Tarzán de los monos (35 page)

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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras

BOOK: Tarzán de los monos
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Tarzán hacía preguntas y asimilaba rápida y fácilmente las respuestas.

D'Arnot le enseñó una barbaridad de cosas acerca de los refinamientos de la civilización, incluido el manejo del cuchillo y el tenedor. A veces, sin embargo, Tarzán soltaba los cubiertos, disgustado, cogía la carne con sus fuertes manos bronceadas y la desgarraba con los dientes como un animal salvaje.

En tales ocasiones, D'Arnot le reprochaba:

—No debe comer como una bestia salvaje, Tarzán, cuando me esfuerzo en convertirle en un caballero. ¡
Mon Dieu
! Los caballeros no se comportan así… ¡Es espantoso!

Tarzán esbozaba una tímida mueca, como avergonzado, y volvía a tomar el cuchillo y el tenedor. Pero en el fondo de su corazón los odiaba.

Durante el viaje habló a D'Arnot del gran cofre que enterraron los marineros. Le contó que vio cómo lo ocultaban y que luego él lo sacó, lo llevó al lugar donde se reunían los monos y lo enterró allí.

—Debe de tratarse del cofre del tesoro del profesor Porter —comentó D'Arnot. Es una lástima, aunque, naturalmente, usted no sabía nada.

Tarzán recordó entonces la carta que Jane había escrito a su amiga —la que se llevó la primera noche en que ocuparon la cabaña— y comprendió qué contenía el cofre y lo que significaba para Jane.

—Mañana volveremos a por él —anunció.

—¿Volver? —exclamó D'Arnot—. Pero, mi querido amigo, llevamos ya tres semanas de marcha. Tardaremos otras tres en llegar al punto donde está el tesoro y, además, con lo que pesa el arcón ese, necesitaríamos tres marineros para que lo trasladaran. Transcurrirían meses antes de que nos presentáramos de nuevo aquí, donde estamos ahora.

—No hay más remedio que hacerlo, amigo mío —insistió Tarzán—. Usted puede seguir hacia la civilización y yo volveré a buscar el tesoro. Iré más deprisa si voy solo.

—Tengo un plan mejor, Tarzán —anifestó D'Arnot—. Seguiremos juntos hasta el primer asentamiento de colonos y allí fletaremos una embarcación y descenderemos por mar, costeando, hasta donde está el tesoro. Así transportaremos el cofre más fácilmente. Será más seguro, más rápido y, además, no tendremos que separarnos. ¿Qué le parece la idea?

—Muy buena —encomió Tarzán—. El tesoro estará allí, vayamos cuando vayamos a buscarlo, y si bien yo podría ir a recogerlo y haberle alcanzado a usted dentro de un par de lunas, me sentiré más tranquilo sabiendo que no está solo en la ruta. Cuando observo lo inútil que es, D'Arnot, me pregunto sorprendidísimo cómo es posible que la raza humana haya evitado la aniquilación durante todas esas épocas de las que me ha hablado. Porque, Sábor, con una sola pata, podría exterminar a miles de ustedes.

D'Arnot se echó a reír.

—Cambiará de opinión cuando haya visto sus ejércitos y armadas, sus grandes ciudades y sus formidables obras de ingeniería. Entonces comprenderá que es la inteligencia y no el músculo lo que hace al hombre ser más importante y poderoso que todos los animales de la selva.

»Solo y desarmado, un hombre no podría enfrentarse a ninguna de esas fieras, mayores que él en tamaño; pero si se juntan diez hombres, combinarán su ingenio y su fortaleza física contra sus salvajes enemigos, mientras que a las bestias, incapaces de razonar, nunca se les ocurriría aliarse y enfrentarse conjuntamente al hombre. De no ser así, Tarzán de los Monos, ¿cómo explicaría que lleve usted tanto tiempo sobreviviendo en estas soledades salvajes?

