Los ritos del
Dum-Dum
celebraban acontecimientos importantes en la vida de la tribu —una victoria, la captura de un prisionero, el hecho de haber acabado con la vida de algún feroz habitante de la jungla, la muerte o la subida al
trono
de algún nuevo rey— y se desarrollaban de acuerdo con un solemne y aparatoso ceremonial.
Aquel día se trataba de la muerte de un simio gigantesco, miembro de otra tribu, y cuando los monos del clan de Kerchak irrumpieron en el claro, pudo contemplarse la llegada de dos machos enormes cargados con el cadáver del vencido.
Depositaron su carga delante del tambor de barro y luego se sentaron en cuclillas a ambos lados del cuerpo, como centinelas que montan guardia, mientras los demás miembros de la comunidad se acomodaban en rincones alfombrados de hierba dispuestos a dormir hasta que la luna apareciese en el cielo y diera la señal del inicio de la salvaje orgía.
Durante varias horas reinó sobre el claro la quietud más absoluta, sólo interrumpida fugazmente por las notas discordantes de alguna cotorra de plumaje brillante o por los trinos o gorjeos de los miles de aves que revoloteaban sin cesar entre las coloristas orquídeas o los rutilantes capullos que florecían en la minada de ramas cubiertas de musgo de los soberanos de la floresta. Por último, cuando la noche dejó caer su oscuridad sobre la selva, los monos empezaron a removerse y, al cabo de muy poco, habían formado un amplio círculo alrededor del tambor de barro. Las hembras y los jóvenes formaban, sentados, la delga da línea periférica exterior del círculo, mientras delante de ellos se alineaban los machos adultos. Tres hembras ancianas se sentaron ante el tambor, armada cada una de ellas con su correspondiente y nudosa rama de treinta a cuarenta y cinco centímetros de longitud.
En cuanto la ascendente luna proyectó la plata de sus tenues rayos sobre las copas de los árboles circundantes, las simias empezaron a golpear despacio y suavemente la rimbombante superficie del tambor.
A medida que aumentaba la claridad en el anfiteatro, las hembras incrementaron la frecuencia y el ímpetu de sus golpes, hasta que un rítmico y salvaje estruendo invadió la jungla en un ámbito de varios kilómetros a la redonda. Feroces y gigantescos animales interrumpieron en seco la caza de las presas a las que acosaban, erguidas las orejas y alzada la cabeza, para escuchar el sordo estruendo indicador de que los monos estaban celebrando su
Dum-Dum
.
De vez en cuando, alguna fiera de la jungla lanzaba al aire un chillido agudo o respondía a la salvaje batahola de los antropoides con un rugido desafiante, pero ningún animal selvático se acercó dispuesto a investigar o atacar, porque los gigantescos monos, reunidos con todo el poderío de su número, infundían un respeto profundo a todos los habitantes de la jungla.
Cuando el redoble del tambor alcanzó un volumen casi ensordecedor, Kerchak se colocó de un salto en el centro del claro, entre los machos sentados en cuclillas y las ancianas hembras que batían el tambor.
Erguido en toda su estatura, echó la cabeza hacia atrás y con la vista clavada en la luna, se golpeó el pecho con sus peludas manazas y profirió un escalofriante bramido.
Una, dos, tres veces resonó el grito aterrador a través de las hervientes soledades de aquel mundo indeciblemente vivo y, sin embargo, inconcebiblemente muerto.
Luego, Kerchak se agachó y se deslizó silenciosamente por la explanada, desviándose para no acercarse demasiado al cadáver tendido ante el tambor-altar, aunque, al pasar por delante, clavaba en el simio muerto sus ojillos feroces, perversos e inyectados en sangre.
Otro macho saltó a la arena y, al tiempo que repetía los pavorosos rugidos del rey de la tribu, siguió la estela de éste. Inmediatamente, otro y otro y otro hicieron lo propio, en rápida sucesión, y la selva se saturó con las notas disonantes de los casi ininterrumpidos gritos sanguinarios de los simios.
Era el desafío y el vapuleo.
Cuando los machos adultos se integraron a la línea de los que danzaban en círculo, dio comienzo el ataque.
Kerchak empuñó una de las estacas amontonadas al alcance de todos para tal fin, se lanzó furiosamente hacia el mono muerto y asestó al cadáver un garrotazo tremebundo, al tiempo que emitía gruñidos y gritos de combate. El clamor batiente del tambor se acentuaba, así como la frecuencia del redoble, y los guerreros, tras acercarse a la víctima de la cacería y descargar su golpe con la estaca, se integraban en el demente torbellino de la Danza de la Muerte. Tarzán era uno más de aquella horda de salvajes saltarines. La gracia de su cuerpo musculoso, moreno y bañado en sudor, reluciente a la luz de la luna, destacaba entre las torpes y desmañadas bestias peludas que se movían junto a él.
Ninguno era más ladino que él en aquella pantomima de cacería, ninguno se conducía con más ferocidad que él en el ataque salvaje, ninguno saltaba en el aire más alto que él en aquella Danza de la Muerte.
