Authors: Chufo Llorens,Chufo Lloréns
Ramón Berenguer se volvió hacia sus capitanes.
—Hete aquí que temíamos lo peor y que lo que intuyo que nos llega es el precio que nos debe pagar el moro por el fiasco de la campaña de Murcia. Vamos pues a su encuentro.
El conde eligió a seis de sus acompañantes, entre los cuales, y como hombre entendido en números, se hallaba Bernat Montcusí, cuyo caballo sufría el peso de sus excesivas carnes, y su hijo Pedro Ramón, al que quiso halagar en compensación de la violenta escena habida en los salones de palacio.
Las dos avanzadas se encontraron a medio camino. En esta ocasión el diálogo no fue lo florido y considerado de la vez anterior. Comenzó el discurso Abenamar, que iba al frente de la legación hispalense.
—Señor conde de Barcelona. Vengo en representación de mi rey y amigo al-Mutamid de Sevilla a rescatar a su primogénito, al que retuvisteis contra su voluntad y que nos obliga al pago que exigisteis en nombre de no sé qué derecho.
El conde, avezado diplomático, acostumbrado a pactar en infinidad de ocasiones a fin de mantener el delicado equilibrio existente entre los diferentes condados catalanes, no entró al engaño y habló sereno sin provocar al moro, consciente como era de que lo que convenía al condado era cobrar el rescate y no entrar en guerras dialécticas que a nada conducirían. Cuando iba a responder, sonó detrás de él colérica y acalorada la voz de su hijo.
—No comprendo, padre mío, cómo os dejáis faltar al respeto en vuestras tierras por este moro, contra quien, si de mí dependiera, habría azuzado a los perros y echado a cintarazos —exclamó Pedro Ramón, a quien los años habían dado apostura, pero ni una pizca de diplomacia.
Abenamar, que encajó el exabrupto sin que un solo músculo de su rostro se moviera, aguardó hasta ver la reacción del padre. Ésta no se hizo esperar.
—¡Pedro Ramón! Mucho os falta para entender cómo debe comportarse un buen gobernante. Cuando dos legaciones se hablan bajo la bandera blanca, sagrado símbolo de la paz, nadie es más que nadie y el respeto debe mediar entre unos y otros.
—¿De qué respeto habláis? ¿Del que os ha tenido este infiel que os acusa de haber obrado contra derecho?
—¡Basta ya! Os conmino a que os retiréis ahora mismo. No sois digno de formar parte de esta embajada.
Pedro Ramón, con el rostro descompuesto y escupiendo en el suelo, volvió grupas y partió raudo, fustigando sin clemencia a su caballo.
El conde se dirigió de nuevo a su interlocutor.
—Os pido excusas. Ya sabréis perdonar su intemperancia.
—Todos hemos padecido esta maravillosa enfermedad que es la juventud y que solamente cura el paso del tiempo. Pero vayamos a lo nuestro, ¿cómo va a ser el intercambio de rehenes?
De nuevo una voz sonó entre las gentes del conde. Era Bernat Montcusí.
—Señor, si me permitís...
—Hablad, Bernat.
—Antes de proceder a ello, hemos de contabilizar una suma considerable de maravedíes. Lo cual es prolija tarea que no se concluye en un momento.
—¿Qué es lo que proponéis?
—Mañana al amanecer, antes de que salga el sol, nos volveremos a reunir aquí. Nuestros deudores acudirán con las arcas que contengan los dineros acordados, y nosotros lo haremos con eficientes contadores y con dos carretas para transportar tan delicada mercancía.
—¿Entonces?
—Cuando todo esté conforme y antes de que acudan los respectivos rehenes, las carretas pasarán a nuestra retaguardia, que estará compuesta por cincuenta caballeros; entonces y solamente entonces, cada uno traerá el rehén del otro.
—¿Os parece bien? —interrogó el conde.
