Creí al cura cuando nos dijo que Svein estaba en Cridianton, pero aun así nos acercamos igualmente para verlo con nuestros propios ojos. Recorrimos pistas empinadas y boscosas, y llegamos a la ciudad a media tarde, donde vimos el humo que salía de las cocinas y los escudos daneses colgados en la empalizada. Steapa y yo estábamos ocultos en los altos bosques; pudimos ver a un grupo de hombres vigilando la puerta, y otros tantos guardando un prado en el que cuarenta o cincuenta caballos pastaban las primeras hierbas primaverales. Vi la casa de Odda
el Viejo
, donde me reuní con Mildrith tras la batalla de Cynuit, y también vi el estandarte triangular ondear sobre la casa más grande del obispo. La puerta oeste estaba abierta, aunque bien guardada, y a pesar de los centinelas y los escudos, la ciudad parecía un lugar en paz, no en guerra. Tendría que haber sajones en aquella colina, pensé, sajones observando al enemigo, listos para atacar. Sin embargo, los daneses vivían sin ser molestados.
—¿A cuánto está Ocmundtun? —le pregunté a Steapa.
—Podemos llegar por la noche.
Vacilé. Si Odda
el Joven
estaba en Ocmundtun, ¿por qué ir allí? Era mi enemigo y había jurado matarme. Alfredo me había dado un pedazo de pergamino en el que había escrito palabras que ordenaban a Odda que me recibiera en paz, ¿pero qué fuerza tiene un escrito contra el odio?
—No te va a matar —me dijo Steapa, dejándome otra vez de piedra. Evidentemente había adivinado lo que pensaba—. No se atreverá ni a tocarte —añadió.
—¿Por qué no?
—Porque yo no se lo voy a permitir —dijo Steapa, y dio la vuelta al caballo y se dirigió hacia el oeste.
Llegamos a Ocmundtun al anochecer. Era una pequeña ciudad construida a la vera de un río y guardada por un bastión de piedra caliza donde una recia empalizada ofrecía refugio si llegaban los atacantes. No había guardias en la fortaleza, y la ciudad, que no tenía murallas, parecía plácida. Wessex podría estar en guerra, pero Ocmundtun, como Cridianton, estaba claramente en paz. La casa de Harald estaba cerca del fuerte en la colina, y nadie nos cerró el paso cuando entramos en el patio de enfrente, donde los sirvientes reconocieron a Steapa. Lo saludaron con cautela, pero entonces salió un administrador a la puerta y, al ver al gigante, dio un par de palmadas: parecía encantado de verlo.
—Habíamos oído que te atraparon los paganos —dijo el administrador.
—Me atraparon.
—¿Te han dejado ir?
—Mi rey me liberó —gruñó Steapa, como si le supiera mal que le hubieran hecho la pregunta. Bajó del caballo y estiró sus miembros—. Alfredo me liberó.
—¿Está Harald aquí? —pregunté al administrador.
—Mi señor está dentro. —El administrador parecía ofendido porque no hubiera llamado al alguacil «señor».
—Pues nosotros también —dije, y conduje a Steapa a la casa. El administrador nos hizo gestos nerviosos con la mano porque la costumbre y la cortesía exigían que le pidiera permiso a su señor para dejarnos entrar, pero yo no le hice ni caso.
Un fuego ardía en el hogar central y docenas de cirios se erguían sobre las plataformas en los extremos de la sala. Había lanzas para jabalíes apiladas contra la pared, de las que colgaban una docena de pieles de ciervos y un montón de valiosas pieles de marta. Había una veintena de hombres en el salón, evidentemente esperando la cena, y un arpista tocaba en el extremo más alejado. Cuatro perros de caza se apresuraron hacia nosotros para investigarnos, y Steapa se los quitó de encima a golpes cuando nos acercamos al fuego a calentarnos.
—Cerveza —dijo Steapa secamente, dirigiéndose al administrador.
