Tarzán de los monos (24 page)

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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras

BOOK: Tarzán de los monos
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—¡Ni por lo más remoto! —replicó Snipes, al tiempo que acariciaba nerviosamente la culata de su revólver.

—Entonces —insistió Tarrant—, si no coges una pala, ¡cogerás un pico, por los clavos de Cristo!

Y al tiempo que pronunciaba la amenaza, levantó el pico que empuñaba y, con un rápido y violento volteo, hundió la punta en la cabeza de Snipes.

Los hombres permanecieron inmóviles y silenciosos, fija la vista en las consecuencias del siniestro humor de su compañero. Al final, uno de ellos declaró:

—Esa sabandija se lo merecía.

Otro empezó a trabajar con el pico. Era un terreno blando, así que el hombre prescindió del pico y agarró una pala; los demás se le unieron en seguida. No hubo comentario ulterior ninguno acerca del homicidio, pero los marineros trabajaban de mejor talante y con más ganas que cuando Snipes tenía el mando.

Una vez tuvieron excavado un hoyo de las proporciones suficientes para que cupiera el cofre, a Tarrant se le ocurrió que podían profundizar un poco más para poner el cadáver de Snipes encima del arcón y enterrarlo todo junto.

—Eso puede tener la ventaja de que si alguien excava por aquí tal vez se lleve a engaño —declaró.

Los demás comprendieron la astucia de la sugerencia, así que ampliaron la fosa para acomodar el cuerpo y profundizaron un poco más en el centro, para hundir el cofre. Envolvieron éste en un trozo de lona de vela y lo depositaron en su sitio, treinta centímetros por debajo del nivel de la fosa. Echaron las necesarias paletadas de tierra y lo apisonaron, de manera que el fondo de la tumba parecía liso y uniforme.

Dos marineros hicieron rodar el cadáver de Snipes y lo arrojaron sin contemplaciones dentro de la fosa, no sin antes haberle despojado de sus armas y demás pertenencias, que algunos miembros de la partida deseaban para sí.

Después llenaron la sepultura y apisonaron la tierra hasta que ya no cabía más.

El resto lo esparcieron por allí y después cubrieron la tumba con maleza seca, de forma que presentase el aspecto más natural posible, sin que se apreciara el menor rastro de que se había removido el suelo.

Cumplida su tarea, los marineros regresaron al bote y remaron apresuradamente en dirección al
Arrow
.

El viento había aumentado su velocidad de modo considerable. El humo que se elevaba en el horizonte había adquirido un volumen que permitía distinguirlo con toda claridad y los amotinados no perdieron tiempo en desplegar todas las velas y poner rumbo al suroeste.

Espectador interesadísimo en todos aquellos acontecimientos, Tarzán reflexionaba y hacía cábalas acerca del extraño comportamiento de aquellas singulares criaturas.

¡Realmente, los hombres eran más estúpidos y crueles que las fieras de la selva! ¡Qué afortunado era él, que vivía en la paz y la seguridad de la gran floresta!

Se preguntó qué contendría el cofre que acababan de enterrar. Si no lo querían, ¿por qué no se limitaron a arrojarlo al agua? Eso les hubiera resultado mucho más cómodo.

Ah, se dijo, sin duda sí que lo querían. Lo escondieron allí porque tenían intención de volver a buscarlo más adelante.

Tarzán saltó al suelo y procedió a examinar el suelo alrededor de la tumba. Miraba a ver si aquellos extraños seres dejaron por allí algo que a él le hiciera gracia poseer. No tardó en encontrar una pala oculta entre la maleza que los amotinados habían puesto encima de la sepultura.

La cogió y probó a utilizarla tal como había visto hacer a los marineros. Era un trabajo bastante pesado y lastimaba sus descalzos pies, pero continuó dándole a la herramienta hasta desenterrar parcialmente el cadáver. Lo sacó a rastras de la tumba y lo puso a un lado.

Después continuó excavando hasta desenterrar el cofre. También tiró de él y lo dejó junto al cadáver. A continuación rellenó el hoyo más pequeño del fondo de la tumba, volvió a colocar el cuerpo de Snipes donde estaba antes, le echó encima la tierra que había extraído, puso de nuevo la maleza sobre la sepultura y dedicó su atención al cofre.

