Tarzán de los monos (38 page)

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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras

BOOK: Tarzán de los monos
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El edificio de la granja se erguía en lo alto de una pequeña elevación del terreno, a unos cien metros de la casa de los aparceros. Había experimentado una profunda y total transformación en el curso de las tres semanas que Clayton y el señor Philander pasaron allí.

El primero había contratado a un pequeño ejército de carpinteros y enyesadores, de fontaneros y pintores, que llevó desde una ciudad distante y que convirtieron lo que cuando llegaron no era más que un destartalado caserón en un precioso y acogedor hotelito de dos plantas con todas las comodidades que pudieron procurarse en tan breve espacio de tiempo.

—¡Pero, señor Clayton! ¿Qué ha hecho usted? —se asustó Jane Porter. El corazón le dio un vuelco al pensar en las proporciones del importe a que ascenderían aquellas reformas.

—¡A callar! —Le advirtió Clayton—. No permita que su padre sospeche. Si usted no da muestras de extrañeza ni dice nada, él ni siquiera se dará cuenta. Lo cierto es que no podía consentir que viviese en el espantoso tugurio, rebosante de ruina y suciedad, que encontramos el señor Philander y yo. Y esto es muy poco, en comparación con lo que me gustaría hacer, Jane. En atención a su padre, por favor, no se le ocurra mencionarlo.

—Pero a usted le consta que no podemos devolvérselo —protestó la joven—. ¿Por qué quiere imponerme una deuda tan tremenda?

—No se trata de usted, Jane —se explicó Clayton en tono apesadumbrado—. Si fuera sólo por usted, créame que no lo habría hecho, porque desde el primer momento he sabido que lo único que conseguiría iba a ser que me mirase con malos ojos. Pero es que no soportaba la idea de ver a ese querido anciano viviendo en el antro que encontramos al venir aquí. ¿Por qué no me hace el favor de creer que lo hice por él y me concede al menos esa menudencia de satisfacción?

—Le creo, señor Clayton —dijo la muchacha—, porque le conozco y sé que es lo bastante espléndido y desinteresado como para haberlo hecho sólo por él… y, ¡ah! Cecil, quisiera poder pagarle como se merece… ¡y como a usted le gustaría!

—¿Por qué no puede, Jane?

—Porque amo a otro.

—¿A Canler?

—No.

—Pero va a casarse con él. El propio Canler me lo dijo cuando me disponía a salir de Baltimore.

La joven esbozó una mueca.

—No lo quiero —afirmó, casi con altivez.

—¿Es a causa del dinero, Jane?

La muchacha asintió con la cabeza.

—¿Eso significa, pues, que soy mucho menos atractivo que Canler? También soy bastante rico, tengo dinero para cubrir todas nuestras posibles necesidades y más —dijo Clayton amargamente.

—No le quiero, Cecil —repuso Jane—, pero le respeto. Si he de deshonrarme formalizando semejante trato con un hombre, prefiero hacerlo con uno al que desprecie. Yo aborrecería al hombre que me comprara y que me aceptase sabiendo que no lo amo, sea quien fuere ese hombre. Usted será más feliz soltero —concluyó—, pero contando con mi respeto y mi amistad, que casado conmigo y recibiendo a todas horas mi desprecio.

El joven no insistió más, pero si alguna vez un hombre albergó instintos asesinos en su corazón, ese hombre fue William Cecil Clayton, lord Greystoke, cuando, una semana después, Robert Canler detuvo su ronroneante seis cilindros frente al edificio de la granja.

Transcurrió una semana, una semana cargada de tensión, sin incidencias de importancia, pero incómoda y violenta para todos los moradores de la casita de la hacienda de Wisconsin.

Canler no cesaba de apremiar para que la boda se celebrase de inmediato.

Al final, la joven accedió, por pura náusea, asqueada de tanto aguantar la continua, cargante y odiosa insistencia del plúmbeo galán.

Se acordó que, a la mañana siguiente, Canler se acercaría a la ciudad, al volante de su automóvil, en busca de la licencia matrimonial y de un pastor.

Clayton se hubiera ido en cuanto se anunció el proyecto, pero la mirada cansina y desesperada de Jane le retuvo. No podía abandonarla.

Aún quedaba la posibilidad de que ocurriese algo y el muchacho trató de consolarse con esa idea. En el fondo de su mente sabía que sólo se precisaba un minúsculo chispazo para que su odio hacia Canler se transformara en sanguinario instinto asesino.

A la mañana siguiente, temprano, Canler partió rumbo a la ciudad.

Por el este se vislumbraba un velo de humo que flotaba sobre los árboles, rozando sus copas. Una semana antes se había declarado un incendio forestal no lejos de donde se encontraba la hacienda, pero los vientos soplaban hacia el oeste y las llamas no les amenazaban.

Cerca del mediodía, Jane salió a dar un paseo. No permitió que Clayton la acompañase. Dijo que quería estar sola y él respetó sus deseos.

En la casa, el profesor Porter y el señor Philander estaban inmersos en una profunda discusión relativa a algún importante problema científico.