Harald debió de oír el ruido de los perros, pues apareció por una puerta que daba a una estancia privada al final del salón. Parpadeó al vernos. Creía que nos odiábamos a muerte, había sabido que Steapa había sido hecho prisionero, y sin embargo allí estábamos, uno al lado del otro. El salón se quedó en silencio cuando el alguacil se acercó cojeando hasta nosotros. Sólo era una cojera leve, el resultado de una herida de lanza en alguna batalla que también se había llevado por delante dos dedos de la mano con la que usaba la espada.
—En una ocasión me regañasteis —me dijo—, por entrar armado en vuestra casa. Con todo, vos traéis armas a la mía.
—No había guardián en la puerta —contesté.
—Había ido a mear, señor —aclaró el administrador.
—Nada de armas en la casa —insistió Harald.
Era la costumbre. Los hombres se emborrachan y ya se pueden hacer bastante daño con los cuchillos para la carne, así que hombres borrachos con hachas y espadas son capaces de convertir una cena en el patio de un carnicero. Le entregamos las armas al administrador. Me quité la cota de malla y le pedí a un lacayo que la colgara para secarla y limpiar los anillos.
Harald nos dio la bienvenida formal cuando nuestras armas desaparecieron. Nos dijo que estábamos en nuestra casa y que deberíamos comer con él como invitados honoríficos.
—Me gustaría escuchar vuestras noticias —dijo, y le hizo un gesto a un criado para que nos trajera cerveza.
—¿Está Odda aquí? —quise saber.
—El padre sí, el hijo no.
Maldije. Habíamos llegado allí con un mensaje para el
ealdorman
Odda, Odda
el Joven
, sólo para descubrir que el que estaba en Ocmundtun era el padre herido, Odda
el Viejo
.
—¿Y dónde está el hijo? —pregunté.
Harald se sintió ofendido por mi brusquedad, pero permaneció cortés.
—El
ealdorman
está en Exanceaster.
—¿Está sitiado?
—No.
—¿Y los daneses están en Cridianton?
—Sí.
—¿Y están sitiados? —Conocía la respuesta, pero quería que Harald lo admitiera.
—No —contestó.
Dejé caer la cerveza.
—Venimos de parte del rey —dije. En teoría hablaba con Harald, pero recorrí a grandes zancadas el salón para que los hombres en las plataformas pudieran oírme—. Venimos de parte de Alfredo —dije—, y Alfredo desea saber por qué hay daneses en Defnascir. Quemamos sus barcos, matamos a los guardias, y los sacamos de Cynuit, con todo, vosotros los dejáis vivir aquí. ¿Por qué?
Nadie respondió. No había mujeres en la casa, pues Harald era un viudo que no se había vuelto a casar, de modo que sus invitados eran todos sus guerreros o
thane
que comandaban sus propios hombres. Algunos me miraron con desprecio, pues mis palabras les atribuían cobardía, pero otros bajaron la cabeza. Harald miró a Steapa, como buscando el apoyo del gigante, pero Steapa permanecía junto al fuego, su salvaje rostro no expresaba nada. Me di la vuelta para mirar a Harald.
—¿Por qué están los daneses en Defnascir? —exigí saber.
—Porque aquí son bienvenidos —respondió una voz detrás de mí.
Me di la vuelta para ver a un anciano en la puerta. Se apreciaba el pelo cano bajo el vendaje que le envolvía la cabeza, y estaba tan delgado y débil que tenía que apoyarse en el marco de la puerta. Al principio no lo reconocí, pues la última vez que había hablado con él era un hombre grande, corpulento y vigoroso, pero Odda
el Viejo
había recibido un hachazo en el cráneo en Cynuit y, una herida que debería haberlo matado allí mismo, sin embargo, de algún modo, se había mantenido con vida, y allí estaba, aunque ahora parecía un esqueleto, pálido, demacrado y débil.
—Están aquí —añadió Odda—, porque son bienvenidos. Como vos, señor Uhtred, y como tú, Steapa.