Cuatro marineros sudorosos se las habían visto y deseado para trasladar aquel peso… Tarzán de los Monos lo levantó como si se tratara de una caja de embalaje vacía y, con la pala colgada al hombro por una cuerda que le había atado, se llevó el cofre a las profundidades más tupidas de la jungla.

No le era posible trasladarse por las ramas de los árboles cargado con aquel embarazoso arcón, sino que avanzó por los senderos, sin retrasarse demasiado.

Caminó durante varias horas en dirección noreste, hasta llegar a un impenetrable muro de vegetación enmarañada. Allí saltó a una de las ramas inferiores y continuó a través de los árboles. Al cabo de otros quince minutos desembocó en el anfiteatro donde los monos se reunían en consejo o para celebrar las ceremonias del
Dum-Dum
.

Empezó a excavar en el centro del claro, no lejos del tambor o altar. Costaba más trabajo ahondar allí que en la tierra recién removida de la tumba, pero Tarzán de los Monos era tesonero y no paró hasta tener un hoyo lo bastante hondo como para albergar el cofre y ocultarlo adecuada y eficazmente a la vista.

¿Por qué se había tomado tanto trabajo sin conocer el valor de lo que contenía el cofre?

Tarzán de los Monos tenía figura e inteligencia humanas, pero el ambiente en que se había criado y la formación que recibió fueron de simio. Su cerebro le dijo que el contenido del arcón era valioso porque, si no, los hombres no lo habrían escondido. Su educación le había imbuido la idea de imitar todo lo nuevo e insólito, por lo que, ahora, su curiosidad natural, algo tan común entre los hombres como entre los simios, le apremiaba a abrir el cofre y examinar lo que contenía.

Pero la sólida cerradura y los robustos flejes de hierro fueron más efectivos que las mañas y la enorme fuerza de Tarzán, lo que le obligó a enterrar el cofre sin haber satisfecho su curiosidad.

Para cuando el hombre-mono hubo recorrido el camino de regreso a las proximidades de la cabaña, alimentándose al paso, había oscurecido del todo.

Dentro de la pequeña construcción relucía una gran claridad, porque Clayton había encontrado una lata de petróleo que llevaba allí veinte años intacta, sin abrir. Era parte de los artículos que Michael el Negro dejó a los Clayton. Las lámparas también se encontraban en condiciones de funcionamiento, de modo que al asombrado Tarzán le pareció que el interior de la cabaña tenía tanta luz como si reinase allí el pleno día.

Se había preguntado muchas veces para qué servirían exactamente aquellas lámparas. Las palabras escritas y las ilustraciones le indicaron el nombre de aquellos aparatos y de lo que eran, pero Tarzán ignoraba el procedimiento para hacerles producir la maravillosa luz solar que proyectaban, según las ilustraciones, sobre las cosas que estaban a su alrededor.

Al acercarse a la ventana más próxima a la puerta observó que el interior de la cabaña estaba ahora dividido en dos compartimentos, separados por un tosco tabique de ramas y lona.

En el delantero se encontraban los tres hombres; los dos ancianos enzarzados en una discusión, mientras el joven, sentado en una improvisada banqueta y con la espalda apoyada en la pared, aparecía enfrascado profundamente en la lectura de uno de los libros de Tarzán.

Como no tenía ningún interés especial en aquellos hombres, Tarzán se trasladó a la otra ventana. Allí estaba la muchacha. ¡Qué cara tan bonita! ¡Qué delicada y blanca su piel!

Escribía, sentada a la mesa de Tarzán, bajo la ventana: Acostada encima de un montón de hierba, en el fondo del cuarto, dormía la mujer negra.

Tarzán estuvo una hora recreándose feliz en la contemplación de la joven, que no dejaba de escribir. ¡Cómo anhelaba dirigirle la palabra!

Pero no se atrevió a hacerlo, convencido de que, lo mismo que había ocurrido con el joven, ella no le entendería. Y, por otra parte, también temía asustarla.

Al final, la muchacha se puso en pie. Dejó el manuscrito sobre la mesa y se encaminó a la cama, encima de la cual había echado unas cuantas hierbas frescas. Volvió a disponerlas a su gusto.

Después se soltó la masa de suaves cabellos dorados que coronaba su cabeza. La melena cayó en torno al precioso óvalo de su rostro, como una rutilante catarata de bruñido metal acariciado por el sol poniente. La espléndida cabellera descendió en líneas ondulantes hasta más abajo de la cintura.

