—No veo la barcaza —dijo Iseult.
—Por allí —respondí, pero no estaba seguro porque la luz disminuía y nuestra embarcación estaba atada entre un fondo de juncos. En aquel momento saltábamos desde un pedazo de tierra seca a otro, la marea seguía subiendo y la tierra seca disminuía, de modo que acabamos chapoteando. El viento seguía trayendo más agua.
Las mareas son poderosas, sobre todo en el Saefern. Podrías construir una casa con la marea baja y verla desaparecer bajo las olas con la pleamar. Las islas aparecen con la marea baja, islas de diez metros de altura que desaparecen al llegar las aguas, y esa marea no dejaba de subir, veloz y helada, hasta que Iseult empezó a tropezar y yo tuve que cargarla como si fuera una niña. Me costaba mucho, el sol se ponía tras las nubes del oeste y se me antojaba un mar helado infinito. Y entonces, quizá porque caía la noche, o quizá porque Hoder, el dios ciego de la noche, estaba de buenas conmigo, vi la barcaza tirando de su cuerda.
Metí a Iseult dentro y subí a ella por la borda más baja. Corté la cuerda, después me derrumbé, helado, mojado y asustado, y dejé que la corriente se llevara la barcaza.
—Tienes que regresar a la hoguera —me reprendió Iseult. Deseé haberme traído al hombre de los pantanos, pues tenía que encontrar la ruta; fue un viaje largo y frío a la última luz del día. Iseult se agachó a mi lado y escrutó las aguas, donde sobresalía una colina pronunciada junto a la orilla este.
—Eanflaed me ha dicho que esa colina es Avalón —dijo con tono reverente.
—¿Avalón?
—Donde Arturo está enterrado.
—Pensaba que creías que estaba dormido.
—Duerme —repuso con vehemencia—. Duerme en su tumba con sus guerreros. —Contempló la distante colina, que parecía brillar porque estaba iluminada por el último y perdido rayo de sol del día, que perforaba las nubes del oeste, del color de las brasas—. Arturo —dijo en un susurro—. Fue el mejor rey de todos. Tenía una espada mágica. —Me contó las historias de Arturo: cómo había sacado su espada de una piedra, cómo condujo a los mejores guerreros a la batalla, y pensé que sus enemigos habíamos sido nosotros, los sajones, pero Avalón estaba ahora en Inglaterra y me pregunté si, en unos cuantos años, no recordarían también los sajones a sus reyes perdidos asegurando lo grandes que eran mientras nos gobernaban los daneses. Cuando el sol se puso, Iseult empezó a cantar en voz baja en su propia lengua, pero me contó que la canción hablaba de cómo Arturo había colocado una escalera en la luna y tejido un paño de estrellas para hacerle una capa a su reina, Ginebra. Su voz nos condujo a través del agua crepuscular, entre juncos, y detrás de nosotros las hogueras de los guardias daneses se desvanecieron en la invasora oscuridad. A lo lejos aulló un perro, el viento suspiró helado y una llovizna empezó a picotear el negro lago.
Iseult dejó de cantar al aproximarnos a Brant.
—Va a haber una gran batalla —dijo en voz muy queda. Sus palabras me sorprendieron, y pensé que seguía pensando en Arturo e imaginando que el rey durmiente surgiría de su lecho de tierra entre pedazos de suelo y acero—. Una batalla junto a una colina —prosiguió—, una colina empinada, y habrá un caballo blanco, la ladera se teñirá de sangre y los daneses huirán de los
sais
.
Los
sais
éramos nosotros, los sajones.
—¿Lo has soñado? —le pregunté.
—Lo he soñado —respondió.
—¿Así que es cierto?
—Es el destino —repuso, yo la creí y, justo entonces, la proa de la barcaza rasgó la orilla de la isla.
Estaba negro como la pez, pero se veían las hogueras para ahumar de la playa, y a su débil luz encontramos el camino de vuelta hasta la casa de Elwide. Estaba construida con troncos de aliso, cubierta con juncos, y encontré a Alfredo sentado junto al hogar central con la mirada ausente en las llamas. Elwide, los dos soldados y el hombre de los pantanos estaban todos pelando anguilas al otro extremo de la cabaña, tres de los hijos de la viuda tejían ramas de sauce para convertirlas en trampas, y el cuarto destripaba un enorme lucio.
