—Señor, recordad que he sido yo el que os ha propuesto que mantuviéramos esta conversación sin testigos incómodos.

—Id a vuestros negocios y sabed que vuestro conde, si sale con bien de este mal paso, se hallará en deuda con vos.

Montcusí intentó inclinar sus adiposidades con algo parecido a una reverencia y se retiró de la estancia con más libras de peso de las que tenía a la entrada, seguro de haber restaurado su buen nombre.

La suerte estaba echada. Baruj Benvenist iba a ser el chivo expiatorio de aquel mal paso, y los judíos iban a ser, como siempre, los grandes culpables de aquel fiasco.

96
La boda de Batsheva

La
juppá
[25]
se había montado junto al pozo y la gran mesa del convite estaba instalada bajo el inmenso castaño donde otrora Baruj, durante las noches de estío, entablara con Eudald Llobet interminables controversias sobre temas de filosofía o religiones comparadas y diera consejos a Martí sobre la mejor forma de llevar sus negocios.

Los invitados a la ceremonia iban llegando a la casa. La hija mayor, Esther, que estaba en estado de buena esperanza de cinco meses, y el marido de ésta, Binyamin Haim, que habían venido expresamente desde Besalú, los iban recibiendo mientras Rivká, la madre, se dedicaba, junto a las criadas, a vestir y a peinar a su hija mediana para el rito. El cambista y el canónigo se habían reunido en el despacho a requerimiento del primero, que aguardaba aquel día con una mezcla extraña de felicidad y de tristeza. El casar a Batsheva con un buen muchacho al que conocía desde su
Bar Mitzav
le colmaba de satisfacción, pero la ausencia de su pequeña Ruth le ocasionaba un gran desasosiego. También contribuía al mismo el silencio del conde sobre el tema de los maravedíes. Aunque justo era admitir que cuantos más días pasaban más seguro se sentía, pues era evidente que nada tuvieron que ver los suyos en el desgraciado suceso y la ley era la ley para todo ciudadano de Barcelona, fuera cual fuese su condición. De cualquier manera, de ello estaba hablando con Eudald Llobet, al que tenía en gran consideración, aguardando el aviso de que todo estaba listo para comenzar la ceremonia.

—Pues ved, querido amigo, que la felicidad nunca es completa. Acompaño a Batsheva en el día más feliz de su vida y como contrapartida tengo a mi hija pequeña desterrada y lejos de mí.

—Terminad la frase: «Por un estúpido incidente».

—Así son nuestras leyes. De haberla recibido en mi casa, esta boda que hoy vamos a celebrar no se llevaría a cabo.

—Entiendo vuestra postura y aquí, al resguardo de vuestro gabinete, os reconoceré que los cristianos también tenemos leyes que mi parvo intelecto se niega a entender. Pero dispensad si os digo que la palabra «desterrada» no describe correctamente la situación de Ruth.

—¿No es cierto que las circunstancias la han obligado a residir fuera de su hogar?

—Evidentemente, pero permitidme que os diga, sin que ello represente una falta de consideración hacia vos, que si la dejarais elegir creo que optaría morar donde lo hace en estos momentos.

—Doy gracias a Elohim por haberme otorgado la gracia de tener un amigo de la calidad de Martí Barbany.

—Jamás hubierais encontrado para vuestra hija mejor refugio que ése.

—Mi miedo no es por él, querido amigo. Me constan su respetabilidad y su rectitud, pero ella es joven y está enamorada. He decidido que en cuanto case a Batsheva, y pese a quien pese, la reintegraré en mi hogar. Luego ya justificaré con quien convenga mi decisión.

Benvenist, tras hacer una pausa, cambió de tema.

—¿Qué pensáis, Eudald, del infausto asunto de los maravedíes?

Llobet a su vez preguntó:

—¿Habéis tenido noticias?

—Ha transcurrido una semana y nada han dicho desde palacio.

—Por un lado, parece buen augurio el hecho de que no tengáis respuesta. Ya sabéis lo que dice el proverbio: «Falta de noticias, buenas noticias». Sin embargo, dado que conozco bien al consejero de abastos, me cuesta creer que no intente sacar ventaja de la situación.

—¿Qué ventaja queréis que obtenga de todo el embrollo? —preguntó un asombrado Baruj.

—No sé, se me escapa... Tal vez pretenda multaros por no haber detectado a tiempo que los maravedíes eran falsos.

—Eso sería tomar el rábano por las hojas. A la delegación que trató el rescate correspondía comprobar la moneda a fin de que no fueran engañados. Yo fui simple depositario de los tres arcones. Cuando se trató de acuñar nuevas monedas fue cuando pudimos detectar el fraude. En todo caso, el delito es de aquel que intenta pasar moneda falsa; nosotros fuimos meros receptores.

En aquel instante unos ligeros golpes en la puerta avisaron al cambista que los componentes del
miñan
habían llegado.

—Querido amigo, voy a firmar la
ketuvá
[26]
de mi hija a fin de que podamos iniciar la ceremonia.

Gracias a los cuidados de Ruth, a la alimentación y a su fortaleza, Aixa se recuperaba poco a poco de todas las vicisitudes y privaciones que su mutilado cuerpo había soportado. Las heridas del alma cicatrizaban mucho más lentamente y algo que le ayudaba a ello era sin duda volver a tañer su
oud,
cosa que hacía casi todos los días en el pequeño saloncito del primer piso donde Martí había decidido instalar una cámara dedicada a la música, debido a que el ángulo que formaban dos paredes de piedra rematadas por una pequeña bóveda contribuía a que la sonoridad fuera excelente. Después de cenar, el joven tenía por costumbre reunirse allí con Ruth y escuchar las melodías que las hábiles manos de su antigua esclava iban desgranando y que le traían lejanos recuerdos de su periplo mediterráneo. A Ruth, aquella hora mágica la embrujaba y a veces, acompañada por Aixa, entonaba dulces melodías aprendidas de sus mayores que habían llegado hasta ella a través de la tradición que se había mantenido de una a otra generación por las gentes de su pueblo. A Martí le divertía sobremanera una vieja canción judía que relataba las siete maneras de cocinar un guiso de berenjenas, y siempre la pedía. Sin embargo, aquella noche no lo hizo porque percibió que el humor de la muchacha no estaba para letras festivas. La música sonaba quedamente y la pareja conversaba acomodada en escabeles de cuero moruno, una de las últimas adquisiciones de Martí.

—¿Qué es lo que os acongoja, Ruth?

—Nada, son cosas mías.

—Os conozco bien, ya hace mucho que somos amigos. ¿No me queréis explicar lo que os ocurre?

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