Una mujer atendía a Odda
el Viejo
. Intentaba apartarlo de la puerta y hacerlo volver a su cama, pero entonces lo adelantó, entró en el salón y se me quedó mirando. Al verme, hizo lo que había hecho la primera vez que me vio. Lo que había hecho cuando llegó para casarse conmigo. Rompió a llorar.
Era Mildrith.
* * *
Mildrith iba vestida como una monja, con un vestido gris claro, anudado con una cuerda, sobre el que colgaba un gran crucifijo de madera. Llevaba una gorrita gris, de la que salían mechones de su pelo rubio. Me miró, estalló en llanto, y desapareció. Inmediatamente después, Odda
el Viejo
la siguió, demasiado frágil para seguir en pie, y la puerta se cerró.
—Desde luego que sois bienvenidos aquí —repitió Harald.
—Pero ¿por qué lo son también los daneses? —pregunté.
Odda
el Joven
había firmado una tregua con ellos. Harald nos lo explicó mientras cenábamos. Nadie en aquella parte de Defnascir había oído nada de la quema de los barcos de Svein. Lo único que sabían era que los hombres de Svein, sus mujeres e hijos, habían marchado hacia el sur, quemando y saqueando, y Odda
el Joven
llevó sus tropas a Exanceaster, donde se preparó para un asedio, pero Svein le había ofrecido una negociación. Los daneses, repentinamente, habían dejado de asaltar. Se habían establecido en Cridianton y enviado una embajada a Exanceaster, y Svein y Odda habían firmado una paz privada.
—Les vendemos caballos —dijo Harald—, y nos pagan bien por ellos. Veinte chelines el semental, quince la yegua.
—Les vendéis caballos —repetí en tono neutro.
—Para que se marchen —me aclaró Harald.
Los sirvientes echaron un tronco de abedul al fuego, y las chispas estallaron hacia fuera, desperdigando a los perros que descansaban justo alrededor del círculo de piedras del hogar.
—¿Cuántos hombres comanda Svein? —pregunté.
—Muchos —repuso Harald.
—¿Ochocientos? —pregunté—. ¿Novecientos? —Harald se encogió de hombros—. Llegaron en veinticuatro barcos —proseguí—, sólo veinticuatro. ¿Así que cuántos hombres puede tener? No más de mil, matamos unos cuantos, y algunos más habrán muerto durante el invierno.
—Creemos que ochocientos —admitió Harald a regañadientes.
—¿Y con cuántos cuenta el
fyrd
? ¿Dos mil?
—De los que sólo cuatrocientos son guerreros experimentados —repuso Harald. Eso era probablemente cierto. La mayoría de los hombres del
fyrd
eran granjeros, mientras que todos los daneses eran guerreros de espada, pero Svein jamás habría tenido que enfrentar sus ochocientos hombres contra dos mil. No había dejado de luchar porque temiera la derrota, sino porque temía perder cien hombres en la victoria. Por ese motivo había dejado de saquear y firmado una tregua con Odda, porque en el sur de Defnascir podía recuperarse de su derrota en Cynuit. Sus hombres podían descansar, alimentarse, fabricar armas y conseguir caballos. Svein guardaba fuerzas y fortalecía a sus hombres—. No fue mi elección —se defendió Harald—. Lo ordenó el
ealdorman
.
—Y el rey —repliqué— ordenó a Odda que sacara a Svein de Defnascir.
—¿Y qué sabemos de las órdenes del rey? —preguntó Harald con amargura, y llegó mi turno de suministrarle noticias, de contarle cómo Alfredo había escapado de Guthrum y estaba en el gran pantano.
—Y poco después de Pascua —dije—, reuniremos a los
fyrds
de las comarcas y despedazaremos a Guthrum. —Me puse en pie—. No se le pueden vender más caballos a Svein —dije en voz alta, para que todos los hombres del gran salón pudieran oírme.
—Pero… —protestó Harald, después sacudió la cabeza. Estaba claro que iba a decir que Odda
el Joven
,
ealdorman
de Defnascir, había ordenado que se les vendieran caballos, pero dejó la frase a medias.
—¿Cuáles son las órdenes del rey? —le pregunté a Steapa.
