Nadie nos detuvo cuando nos acercamos al complejo real, pero había seis guardias con capas negras en la puerta de la casa, y me negué a permitir que Alfredo se acercara a ellos.
—Van a ver vuestro rostro ensangrentado y terminar la faena que otros empezaron.
—Pues por lo menos déjame ir a la iglesia.
—¿Queréis rezar? —pregunté sarcástico.
—Sí —respondió él sin más.
Intenté detenerlo.
—Si morís allí —dije—, Iseult también morirá.
—Eso no fue culpa mía —me dijo.
—Sois el rey, ¿no?
—El obispo pensaba que te unirías a los daneses —dijo—, y los demás estaban de acuerdo.
—No me quedan amigos entre los daneses —dije— Eran vuestros rehenes y murieron.
—Pues rezaré por sus almas paganas —respondió, y de un tirón se liberó de mí y se dirigió a la puerta de la iglesia, donde instintivamente se quitó la capucha por respeto. Se la volví a poner, para ocultar sus moratones. No se resistió, pero abrió la puerta y se persignó.
La iglesia estaba siendo utilizada como refugio por más hombres de Guthrum. Había jergones de paja, montones de cotas de malla, armas apiladas, y una veintena de hombres y mujeres reunidos alrededor de una hoguera recién encendida en la nave. Jugaban a los dados y nadie mostró el menor interés por nuestra llegada hasta que alguien gritó que cerráramos la puerta.
—Nos marchamos —le dije a Alfredo—. No podéis rezar aquí.
No respondió. Miraba reverencialmente el lugar donde había estado el altar: ahora había media docena de caballos amarrados.
—¡Nos marchamos! —insistí.
Y entonces una voz me detuvo. Era una voz de completa sorpresa y vi a uno de los jugadores de dados ponerse en pie y quedarse mirándome. Un perro corrió desde las sombras y empezó a saltar de arriba abajo, intentando chuparme, y vi que el perro era
Nihtgenga
y que el hombre que me había reconocido era Ragnar. El conde Ragnar, mi amigo.
Un amigo al que yo creía muerto.
Ragnar me abrazó. Ambos llorábamos y por un momento ninguno pudo hablar, aunque conservé suficiente buen juicio para mirar atrás y asegurarme de que Alfredo se encontraba a salvo. Estaba agachado junto a la puerta, oculto en las sombras de una bala de lana, con la capucha tapándole la cara.
—¡Pensaba que habías muerto! —le dije a Ragnar.
—Esperaba que vinieras —me dijo al mismo tiempo, y durante un rato los dos hablamos y ninguno escuchó; entonces Brida salió del fondo de la iglesia y la contemplé, vi una mujer en lugar de una niña, y ella se rió al verme y me dio un decoroso beso.
—Uhtred… —dijo mi nombre como una caricia. Habíamos sido amantes en el pasado, aunque entonces no éramos mucho más que niños. Era sajona, pero había elegido a los daneses para estar con Ragnar. Las demás mujeres de la sala iban adornadas con plata, granates, azabache, ámbar y oro, pero Brida no llevaba otras joyas que un peine de marfil que le sujetaba el espeso pelo negro en un moño—. Uhtred… —repitió en un susurro.
—¿Por qué no estás muerto? —le pregunté a Ragnar. Había sido rehén, y las vidas de los rehenes estaban perdidas desde el mismo momento en que Guthrum cruzó la frontera.
—Le gustábamos a Wulfhere —contestó Ragnar. Me rodeó los hombros con un brazo y me llevó hacia la hoguera del centro, donde crepitaban las llamas—. Este es Uhtred —anunció a los jugadores de dados—. Un sajón, lo que le convierte en escoria, por supuesto, pero también es mi amigo y mi hermano. ¡Cerveza y vino! —Señaló unas jarras—. Wulfhere nos perdonó la vida.
—¿Y vosotros a él?
—¡Por supuesto que se la perdonamos! Está aquí. Celebrando con Guthrum.
—¿Wulfhere? ¿Es prisionero?