—Tiene razón, D'Arnot —convino Tarzán—, porque si aquella noche, en el
Dum-Dum
, Kerchak hubiera acudido en ayuda de Tublat, entre los dos habrían acabado conmigo. Pero Kerchak no fue lo suficientemente listo para pensar en sacar ventaja de tales oportunidades. Ni siquiera Kala, mi madre, podía prever nada con anticipación, planear algo para el futuro. Se limitaba a comer cuando tenía hambre e, incluso en las épocas en que las provisiones escaseaban, aunque encontrase suficiente alimento para varias comidas, jamás se le ocurría guardar para más adelante.

»Recuerdo que solía pensar que yo era tonto si cargaba con víveres de reserva durante una marcha, aunque después se alegraba de que los compartiéramos, si no encontrábamos por el camino nada que llevarnos a la boca.

—¿De modo que conoció a su madre? —se extrañó D'Arnot.

—Sí. Era una mona enorme y estupenda. Mucho mayor que yo, lo menos pesaba el doble.

—¿Y su padre? —preguntó D'Arnot.

—No le conocí. Kala me dijo que fue un mono blanco y que carecía de pelo, como me pasa a mí. Ahora sé que debió de ser un hombre blanco.

Con expresión seria, D'Arnot contempló largo rato a su compañero.

—Tarzán —dijo por último—, es imposible que la mona, Kala, fuera su madre. Si tal cosa resultara posible, usted habría heredado algunas características de los simios, pero no las tiene… es un auténtico hombre y, hasta me aventuro a afirmar que desciende de unos padres inteligentes y cultivados, de buena educación. ¿No tiene el más mínimo indicio acerca de su pasado?

—Ni por asomo —respondió Tarzán.

—¿En la cabaña no encontró escrito alguno que pudiera proporcionarle datos relativos a la vida de sus ocupantes anteriores?

—He leído todo lo que había en la cabaña, salvo un libro que estaba escrito en un idioma que no era el inglés. Puede que usted sepa leerlo.

Extrajo Tarzán del fondo de la aljaba el diario de tapas negras y se lo tendió a su compañero.

D'Arnot echó un vistazo a la portada.

—Es el diario de John Clayton, lord Greystoke, aristócrata inglés, y está redactado en francés —explicó.

Después procedió a la lectura del diario, escrito más de veinte años antes y que refería los detalles de la historia que ya conocemos: la aventura, las dificultades y pesadumbres de John Clayton y su esposa Alice, desde el día en que zarparon de Inglaterra hasta una hora antes de que Kerchak acabara con la vida del caballero.

D'Arnot leía en voz alta. En ocasiones, la voz se le quebraba y se veía obligado a interrumpir la lectura a causa de la desoladora desesperanza que se traslucía entre líneas.

De vez en cuando lanzaba un fugaz vistazo a Tarzán, pero el hombre-mono permanecía en cuclillas, como una talla de madera, con los ojos clavados en el suelo.

El tono del diario sólo varió al aludir al recién nacido; entonces abandonó su hasta entonces habitual tono de desesperación que había ido infiltrándose en él tras los dos primeros meses de estancia en la costa.

A partir de la llegada del niño, teñía el diario una contenida felicidad que resultaba aún más acongojante que el resto.

Una de las anotaciones manifestaba un espíritu pleno de esperanza:

Nuestro niño cumple hoy seis meses. Está sentado en el regazo de Alice, junto a la mesa en la que escribo: es una criatura preciosa, feliz, saludable, perfecta.

De un modo u otro, incluso contra toda razón, me parece verlo convertido ya en un hombre adulto, que ocupa el puesto de su padre en la sociedad —el segundo John Clayton— y que sigue aportando honores a la casa de Greystoke.

Ahora mismo, como si quisiera conferir a mi augurio el peso de su garantía personal, ha cogido la pluma con sus manitas gordezuelas, se ha embadurnado de tinta los deditos y ha estampado sus huellas dactilares en la página.

