Te Daré la Tierra (73 page)

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Authors: Chufo Llorens,Chufo Lloréns

BOOK: Te Daré la Tierra
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—Me alegro de haberos encontrado. Siempre es bueno hallar viejos conocidos.

—Aquí me encontraréis, a los tullidos no se nos requiere para otra cosa que no sea vigilar prisioneros inofensivos o hacer rondas. Vos lo acertasteis, mejor me hubiera ido a mí también de clérigo: habría sido la manera de asegurarme la sopa boba en mi vejez, que se me presenta magra y harto desprotegida, teniendo que soportar, además, a una bruja en casa y a tres hijos.

—Tal vez la vocación no os llamó para hombre de Iglesia.

—Aun sin ella me hubiera convenido más que seguir haciendo guardia en cualquier puesto.

Eudald cortó la verborrea del viejo soldado pensando que bueno era tener allá dentro un aliado.

—Me ha complacido el reencuentro, pero venimos a hacer un servicio y no debemos demorarnos.

—Adelante: uno de mis hombres os acompañará hasta la celda y, siempre que esté de guardia Jaume Fornolls, tendréis el paso libre.

—¿Cuáles son vuestros turnos y cuáles vuestros días?

—Estoy todos los días, entre prima y tercia.

—Lo tendremos en cuenta, para no tener que pedir permisos cada vez. Y ahora, si sois tan amable...

El centinela de la entrada los condujo por varios pasillos hasta la celda que ocupaba Baruj. Llegaron ambos con el ánimo encogido ignorando el cuadro que iban a encontrar. A través de la reja de la puerta observaron al cambista. La estancia era una habitación con verja de hierro en la entrada, pero más parecía un aposento de mala posada que una celda al uso. Una mesa y dos sillas destartaladas componían el mobiliario, completado por un banco arrumbado a la pared que servía a la vez de jergón. En él estaba sentado Benvenist, absorto en sus pensamientos, contemplando la luz del naciente sol que entraba por el ventanuco de la pared y en cuyos pálidos rayos bailaban miríadas de pequeñas motas de polvo. El cambista, si eso era posible, parecía todavía más enjuto y disminuido. Baruj, al notar una presencia en la puerta, giró el rostro hacia ellos y sus ojos acuosos expresaron una mezcla de gratitud y alivio. Lentamente se puso en pie y acudió a la puerta con la misma expresión bondadosa y atenta de siempre.

El encargado abrió la reja y los tres hombres se fundieron en un abrazo.

—Me han ordenado que os deje a solas. Cuando queráis salir, golpead la reja y acudiré a abriros.

Tras estas palabras, el hombre se alejó pasillo adelante.

Ya solos, se sentaron en las sillas Martí y Eudald, en tanto Baruj lo hizo en el camastro.

El canónigo rompió el pesado silencio que, sin quererlo, se había establecido entre los tres.

—Baruj, amigo mío, qué gran desgracia.

—Y qué gran injusticia se está cometiendo en vuestra persona —añadió Martí.

—Los designios de Yahvé son indescifrables e incomprensibles para los humanos. Cuando nacemos tenemos asignados el número de latidos que deberá dar nuestro corazón.

—Pero toda muerte que no venga por caminos naturales y haya sido forzada inicuamente por los hombres es una muerte ruin y sin sentido.

—Perdonad, Eudald, cuando una muerte evita daños mayores, bendita sea. Sirva la mía para aplacar la ira de los poderosos y salvar a mi comunidad de mayores desgracias.

—Imagino que sabéis el cuándo y el cómo.

—Han cumplido el protocolo escrupulosamente. El juez en persona acompañado por dos testigos se ha presentado en esta celda y me ha leído la sentencia. Han sido muy atentos conmigo y a la vez muy hábiles: me colgarán de manera que nadie de los míos acudirá a despedirme, y me alegraré de que así sea. Nadie debe profanar el sabbat por algo tan nimio como una muerte, suceso que, por otra parte, acontece todos los días.

Al ver la resignación y la templanza de su amigo, Martí explotó.

—¡No comprendo cómo podéis tomaros con esta calma tamaña injusticia!

—Y ¿a qué conduciría? Todo está escrito y nadie puede cambiarlo: la muerte nos ha de llegar a todos. La mía sólo se ha adelantado un poco.

—Este fatalismo ha condenado desde hace siglos a vuestra raza: cada Pascua en el
séder
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os felicitáis diciendo «el año próximo en Jerusalén», pero con esta actitud de paciencia resignada ante cualquier contrariedad os auguro que jamás retornaréis.

—Martí —reconvino Eudald—, hemos venido a consolar a nuestro amigo, no a desmoronarlo.

—Perdonad, Baruj, pero es la impotencia mezclada con ira la que me inspira tales palabras. La verdad es que hemos venido a reconfortaros y a hablar de otras cosas.

—Pues dejad a un lado vuestra ira y atendedme primero a mí, que tengo que daros mis postreras voluntades y no hay mucho tiempo.

Eudald y Martí se dispusieron a seguir puntualmente las instrucciones de Benvenist.