Esmeralda dormitaba en la cocina y Clayton, que apenas había podido pegar ojo la noche anterior, se echó en el sofá de la sala de estar, cerró sus ojos rebosantes de insomnio y se entregó a una especie de sopor irregular.

Por el este, los negros nubarrones de humo ascendieron hacia las alturas celestes, empezaron de pronto a formar remolinos y luego se desplazaron con rapidez en dirección oeste.

Avanzaban de modo uniforme. Los aparceros de la hacienda no se hallaban en casa, porque era día de mercado, y nadie se apercibió de la celérica aproximación del devastador demonio del fuego.

Las llamas no tardaron en cruzar la carretera del sur y cortar el camino de regreso de Canler. Una leve oscilación del viento condujo el frente del incendio forestal hacia el norte; después sopló en sentido contrario y las llamas casi se detuvieron del todo, como si una mano hubiese tirado de la traílla que las dominaba.

De súbito, por el nordeste apareció un enorme automóvil negro, que rodaba a toda velocidad carretera adelante.

Se detuvo con una brusca sacudida delante del hotelito y un gigante de pelo negro saltó del vehículo y corrió al porche. Irrumpió en el edificio sin interrumpir para nada su carrera. Clayton seguía acostado en el sofá. El hombre se paró en seco, sorprendido, pero luego se situó de un brinco junto al durmiente.

Al tiempo que lo sacudía enérgicamente por un hombro, exclamó:

—¡Dios mío, Clayton! ¿Es que aquí están todos locos? ¿No sabe que las llamas les rodean casi por completo? ¿Dónde está la señorita Porter?

Clayton se puso en pie de un salto. No reconoció a aquel hombre, pero sí entendió sus palabras y en dos zancadas se plantó en el porche.

—¡Scott! —gritó, y, acto seguido, se precipitó de nuevo al interior de la casa—. ¡Jane! ¡Jane! ¿Dónde está?

En cuestión de segundos Esmeralda, el profesor Porter y el señor Philander se reunieron con los dos hombres.

—¿Dónde está la señorita Jane? —se exaltó Clayton, mientras cogía a Esmeralda por los hombros y la sacudía brutalmente.

—Oh, Dios me valga, señor Clayton, salió a dar un paseo.

—¿Todavía no ha vuelto?

Sin esperar respuesta, Clayton salió disparado al patio, seguido por los demás.

—Diga, Esmeralda, ¿por dónde se fue? —preguntó a Esmeralda el gigante de negra cabellera.

—Carretera abajo —gritó la aterrada mujer, y señaló hacia el sur, por donde se alzaba una densa muralla de llamas rugientes que impedía ver más allá.

—Que todos suban al otro coche —indicó a Clayton el desconocido recién llegado—. Al llegar he visto que había uno. Lléveselos, aléjese con ellos por la carretera del norte. Deje aquí mi automóvil. Si encuentro a la señorita Porter, nos hará falta. Si no, nadie lo necesitará. Haga lo que le digo —apremió, al ver que Clayton titubeaba.

A continuación vieron alejarse a la gigantesca figura, que atravesó la explanada con paso rápido y flexible, hacia el noroeste, donde las llamas aún no habían tocado el bosque.

Todos tuvieron la inexplicable sensación de que acababan de quitarles de encima de los hombros una enorme responsabilidad, al tiempo que experimentaban una especie de confianza implícita en la capacidad de aquel extraño para salvar a Jane, si era posible salvarla.

—¿Quién es? —preguntó el profesor Porter.

—No lo sé —respondió Clayton—. Me llamó por mi nombre y conocía a Jane, ya que me preguntó por ella. Y también llamó a Esmeralda por su nombre.

—En ese hombre hay algo que me resulta familiar —exclamó el señor Philander—. Y, no obstante, Dios santo, estoy seguro de que es la primera vez que lo veo.

—¡Vaya, vaya! —Profirió el profesor Porter—. ¡De lo más extraordinario! ¿Quién podría ser? ¿Y por qué tengo la sensación de que Jane está a salvo, ahora que ese hombre ha ido en su busca?

—No puedo responderle, profesor —dijo Clayton, serio—, pero tengo esa misma extraña sensación.

»¡Pero, venga! —animó—. Tenemos que salir de aquí en seguida, si no queremos que el fuego nos corte la retirada.

Todos corrieron hacia el automóvil de Clayton.

Cuando Jane dio media vuelta para desandar lo andado y regresar a casa, la alarma se apoderó de ella al notar lo cerca que parecía flotar el humo del incendio y, mientras aceleraba la marcha, la alarma se convirtió en algo muy próximo al pánico al darse cuenta de la rapidez con que las llamas se abrían paso en la foresta para interponerse entre ella y el hotelito de la hacienda.

Por último, no tuvo más remedio que adentrarse por la espesura del bosque e intentar dar un rodeo, como fuera, en torno a las llamas para alcanzar la casa.

Tardó muy poco en hacerse evidente para ella la inutilidad del intento y en seguida se percató la joven de que su única esperanza consistía en volver sobre sus pasos, hacia la carretera y luego volar en dirección sur, rumbo a la ciudad.