Tarzán estaba fascinado. Jane Porter apagó la lámpara y la más absoluta y densa oscuridad envolvió el interior de la cabaña.

Tarzán continuó vigilando. Acurrucado bajo la ventana, permaneció allí media hora, expectante, atento el oído. Por último, su espera se vio recompensada al percibir el rumor de esa respiración uniforme reveladora del sueño.

Con la máxima precaución, Tarzán fue introduciendo la mano entre los barrotes de la ventana hasta tener todo el brazo dentro de la cabaña. Tanteó cuidadosamente la superficie de la mesa. Tropezó por último con el manuscrito que Jane Porter había estado escribiendo y, sin abandonar las precauciones, retiró el brazo y la mano con el preciado tesoro entre los dedos.

Tarzán dobló las hojas y formó un diminuto bulto de papel que guardó en el carcaj de las flechas. Luego se fundió entre las sombras de la jungla y se alejó tan sosegada y silenciosamente como había llegado.

CAPÍTULO XVIII

EL PEAJE DE LA SELVA

T
ARZÁN se despertó a primera hora de la mañana siguiente y el primer pensamiento que brotó en su cerebro con el nuevo día, lo mismo que el último con que despidió la noche anterior, fue para el maravilloso manuscrito que había guardado en la aljaba.

Se apresuró a sacarlo, confiando, contra toda esperanza, que le sería posible leer lo que la preciosa joven blanca había escrito la noche precedente.

La primera ojeada le produjo una amarga desilusión; nunca había deseado nada tanto como anhelaba en aquel momento poseer la aptitud precisa para interpretar el mensaje de la divinidad de áurea cabellera que de un modo tan súbito e imprevisto había irrumpido en su vida.

¿Qué importaba que el mensaje no fuese para él? Expresaba los pensamientos de la muchacha y eso era suficiente para Tarzán de los Monos.

¡Y se encontraba con la frustrante sorpresa de que no podía descifrar unos caracteres que veía por primera vez! ¡Pero si incluso se inclinaban las letras en dirección contraria a la de los libros impresos y la caligrafía de las pocas cartas que había encontrado!

Hasta los pequeños insectos del libro de tapas negras le resultaban amigos familiares, aunque su disposición no significase nada para él. Pero estos otros bichos eran nuevos y desconocidos.

Llevaba veinte minutos devanándose los sesos sobre ellos cuando, de pronto, empezaron a adquirir formas familiares, aunque un tanto distorsionadas. Ah, eran viejos conocidos, pero contrahechos de veras.

A continuación comenzó a entender una palabra aquí, otra allá. El corazón saltó jubiloso en su pecho. ¡Podía leerlo y lo leería!

Al cabo de media hora, sus progresos se aceleraban ya geométricamente; aunque de vez en cuando se le escapaba alguna palabra, la tarea le resultaba ya relativamente sencilla.

Esto es lo que leyó:

Costa de África, a unos 10° de latitud sur (Eso dice el señor Clayton).

3 de febrero (¿?) de 1909,

para Hazel Strong, de Baltimore (Maryland).

Queridísima Hazel:

Parece tonto escribirte una carta que posiblemente no llegue nunca a tus manos, pero ocurre, sencillamente, que debo contar a alguien las espantosas aventuras que hemos vivido desde que zarpamos de Europa en el funesto
Arrow
.

Si no volvemos a la civilización, cosa que ahora me parece demasiado probable, esta carta será un breve resumen de los acontecimientos que quizás acaben desembocando en un destino fatal, cualquiera que pueda ser.

Como sabes, se supone que partimos para realizar una expedición científica en el Congo. Se corrió la voz en los círculos oportunos de que mi padre sostenía una teoría maravillosa acerca de la existencia de una civilización inconcebiblemente antigua, cuyos arqueológicos restos yacían sepultados en algún lugar del valle del Congo. Pero cuando nos hicimos a la mar en el velero, la verdad salió a la luz.

Al parecer, una vieja rata de biblioteca, un hombre que tiene una tienda de antigüedades que es al mismo tiempo librería de ocasión en Baltimore encontró entre las hojas de un antiguo manuscrito español una carta datada en 1550 en la que se refería con todo detalle la odisea de los amotinados tripulantes de un galeón español que navegaba de España a América del Sur con un inmenso tesoro de «doblones» y «piezas de a ocho», supongo, porque te aseguro que sonaba a piratería y romanticismo aventurero.

