Te Daré la Tierra (62 page)

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Authors: Chufo Llorens,Chufo Lloréns

BOOK: Te Daré la Tierra
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—¿Qué te han hecho, amiga mía? —interrogó Martí, suplicante.

La mujer no respondió. Al sentir una presencia, dirigió hacia él las vacías cuencas que habían alojado sus negros ojos. Luego, lentamente, con sus manos palpó su rostro como si fuera una aparición e intentó esbozar algo que quiso ser una sonrisa. Una corriente desconocida atravesó el cuerpo de Martí.

—¡Habladme por Dios!

Los labios de la mujer se entreabrieron y un ronco sonido salió de su boca.

Pese a todas las calamidades que había visto en su larga vida de soldado, Eudald Llobet no pudo reprimir un grito mezcla de horror e indignación. A la muchacha, además de cegarla, le habían cortado la lengua.

QUINTA PARTE
Dinero y honor
83
La campaña de Murcia

Corría el año 1058. La
host
catalana estaba acampada en las inmediaciones de Murcia aguardando a que se uniera a ella la caballería de al-Mutamid. Hasta allí habían llegado pasando penurias y contrariedades, entre pactos y amenazas, atravesando varias taifas morunas que, o bien se habían asociado a ellos o no habían osado oponerse a tan aguerrida y numerosa tropa. La condesa no había cedido y acompañaba a su consorte, llevando en su séquito a su pequeña corte, Lionor y Delfín. Doña Brígida y doña Bárbara se habían quedado en Barcelona cuidando de sus hijos, los dos gemelos y las pequeñas Inés y Sancha. Con gran disgusto por su parte, una inoportuna y sospechosa gripe había apartado de su lado en aquella ocasión a su confesor Eudald Llobet.

El talante de Ramón Berenguer estaba alterado y, cosa extraña en él, hacía pagar a los demás su mal humor. El mal tiempo contribuía a ello. Desde que habían plantado el campamento la lluvia no los había abandonado ni un momento. Las tiendas, el forraje de las bestias y las ropas de la
host
barcelonesa estaban empapados; las armaduras llenas de óxido, y un hedor a moho lo invadía absolutamente todo. Era dificultoso mantener el fuego de las hogueras, de manera que el rancho se daba en frío y una disentería galopante había atacado a la tropa hasta el punto de obligar a los ingenieros a practicar nuevas cloacas. Por si todo ello no fuera suficiente, la inactividad y el hecho de estar encerrados en las tiendas era motivo de discusiones y peleas, ya fuere por un juego de tabas o por otras pequeñeces. Para que nada faltase, el ejército de desheredados que acostumbraba a seguir a la soldadesca padecía del mismo mal. La hambruna había hecho presa en ellos y más de un cadáver aparecía cada amanecida junto a la empalizada. El motivo no era otro que haber intentado robar un embutido, una pata de cordero, u otra cosa aún más baladí.

La charla se desarrollaba en la tienda de Almodis, instalada junto a la del conde pero en esta ocasión aparte, ya que en la principal todos los días se desarrollaban consejos entre el senescal y los capitanes, cosa que hacía imposible el descanso.

La luz que entraba por la abertura de la cónica tienda era pobre, ya que las cortinillas de cuero embreado debían estar echadas para que el agua no inundara el interior. Pese a ello, algún que otro recipiente de barro estaba estratégicamente instalado en el suelo para impedir que una gotera formara un charco y deteriorara la alfombra. Dos candelabros de cinco brazos proporcionaban la claridad suficiente para verse y poder hablar pero no para dedicarse a la labor o a la lectura. Delfín estaba a los pies de las dos damas acomodado en su pequeño escabel, taciturno y malhumorado, pues la humedad representaba un tormento para sus afligidos huesos.

—¿Qué piensas de todo esto, Lionor? —preguntó la condesa.

—Que nos hemos metido en un mal paso, señora. La guerra es ya de por sí una terrible incomodidad; si además la adobamos con un tiempo infernal y una espera indefinida, como comprenderéis la situación es cualquier cosa menos halagüeña.

—Y tú, Delfín, amigo mío, ¿a qué conclusión has llegado?

Delfín, mientras movía las brasas del inmenso brasero con una badila, respondió:

—Señora, antes creceré yo que lleguen los refuerzos del moro.

—¿Qué insinúas?

—No insinúo, afirmo. Y no de ahora, antes de salir de Barcelona yo sabía que esto habría de acabar en desgracia.

—Y ¿por qué no me dijiste nada?

—¿Quién soy yo, pobre de mí, para intentar detener una expedición que tan buenos augurios despertaba? ¿Creéis acaso que alguien hubiera hecho caso de un bufón corcovado? Si llego a levantar la voz para impedir la empresa hubiera sido, como mínimo, apaleado, sí no otra cosa peor.

—Siempre he hecho caso de tus advertencias.