A medida que se incrementaba la rapidez y el estruendo del tambor, los danzarines empezaron a dar muestras cada vez más evidentes de la embriaguez que les producía aquel ritmo frenético y sus propios gritos salvajes. Multiplicaron sus brincos y saltos, de sus colmillos goteaba la saliva y tenían los labios y el pecho salpicados de espuma.
La extraña danza se prolongó durante media hora, al cabo de la cual, a una indicación de Kerchak, el repique del tambor cesó y las hembras que lo tocaban se escabulleron rápidamente y atravesaron la línea de bailarines para dirigirse a la fila exterior de sentados espectadores. Luego, todos a una, los machos adultos se lanzaron de cabeza sobre el cadáver de la víctima a la que con sus terroríficos estacazos habían convertido ya en una masa de pulpa velluda.
La carne rara vez llegaba a la boca de los monos en cantidades que pudieran considerar satisfactorias, de modo que hundir las mandíbulas y saborear aquella carne fresca constituía para ellos un adecuado colofón a la orgía. Así que su placentero propósito era devorar al extinto enemigo sobre el que proyectaban ahora su atención.
Enormes colmillos se hundieron en el cadáver, del que arrancaron dentellados buenos pedazos. Los monos más fuertes consiguieron los bocados más apetitosos, mientras que los más débiles daban vueltas en la parte exterior del círculo de la partida de rugientes competidores, a la espera de una oportunidad de acercarse e hincar el diente a un despojo que cayera o distraer los restos de un hueso antes de que todo hubiese desaparecido.
Tarzán deseaba y necesitaba comer carne más que los propios simios. Descendiente de una raza de carnívoros, pensaba que nunca, en toda su vida, había saciado su apetito de comida animal. Ahora, su cuerpo flexible y menudo se colaba habilidosamente entre el apretado conjunto de contendientes que forcejeaban y desgarraban. El chico trataba de obtener así, filtrándose entre ellos, una ración que jamás habría podido conseguir mediante la fuerza bruta.
Llevaba al costado el cuchillo de caza de su desconocido padre, envainado en una funda que él mismo se confeccionó tomando como modelo la que ilustraba uno de sus libros-tesoro. Llegó por fin al núcleo de aquel banquete que tan celéricamente estaba desapareciendo y cortó con el afilado cuchillo una porción más generosa de lo que se había atrevido a esperar, un entero antebrazo peludo que sobresalía por debajo de los pies del poderoso Kerchak, quien estaba tan ocupado en la tarea de perpetuar sus prerrogativas reales de glotonería que no llegó a percatarse de aquel delito de
lèse majesté
.
De forma que, bien apretado contra el pecho el horroroso botín, Tarzán retrocedió escurriéndose por debajo de la masa que bregaba encima de la presa. Entre los que daban vueltas infructuosamente en los aledaños de los afortunados devoradores de carne se encontraba el viejo Tublat. Había sido uno de los primeros en llegar al festín, pero se había retirado con un buen trozo y ahora, tras haberlo consumido tranquilamente, se disponía a abrirse camino de nuevo para hacerse con otro pedazo.
Vio a Tarzán emerger de debajo del grupo de afanosos monos batalladores, con el velludo antebrazo apretado firmemente contra el cuerpo.
Los ojillos porcinos de Tublat, juntos e inyectados en sangre, lanzaron fulgurantes rayos de odio al tropezarse con aquel ser al que aborrecía intensamente. También brillaba en ellos la voraz codicia que despertaba en el simio el magnífico bocado que llevaba el muchacho.
Sin embargo, Tarzán vio con idéntica rapidez a su enemigo y adivinó automáticamente las intenciones de la bestia. Dio un salto con toda la ligereza de que fue capaz y trató de refugiarse entre las hembras y los jóvenes, con la esperanza de escapar gracias a su protección.
Pero Tublat le pisaba ya los talones, por lo que Tarzán no tuvo tiempo de encontrar un escondite apropiado, lo que le hizo comprender que lo que se imponía era intentar la huida a toda costa. Se dirigió como un rayo hacia los árboles más próximos y, con ágil salto, se aferró con la mano libre a una de las ramas bajas, se puso entre los dientes el antebrazo del mono muerto y trepó a toda velocidad, seguido de cerca por Tublat.
Continuó ascendiendo hacia la oscilante copa de uno de los más altos monarcas del bosque, donde su perseguidor no se atrevería a subir. Se acomodó allí y procedió a disfrutar de la situación lanzando insultos y burlonas provocaciones a la furibunda bestia que soltaba espumarajos de rabia por la boca quince metros más abajo.
Y entonces Tublat se volvió loco.
Al tiempo que emitía pavorosos bramidos y rugidos, saltó precipitadamente al suelo, entre las hembras y los pequeños, hundió sus formidables colmillos en una docena de tiernas gargantas infantiles y arrancó respetables trozos de carne de las espaldas y pechos de las hembras que se pusieron al alcance de sus garras.