—Dentro de nada ya no estaré en este mundo, pero los que más quiero sí estarán. Mis bienes han sido incautados y mi familia, dentro de treinta días, ya no tendrá, en esta Barcelona que tanto amé, hogar donde acogerse y ni siquiera techo donde resguardarse. El destino de mi esposa Rivká y de Ruth me preocupa en grado sumo, no así el de mis otras dos hijas, que ya pertenecen a las familias de sus esposos. Ahora viene, Martí, lo que os concierne. Mi hija pequeña me consta, pues la conozco, que se negará a seguir a su madre por no apartarse de vos...

—Baruj, yo haré lo que...

—Dejadme terminar, Martí, he tenido tiempo de meditar profundamente, tal que si tuviera que entablar con vos, Eudald, una de las controversias que inspiraban nuestras noches de estío. —El anciano se tomó un respiro—. Martí, yo sé que Ruth os ama desde que era una niña. Un padre sabe leer en el corazón de una hija por más que no me haya dicho nada. Primeramente pensé que eran cosas de niña, pero me equivoqué, Ruth es ya una mujer. Tuvisteis la amabilidad de acogerla en vuestra casa salvándome en aquel momento de una situación que hubiera deshonrado a mi casa y obstaculizado, si no impedido, la boda de Batsheva, pero creo que no debí aceptar vuestra oferta, que de no mediar vuestro juramento, jamás hubiera admitido, pero soy consciente de que mi venia ha agravado las cosas. Ahora las circunstancias son tales que no admiten componendas; deberéis obligar a Ruth a seguir a su madre, sin excusa ni subterfugio alguno, a fin de que pueda yo marchar de este mundo con el ánimo tranquilo. Sois la única persona a la que tal vez haga caso.

Eudald y Martí intercambiaron una mirada cómplice que no pasó inadvertida al astuto cambista.

—¿Qué es lo que ocurre? ¿Qué se me oculta?

Martí, con voz queda y apesadumbrada, habló de nuevo.

—Lo que pedís es imposible.

—¿Por qué?

—Lo que voy a revelaros es muy duro: ni vuestro consuegro ni el marido de Esther quieren a Ruth en Besalú. Dice que peligrarían todos y, entre ellos, vuestra mujer.

Baruj Benvenist se envolvió la cabeza con la arrugada túnica y de esta guisa permaneció en silencio unos instantes.

—No os desmoronéis. Yo no os dejaré en este trance colmando vuestro cáliz con esta angustia.

—¿Qué se os ocurre? —indagó el canónigo al tiempo que el cambista retiraba la prenda de su cabeza.

—Ruth quedará a mi cargo tan segura como si estuviera en vuestra casa en tiempos más felices.

—Todo ello comporta un riesgo que no puedo aceptar.

—Mi buen amigo, tristemente no estáis en condiciones de decidir.

—Estaréis en peligro, Martí —apuntó Llobet.

—Lo he estado otras veces por motivos mucho más fútiles y por personas a quienes apenas conocía.

Dijo esto sin pensar, recordando a Hasan al-Malik braceando en las aguas del puerto de Famagusta.

El buen clérigo insistió.

—Tened en cuenta que estará incumpliendo, no una ley judía sino una orden de destierro firmada por el conde, y que vos seréis cómplice. Alguien la puede ver y entonces nada ni nadie os podrá auxiliar.

—Dentro de mi casa no hay peligro alguno: dispondré el último piso para ella sola y el jardín del torreón será el suyo, haré que Omar, que como sabéis es un experto en la traída de aguas, habilite en el jardín unos baños. No necesitará pisar la calle ni nadie estará autorizado para pasar a donde se halle, y todo ello hasta que cambien las cosas. ¿No decís que es la Providencia la que gobierna el mundo y no los hombres? Pues pienso que vuestro Yahvé o Nuestro Señor Jesús proveerán.

—No me queda otra. Martí, os bendigo y que vuestro Dios os ayude. Marcharé de este mundo con el ánimo tranquilo.

—Queda tiempo todavía; decidme, ya que no es posible intentar que veáis a todos los vuestros, a quién queréis que intente traeros.

—Mi esposa, Eudald, moriría al verme aquí, mis dos hijas mayores tienen ya sus maridos. Si podéis, traedme a Ruth...

—Descuidad, que si está en mi mano, así lo haré.

Martí, transido por una agitación incontrolable, habló con una voz preñada de ternura y de afecto.

—Baruj, me habéis confiado vuestro mayor tesoro. No os defraudaré, va en ello mi honor.

Al abandonar el siniestro lugar, Martí sintió por enésima vez una oleada de odio hacia aquel mal hombre que hacía daño a cuantos le rodeaban. Ignoraba cómo, pero la iniquidad de Montcusí pedía a gritos justicia... y tarde o temprano encontraría el medio de calmar su sed de venganza.

101
El albino

El siniestro personaje aguardaba en la antecámara de Bernat Montcusí, observado de refilón por un desconfiado Conrad Brufau, a quien aquella presencia confundía y amedrentaba, a que el consejero le diera la venia. No era común ver individuos de aquella índole en la sala de espera del intendente, donde acostumbraban a verse
prohomes
barceloneses y desde luego de aspecto mucho más noble.