Me agaché junto al fuego, con la esperanza de que su calor diera algo de vida a mis piernas congeladas.
Alfredo parpadeó, como si le sorprendiera verme.
—¿Los daneses? —preguntó.
—Se han adentrado en el país —contesté—. Han dejado unos sesenta o setenta hombres vigilando los barcos. —Me acerqué al fuego, temblando, preguntándome si alguna vez volvería a sentir calor.
—Aquí hay comida —comentó Alfredo vagamente.
—Bien —le dije—, porque estamos hambrientos.
—No, quiero decir que hay comida en los pantanos —repuso—. Suficiente comida para alimentar un ejército. Podemos atacarles, Uhtred, reunir hombres y atacarles. Pero no es suficiente. He estado pensando. He pasado todo el día pensando. —Tenía mejor aspecto, parecía no sufrir tanto, y sospeché que había deseado tener tiempo para pensar y lo había encontrado en aquella cabaña maloliente—. No voy a huir —dijo con firmeza—. No voy a ir al reino de los francos.
—Bien —respondí, aunque tenía tanto frío que en realidad me costaba escucharle.
—Nos vamos a quedar aquí —prosiguió—, reuniremos un ejército y recuperaremos Wessex.
—Bien —repetí. Olía a quemado. El hogar estaba rodeado de piedras planas, Elwide había puesto una docena de tortitas de avena encima y los bordes junto a las llamas habían empezado a ennegrecerse. Aparté una, pero Alfredo me puso mala cara y me indicó que me detuviera, no fuera a distraerlo.
—El problema —dijo— es que no puedo permitirme una pequeña guerra.
Yo no veía qué otro tipo de guerra podía permitirse, pero me lo guardé para mí.
—Cuanto más tiempo se queden los daneses —dijo—, más firmemente se asentarán. Los hombres empezarán a prestarle juramento a Guthrum. No voy a permitirlo.
—No, señor.
—Así que hay que derrotarlos. —Hablaba con tono sombrío—. No vencerlos, Uhtred, ¡derrotarlos!
Pensé en el sueño de Iseult, pero no dije nada. Recordé en cuántas ocasiones había firmado la paz Alfredo con los daneses en lugar de enfrentarse a ellos, y seguí callado.
—En primavera —prosiguió—, tendrán más hombres y se extenderán por Wessex hasta que, al final del verano, no quede nada de Wessex. Así que tenemos que hacer dos cosas. —Me informaba en la misma medida en que pensaba en voz alta—. Primera —y extendió un largo dedo—, tenemos que evitar que dispersen sus ejércitos. Tienen que enfrentarse a nosotros aquí. Hay que mantenerlos cerca para que no puedan enviar pequeñas bandas por el país y hacerse con nuestros dominios. —Eso tenía sentido. En aquel momento, por lo que había oído de la tierra al otro lado del pantano, los daneses estaban asaltando todo Wessex. Iban rápido, y se hacían con todo el botín de que eran capaces antes de que pudieran arrebatárselo otros hombres, pero en pocas semanas empezarían a buscar lugares donde asentarse. Manteniendo su atención en el pantano, Alfredo confiaba en detener aquel proceso—. Y mientras están pendientes de nosotros, hay que reunir al
fyrd
.
Me lo quedé mirando. Yo había hecho cálculos de que se quedaría en el pantano hasta que los daneses se nos merendaran o reuniéramos suficientes fuerzas para recuperar una comarca, y después otra, y otra, un proceso que llevaría años, pero su visión era mucho más grandiosa. Reuniría el ejército de Wessex bajo las narices de los daneses y lo recuperaría todo de golpe otra vez. Era como un juego de dados, y había decidido reunir todo lo que poseía, por poco que fuera, y apostarlo a una sola tirada.
—Les obligaremos a enfrentarse en una enorme batalla —prosiguió en tono lúgubre—, y con la ayuda de Dios los destruiremos.