Los veinte minutos que tardó en alcanzar la carretera fueron tiempo suficiente para que las llamas le cortasen la retirada con la misma eficacia que antes le habían bloqueado el avance.

Sólo pudo recorrer un breve tramo del camino antes de verse obligada a hacer un brusco alto, al ver que frente a ella se levantaba otro muro de fuego. Un ramal de aquel siniestro incendio se había desmembrado del cuerpo principal a cosa de kilómetro y medio, por el sur, y envolvía ahora con sus garras implacables aquella pequeña franja de carretera.

Jane comprendió que era inútil repetir el intento de abrirse paso a través de la maleza.

Ya había probado una vez y fracasó. Comprendió entonces que, en cuestión de minutos, todo el espacio, comprendido entre los frentes de fuego del norte y el del sur sería una ingente masa de llamas ondulantes.

Sosegadamente, la muchacha se arrodilló sobre el polvo del camino y rezó pidiéndole a Dios fortaleza de ánimo para afrontar su destino con valor. También le pidió que librara de la muerte a su padre y a sus amigos.

De pronto, oyó que, en el bosque, alguien voceaba su nombre:

—¡Jane! ¡Jane Porter!

Sonaba fuerte y claro, pero la voz le era desconocida.

—¡Aquí! —Gritó la joven—. ¡Aquí! ¡En la carretera!

Vio entonces una figura que se desplazaba por entre las ramas con la rapidez de una ardilla.

Un cambio de dirección del viento impulsó una nube de humo, que los envolvió, y la muchacha perdió de vista al hombre que avanzaba hacia ella.

Súbitamente, notó que un brazo largo y robusto la rodeaba. Se vio levantada en peso y, a continuación, el aire le azotó el rostro y, de cuando en cuando, sintió el roce de alguna rama, mientras alguien la llevaba en volandas.

Abrió los ojos.

Abajo, a bastante distancia, se encontraba el suelo y la maleza que lo cubría.

A su alrededor, el follaje de la enramada.

El hombre gigantesco que la llevaba iba saltando de árbol en árbol y Jane creyó estar viviendo en sueños la misma experiencia que tuvo en aquella lejana selva de África.

¡Ah, si fuese el mismo hombre que tan velozmente la llevó aquel día a través del enmarañado follaje! Y, sin embargo, ¿qué otra persona en todo el mundo tendría la fuerza y la agilidad que se necesitaban para hacer lo que aquel hombre estaba haciendo?

Lanzó inopinadamente una furtiva mirada a aquel rostro que tenía tan cerca del suyo… y emitió un sobresaltado jadeo. ¡Era él!

—¡Mi hombre de la selva! —susurró—. ¡No es posible, debo estar delirando!

—Sí, tu hombre, Jane Porter. Tu hombre primitivo y salvaje que llega de la jungla para reclamar a su compañera… —Añadió en tono casi fiero—: La mujer que huyó de él.

—Yo no huí —murmuró Jane—. Sólo accedí a marcharme después de obligarles a todos a esperar una semana, a ver si volvías.

Habían llegado ya a un punto lejos del incendio y el hombre se volvió hacia el claro.

Caminaron juntos, uno al costado del otro, hacia la casa de la hacienda. El viento cambió de dirección una vez más y el fuego retrocedió, ardiendo sobre sí mismo… Una hora más así y se habría consumido.

—¿Por qué no regresaste? —preguntó la muchacha.

—Tuve que cuidar a D'Arnot. Estaba muy grave.

—¡Ah, lo sabía! —exclamó Jane.

—Dijeron que habías ido a reunirte con los negros… que los indígenas eran tu pueblo.

Tarzán se echó a reír.

—Pero no les creíste, ¿verdad, Jane?

—No… ¿Cómo he de llamarte? —preguntó—. ¿Cuál es tu nombre?

—Cuando me conociste, yo era Tarzán de los Monos.

—¡Tarzán de los Monos! —se sorprendió Jane—. Entonces, ¿la carta a la que respondí al marcharme era tuya?

—Sí, ¿de quién creías que era?

—Lo ignoraba, lo único que sabía era que no podía ser tuya porque Tarzán de los Monos la escribió en inglés y tú eras incapaz de entender una sola palabra de cualquier idioma.

Estalló de nuevo la alegre carcajada de Tarzán.

—Es una larga historia, pero lo que pasaba era que escribía lo que no me era posible expresar de viva voz… y ahora D'Arnot ha empeorado las cosas al enseñarme a hablar francés en vez de inglés.

»Vamos —invitó—, sube a mi coche; tenemos que alcanzar a tu padre y a los demás. Van por delante, pero no mucho.

Mientras conducía, preguntó:

—Entonces, cuando decías en tu carta destinada a Tarzán de los Monos que amabas a otro… ¿acaso te referías a mí?

—Es posible —repuso Jane simplemente.

—Pero en Baltimore… ¡Ah, no sabes cómo te busqué y lo que me ha costado dar contigo!… En Baltimore me dijeron que posiblemente ya estarías casada. Que un hombre llamado Canler había venido a desposarte. ¿Es cierto?

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