—Sí, si se han referido a vuestra persona, pero detener todo esto porque haya tenido un pálpito el bufón de la condesa escapa a cualquier razonamiento. Se iban a ganar parias y honores, el pueblo estaba entusiasmado y las tropas olían a botín y a buenas pagas. ¿Qué otra cosa quedaba hacer más que seguiros hasta la muerte?

—¿Y qué es lo que vaticinas?

—El moro no se va a presentar y locura fuera intentar esta aventura solos y sin ayuda. Acometer así la empresa sería el descrédito de las armas catalanas: Murcia es ciudad almenada y bien defendida, y eso sin contar con la ayuda que puede provenir de otras taifas.

Apenas dichas estas palabras, un revuelo anunció que, a la llamada del cuerno, al pabellón del conde se iban aproximando gentes de armas.

Lionor se asomó a la puerta de la tienda de su ama, a fin de observar de qué se trataba el toque, y al punto regresó alarmada.

—Señora, el senescal y todos los capitanes se están reuniendo. Ha llegado una embajada mora; en la puerta han dejado sus caballerías enjaezadas a la manera musulmana.

Al anochecer y bajo el incesante repiqueteo de la lluvia en la tensa lona, Almodis y Ramón conversaban, mientras él daba grandes zancadas de un lado a otro de la estancia.

—Dice el embajador que la crecida del Guadiana ha detenido a la caballería con todos los carros que transportaban los enseres para aguantar el sitio y que es imposible pasar al otro lado. ¿Qué os dice vuestro buen juicio, señora?

—Hemos escogido malos socios, esposo mío. Nosotros hemos cumplido la parte de nuestro compromiso y a fe mía que no ha sido fácil llegar desde Barcelona hasta aquí. Nunca se puede confiar en el infiel: son ladinos e imprevisibles, hoy son vuestros aliados y mañana se venden al mejor postor o a quien mejor les convenga.

—Debéis considerar que hemos bajado con más de seis mil hombres y que ruina fuera desandar lo andado sin beneficio. La caballería era arma a considerar en caso de que los defensores de la ciudad salieran a campo abierto. Sin embargo, para preparar un largo asedio, me bastan las fuerzas que he traído conmigo.

—No creo que fuera la decisión más acertada. A vos, nada os va en Murcia; es una taifa alejada y difícilmente defendible en caso que se negaran, tras levantar el sitio, a dejar de pagar las parias. En un año tienen tiempo para recabar ayuda, e inclusive hacerlo concediendo mercedes a los almorávides africanos, y en este caso fuera temeridad indisponerse con ellos.

—Yo no puedo regresar a Barcelona sin sacar beneficio de esta aventura. Sería una ruina para el condado y un descrédito.

—¿Quién os dice que no se puede sacar provecho de este lance?

—De no rendir la ciudad, no veo cómo.

—Tenéis un rehén: usadlo.

—Es el hijo del rey de Sevilla, y su tropa está en camino.

—Los pactos son los pactos y reúnen un montón de condiciones: están en camino pero no han llegado. El plazo era de veinte días y lo han sobrepasado con creces. En cuanto a que es hijo de al-Mutamid, lejos de ser inconveniente es ventaja. El rey sevillano tendrá buen cuidado de pagar el rescate que marquéis para liberar a su hijo.

—También tiene él a Marçal de Sant Jaume.

—Ya cuento con ello. ¿No es Abenamar un apasionado jugador de ajedrez?

—¿Y bien?

—Cambiadle un peón por una torre, saldréis ganando en la permuta.

La suerte estaba echada. Tras una larga deliberación con sus capitanes de guerra, al frente de los cuales iba su senescal, Gualbert Amat, y luego con sus consejeros jurídicos y económicos, Ponç Bonfill i March y Bernat Montcusí, decidió seguir el consejo de su mujer: salvaría el honor de aquella fallida aventura y al menos no perdería dineros.

La entrevista con Abenamar se llevó a cabo a la tarde del siguiente día.

El moro se presentó ante Ramón, impecablemente vestido cual si estuviera gozando de las comodidades del alcázar hispalense. Al lado de los rudos capitanes de la
host
catalana parecía un personaje sacado de las pinturas de un retablo.

El momento no daba para frases altisonantes. Muy al contrario, Ramón tenía que mostrarse ante el ilustre huésped duro como el pedernal, como un ofendido monarca al que hubieran querido engañar sus socios, y siendo como era el más fuerte no estaba dispuesto a dar cuartel.

—Y bien, amigo mío, entiendo que vuestro rey no puede mandar a las fuerzas de la naturaleza al igual que yo mismo. Sin embargo, yo me he mostrado como un gobernante prudente y digno de confianza mientras que él ha jugado a la improvisación, tal vez fiándose de la buena estrella.

El moro respondió con voz grave y ponderada, consciente, como buen diplomático, de que su condición era precaria.

—Como bien decís, el hombre está sujeto a las leyes inmutables del destino. Desde hace más de veinte años no se recordaba crecida igual de las aguas del Guadiana. Nuestro ejército está allí detenido; si no lo creéis, podéis enviar exploradores que os lo certifiquen.