La carta la había redactado un miembro de la tripulación e iba dirigida a su hijo que, por aquellas fechas, era capitán de un buque mercante español.

Habían transcurrido muchos años desde que sucedieron los acontecimientos que se relataban en la carta, y el anciano autor de la misma era ya un respetable vecino de una oscura ciudad española, pero el amor que sentía por el oro era tan fuerte que se arriesgó a proporcionar a su hijo la información precisa para conseguir el fabuloso tesoro. Luego, ambos lo disfrutarían.

Contaba el autor de la carta que, al cabo de una semana de haber zarpado de España, la tripulación se amotinó y asesinó a todos los oficiales del buque y a cuantos hombres se les pusieron por delante; pero eso fue un error que pagaron muy caro, ya que no quedó nadie con los conocimientos técnicos precisos del arte de la navegación como para gobernar la nave.

Anduvieron a la deriva durante dos meses, dando tumbos por el océano, hasta que enfermos y moribundos, víctimas del escorbuto, muertos de hambre y sed, naufragaron ante un pequeño islote.

El oleaje lanzó el galeón contra la playa, donde se hizo trizas, pero los supervivientes, que por entonces no eran más que diez, tuvieron tiempo de rescatar uno de los cofres en que se transportaba el tesoro.

Lo enterraron en la isla, tierra adentro, y durante tres años vivieron con la esperanza de que alguien los rescatara.

Uno tras otro fueron enfermando y muriendo, hasta que sólo quedó uno: el autor de la carta.

Los náufragos habían construido una barca con los restos del galeón, pero al no tener la menor idea de la situación geográfica de la isla no se atrevieron a lanzarse a la mar.

Sin embargo, cuando todos sus camaradas hubieron muerto, la terrible soledad que abrumó al único superviviente se le hizo tan insufrible que, al cabo de aproximadamente un año, el hombre optó por arriesgarse a morir en el mar antes que volverse loco en la solitaria isla y se hizo a la vela en la pequeña barca.

Por fortuna, puso rumbo al norte y ocho días después de abandonar el islote se encontró en la ruta de los mercantes españoles que realizaban la travesía entre las Indias Occidentales y España. Y le recogió uno de esos buques, que regresaba a la patria.

La historia que contaba el hombre se refería sólo al naufragio, en el que sólo murieron unas cuantas personas. Los demás, a excepción de él, perecieron después de haber llegado al islote. No aludía para nada al motín ni al cofre del tesoro enterrado.

El capitán del buque mercante le aseguró que, a juzgar por la posición en que lo recogieron y por la dirección y velocidad de los vientos predominantes durante la semana precedente, la isla no podía ser más que una del archipiélago de Cabo Verde, situado frente a la costa occidental de África, a unos 16 o 17° de latitud norte.

La carta describía la isla minuciosamente, indicaba con exactitud la localización del tesoro e iba acompañada del mapa más tosco y extraño que una pudiera imaginar, árboles y peñas se señalaban con sendas
X
garabateadas con mano insegura para mostrar con absoluta precisión el punto donde se había enterrado el tesoro.

Cuando mi padre aclaró la verdadera naturaleza de la expedición, se me cayó el alma a los pies, porque, como le conozco bien y sé lo iluso y visionario que es el pobre, temí que se hubiese dejado embaucar una vez más, sospecha que se acentuó al confesarme que había pagado mil dólares por la carta y el mapa.

Mi desazón fue aún mayor cuando me enteré de que, además, había pedido un préstamo de otros diez mil dólares a Robert Canler, al que entregó pagarés por esa cantidad.

El señor Canler no tenía ningún seguro que cubriese la pérdida, y ya sabes, querida, lo que signaría para mí el que mi padre no pudiera atender esos pagarés a su vencimiento. ¡Oh, cómo aborrezco a ese hombre!

Tratamos de ser optimistas y ver el lado positivo de las cosas, pero el señor Philander y el señor Clayton, éste se nos unió para participar en la aventura, se mostraron tan escépticos como yo.

