Te Daré la Tierra (59 page)

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Authors: Chufo Llorens,Chufo Lloréns

BOOK: Te Daré la Tierra
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La tarde anterior comentó todo lo sucedido con la muchacha. Por la mañana la dejó dormir, pues creyó que necesitaba un buen descanso. Cuando después de comer la vio comparecer en la terraza, serena pero asustada, pensó que el momento era el apropiado.

—Ruth, ¿habéis descansado?

—Gracias por todo, Martí. Sin vuestra intervención no sé lo que habría sido de mí. Sí, he descansado y hubiera dormido tres días seguidos.

—Sentaos. Hemos de hablar de muchas cosas.

La muchacha, ante la indicación de Martí, obedeció haciéndolo en el borde del banco.

—Cometisteis una imprudencia muy grande. Vuestro padre estará pasando una angustia terrible. He intentado acercarme esta mañana pero el
Call,
como siempre, el sabbat está cerrado a cal y canto. Mañana en cuanto despunte el día acudiré para tranquilizarlo e intentaré explicar lo ocurrido.

—Martí, soy consciente del embrollo que he ocasionado, pero creedme si os digo que no fue mi culpa: ya os conté ayer lo ocurrido. Adoro a mis padres y adivino lo que estarán pasando. Batsheva les habrá contado lo ocurrido hasta donde ella alcanza, pero ignora el desenlace. Es sabbat, nada se puede hacer hasta mañana.

Martí recordaba esta conversación cuando Baruj, luciendo una hopalanda negra y un gorro del mismo color, ambas prendas de riguroso luto, apareció a su lado. El cambista parecía haber envejecido varios años en poco tiempo.


Shalom,
Martí, querido amigo, y gracias por todo lo que habéis hecho por esta familia.

—Entonces, ¿conocéis los hechos?

—Tengo maneras de saber todo lo que ocurre en la ciudad puertas afuera aunque sea sabbat y esté encerrado en el
Call.
Pero pasad; hablaremos en mi gabinete.

El anfitrión se anticipó abriendo la puerta y Martí entró tras él en el despacho, que tan bien conocía, y se quedó de pie a la espera de que Baruj abriera los postigos que daban al jardín.

Luego, sentados frente a frente, comenzaron a aclarar las circunstancias que habían jalonado los sucesos de la noche del viernes.

—Pues ya veis que lo sucedido, hasta el cierre de las puertas tras la entrada de mi hija Batsheva y su acompañante en el recinto del
Call,
lo supe por ellos; a partir de este momento han sido mis buenas relaciones con los cristianos de allende los muros las que han hecho que supiera que mi hija ha estado a resguardo en vuestra casa, algo que no viviré años suficientes para agradecéroslo —dijo Baruj.

—Entonces ya conocéis los hechos. Ruth está sana y salva, ha descansado y mañana la tendréis a vuestro lado.

—Tristemente para mí no es tan fácil.

—No os comprendo.

El cambista se retrepó en su sitial y acomodándose las mangas de su túnica comenzó a explicarse.

—Veréis, Martí, somos un pueblo muy antiguo que ha resistido los embates y las vicisitudes de los tiempos gracias a conservar férreamente sus costumbres y tradiciones. No tenemos patria y si lo que os digo no nos uniera, ya nos hubiéramos disgregado en un mundo de gentiles y no seríamos nada.

—No entiendo qué tiene que ver lo sucedido con...

—Dejadme terminar. Yo, por el cargo que ocupo y por lo que represento, soy el que menos puede faltar a nuestra tradición sin que en ello medie escándalo. Nuestras leyes son estrictas. Hasta que no es entregada por su padre en matrimonio concertado una muchacha judía no puede pasar una sola noche fuera de su casa, y mucho menos fuera del
Call.
Mi hija Ruth ha deshonrado a su familia y sería un escándalo que pretendiera no hacer caso. Si la acojo en mi casa, la que quedará manchada será mi honra y asimismo mi estirpe, de manera que sin culpa alguna mi otra hija Batsheva no encontrará a ninguna familia judía que apruebe el enlace de uno de sus hijos con alguien de mi casa.

—¿Qué queréis decir?

—He de reflexionar. Por un lado mi corazón de padre sangrará porque pierdo a mi hija querida, pero por otro mi obligación de
dayan,
y además preboste de los cambistas, me impide tomar otra decisión que no sea la correcta.

—Nadie tiene por qué enterarse —argumentó Martí.

—Ya se han enterado: ésta es una comunidad pequeña y las comadres lo son en toda circunstancia. Mi mujer, que está sufriendo lo que no está escrito en los anales de nuestras escrituras, me comunicaba ayer al salir de los rezos nocturnos del sabbat que en la galería de mujeres se le acercó más de un alma caritativa para indagar por la salud de Ruth, pues al no estar presente en fiesta tan señalada, suponían que debía de estar enferma.

—Entonces, ¿qué vais a hacer?

—Tengo parientes en otras aljamas, tal vez encuentre allegados que la acojan aun haciendo de criada.

—Baruj, perdonad si os digo que no alcanzo a entender una religión que pueda ser tan estricta al juzgar un suceso casual que a nadie puede achacarse.