—¡Es un aliado! —exclamó Ragnar, metiéndome una jarra en la mano y obligándome a sentarme junto al fuego—. Ahora está con nosotros. —Sonrió, y yo estallé en carcajadas por la pura alegría de verlo vivo. Era un hombre grande, de cabellos dorados, un rostro sincero, y tan lleno de picardía, vida y amabilidad como el de su padre—. Wulfhere hablaba con Brida —prosiguió Ragnar—, y a través de ella conmigo. Nos gustábamos. Es difícil matar a un hombre que te gusta.
—¿Lo convenciste para que cambiara de bando?
—No necesité demasiada persuasión —contestó Ragnar—. Veía que íbamos a ganar, y cambiando de bando ha podido conservar sus tierras, así que… ¿Te vas a beber esa cerveza o te vas a quedar mirándola?
Fingí beber, tirándome la cerveza por la barba, y recordé a Wulfhere diciéndome que, cuando los daneses llegaran, todos tendríamos que buscar un modo de seguir con vida. ¿Pero Wulfhere? ¿El primo de Alfredo y
ealdorman
de Wiltunscir? ¿Había cambiado de bando? ¿Y cuántos de los
thane
habían seguido su ejemplo y servían ahora a los daneses?
—¿Quién es ése? —preguntó Brida. Miraba a Alfredo. Estaba en la sombra, pero había algo profundamente misterioso y raro en el modo en que se agachaba en silencio.
—Un criado —dije.
—Se puede acercar a la hoguera.
—No puede —espeté—. Lo estoy castigando.
—¿Qué has hecho? —le preguntó Brida en inglés. Alzó la cabeza y la miró, pero la capucha lo ocultaba.
—Habla, cabrón —le dije—, y te azoto hasta verte los huesos. —Apenas le veía los ojos bajo la capucha—. Me ha insultado. —Hablaba de nuevo en danés—. Le he hecho jurar silencio, y por cada palabra que pronuncie recibirá diez latigazos.
Eso los satisfizo. Ragnar se olvidó del extraño sirviente encapuchado y me contó que había convencido a Wulfhere para que enviara un mensajero a Guthrum prometiéndole que dejaría con vida a los rehenes; Guthrum había avisado a Wulfhere de cuándo tendría lugar el ataque, y así se aseguraba de que el
ealdorman
tendría suficiente tiempo para apartar a los rehenes de la venganza de Alfredo. Ese, pensé, era el motivo por el que Wulfhere había desaparecido tan pronto la mañana del ataque. Sabía que venían los daneses.
—Lo llamáis aliado —dije—. ¿Lo convierte eso en amigo, o sólo en un hombre que luchará por Guthrum?
—Es un aliado —repuso Ragnar—, y ha jurado luchar por nosotros. Por lo menos ha jurado luchar por el rey sajón.
—¿El rey sajón? —pregunté confundido—. ¿Alfredo?
—No, Alfredo no. El rey auténtico. El chico que era hijo del otro rey.
Ragnar se refería a Etelwoldo, que había sido el heredero del hermano de Alfredo, el rey Etelredo, y por supuesto los daneses querían a Etelwoldo. Cada vez que capturaban un reino sajón, designaban a un sajón como rey, y eso proporcionaba a su conquista un velo de legalidad, aunque el sajón nunca duraba demasiado. Guthrum, que ya se llamaba a sí mismo rey de la Anglia Oriental, quería ser también rey de Wessex, pero si ponía a Etelwoldo en el trono podría atraer a otros sajones del oeste, que se convencerían de que luchaban por el auténtico heredero. Y en cuanto la batalla hubiera terminado y el dominio danés se hubiese consolidado, matarían discretamente a Etelwoldo.
—¿Pero Wulfhere luchará por vosotros? —insistí.
—¡Por supuesto que lo hará! Si quiere mantener sus tierras —contestó Ragnar, después hizo una mueca—. ¿Pero qué lucha? ¡Estamos aquí sentados como borregos sin hacer nada!