Túnica, calzas y borceguíes negros. Observando detenidamente, se podía ver que frisaría los cuarenta años aunque su media calvicie indicaba alguno más, de talla más bien alta que baja, manos huesudas y cuerpo de una delgadez extrema, pero lo que destacaba del conjunto era su cabello albino y unos ojos azules de una palidez exagerada, circunvalados por unas cejas y pestañas casi transparentes, hundidos en un rostro picado por la viruela.

El hombre denotaba una tranquilidad propia de alguien acostumbrado a pisar alfombras. Seguro de sí mismo, como aquel que ofrece un producto que sabe exclusivo y que si no se le compra a él, no se encuentra en otro comercio.

En el despacho se escuchó el agudo son de una campanilla y el secretario partió presuroso hacia el interior para regresar al punto junto al extraño visitante, que se había ya puesto en pie seguro de que la llamada era para él.

—Mi señor os aguarda.

El converso Luciano Santángel tomó su capa y un portadocumentos y se introdujo, siguiendo a Conrad Brufau, en la cámara del consejero condal Bernat Montcusí.

Salió éste a su encuentro artificioso y atento, y tomándole del brazo le condujo hasta el banco situado bajo el ventanal.

—Mi querido amigo, en primer lugar os agradezco la atención que representa el que hayáis acudido tan prestamente a mi llamada, constándome como me consta lo solicitados que están vuestros servicios.

El contraste entre ambas naturalezas era notable: el visitante tenía el porte alargado de un huso y el consejero la redondez de un tonel.

Luciano Santángel, mientras colocaba su capa en el asiento junto a su portafolios, respondió a su demandante.

—Ya sabéis que cada vez que habéis requerido mis servicios he acudido con la premura del buen lebrel.

Ambos hombres tomaron asiento en el banco y el visitante aguardó a que el intendente de abastos se explicara.

Éste, tras acomodar su generosa naturaleza, adecuar los pliegues de su túnica y proferir un ruidoso suspiro, comenzó la conversación con los acostumbrados circunloquios a los que tan proclive era.

—Decidme, Luciano, antes de que os cuente mis cuitas. ¿A qué otra misión habéis renunciado para acudir con esta presteza a mi cita?

—No la he abandonado: mejor decid que he confiado la cacería a podencos de mi cuadra, adoctrinados por mí, que conocen mi manera de trabajar y que tengo ahormados a mi gusto.

—Pero contad.

—Os diré solamente el asunto, no el patrocinador: mis clientes siempre han confiado en mi discreción. Tened la certeza de que las paredes de este despacho serán los únicos testigos de vuestro relato, otra cosa no ha de salir de mi boca. En esta cualidad radican mis éxitos. Pero en fin, por complaceros os diré que uno de los condes vecinos de Barcelona está tramando el repudio de su mujer y no acaba de saber quién es el noble de su casa que le adorna la testa cual si fuera el rey de los cérvidos. Ella es dama de prestigio y su padre es importante, tiene tíos obispos y algún que otro primo abad conocido. Debe por tanto cuidar los detalles al respecto, no fuera a equivocarse provocando con su yerro un incidente diplomático de graves consecuencias.

—No me digáis quién es, me lo supongo, y nunca deja de admirarme la futilidad del ser humano, aunque siempre he mantenido la teoría que los apéndices córneos duelen cuando salen, pero luego ayudan a vivir. Sin embargo, mi consejo es que el poderoso que no desea tener que pagar gabelas fijas a rufianes desaprensivos, debe ser célibe cual monje, y monje casto, se entiende, ya que si no se verá sometido a coerciones que únicamente ahorra una trayectoria impoluta como la mía.

—Ésa es la mejor manera de evitar sobresaltos en el turbulento mundo en el que vivimos. Pero decidme cuáles son vuestras cuitas y el fin último de vuestra llamada.

—Mi buen Luciano, de sobra conocéis las dificultades que comporta el cargo que ostento. De un lado mi inquebrantable lealtad al conde despierta recelos. La nobleza me ataca pues, como bien sabéis, no soy uno de ellos, mi tarea recaudatoria para el bien de Barcelona, al tener que esquilmar algún que otro bolsillo, suscita animosidades, y mis iguales, ciudadanos de Barcelona menos distinguidos por el favor del conde, ansían mi puesto. Estoy por tanto eternamente suspendido sobre varios fuegos.

—Os entiendo, pero nada nuevo me dice vuestro razonamiento: lo que me explicáis siempre ha sido así. La envidia es una de las flaquezas de la condición humana.

—Tenéis razón, y es por ello por lo que he requerido vuestros servicios. La confianza que despierta en mí vuestra discreta profesionalidad me ha impelido a recabar vuestra ayuda.

—Soy todo oídos.

—El caso es que, pese a estar acostumbrado a las intrigas palaciegas, en esta ocasión me ha salido un enemigo de consideración al que mi prudencia obliga a tener en cuenta. Quiero buscar las fallas que pueda tener su vida a fin de que no me coja de improviso cualquier maniobra que pudiere llevar a cabo contra mí, buscando mi ruina.

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