—No es momento para entablar una controversia sobre la religión judía, pero os recordaré que la vuestra todavía lapida a las adúlteras. No puedo salirme de la norma ni para salvar a mi hija.

Martí meditó un instante.

—Perdonadme: dije lo que dije sin pensar y llevado por el afecto que me inspira vuestra pequeña.

—Nada hay por lo que me tengáis que pedir perdón. Tras lo de la noche del viernes, siempre estaré en deuda con vos. Os ha hablado el
dayan.
Mi corazón de padre sangrará siempre y mi problema es qué hacer en tanto intento resolver esta embarazosa situación.

—¿Qué teníais pensado?

—De momento, hablar con nuestro común amigo Eudald Llobet. Confío en su justo criterio y en las influencias que tiene fuera de estas paredes. Dentro del
Call
no hay solución.

—Si me queréis decir que el problema reside en dónde tiene que alojarse Ruth en tanto hacéis las gestiones oportunas, os diré que en mi casa tendrá siempre cobijo y ayuda.

El cambista quedó un instante pensativo y Martí intuyó que su corazón vacilaba.

—Sois muy amable, pero no creo que sea una buena solución para nadie.

—En verdad, Baruj, que ahora no os entiendo.

Un gran suspiro acompañó la respuesta de Benvenist.

—Martí, sois mi amigo y socio, y la deuda que he contraído con vos es de tal calibre que no la amortizaré en toda mi vida. Eudald encontrará un alojamiento momentáneo para Ruth; si le abrierais las puertas de vuestra casa siendo judía arrostraríais un sinfín de dificultades.

—Baruj, desvariáis. ¿Queréis separar a vuestra esposa de su hija menor? Al menos en mi casa, Rivká podrá seguir visitándola.

—Ése es el precio que deberá pagar... —murmuró Baruj, aunque su corazón temblaba ante la perspectiva.

—Os repito que en mi casa estará bien y a salvo de cualquier peligro. La podréis ver cuantas veces queráis y me gustará saber quién es el imprudente que se atreva a intentar perjudicarla. No quiero pecar de inmodesto, pero a pesar de que aún no gozo de la ciudadanía de Barcelona, no soy un cualquiera y todavía más desde que la condesa Almodis me ha otorgado su beneplácito. Creedme no habrá peligro alguno.

Viendo que Baruj vacilaba, Martí, casi sin saber por qué, insistió.

—Va en ello mi honor, amigo mío. Juro, y apuesto en ello la salvación de mi alma, que la cuidaré como si de una hermana mía se tratara. Confiádmela, no hará falta que busquéis acogida en otro lugar. Podréis verla cada día si es vuestro gusto, empeño mi palabra que no ha de pisar las calles fuera de las horas autorizadas y desde luego podrá seguir practicando en sus aposentos los ritos de vuestra religión.

—Existe otro inconveniente: sois un hombre soltero y las comadres son siempre comadres; mi hija deberá estar, si pretendo conservar la honra que le queda, bajo la férula de una dueña que cuide de ella.

—Tampoco es problema. Caterina, mi ama de llaves, cuidará de ella a todas horas y ni una sola noche se apartará de su lado. Si alguna persona pretende comprobarlo enviadla a mi casa y podrá aseverar que vuestra Ruth tiene una dueña que no la abandona ni a sol ni a sombra. Además —añadió Martí con la voz quebrada—, vos sabéis que el tiempo transcurrido no me ha cambiado: Laia sigue estando en mi mente como el primer día.

En la forja del alma de Baruj brotó una lágrima que asomó por sus cansados ojos deslizándose por los surcos de sus mejillas. El anciano se puso en pie y dando la vuelta a la mesa de su despacho abrazó a Martí.

80
El soborno

Al amanecer, el frío agarrotaba los miembros de Oleguer, el centinela que había facilitado la salida de Almodis de palacio y que por sus reiteradas faltas de disciplina había sido condenado a aquel triste lugar, en la falda del Montseny. La niebla mañanera le impedía prácticamente ver a un palmo de sus narices. Le faltaba un buen rato todavía para ser relevado. El sueño cerraba sus párpados y su mente elucubraba la manera de cortar aquella agonía urdiendo mil planes para regresar a Barcelona. Súbitamente las matas se movieron. Oleguer observó que el viento estaba calmo y que no se movía ni una brizna de hierba. Sus ojos intentaron penetrar la espesura y entonces se dio cuenta de que por ella asomaba una larga rama de la que pendía un reducido saquito hasta rozarle prácticamente las calzas. Rápidamente se hizo a un lado, extrajo una flecha de la aljaba, la colocó en el arco, tensó la tripa y echándoselo a la cara, apuntó a la espesura.

Su voz resonó áspera en la madrugada:

—Si no salís de ahí inmediatamente y os veo la cara, daos por muerto.

Una voz de mujer, cascada y vacilante, respondió en tanto que el boscaje se abría un poco.

—Favor inmenso que me haríais. Es infinitamente mejor morir que vivir aquí dentro.

