Authors: Eiji Yoshikawa
Tras el anuncio de la boda, Tokichiro hizo gala de una timidez desconocida en él hasta entonces. Cuando vecinos y colegas se enteraron de la noticia, le visitaron con regalos, pero él se ruborizaba y hablaba como si intentara salvar su reputación.
—Bueno, no, en realidad no es más que una celebración familiar. Creía que aún era un poco pronto para casarme, pero la familia quiere que la boda tenga lugar lo antes posible.
Nadie sabía que quien había convertido su deseo en realidad era su amigo, Maeda Inuchiyo, el cual no sólo había renunciado a Nene sino que también había inducido al señor Nagoya para que actuara.
—He oído decir que el señor Nagoya lo recomendó. Además, Asano Mataemon ha dado su consentimiento, por lo que de alguna manera el Mono debe de parecerles prometedor.
Así pues, primero entre sus colegas y luego entre las gentes tanto de la clase humilde como de la acomodada, aquel matrimonio aumentó la reputación de Tokichiro y no se extendieron chismorreos maliciosos.
Sin embargo, los chismorreos, buenos o malos, tenían sin cuidado a Tokichiro, para quien lo más importante era informar a su madre en Nakamura. Sin duda había querido ir allí personalmente y hablar con ella de Nene, de su linaje y su carácter, junto con todas las demás cosas. Pero ella le había dicho que sirviera a su señor con diligencia, que la dejara seguir en Nakamura y no se preocupara por ella hasta que hubiera logrado convertirse en una persona importante.
Contuvo su deseo de verla en seguida y se conformó con informarle por carta de los acontecimientos, misivas a las que ella siempre daba respuesta. Lo que satisfacía en especial a Tokichiro era que la noticia de su promoción gradual y su matrimonio con la hija de un samurai, gracias a los buenos oficios de uno de los primos de Nobunaga, había llegado a Nakamura. Y sabía que ahora los aldeanos considerarían de un modo muy distinto a su madre y su hermana.
—Permitidme que os arregle el cabello, señor —dijo Gonzo, que se había presentado con una caja de peines y estaba de rodillas a su lado.
—¿Qué? ¿También he de atarme el cabello?
—Sois el novio y debéis llevar un tocado como es debido.
Después de que Gonzo le arreglara el cabello, Tokichiro salió al jardín.
Entre las ramas de las paulonias empezaban a brillar las estrellas. Aquella noche el novio estaba sentimental. Le rodeaba una gran alegría pero, como cada vez que tenía motivos para sentirse feliz, pensaba en su madre, y por ello había un poso de tristeza en su felicidad. Nuestros deseos no tienen fin. Se consoló pensando que, al fin y al cabo, hay en el mundo personas que carecen de madre.
Tokichiro se metió en la bañera. Aquella noche sería especialmente diligente al lavarse la nuca. Cuando terminó de bañarse, se puso un kimono de algodón liviano y regresó a la casa. Estaba tan llena de gente que resultaba difícil saber si era la suya o la de otro. Preguntándose por qué estaban todos tan atareados, echó un vistazo a la sala y la cocina y finalmente se vio obligado a compartir un rincón de una estancia con los mosquitos y mirar mientras los demás trabajaban.
Unas voces agudas daban órdenes, y les respondían otras voces no menos agudas.
—Coloca todos los accesorios personales del novio encima de su armario ropero.
—Ya lo he hecho. Su abanico y la caja de píldoras también están ahí.
Toda clase de gente iban de un lado a otro apresuradamente. No habría sabido decir quién estaba casado con quién. Aquellas personas no eran parientes próximos, pero todas trabajaban juntas armoniosamente.
El novio, que seguía solo en el rincón, recordaba las caras de aquellas personas y se regocijaba en lo más hondo de su ser. En una habitación, un viejo bullicioso se atenía a las costumbres tradicionales de la adopción de yerno y el desposorio.
—¿Están desgastadas las sandalias del novio? Unas sandalias viejas serían inadmisibles. Ha de entrar en la casa de la novia con unas nuevas. Luego, esta noche, el padre de la novia dormirá sujetando las sandalias y los pies del novio nunca abandonarán la casa.
—La gente ha de tener farolillos de papel —intervino una anciana—. No se puede entrar sin más en la casa de la novia llevando antorchas. Luego los farolillos se entregan a la familia de la novia, y los ponen delante del altar doméstico durante tres días y tres noches.
Se había expresado cariñosamente, como si el novio fuese su propio hijo.
Más o menos por entonces llegó un mensajero a la casa, llevando la primera carta ceremonial de la novia al novio. Una de las mujeres avanzó tímidamente entre los reunidos, sosteniendo una caja de cartas lacada.
—Estoy aquí —dijo Tokichiro desde la terraza.
—Ésta es la primera carta de la novia —dijo la mujer—. Y es costumbre que el novio escriba algo a su vez.
—¿Qué debería escribir?
La mujer soltó una risita pero no le dio instrucciones. Depositaron delante de él papel y un estuche de escritura.