Bueno, abreviando: encontramos la isla y el tesoro. Un enorme cofre de madera de roble, con flejes de hierro, envuelto en varias coberturas de lona de vela, tan fuerte y bien conservado como cuando lo enterraron hace doscientos años.

Estaba lleno de monedas de oro, ni más ni menos, y pesaba tanto que cuatro hombres casi no podían levantarlo.

Ese endemoniado arcón sólo parece acarrear asesinato y desgracia a cuantos se relacionan de algún modo con él, porque, tres días después de haber zarpado de las islas de Cabo Verde, nuestra tripulación se amotinó y mató a todos los oficiales del buque.

Oh, fue un trago espantoso, lo más horrible que puedas imaginar…

Ni siquiera soy capaz de describirlo por escrito.

Estaban dispuestos a matarnos a todos, pero uno de ellos, el cabecilla, un individuo llamado King, no se los permitió, y entonces pusieron proa al sur, costeando, hasta localizar una zona solitaria, con un puerto natural que les pareció adecuado para sus intenciones. Y aquí nos desembarcaron y nos han dejado abandonados.

Hoy han zarpado, con el tesoro, claro. Pero el señor Clayton opina que correrán la misma suerte que corrieron los amotinados del antiguo galeón, ya que King era el único hombre a bordo que sabía algo acerca del arte de navegar y uno de los marineros lo asesinó en la playa el día en que desembarcamos.

Me gustaría que conocieses al señor Clayton; es el chico más agradable que te puedas echar a la cara y, o mucho me equivoco, o se ha enamorado locamente de una servidora.

Es hijo único de lord Greystoke y algún día heredará el título y las propiedades. Además, tiene fortuna propia, es riquísimo. Lo que me mortifica un poco es el hecho de que tenga que acabar siendo una
lady inglesa
… ya sabes el concepto que he tenido siempre de las chicas norteamericanas que se casan con extranjeros con título de nobleza. ¡Ah, sí Clayton fuese un simple caballero estadounidense!

Claro que no es culpa suya, pobre muchacho, y en todo lo demás, o sea, si exceptuamos su cuna, está a la altura de un ciudadano de mi país, lo cual es el piropo más soberbio que conozco aplicable a un hombre.

Desde que desembarcamos aquí hemos vivido las más impresionantes experiencias. Mi padre y el señor Philander se perdieron en la selva y los persiguió un león de verdad.

El señor Clayton también se perdió y también le atacaron fieras salvajes en dos ocasiones. Esmeralda y yo nos vimos acorraladas en una vieja cabaña por una terrible leona hambrienta. ¡Ah!, fue sencillamente
terrorificante
, diría Esmeralda.

Pero lo más fantástico de todo es la maravillosa criatura que nos salvó. Yo no le he visto, pero mi padre, el señor Philander y el señor Clayton sí, y aseguran que es un hombre blanco, de tez muy bronceada, hasta el punto de parecer curtida, guapo y perfecto como un dios, dotado de tal fuerza de un elefante salvaje, la agilidad de un mono y la bravura de un león.

No habla inglés y se desvanece rápida y misteriosamente en cuanto termina de llevar a cabo sus valerosas hazañas, como si fuera un espíritu incorpóreo.

Luego tenemos a otro vecino no menos extraño, que escribió un bonito letrero, a mano pero en caracteres de imprenta, y lo clavó en la puerta de la cabaña que ocupamos ahora. Un aviso en el que nos advertía que no estropeásemos ninguna de sus pertenencias y que firmaba «Tarzán de los Monos».

No hemos llegado a verle aún, aunque creo que anda por los alrededores, porque cuando uno de los marineros se aprestaba a descerrajarle un tiro por la espalda al señor Clayton, una mano invisible arrojó desde la selva una lanza que fue a clavarse en el hombro del asesino.

Los marineros sólo nos dejaron una provisión de víveres bastante escasa, y como no contamos más que un solo revólver y los tres cartuchos que quedan en el tambor, no sé cómo vamos a procuramos alimento, aunque el señor Philander afirma que podemos subsistir indefinidamente con una dieta de frutos silvestres de los que abundan en la selva.

Estoy cansadísima, así que iré a acostarme en el curioso lecho de hierbas que el señor Clayton ha recogido para mí. Te prometo, sin embargo, que añadiré a esta carta, día a día, las cosas que vayan ocurriendo.

Te envío todo mi cariño.

Jane Porter.

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