—Sí. Únicamente propondría que, si os parece, y aprovechando que hoy hay luna llena, podríamos adelantar la operación a esta noche. Cumplida mi tarea debo partir para Sevilla, y ya sabéis que la distancia es considerable.
Berenguer intercambió una somera mirada con su consejero y con el senescal. Ante el consentimiento de ambos, respondió:
—Si éste es vuestro gusto, sea. Al fin y a la postre, cuanto antes acabemos este enojoso asunto mejor para todos.
Tras estas palabras, ambas legaciones se retiraron hacia sus respectivos cuarteles.
La luna salió puntual, hermosa, redonda y blanca, y al conde le pareció un claro augurio del buen trato pecuniario que estaba a punto de realizar. Los habitantes, por consejo de Montcusí, se habían retirado de las murallas ante la certeza de que la hueste del enemigo era muy inferior. Únicamente soldados profesionales aguardaban tras los merlones de la fortificada ciudad.
En el momento acordado, se abrieron de nuevo las puertas y salieron por ellas los elementos necesarios para llevar a cabo tan delicada maniobra.
Apenas traspasada la muralla, el grupo de caballeros que custodiaba a ar-Rashid se detuvo esperando órdenes.
El grueso de la embajada avanzó cercada de hachones que habrían de iluminar toda la operación. A la vez y del otro lado comenzó a desplazarse una numerosa comitiva de luciérnagas.
Ambos grupos se encontraron a medio camino. El diálogo fue escueto: todos tenían ganas de terminar rápidamente y con bien la transacción.
Unos porteadores, cuyas frentes brillaban de sudor bajo el pálido reflejo de la luna, depositaron en el suelo las parihuelas que transportaban dos inmensos cofres de roble. Luego se hicieron a un lado y a una breve orden, regresaron a su campamento. Entonces Abenamar, con gesto solemne, descendió de su cabalgadura y sacando de entre sus ropajes una llave de oro, la introdujo sucesivamente en las cerraduras de ambos arcones y dando una palmada ordenó a dos siervos que abrieran las combadas cubiertas.
Ante la atónita mirada de aquellos rudos soldados aparecieron, iluminados por la lechosa luz de la luna, una cantidad jamás vista de maravedíes de oro, que cegó a los presentes.
—Ahí tenéis lo convenido —habló el moro.
—Bernat, obrad: confío en vuestra capacidad.
A la orden del conde, Montcusí, que en aquella ocasión había acudido en uno de los carromatos, llamó a cuatro de sus hombres que rápidamente desplegaron sendas mesas. Ayudados por dos servidores que manejaban los ábacos, comenzaron a contar maravedíes y a anotar en pliegos de vitela con cálamos de caña, ristras y más ristras de números.
La operación fue farragosa. Tras un buen rato y cuando la luna estaba en el cénit, procedieron a intercambiar los rehenes. De ambas retaguardias acudieron los grupos. Marçal de Sant Jaume y ar-Rashid cambiaron de bando. Las carretas que transportaban el tesoro habían partido custodiadas por los hombres que habían acompañado al conde. Ya se iban a despedir las embajadas, cuando la voz enconada del hijo de al-Mutamid rasgó la noche dirigiéndose a Ramón Berenguer:
—¡Que la maldición de Alá, el único, el más grande, el justiciero, caiga sobre vuestra cabeza! Que vuestra sangre se derrame en luchas fratricidas, que vuestros hijos sean los asesinos de vuestros hijos y que vuestra estirpe se agote sin dar frutos, como un árbol seco.
Los caballeros catalanes de la escolta ya iban a echar mano a las espadas cuando la voz de Abenamar templó los ánimos.
—Sabed perdonar, conde. ¿No habéis reconocido hace un rato que la juventud es imprudente? Pues ahí tenéis otra muestra.
Y, tras estas palabras, la delegación mora se perdió en la noche.