Lleno de perplejidad, Tokichiro cogió el pincel. Nunca había destacado en el cultivo de las letras. Aprendió a escribir en el templo Komyo, y cuando trabajaba en la tienda de cerámica su caligrafía era por lo menos normal. Así pues, no se sentía humillado por tener que escribir algo en público. Sencillamente, no sabía qué decir. Finalmente escribió: «En esta noche agradable, también el novio debería acudir y hablar».
Mostró su obra a la mujer que le había traído el estuche de escritura.
—¿Está bien así?
—Servirá.
—Recibiste una carta de tu marido cuando te casaste, ¿no es cierto? ¿No recuerdas qué te decía?
—No —replicó ella.
Tokichiro se echó a reír.
—Cuando tú misma lo has olvidado, no debe de ser muy importante.
Entonces vistieron al novio con un kimono ceremonial y le dieron un abanico.
La luna brillaba claramente en el cielo nocturno de principios de otoño, y en los portales ardían las antorchas. Encabezaba la comitiva un caballo sin jinete y dos lanceros. Les seguían tres portadores de antorchas y luego el novio, con sandalias nuevas.
No había una espléndida dote con objetos como cofres taraceados, biombos o piezas chinas, pero sí un arcón que contenía una armadura y un guardarropa. Para ser un samurai de aquella época al mando de treinta soldados de infantería, no tenía nada de que avergonzarse. Por el contrario, Tokichiro probablemente sentía cierto orgullo secreto, pues si bien era cierto que ninguna de las personas que le habían ayudado aquella noche y que ahora le acompañaban eran parientes suyos, tampoco las había empleado para que le sirvieran y acompañaran. Habían acudido jubilosamente a la boda como si estuvieran personalmente involucradas.
En los portales de todas las residencias de arqueros del barrio ardían luces brillantes, y todas las puertas estaban abiertas. Aquí y allá habían encendido fogatas, y había gente provista de farolillos de papel que aguardaba en la vivienda de la novia la llegada del novio. Cogiendo a sus niños de la mano, las mujeres saludaban agitando el brazo, y en sus rostros, abrillantados por las luces y las fogatas, se reflejaba la alegría.
En aquel momento llegaron corriendo unos chiquillos desde el cruce.
—¡Ya viene! ¡Ya viene!
—¡Ya viene el novio!
La madre de los niños se apresuró a llamarles y, tras reñirles ligeramente, los retuvo a su lado. La luna bañaba el camino con una luz pálida. El anuncio de los niños había actuado como un heraldo, y desde entonces nadie cruzaba la calle silenciosa.
Dos portadores de antorchas doblaron la esquina. Les seguía el novio. Habían colgado unas campanillas de los jaeces y, con el movimiento del animal, producían unos tintineos que recordaban el chirrido de los grillos. Cinco ayudantes transportaban el arcón con la armadura y las dos lanzas. El espectáculo no estaba nada mal para la categoría del barrio.
El novio tenía un aspecto espléndido. Era un hombre de baja estatura, pero su estampa habría sido apropiada incluso sin prendas elegantes. No era tan feo como para provocar chismorreos ni parecía un hombre ensoberbecido por su inteligencia. Si alguien hubiera preguntado a los espectadores qué clase de hombre creían que era, probablemente todos habrían dicho que era un individuo normal y corriente y un marido apropiado para Nene.
—Bienvenido, bienvenido.
—¡Que entre el novio!
—¡Felicidades!
Los familiares y amigos que aguardaban cerca del portal de Mataemon saludaron a Tokichiro, sus rasgos momentáneamente abrillantados por la luz oscilante.
—Entra, por favor.
El novio fue conducido a una habitación aislada, donde tomó asiento. La casa era pequeña, con sólo seis o siete habitaciones. Los ayudantes estaban al otro lado de la puerta corredera. Frente al estrecho jardín se alzaba la cocina, desde donde le llegaban los sonidos producidos al lavar la vajilla y el olor de comida cocinada.
Tokichiro no lo había notado demasiado cuando caminaba por las calles, pero ahora que estaba sentado percibía los fuertes latidos de su corazón y tenía la boca seca. Se quedó sentado en aquella estancia, casi como si le hubieran olvidado. Con todo, habría sido inoportuno que incumpliera las leyes del decoro, por lo que resolvió seguir allí sentado en una actitud digna tanto si alguien le veía como si no.
Por suerte, Tokichiro no solía aburrirse. Cierto que, como novio que no tardaría en reunirse con su novia, no tenía ningún motivo para ceder al hastío. Pero aun así, en algún momento se olvidó por completo de la boda y se entregó a una ensoñación que no estaba relacionada lo más mínimo con la inminente ceremonia. Su mente emprendió el vuelo hacia una dirección absurda en sus circunstancias presentes: el castillo de Okazaki. ¿Qué estaba sucediendo allí? Últimamente esta cuestión le preocupaba más que cualquier otra cosa. En vez de preguntarse cómo le hablaría su novia a la mañana siguiente o el aspecto que tendría cuando le saludara, sus pensamientos se concentraban en esos temas ajenos.