Un bulto pardo, vestido con harapos de tela de saco, se asomó al camino. Bajo el casco y la cota de malla, el rostro de Oleguer adquirió la palidez de la muerte. La persona que había osado acercarse al camino era uno de los enfermos de la colonia.

—¡Idos para las grutas si no queréis encontraros con un dardo metido en las costillas!

—Cuando se ha adquirido esta enfermedad pocas cosas hay que puedan empeorarla —dijo Edelmunda—. Tened la bondad de atenderme que, sin duda, esto redundará en beneficio mutuo.

El hombre dudó unos instantes.

—Sea, no os acerquéis. ¿Qué es lo que pretendéis?

—Abrid la bolsita que cuelga de la punta de la pértiga.

—No os mováis ni un pelo.

Oleguer destensó la cuerda y, apoyando el arco en el tronco de un árbol, desenfundó el puñal que llevaba en el cinto y con él cortó la guita que cerraba el saquito de piel que pendía en el extremo de la rama. Con el primer rayo de sol brilló con cegadora luz media onza de oro.

La voz de Edelmunda resonó de nuevo.

—Hace ya casi dos años que vivo aquí. Tengo buenos dineros que allá donde viven las gentes tienen mucho valor, pero que aquí dentro nada valen.

—¿Y bien?

—Si me hacéis un favor yo os haré rico.

—¿Y cuál es ese favor?

—Veréis, mientras no adquirí la enfermedad me mantuvo la esperanza de que la persona que injustamente me condenó se arrepintiera de la injusticia y me sacara de aquí. Por eso guardaba mis dineros; pero desde que me sé condenada, lo único que me mantiene con vida es el ánimo de venganza. Lo que os pido es muy simple: vos me ayudaréis a que ésta se cumpla y yo, os lo repito, os haré rico.

—¿Cuánto de rico y cuál es mi compromiso?

—No correréis riesgo alguno. De momento, os he dado media onza y sabéis que tres son el sueldo del alcaide de un castillo de frontera. Vuestra misión será proporcionarme pergamino, cálamo, tinta y un lacre para mi sello, para escribir y sellar un mensaje que posteriormente entregaréis a quien os diga.

—¿Es eso todo?

—Eso es todo.

—Puedo tomar vuestros mancusos y largarme con ellos.

—Estoy enferma, pero no soy estúpida. El dinero que os he entregado vale para el pergamino y los útiles que os he demandado. Luego, el día que libréis, llevaréis una misiva donde os diga y la entregaréis a quien os diga. A cambio reclamaréis un conforme sellado por la persona. Cuando me lo entreguéis, yo os daré otra onza y media que, con lo que os he entregado, harán dos. ¿Os parece bien?

Los ojos del hombre brillaban de avaricia. Dos onzas eran una auténtica fortuna y bien administrada le permitiría sobornar a su jefe a fin de que accediera a dejarle ir un día en su compañía a Barcelona, pagar la multa que le librara de aquel servicio, dejar la milicia, comprar un buen carro y dos buenos caballos y una tierra, todo lo cual bien empleado le proporcionarían un buen vivir.

—Sí.

—Dentro de tres días os aguardaré aquí a la misma hora.

Edelmunda suspiró. La hora de la venganza había llegado. La colonia la componían en aquel momento catorce desgraciados, pero cuando ella llegó eran diecinueve. Muy de tarde en tarde llegaba un nuevo elemento, ya fuere como castigo por algún delito cometido o porque en el exterior hubiere contraído la maldita enfermedad. Mucho más frecuente era que alguno de los componentes de la colonia emprendiera el camino del que jamás se regresa; aquel día los demás lo envidiaban y de alguna manera lo celebraban. Después de hacer un hoyo, lo cubrían de tierra y colocaban en el montículo una cruz de basta madera; luego se repartían sus pertenencias y si algún familiar de buen corazón había dejado alguna provisión en los límites del campamento o alguien había cazado algún animalejo, lo atravesaban con un espetón y sobre una hoguera lo asaban y organizaban la despedida del duelo.

Al principio, Edelmunda quiso hacer vida aparte, pero enseguida se percató de que era imposible. A su llegada intentó resguardarse del frío en la boca de la cueva pero poco a poco, en el crudo invierno, se fue arrimando al fuego, y la necesidad de hablar con alguien la empujó a integrarse en aquella doliente y famélica comunidad.

Llevaba un año en aquel tremendo destierro cuando una noche descubrió que su cuerpo comenzaba a llenarse de pústulas purulentas; en vez de rebelarse, se sintió casi liberada. Aquel día comenzó a germinar en su alma un sentimiento que le ordenaba que su única obligación, antes de irse con la parca, era tomarse cumplida venganza de la persona causante de su mal. Uno de aquellos desgraciados, que había sido en su otra vida un salteador de caminos, que había ingresado en aquella comunidad sano de cuerpo y allí se había contagiado de la terrible enfermedad, fue el portavoz de su odio y le dio el consejo que en aquel momento era el norte de su vida: «En tanto el odio te caliente las entrañas, tendrás un motivo para subsistir; después ya todo te dará igual». Noche a noche fue explicando a Cugat las vicisitudes de su condena y a través de su consejo fue perfeccionando el plan.

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