—No dudo de vuestra palabra, pero no es allí donde debería estar a estas horas. Mi ejército ha bajado desde Barcelona, luchando contra mil adversidades: está roto y mojado, pero con la moral alta y dispuesto para el asalto. Lo podéis ver con sólo asomaros a la puerta de mi tienda. ¿Pretendéis acaso que regrese a casa sin lucro alguno explicando a los condes que allá aguardan y a todos los súbditos de mis condados que bajaba muy fuerte el Guadiana? ¿Cómo cumplo con mis aliados?

—No he dicho tal cosa: tengo orden de mi rey para que se os abonen los diez mil maravedíes pactados para que de esta manera podamos separarnos como amigos y aliados.

—Me tomáis por lerdo, embajador. ¿Quién me pagará las parias de Murcia y los beneficios del botín?

—Mi rey también habrá tenido pérdidas cuantiosas y está dispuesto a hacerles honor. Creo, señor, que la cantidad que os ofrezco es justa. Ha sido un mal negocio para todos, así son las circunstancias.

—No provocadas ni por mi ineptitud ni por mi indolencia.

—Entonces, ¿cuál es vuestra pretensión?

—Treinta mil maravedíes, para nada ganar pero tampoco perder. Justo es que pague quien sea responsable del fracaso.

La faz del embajador palideció levemente.

—No tengo atribuciones para aprobar semejante abuso.

—Me fío de la palabra de vuestro rey. Os aguardaré en Barcelona confiando que me hagáis llegar la suma que con tanta justicia reclamo.

—Ninguna de las partes de un pleito debe constituirse en juez del mismo. La suma reclamada me parece desmedida y fuera de toda consideración.

—Os entiendo: no sois vos ni vuestro rey el que debe abonar las soldadas de seis mil hombres.

—No soy quién para decidir tan espinoso asunto, pero conociendo como conozco a mi monarca dudo que quiera autorizar tan desmesurada suma.

—Entonces nos resignaremos a que Marçal de Sant Jaume pase un tiempo en Sevilla como rehén de al-Mutamid.

Abenamar comprendió la indirecta y su rostro acusó la impresión.

—¿Insinuáis entonces que el príncipe ar-Rashid permanecerá en Barcelona?

—No lo insinúo, embajador. Lo afirmo, y padecerá o gozará de los mismos favores que goce mi yerno.

—Pero ar-Rashid es el príncipe heredero.

—Marçal es como un hermano para mí. Conque ya lo sabéis: en menos de una semana levantaré el campamento y os aguardaré en Barcelona deseando poder ofreceros a vuestra venida los mismos homenajes que os prodigué la última vez que os llegasteis a mí en demanda de favores.

84
Malas nuevas

Bernat Montcusí había regresado de la fracasada expedición a Murcia de un humor de perros. No era hombre de guerra: odiaba las incomodidades, su ausencia le había impedido ocuparse de sus negocios y además nada había sacado en limpio para sus arcas. La única ventaja de todo ello era que había dejado la impronta en toda la negociación, afianzando su posición como mano derecha del conde en asuntos económicos. Los domésticos, sin embargo, no podían haber ido peor durante su ausencia. La noticia se había adelantado al mensajero: estaba al corriente del asalto sufrido en su posesión de Terrassa, pero ignoraba hasta el momento los detalles y las consecuencias, que iba a conocer de primera mano aquella tarde, pues el que fuera alcaide y ahora reducido a administrador, don Fabià de Claramunt, había solicitado audiencia.

Conrad Brufau, su secretario, que era el que le había anticipado las malas nuevas, anunciaba en aquel instante la presencia del recién llegado. Era éste un eficaz colaborador, que tenía la virtud de desconcertarle, ya que ante él no adoptaba la postura servil de tantos otros sino que, sin dejar de mostrar sus respetos, emitía su opinión, que, por cierto, no siempre era favorable.

—Don Fabià de Claramunt aguarda en la antesala.

—Hazlo pasar, Conrad.

Salió el secretario y al punto entró en la estancia el puntilloso individuo.

—Buenas tardes tengáis, Claramunt.

—Lo mismo os deseo, señor.

—Pasad y acomodaos. Enseguida estoy con vos.

En tanto el personaje tomaba asiento, Bernat recogía los útiles de escritura que tenía desparramados sobre su escritorio, cruzaba sus manos sobre la barriga y dirigía la mirada sobre su hombre.

—Malas nuevas han arribado a mis oídos, Fabià. Deseo que me aclaréis las circunstancias y asimismo conocer vuestra opinión al respecto.

—Mientras aguardaba en la antesala he estado departiendo con el señor Brufau, que me ha dicho que os ha puesto al corriente del asunto, así que para no caer en repeticiones que se harían tediosas y os harían perder el tiempo, intentaré ser escueto. Veamos. Sucedió durante la noche del último viernes del pasado mes.

Durante una hora larga, el de Claramunt puso al corriente a su señor de lo acaecido en la noche del rescate de la esclava.

—Debo entender que la vigilancia era escasa y la atención mínima.

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