¿Se pondría el castillo de Okazaki al lado de los Imagawa? ¿Se aliaría con el clan Oda? Una vez más, el camino del destino se bifurcaba. El año anterior, tras la terrible derrota del clan Imagawa en Okehazama, el clan Tokugawa había contemplado tres posibilidades distintas. ¿Debían seguir apoyando a los Imagawa? ¿Debían seguir sin alinearse tanto con los Imagawa como con los Oda y afirmar ahora audazmente su independencia? ¿O deberían seguir el camino de la alianza con los Oda? Tendrían que elegir una de estas tres alternativas más tarde o más temprano. Durante muchos años el clan Tokugawa había sido una especie de planta parásita cuya existencia dependía del gran árbol de los Imagawa.
Sin embargo, la raíz y el tronco mismos de esa relación habían sido abatidos en Okehazama. Su propia fuerza era todavía insuficiente, pero tras la muerte de Imagawa Yoshimoto, los Tokugawa difícilmente podían confiar en el heredero de Yoshimoto, Ujizane. Tal era toda la información procedente ya de rumores ya de conversaciones acertadas a oír desde cierta distancia entre los servidores de mayor rango, pero Tokichiro estaba muy interesado y preocupado por el problema.
«Ahora vamos a ver de qué está hecho Tokugawa Ieyasu», se dijo. Estaba más interesado que otros por ese señor del castillo de Okazaki. Tokichiro consideraba que, si bien Ieyasu era por su nacimiento señor de un castillo y una provincia, había sufrido incluso más desdichas que él. Cuanto más conocía de la vida de Ieyasu, tanto más simpatizaba con él. Sin embargo, Ieyasu era todavía muy joven, ya que aquel mismo año cumpliría los diecinueve. En la época de la batalla de Okehazama había estado al frente de la vanguardia de Yoshimoto, y su intervención en la captura de Washizu y Marune había sido admirable. Su decisión de retirarse a Mikawa cuando supo que Yoshimoto había muerto también fue admirable. Ieyasu tenía una buena reputación dentro de la facción Oda y, más adelante, en Kiyosu. Así pues, estaba dando mucho que hablar. Ahora Tokichiro reflexionaba en la postura que adoptarían finalmente Ieyasu y el castillo de Okazaki.
—¿Estáis ahí, honorable novio?
Se abrió la puerta corredera y Tokichiro volvió a la realidad inmediata, es decir, volvió a su papel de novio.
Niwa Hyozo, un servidor del señor Nagoya, entró con su esposa. Iban a actuar como mediadores.
—Vamos a llevar a cabo la ceremonia
tokoroarawashi
—le dijo Hyozo—, así que, por favor, esperad aquí un poco más.
Tokichiro estaba confuso.
—¿Tokoroara... qué?
—Es una antigua ceremonia en la que los padres y los familiares de la novia acuden para ver al novio por primera vez.
Entonces intervino la esposa de Niwa.
—Sentaos, por favor —dijo a Tokichiro y, abriendo la puerta corredera, hizo una seña a las personas que habían estado aguardando en la habitación contigua.
Los primeros en entrar y ofrecer su salutación fueron los suegros, Asano Mataemon y su esposa. Aunque todos se conocían bien, siguieron la ceremonia al pie de la letra. Al ver aquellos dos rostros tan familiares, Tokichiro se sintió mucho más relajado y movió una mano torpemente como si quisiera rascarse la cabeza.
Entonces se presentó una muchacha encantadora de quince o dieciséis años, la cual inclinó la cabeza y dijo tímidamente:
—Soy la hermana de Nene, Me llamo Oyaya.
Tokichiro se quedó perplejo. Aquella muchacha era incluso más hermosa que Nene. Y no sólo eso, sino que hasta entonces él no había sabido que su novia tenía una hermana menor. ¿En qué parte profunda de la estrecha casa de un guerrero habría sido cuidada aquella bella flor?
—Bien..., yo..., muy agradecido. Soy Kinoshita Tokichiro y el destino me ha traído aquí. Encantado de conocerte.
Oyaya le miraba a hurtadillas con una expresión infantil, como si no estuviera del todo segura de que aquél era el novio a quien debería llamar «hermano mayor», pero otro pariente apareció en seguida detrás de ella. Entraron uno tras otro y hablaron con él. Eran tantas las presentaciones al mismo tiempo que Tokichiro confundió en seguida las relaciones entre tíos paternos, sobrinas y primos hermanos, y se preguntó cuántos parientes tenía Nene.
Pensó que esa circunstancia podría resultar molesta más adelante, pero la repentina aparición de una guapa cuñada y unos parientes amables mejoró su estado de ánimo. Por su parte tenía pocos familiares, pero le encantaban las multitudes y una familia bulliciosa, alegre y risueña era lo ideal.