Se oyó un grito repentino. Alfredo, como sobresaltado de un ensueño, alzó la vista, pero demasiado tarde, porque Elwide estaba de pie encima de él, gritando que le había quemado las tortitas.
—¡Os he dicho que las vigilarais! —le gritó, y en medio del ataque de ira, abofeteó al rey con una anguila pelada. El golpe sonó a chapoteo, y llegó con suficiente fuerza como para tumbar a Alfredo de lado. Los dos soldados se pusieron en pie, echando mano a las espadas, pero yo los detuve con un gesto mientras Elwide recuperaba las tortitas quemadas de las piedras—. ¡Os he dicho que las vigilarais! —chilló, y Alfredo, tumbado donde había caído empezó a gemir de un modo que tomé por llanto, pero después comprendí que era risa. No podía parar de reír, lloraba de risa, tan feliz como no lo había visto nunca.
Pues tenía un plan para recuperar su reino.
* * *
La guarnición de Æhelingaeg contaba ya con setenta y tres hombres. Alfredo se trasladó allí con su familia y envió a seis de los hombres de Leofric a Brant, armados con hachas y con órdenes de construir un faro. Durante aquellos días estuvo en su mejor momento, calmado y seguro; el pánico y la desesperación de las primeras semanas de enero habían sido barridos por su creencia irracional de que iba a recuperar su reino antes de que el verano tocara la tierra. También le alegró muchísimo la llegada del padre Beocca, quien llegó cojeando desde el embarcadero, con la cara reluciente de alegría, para postrarse a los pies del rey.
—¡Vivís, señor! —dijo Beocca, agarrándose a los tobillos del rey—. ¡Alabado sea Dios porque estáis vivo!
Alfredo le hizo levantarse, lo abrazó, ambos lloraron, y al día siguiente, un domingo, Beocca dio un sermón que no pude evitar escuchar porque tuvo lugar al aire libre, bajo un cielo claro y frío; la isla de Æthelingaeg era demasiado pequeña para escapar a la voz del cura. Beocca contó cómo David, rey de Israel, se había visto obligado a huir de sus enemigos, cómo se había refugiado en la cueva de Adulam, y cómo Dios lo había guiado de vuelta a Israel para vencer a sus oponentes.
—¡Ésta es nuestra Adulam! —exclamó Beocca, señalando con la mano buena los tejados de paja de la isla—. ¡Y éste nuestro David! —señalando al rey—. ¡Y Dios nos conducirá a la victoria!
—Es una pena padre —le dije a Beocca más tarde—, que no estuvierais tan beligerante hace dos meses.
—Me alegro —respondió como si no fuera con él la cosa— de encontrarte en el favor del rey.
—Ha descubierto el valor —contesté— de los cabrones asesinos como yo, así que a lo mejor aprende a desconfiar del consejo de cabrones lloricas como vos, que le dijeron que podríamos derrotar a los daneses rezando.
Dio un respingo ante el insulto, después miró con desaprobación a Iseult.
—¿Tienes noticias de tu esposa y de tu hijo?
—Ninguna.
Beocca tenía algunas noticias, pero ninguna de Mildrith. Había huido al sur tras la invasión de los daneses, y había logrado llegar hasta Dornwaraceaster, en Thornsaeta, donde encontró refugio con algunos monjes. Los daneses llegaron allí, pero los monjes habían sido avisados y se ocultaron en una antigua fortaleza que quedaba cerca de la ciudad. Los daneses saquearon Dornwaraceaster, y se llevaron plata, monedas y mujeres. Después se desplazaron hacia el este y, poco más tarde, Huppa,
ealdorman
de Thornsaeta, llegó a la ciudad con cincuenta guerreros. Huppa había puesto a los monjes y ciudadanos a reparar las antiguas murallas romanas.