—Es invierno.
—La mejor época para luchar. No hay nada más que hacer. —Quería saber dónde había estado desde Yule, y le conté que me había ocultado en Defnascir. Supuso que me había asegurado de que mi familia estuviera a salvo, y también supuso que había venido a Cippanhamm para unirme a él—. ¿No le habrás jurado lealtad a Alfredo, eh? —preguntó.
—¿Quién sabe dónde está Alfredo? —evité la pregunta.
—Pero se la juraste —me dijo con tono de reproche.
—Se la juré —contesté, y era cierto—, pero sólo durante un año, y ese año hace mucho que ha terminado. —Eso no era mentira; sencillamente, no le conté a Ragnar que le había vuelto a prestar juramento.
—¿Así que puedes unirte a mí? —me preguntó ansioso— ¿Me jurarás lealtad?
Me tomé la pregunta a la ligera, pero lo cierto es que me preocupaba.
—Quieres mi juramento —le pregunté—, ¿para que me siente aquí como una oveja sin hacer nada?
—Hacemos algunas expediciones —repuso Ragnar defendiéndose—, y mis hombres guardan el pantano. Allí es donde está Alfredo. En los pantanos. Pero Svein acabará sacándolo de allí. —Así que Guthrum y sus hombres aún no habían oído que la flota de Svein había sido reducida a cenizas.
—¿Y por qué estáis aquí sentados sin hacer nada? —le pregunté.
—Porque Guthrum no quiere dividir su ejército —repuso Ragnar. Casi sonreí, porque recordé al abuelo de Ragnar aconsejarle a Guthrum que jamás volviera a dividir su ejército. Eso fue lo que hizo en la colina de Æsc, y aquella fue la primera victoria de los sajones del oeste contra los daneses. Lo había vuelto a hacer al abandonar Werham para atacar Exanceaster, y la parte de su ejército que fue por el mar quedó totalmente destruida por la tormenta—. Le he dicho —prosiguió Ragnar— que deberíamos dividir el ejército en doce partes. Tomar una docena más de ciudades y dotarlas de guarnición. Deberíamos capturar todas las ciudades del sur de Wessex, pero no quiere escucharme.
—Guthrum ha afianzado el norte y el este —repuse, como si defendiera su estrategia.
—¡Y deberíamos tener el resto! Pero lo que hacemos es esperar hasta la primavera con la esperanza de que se nos unan más hombres. Cosa que harán. Aquí hay tierra, buena tierra. Mejor que la del norte. —Parecía haberse olvidado del asunto de mi juramento. Sabía que querría que me uniera a él, pero se puso a hablar de lo que ocurría en Northumbria. Me explicó cómo nuestros enemigos, Kjartan y Sven, prosperaban en Dunholm, y cómo aquel padre e hijo no se atrevían a abandonar la fortaleza por miedo a la venganza de Ragnar. Habían capturado a su hermana y, por lo que Ragnar sabía, aún la mantenían en su poder, y Ragnar, como yo, había jurado matarlos. No tenía ninguna noticia de Bebbanburg, aparte de que mi traicionero tío seguía con vida y aún en la fortaleza—. Cuando terminemos con Wessex —me prometió Ragnar—, regresaremos al norte. Tú y yo juntos. Llevaremos nuestras espadas a Dunholm.
—Por las espadas en Dunholm —dije, y levanté mi jarra de cerveza.
No bebí demasiado, o si lo hice, pareció no tener demasiado efecto. Estaba pensando, allí sentado, que con una sola frase podía acabar con Alfredo para siempre. Podía traicionarlo; podría llevarlo ante Guthrum y después observar mientras moría. Guthrum incluso me perdonaría los insultos a su madre si le entregaba a Alfredo, y de ese modo podría acabar con Wessex, pues sin Alfredo, no habría nadie por quien el
fyrd
se reuniera. Podía quedarme con mi amigo Ragnar, podía ganar más brazaletes, hacerme un nombre que celebrarían en todos los lugares donde llegaran los alargados barcos de los hombres del norte, y sólo me costaría una frase.