Tarzán contempló aquel frenesí asesino que se desarrollaba al resplandor de la luna. Vio huir a las hembras y a los jóvenes, que se desperdigaron en busca del refugio que ofrecían los árboles. A continuación, los grandes machos que se encontraban en el centro del claro sufrieron en sus carnes los poderosos dientes de su enloquecido congénere y, en cuestión de segundos, se dispersaron y perdieron de vista, engullidos por las negras sombras que proyectaba la fronda de la selva.
En el anfiteatro, cerca de Tublat, sólo quedó una hembra rezagada, que corría con toda la rapidez que le era posible hacia el árbol que ocupaba Tarzán. El feroz Tublat iba a la zaga de la mona.
Era Kala y en cuanto Tarzán observó que Tublat ganaba terreno y no iba a tardar en alcanzarla, rápidamente se dejó caer a plomo, como una piedra, de rama en rama, hacia su madre adoptiva. Kala llegó al pie de las ramas en las que Tarzán se había agazapado, a la espera del resultado de aquella carrera de persecución.
La mona dio un salto y se agarró a una rama baja. Quedó inmediatamente encima de la cabeza de Tublat, que en un tris estuvo de cogerla. Kala hubiera podido ponerse a salvo de no ser porque, con un ominoso chasquido, la rama se quebró y la mona cayó en peso sobre la cabeza de Tublat, al que derribó contra el suelo.
Ambos se incorporaron instantáneamente, pero aunque habían reaccionado con suma presteza, Tarzán fue aún más rápido, de modo que el furioso Tublat se encontró cara a cara con el niño-hombre, que se interponía entre él y Kala.
Nada hubiera podido hacer más feliz al simio que, con un rugido triunfal se echó encima del pequeño lord Greystoke. Pero sus fauces nunca llegaron a cerrarse sobre aquella morena carne color de nogal.
Una mano vigorosa se disparó para hacer presa en la peluda garganta, mientras su compañera hundía repetidamente, hasta una docena de veces, un cuchillo en el amplio pecho del mono. Las puñaladas cayeron como relámpagos y sólo cesaron cuando Tarzán sintió que la figura inerte se desmoronaba a sus pies.
Cuando el cuerpo de Tublat se desplomó sobre el suelo, Tarzán de los Monos posó la planta del pie en el cuello de su eterno enemigo, elevó la vista hacia la luna llena, echó atrás su orgullosa cabeza de adolescente y lanzó al aire el salvaje y terrible grito de su pueblo.
Uno tras otro los miembros de la tribu fueron descendiendo de sus refugios arbóreos y formaron un círculo en torno a Tarzán y su derrotado enemigo. Cuando todos estuvieron allí, Tarzán se volvió hacia ellos.
—¡Soy Tarzán! —proclamó—. ¡Un gran luchador que mata! ¡Todos habéis de respetar a Tarzán de los Monos y a Kala, su madre! ¡Entre vosotros no hay nadie tan poderoso como Tarzán! ¡Que sus enemigos se anden con cuidado!
El joven lord Greystoke clavó la mirada en los aviesos y enrojecidos ojos de Kerchak, se golpeó con los puños el robusto pecho y articuló de nuevo su estentóreo y agudo grito de desafío.
EL CAZADOR EN LA ENRAMADA
A
LA MAÑANA siguiente, tras la nocturna ceremonia del
Dum-Dum
, la tribu emprendió despacio el camino de regreso hacia la costa, a través de la jungla.
Dejaron el cadáver de Tublat tendido en el punto donde cayó, porque el clan de Kerchak no se comía a sus propios muertos.
Era una marcha tranquila y los monos aprovechaban para, al paso, buscar alimento. Encontraban en abundancia palmitos, ciruelas grises, bananas, frutos de escitamíneas, piñas silvestres y, en ocasiones, pequeños mamíferos, pájaros, huevos, reptiles e insectos. Abrían las nueces partiéndolas con sus fuertes quijadas o, si resultaban demasiado duras, golpeándolas con dos piedras.
La vieja Sábor se cruzó una vez en su camino y los obligó a escabullirse hacia la seguridad de las altas enramadas de los árboles, porque si el felino respetaba la superioridad numérica y lo afilado de los colmillos de los monos, éstos tenían en idéntica estima la cruel y temible ferocidad de la leona.
Tarzán estaba sentado en una rama baja, directamente encima del majestuoso y cimbreante cuerpo que avanzaba silenciosamente a través de la densa jungla. El muchacho arrojó una piña a la vieja enemiga de su tribu. El gran felino se detuvo en seco, dio media vuelta y observó la figura que, desde lo alto, se le mofaba provocadoramente.
Sábor sacudió un trallazo al aire con la cola y enseñó los amarillentos colmillos. Frunció los labios al lanzar un escalofriante rugido y en sus hocicos se formaron profundas y amenazadoras arrugas mientras los malévolos ojos se entrecerraban hasta quedar reducidos a dos estrechas líneas que despedían furia y odio a raudales.