—Por el momento están a salvo —me contó Beocca—, pero no hay suficiente comida si los daneses regresan y la sitian. —Después Beocca oyó que Alfredo estaba en los grandes pantanos y emprendió el viaje solo, aunque durante el último día de camino conoció a seis soldados que también iban en busca de Alfredo, y terminó el viaje con ellos. No traía noticias de Wulfhere, pero le habían contado que Odda
el Joven
andaba en alguna parte cerca del nacimiento del Uisc, en una vieja fortaleza construida por las gentes antiguas. Beocca no había visto daneses en su viaje—. Están por todas partes —dijo en tono funesto—, pero gracias a Dios, no hemos visto ninguno.
—¿Es Dornwaraceaster un sitio grande? —pregunté.
—Bastante. Y tiene tres hermosas iglesias, ¡tres!
—¿Y mercado?
—Sin duda, era próspero antes de que llegaran los daneses.
—¿Y los daneses no se quedaron allí?
—Ni tampoco en Gifle —contestó—, y aquél es un lugar divino.
Guthrum había sorprendido a Alfredo, derrotado a las fuerzas en Cippanhamm, y empujado al rey a ocultarse, pero para mantener Wessex debía hacerse con todas sus ciudades amuralladas, y si Beocca había podido caminar tres días por el país sin ver daneses, eso sugería que Guthrum no poseía suficientes hombres para conservar todo lo que había ocupado. Podía traer más hombres de Mercia y de la Anglia Oriental, pero corría el riesgo de que aquellos lugares se levantaran contra sus debilitados señores daneses, así que Guthrum no tenía más remedio que esperar a que llegaran más barcos de Dinamarca. Mientras tanto, supimos entonces, había puesto guarniciones en Baóum, Readingum, Mserlebeorg y Andefera. Sin duda, no eran sus únicos bastiones, y Alfredo sospechaba, con razón, como nos dijeron más tarde, que buena parte del este de Wessex estaba en sus manos, aunque grandes extensiones de territorio seguían libres de enemigos. Los hombres de Guthrum asaltaban aquellos territorios, pero no poseían fuerza suficiente para dotar de guarniciones a ciudades como Wintanceaster, Gifle, o Dornwanceaster. A principios de verano, Alfredo lo sabía, llegarían más barcos cargados de daneses, así que tenía que atacar antes, y con esa intención, el día después de la llegada de Beocca convocó un Consejo.
Había ya suficientes hombres en Æthelingaeg para que prevaleciera cierta formalidad real. Ya no encontraba a Alfredo sentado fuera de una cabaña por la tarde, sino que tenía que pedirle audiencia. El lunes que celebró el Consejo, ordenó que se convirtiera una gran casa en una iglesia: la familia que vivía allí fue desalojada y algunos de los soldados recién llegados construyeron una considerable cruz para el tejado y abrieron ventanas nuevas en los muros. Los hombres del Consejo propiamente dicho se reunieron en lo que había sido la casa de Haswold, y Alfredo esperó a que estuviéramos todos para hacer su entrada. Todos nos tuvimos que poner en pie mientras entraba, y esperar a que tomara asiento en uno de los dos sillones de la nueva tarima. Ælswith se sentó a su lado, con su vientre preñado envuelto en la capa de zorro argentado aún manchada con la sangre de Haswold.
No nos podíamos sentar hasta que el obispo de Exanceaster dijera una oración, cosa que llevó su tiempo, pero al final el rey nos indicó que lo hiciéramos. El Consejo estaba formado por seis curas y seis guerreros. Yo me sentaba con Leofric, mientras que los otros cuatro soldados eran hombres recién llegados que habían servido en las tropas personales de Alfredo. Uno de ellos era un hombre de barba gris llamado Egwine, que me dijo que había comandado cien hombres en la batalla de la colina de Æsc, y estaba claro que pensaba que debía comandar ahora todas las tropas reunidas en el pantano. Sabía que había planteado su caso ante el rey y Beocca, que estaba sentado ante una desvencijada mesa, donde intentaba recoger lo que se decía en el Consejo. Beocca tenía dificultades porque la tinta era vieja y se desvanecía, la pluma no dejaba de salpicar, y sus pergaminos eran los márgenes arrancados de un misal, cosa que le disgustaba, pero Alfredo tenía afición por reducir las discusiones a papel.