Y allí, en el margen de la hoja de papel, aparecía medio borrosa la impronta de cuatro dedos minúsculos y la mitad exterior de un pulgar.

Cuando D'Arnot concluyó la lectura del diario, los dos hombres permanecieron en silencio durante varios minutos.

—¡Bueno, Tarzán de los Monos! ¿En qué piensa? —preguntó D'Arnot—. ¿No aclara este librito el misterio de su estirpe? No cabe duda de que es usted lord Greystoke, hombre.

Tarzán denegó con la cabeza.

—El libro no habla más que de un solo niño —replicó—. Su pequeño esqueleto permaneció en la cuna, donde debió de morir llorando por la falta de alimento. Allí estaba cuando entré allí por primera vez y allí estuvo hasta que el profesor Porter lo enterró, con los esqueletos de sus padres, junto a la cabaña. No, ese era el niño del que habla el libro… y el misterio de mis orígenes es ahora más oscuro que antes, porque he pensado mucho últimamente en la posibilidad de que esa cabaña haya sido mi lugar de nacimiento. Me temo que Kala dijo la verdad —concluyó en tono apesadumbrado.

D'Arnot movió la cabeza negativamente. No estaba convencido y en su mente surgió de pronto la firme determinación de demostrar que su teoría era correcta, porque estaba seguro de haber descubierto la clave que explicaría el enigma o lo enviarla definitivamente al reino de lo impenetrable.

Una semana después, los dos hombres llegaron de súbito a un claro del bosque.

A cierta distancia se veían varios edificios rodeados por una sólida empalizada. Se detuvieron en el borde de la selva.

Tarzán dispuso en el arco una de sus flechas envenenadas, pero D'Arnot apoyó una mano en el brazo del hombre-mono.

—¿Qué va a hacer, Tarzán? —preguntó.

—Intentarán matarnos si nos ven —repuso Tarzán—. Prefiero ser yo el que mate.

—Tal vez sean amigos —sugirió D'Arnot.

—Son negros —se limitó a replicar Tarzán.

Y tensó de nuevo el arco.

—¡No debe hacerlo, Tarzán! —protestó D'Arnot. Los hombres blancos no matan simplemente por matar. ¡
Mon Dieu
! ¡Cuánto tiene que aprender! Compadezco al rufián que se cruce en su camino, mi salvaje amigo, cuando lo lleve a usted a París. ¡Anda que no me va a costar trabajo impedir que la guillotina le siegue la cabeza!

Tarzán bajó el arco y sonrió.

—No sé por qué he de matar negros en mi selva y no hacerlo aquí. Supongamos que Numa, el león, da un salto y se nos planta delante, dispuesto a devorarnos. Debería decir, acaso: «Buenos días,
Monsieur
Numa. ¿Cómo se encuentra
madame
Numa?». ¿Eh?

—Espere a que los negros salten sobre usted —replicó D'Arnot y entonces los mata. No dé por supuesto que los hombres son enemigos suyos hasta que lo demuestran.

—Vamos —dijo Tarzán—, presentémonos voluntariamente para que nos maten.

Echó a andar a través de los campos de cultivo, alta la cabeza, mientras el sol tropical batía con sus rayos la tersa y atezada piel.

D'Arnot le siguió, vestido con algunas de las prendas que había dejado Clayton en la cabaña y que el inglés desechó cuando los oficiales del crucero francés le proporcionaron ropas más presentables.

Uno de los negros de aquel poblado alzó la cabeza y, al advertir la presencia de Tarzán, dio media vuelta y salió corriendo hacia la empalizada, sin dejar de emitir chillidos.

Al instante, el aire cobró estruendosa vida sonora con los gritos de terror de los hombres, que abandonaron los campos y huyeron a todo correr, pero antes de que llegasen a la empalizada, un hombre blanco salió del recinto, con un rifle en las manos, para enterarse de la causa de tal conmoción.