La noche del siguiente sábado las luces del primer piso del Palacio Condal estaban encendidas. Tras los lobulados ventanales, se veía trajinar a los sirvientes portando bandejas de manjares selectos y copas llenas de excelentes mostos del priorato. El conde Ramón Berenguer había convocado una
Curia Comitis
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para resolver consultas y al finalizar celebraba, acompañado de sus más íntimos colaboradores, el triunfo que representaba, para su esquilmada hacienda, aquella riada de maravedíes venidos a las arcas condales. En aquella señalada ocasión los tronos de ambos cónyuges estaban separados y cada uno recibía a sus respectivos deudos en un extremo del salón. Al fondo estaba el conde rodeado de los suyos: el veguer, Olderich de Pellicer; el senescal, Gualbert Amat; el obispo de Barcelona, Odó de Montcada; el notario mayor, Guillem de Valderribes; los jueces, Frederic Fortuny i Carratalà, el honorable Ponç Bonfill i March y el ilustradísimo Eusebi Vidiella i Montclús, que mediaban en las
litis honoris,
o pleitos que versaban sobre el honor y los derechos de los ciudadanos notables; por supuesto, también estaba su consejero Bernat Montcusí, además de los Cabrera, Perelló, Muntanyola y un largo etcétera de nobles familias del condado.
Junto al gran balcón, se hallaba Almodis rodeada de su pequeña corte. Su confesor Eudald Llobet, el capitán de su guardia personal.
Gilbert d'Estruc, la primera dama doña Lionor, doña Brígida, doña Bárbara, Delfín, y vestidos como dos hombrecitos los jóvenes príncipes, Ramón y Berenguer. Finalmente, a sus pies y vigiladas por la que fuera su vieja aya doña Hilda, gateaban las pequeñas.
El ruido de las conversaciones iba in crescendo cuando una campanilla manejada por el conde hizo enmudecer al personal. El silencio avanzó como una ola y la voz de Ramón Berenguer I, conde de Barcelona, llegó hasta los últimos rincones del gran salón.
—¡Albricias, amigos míos! Demos gracias a Dios. Lo que amenazó con ser un profundo fiasco ha devenido en gran victoria y, como suele decirse, «bien está lo que bien acaba». Aun suponiendo que el botín de Murcia hubiera sido excelente, jamás hubiera llegado a alcanzar la suma que ha representado el rescate del rehén que ha sido nuestro real huésped durante este año. Os doy las gracias a todos por vuestra fe y vuestra paciencia. Ahora, una vez contabilizado el montante, llegará el momento de saldar deudas y de dar a cada uno lo suyo. La Iglesia, que nos apoyó con sus oraciones en los momentos de zozobra y tribulación, recibirá un generoso óbolo. —Al oírlo, el obispo inclinó levemente la cabeza—. La ciudad, y en su nombre su veguer, gozará también de nuestra generosidad. —Ahora el que alzó su copa fue Olderich de Pellicer—. Y, cómo no, también los condes amigos que pusieron a sus huestes bajo mis pendones serán debidamente recompensados.
La voz de Ermengol d'Urgell resonó al fondo.
—¡Larga vida al conde de Barcelona!
—¡Larga vida! —respondieron todos a una.
—Únicamente os ruego un poco de paciencia. Hacer el arqueo de esta aventura no es tema baladí, y hasta que mis contables no den la cifra exacta del beneficio no podré comenzar a pagar mis deudas. Pero tened por seguro que ello repercutirá en favor de todos.
Y entonces, alzando su copa, anunció:
—Por futuras y rentables conquistas, y por grandes pactos que redunden en provecho del condado, y esta dedicatoria va por vos, mi dilecto consejero Bernat Montcusí, que con tanta sagacidad como clarividencia habéis velado por el compromiso.
El consejero, hinchado como un sapo, aceptó los parabienes de los presentes que secundaron el brindis de su señor, si no por convencimiento sí al menos por pleitesía. Únicamente dos personas no alzaron sus copas. La primera fue Eudald Llobet, confesor de la condesa, que, con el rostro sereno, mantuvo el gesto digno. La segunda fue Marçal de Sant Jaume, que había sufrido los sinsabores de la condición de rehén y que en aquella ocasión se sentía mal pagado, postergado y humillado.