—No más caballos —atronó.
Se hizo el silencio hasta que Harald, irritado, le hizo un gesto al arpista, que tañó las cuerdas y empezó a tocar una melancólica melodía.
—Tengo que supervisar la guardia —dijo Harald, y me lanzó una mirada inquisitiva que yo interpreté como una invitación a acompañarlo, así que me ceñí las espadas y lo acompañé por la larga calle de Ocmundtun, hasta donde tres lanceros montaban guardia junto a una cabaña de madera. Harald habló con ellos un momento, después me condujo hacia el este, lejos de la hoguera de los centinelas. La luna teñía de plata el valle, iluminando la carretera vacía hasta que se perdía entre los árboles.
—Poseo treinta guerreros —me dijo Harald de repente. Me estaba diciendo que era demasiado débil para luchar.
—¿Cuántos tiene Odda en Exanceaster? —le pregunté.
—¿Un centenar? ¿Ciento veinte?
—Tendríais que haber convocado al
fyrd
.
—No tenía órdenes —contestó Harald.
—¿Las buscasteis?
—¡Por supuesto que lo hice! —No le gustaba que dudara de él— Le dije a Odda que tendríamos que alejar a Svein, pero no me quiso escuchar.
—¿Os dijo que el rey había ordenado que levantara al
fyrd
?
—No. —Harald se detuvo, mirando la carretera iluminada por la luna—. No supimos nada de Alfredo, salvo que había sido derrotado y estaba oculto. Y oímos que los daneses estaban por todo Wessex, y que había más en Mercia.
—¿No se le ocurrió a Odda atacar a Svein cuando desembarcó?
—Se le ocurrió protegerse —dijo Harald—, y me envió al Tamur.
El Tamur era el río que dividía Wessex de Cornwalum.
—¿Están los britanos tranquilos? —pregunté.
—Los curas les dicen que no nos ataquen.
—Pero con curas o sin ellos —le dije—, cruzarán el río si creen que los daneses llevan ventaja.
—¿Y no la tienen ya? —preguntó Harald con amargura.
—Aún somos hombres libres —contesté.
Asintió. Tras nosotros, en la ciudad, un perro empezó a aullar, y él se volvió como si aquel ruido indicara problemas, pero el aullido cesó con un gemido brusco. Harald dio una patada a una piedra del camino.
—Svein me asusta —admitió de repente.
—Es un hombre aterrador —asentí.
—Es listo —contestó Harald—, listo, fuerte y salvaje.
—Es danés —respondí con sequedad.
—Un hombre implacable —prosiguió Harald.
—Desde luego —convine—, ¿y creéis que después de alimentarlo, proporcionarle caballos y darle cobijo, os dejará tranquilos?
—No —dijo—, pero Odda sí lo cree.
Pues Odda era un insensato. Estaba amamantando a un cachorro de lobo que lo despedazaría cuando fuera suficientemente fuerte.
—¿Por qué Svein no ha marchado hacia el norte para unirse a Guthrum?
—No lo sé.
Pero yo sí lo sabía. Guthrum llevaba en Inglaterra cuatro años ya. Había intentado tomar Wessex antes, y había fracasado, pero ahora, a punto de conseguirlo, se detenía. Guthrum
el Desafortunado,
lo llamaban, y sospechaba que no había cambiado. Era rico, conducía muchos hombres, pero era cauteloso. Svein, en cambio, procedía de los asentamientos de los hombres del norte de Irlanda, y era una criatura muy distinta. Era más joven que Guthrum, menos acaudalado, y conducía menos hombres, pero sin duda se trataba del mejor guerrero. Ahora, desprovisto de sus barcos, estaba debilitado, pero había convencido a Odda
el Joven
para que le diera refugio, y recuperaba sus fuerzas, de modo que, cuando se encontrara con Guthrum no sería un jefe derrotado necesitado de ayuda, sino un danés con poder. Svein, pensé, era un hombre mucho más peligroso que Guthrum, y Odda
el Joven
sólo lo estaba volviendo más peligroso aún.