Al ver lo que se le venía encima, se echó el arma a la cara y Tarzán de los Monos hubiera recibido otra ración de plomo de no intervenir automáticamente la voz de D'Arnot, que advirtió al hombre del rifle:

—¡No dispare! ¡Somos amigos!

—¡Deténganse, pues! —fue la orden.

—¡Alto, Tarzán! —gritó D'Arnot—. Nos toma por enemigos. —Tarzán frenó su marcha y D'Arnot y él avanzaron despacio hacia el hombre blanco que aguardaba de pie junto al portalón.

Los observaba con perplejo asombro.

—¿Qué clase de hombres son ustedes? —inquirió, en francés.

—Blancos —informó D'Arnot. Llevamos mucho tiempo perdidos en la selva.

El hombre bajó el rifle y se les acercó, con la mano tendida.

—Soy el padre Constantino, de la misión francesa establecida aquí —se presentó—, y me complace mucho darles la bienvenida.

—Aquí,
Monsieur
Tarzán, padre Constantino —D'Arnot señaló al hombre-mono y añadió, cuando el sacerdote extendió la mano hacia Tarzán—: y yo soy Paul D'Arnot, de la Armada francesa.

El padre Constantino estrechó la mano que Tarzán le tendía, imitando el gesto del sacerdote, a la vez que éste, con una rápida y aguda mirada, se hacía cargo de la soberbia condición física de aquel cuerpo atlético y de lo atractivo de aquel hermoso rostro.

Así llegó Tarzán de los Monos al primer puesto avanzado de la civilización.

Permanecieron allí una semana, en el curso de la cual el hombre-mono, observador perspicaz, aprendió un sinfín de cosas acerca de las costumbres de los hombres, mientras las mujeres negras confeccionaban, para D'Arnot y para él, unos pantalones y otras prendas de dril, al objeto de que cuando reanudaran su viaje lo hiciesen ataviados más decentemente.

CAPÍTULO XXVI

LAS ALTURAS DE LA CIVILIZACIÓN

A
L CABO de un mes se encontraban frente a un pequeño grupo de edificios, frente a la desembocadura de un ancho río. Allí vio Tarzán muchas embarcaciones y su ánimo se inundó de la antigua timidez que suele enseñorearse del salvaje cuando ve muchos hombres.

Se había ido acostumbrando paulatinamente a los ruidos extraños y a las peculiares costumbres de la civilización, de forma que nadie hubiera podido saber que aquel apuesto francés de inmaculada vestimenta blanca de dril, que conversaba y reía alegremente con ellos, había correteado desnudo por la selva virgen, dispuesto a saltar sobre alguna víctima incauta cuya carne cruda llenaría de inmediato su salvaje estómago.

El cuchillo y el tenedor, tan desdeñosamente rechazados un mes atrás, los manejaba ahora Tarzán con la misma destreza y exquisitez que el refinado D'Arnot.

Había sido un alumno tan aplicado que el joven francés vio compensados sus esfuerzos pedagógicos y eso le animó a convertir a Tarzán de los Monos en un caballero elegante en cuanto a modales y lenguaje.

—Dios te hizo caballero en espíritu, amigo mío —le había dicho D'Arnot—, pero también quiere que su obra se muestre de cara al exterior.

En cuanto llegaron a aquel pequeño puerto, D'Arnot no perdió tiempo en enviar a su gobierno un cablegrama, informando de que se encontraba sano y salvo y solicitando un permiso de tres meses, permiso que le fue concedido.

También había telegrafiado a sus banqueros, pidiendo fondos, y la forzada espera de un mes, que les fastidió enormemente, se debió a la imposibilidad de fletar un barco para volver a la selva de Tarzán y recoger el tesoro.

Durante su estancia en la ciudad costera, «
Monsieur
Tarzán» constituyó una atracción asombrosa para blancos y negros, a causa de varios lances azarosos que a Tarzán le parecieron naderías sin importancia.

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