Las gentes, finalizada la velada y con exceso de licor en sus estómagos, fueron abandonando el palacio.
Ya en la intimidad del tálamo, la pareja condal conversaba tranquilamente. La condesa, sentada ante un espejo, cepillando su roja cabellera con un peine de coral y púas de marfil, se dirigió a su esposo, que ya acostado la aguardaba en el lecho a fin de celebrar el final de un día perfecto.
—Ramón, esposo mío, aplaudo vuestro gesto y celebro que todo aquel cúmulo de desventuras que padecimos haya acabado de modo tan brillante y provechoso para el condado.
—Os lo agradezco. Daos cuenta de que nos corresponde un tercio del total: diez mil maravedíes. Con ellos pagaré lo que nos queda de la adquisición de Carcasona y Razè y con el resto ajustaré las cuentas con la tropa y los aliados, que verán que el conde de Barcelona siempre paga sus deudas. —El conde se incorporó en el lecho y contempló el reflejo de su amada esposa en el espejo—. Almodis, me consta que siempre puedo contar con vuestra ayuda. Os portasteis como un soldado; sois mucho más que el reposo de un guerrero.
—Si así me consideráis y teniendo en cuenta que queréis saldar vuestra deuda con todo el mundo, ¿cómo es que no habéis pensado en entregarme una recompensa?
—¿Qué puedo ofreceros? Todo lo mío os pertenece.
—Eso me consta —dijo Almodis con una sonrisa—, pero yo también tengo compromisos.
—Y ¿cuáles son esos grandes compromisos?
—Débitos contraídos con mi gente, a los que debo atender: la sopa de los pobres que cada día se reparte en la seo representa un costoso dispendio para mi pequeña economía, las monjitas de los conventos de los que soy protectora, y finalmente, aunque nada os diga, también me agradan las veleidades que tiene toda mujer.
—¿En cuánto valoráis mi deuda?
—Me daré por satisfecha con la vigésima parte de vuestro beneficio.
—Eso es mucho dinero, esposa mía.
Almodis se puso en pie, y despojándose de su verde bata de brocado, con la roja cabellera suelta como única vestimenta, se acercó al gran lecho.
—En él incluyo el placer con el que os voy a obsequiar esta noche.
—Como siempre, me habéis convencido, querida, amén de que esta noche en particular, no me hubiera agradado tener que dormir en la antecámara de nuestra alcoba.
Bernat Montcusí rumiaba inquieto. Le constaba que dos barcos habían arribado con la preciada mercancía que iluminaba la ciudad por las noches y Martí Barbany, de acuerdo sin duda con el veguer, había osado obviar su influencia. Lo que tomó en su momento por baladronada de joven ambicioso se había convertido en realidad. Por otra parte, el nuevo propietario del comercio continuaba con la actividad sin pagarle el canon acordado con Martí. Si aquel insolente creía que se iba a reír de él, se equivocaba de medio a medio. Nadie en todo el condado hubiera osado, anteriormente, burlarse de Bernat Montcusí y mucho menos en su actual situación, en la que los hados le habían sido propicios y las constelaciones se habían concertado de tal modo que habían hecho que gozara, si cabe, de una influencia mucho mayor, después de que el conde en persona hubiera brindado por él delante de las más influyentes familias del condado. Las amenazas que había proferido en su presencia aquel insolente carecían de fundamento y ningún juez, caso de que osara denunciarlo, se atrevería a emitir una sentencia acusatoria. Además, nadie que no tuviera la categoría de consejero condal o escudo de nobleza podría litigar con él. Sin duda iba a tener que mostrarle su poder a aquel insensato a fin de obligarle a retornar al buen camino. No estaba dispuesto en forma alguna a renunciar a los beneficios del aceite negro, que si ya eran importantes, su instinto le decía que en el futuro lo serían mucho más.