Y qué tentado me sentí aquella noche en la iglesia real de Cippanhamm. Qué alegría hay en el caos. Si se metieran todos los males del mundo tras una puerta y se les dijera a los hombres que jamás de los jamases abriesen la puerta, la abrirían igualmente, porque en la destrucción hay alegría pura. En un momento determinado, en que Ragnar se partía de risa y me daba palmadas en el hombro tan fuerte que me dolía, casi noté las palabras formándose en mi lengua. «Ese es Alfredo», le habría dicho, señalándolo, y mi mundo habría cambiado por completo e Inglaterra dejaría de existir. Con todo, en el último momento, cuando tenía la primera palabra en la boca, me la tragué. Brida me observaba, con sus sagaces ojos tranquilos, la miré y pensé en Iseult. En uno o dos años, Iseult tendría el mismo aspecto que Brida. Poseían la misma belleza tensa, el mismo color oscuro, la misma llama ardiente en el alma. Si hablaba, pensé, Iseult moriría, y no podía soportarlo. Y pensé en Æthelflaed, la hija de Alfredo, y supe que la convertirían en esclava, y también supe que los pocos sajones que quedaran, cada vez que se reunieran junto a sus hogueras en el exilio, maldecirían mi nombre. Sería para siempre
Uhtredcerwe,
el hombre que destruyó un pueblo.
—¿Qué ibas a decir? —preguntó Brida.
—Que jamás hemos tenido un invierno tan frío en Wessex.
Se me quedó mirando, sin creer mi respuesta. Después sonrió.
—Dime, Uhtred —hablaba en inglés—. Si pensabas que Ragnar estaba muerto, ¿por qué has venido aquí?
—Porque no sé a qué otro lugar dirigirme —repuse.
—¿Y viniste aquí? ¿Donde está Guthrum, a quien has insultado?
Así que eso sí lo sabían. No me lo esperaba y un escalofrío de miedo me recorrió el cuerpo. No dije nada.
—Guthrum te quiere muerto —dijo esta vez en danés.
—No lo dice en serio —contestó Ragnar.
—Sí lo dice en serio —insistió Brida.
—Bueno, no voy a permitir que mate a Uhtred —repuso Ragnar—. ¡Ahora estás aquí! —Me dio una palmada en la espalda y miró con dureza a sus hombres, como retándoles a que se atrevieran a ir con el cuento de que acababa de aparecer a Guthrum. Nadie se movió, pero estaban casi todos borrachos y algunos directamente dormidos.
—Ahora estás aquí —dijo Brida—, pero no hace demasiado estabas luchando por Alfredo e insultando a Guthrum.
—Iba de camino a Defnascir —dije, como si eso explicara algo.
—Pobre Uhtred —dijo Brida. Acarició con la mano derecha el pelo blanquinegro del cuello de
Nihtgenga
—. Y yo que pensaba que serías un héroe para los sajones.
—¿Un héroe? ¿Por qué?
—¿El hombre que mató a Ubba?
—Alfredo no quiere héroes —dije, en voz suficientemente alta para que lo oyera—, sólo santos.
—¡Pues cuéntanos lo de Ubba! —pidió Ragnar, así que tuve que describir la muerte de Ubba, y los daneses, que adoran una buena historia de batalla, querían todos los detalles. Conté la historia bien, convirtiendo a Ubba en un gran héroe que casi había destruido el ejército sajón, dije que luchó como un dios, y conté cómo rompió nuestro muro de escudos con su gran hacha. Describí la quema de los barcos, el humo sobre la carnicería de la batalla, como una nube que llegara de los infiernos, y les narré cómo me encontré frente a Ubba en su carga victoriosa. Aquello no era cierto, por supuesto, y los daneses sabían que no lo era. No me encontré frente a Ubba, sino que fui a buscarlo. Pero cuando se cuenta una historia hay que aderezarla con modestia, y los oyentes, comprendiendo aquella costumbre, murmuraron su aprobación.