Svein, el del caballo blanco (27 page)

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Authors: Bernard Cornwell

Tags: #Aventuras, #Histórico

BOOK: Svein, el del caballo blanco
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Dejé a Leofric al mando de la guarnición de Æthelingaeg y llevé a Iseult de vuelta al refugio de Alfredo. Estaba callada, y pensé que hundida en la tristeza, pero de repente se echó a reír.

—¡Mira! —Señaló la sangre reseca del muerto en la capa de Ælswith.

Aún llevaba a
Aguijón-de-Avispa
. Era mi espada corta, un
sax
, y era un arma muy dañina en las batallas multitudinarias, cuando los hombres están tan apretados que no hay espacio para maniobrar con una espada larga o un hacha. La limpió en el agua, dejando un reguero de sangre, después la secó con la capa de Ælswith.

—Es más difícil de lo que pensaba —me dijo—. Matar a un hombre.

—Hace falta fuerza.

—Pero ahora tengo su alma.

—¿Por eso lo has hecho?

—Para dar vida —me dijo—, hay que quitársela a otro —me devolvió la espada.

Alfredo se estaba afeitando cuando regresamos. Se había dejado barba, no a modo de disfraz, sino porque estaba demasiado desanimado para preocuparse por su aspecto; sin embargo, cuando Iseult y yo llegamos a su refugio, estaba desnudo hasta la cintura junto a una enorme bañera de madera llena de agua caliente. Su pecho era una cosa patética de ver, su vientre hundido, pero se había lavado y peinado, y ahora se estaba afeitando con una antigua navaja que le había prestado un hombre de los pantanos. Su hija, Æthelflaed, sostenía un pedazo de plata que le servía de espejo.

—Me siento mejor —me dijo con solemnidad.

—Bien, señor —le contesté—. Yo también.

—¿Significa eso que has matado a alguien?

—Ella. —Y torcí la cabeza para indicar a Iseult.

La miró pensativo.

—Mi esposa —dijo, sumergiendo la cuchilla en agua— preguntaba si Iseult es realmente una reina.

—Lo era —le contesté—, pero eso poco significa en Cornwalum. Era reina de un montón de estiércol.

—¿Y es pagana?

—Era un reino cristiano —le dije—. ¿No os lo contó el hermano Asser?

—Me dijo que no eran muy buenos cristianos.

—Pensaba que sólo a Dios le corresponde juzgar.

—¡Bien, Uhtred, bien! —Agitó la navaja, después se detuvo frente al espejo de plata y se afeitó el labio superior—. ¿Puede predecir el futuro?

—Puede.

Se afeitó en silencio durante unos instantes. Æthelflaed observó a Iseult con solemnidad.

—Pues cuéntame —prosiguió Alfredo—, ¿dice si seré rey de Wessex de nuevo?

—Lo seréis —respondió Iseult sin emoción, y me sorprendió.

Alfredo se la quedó mirando.

—Mi esposa —dijo— dice que podemos buscar un barco, ahora que Eduardo está mejor. Buscar un barco, ir al reino franco, y quizá viajar hasta Roma. Hay una comunidad sajona en Roma. —Se pasó la cuchilla por la mandíbula—. Nos darían la bienvenida.

—Los daneses serán derrotados —prosiguió Iseult aún sin tono alguno, pero sin asomo de duda en su voz.

Alfredo se pasó la mano por la cara.

—El ejemplo de Boecio me dice que tiene razón.

—¿Boecio? —pregunté—. ¿Uno de vuestros guerreros?

—Era un romano, Uhtred —me dijo Alfredo regañándome por no saberlo—, un cristiano, un filósofo, y un hombre rico en sabiduría de los libros. ¡Muy rico, sin duda! —Se detuvo, contemplando la historia de Boecio—. Cuando el pagano Alarico asoló Roma —prosiguió—, y toda la civilización y la religión auténtica parecían condenadas, sólo Boecio se plantó ante los pecadores. Sufrió, pero aun así venció, y podemos encontrar valor en él. Desde luego que podemos. —Me señaló con la navaja—. Jamás debemos olvidar el ejemplo de Boecio, Uhtred, jamás.

—No lo olvidaré, señor —le contesté—, ¿pero creéis que la sabiduría de los libros va a sacarnos de aquí?

—Creo —me dijo— que cuando los daneses se marchen, me dejaré crecer la barba. Gracias, corazón. —Esto último iba dirigido a Æthelflaed—. Devuélvele el espejo a Eanflaed, ¿quieres?

Æthelflaed salió corriendo y Alfredo me miró divertido.

—¿No te sorprende que mi esposa y Eanflaed se hayan hecho amigas?

—Me alegro de ello, señor.

—Yo también.

—¿Pero conoce vuestra esposa la profesión de Eanflaed? —le pregunté.

—No exactamente —dijo—. Cree que era cocinera en una taberna. Cosa bastante cierta. ¿Así que tenemos un fuerte en Æthelingaeg?

—Lo tenemos. Leofric lo comanda con cuarenta y tres hombres.

—Y tenemos veintiocho aquí. ¡Las mismísimas huestes de Midián! —Le parecía claramente divertido—. Pues trasladémonos.

—Quizás en una o dos semanas.

—¿Por qué esperar?

Me encogí de hombros.

—Este lugar está más oculto en el pantano. Cuando tengamos más hombres, cuando sepamos que podemos defender Æthelingaeg, será el momento de que os trasladéis allí.

Se puso una camisa mugrienta.

—¿Tu nuevo fuerte no puede detener a los daneses?

—Los retrasará, señor. Pero aún podrían abrirse paso por entre el pantano. —Aunque les resultaría difícil, porque Leofric estaba excavando zanjas para defender el extremo oeste de Æthelingaeg.

—¿Me estás diciendo que Æthelingaeg es más vulnerable que este lugar?

—Sí, señor.

—Motivo por el cual debo ir allí —dijo—. Los hombres no pueden decir que su rey se oculta en un lugar inaccesible, ¿verdad que no? —Me sonrió—. Deben decir que desafió a los daneses. Que les esperaba donde podían llegar a él, que se puso en peligro.

—¿Ya su familia? —pregunté.

—Y a su familia —respondió con firmeza. Pensó un momento—. Si llegan con suficiente fuerza podrían hacerse con todo el pantano, ¿no es cierto?

—Sí, señor.

—Así que no hay un lugar más seguro que otro. Pero, ¿con cuántos hombres cuenta Svein?

—No lo sé, señor.

—¿No lo sabes? —era un reproche, gentil, pero un reproche igualmente.

—No me he acercado a ellos, señor —le aclaré—, porque hasta ahora éramos demasiado débiles para defendemos, y mientras nos dejen tranquilos, nosotros los dejaremos tranquilos a ellos. No hay necesidad de darle una patada al panal, a menos que estés decidido a coger la miel.

Asintió para aceptar la explicación.

—Pero necesitamos saber cuántas abejas hay, ¿no es cierto? Pues mañana iremos a echar un vistazo a nuestro enemigo. Tú y yo, Uhtred.

—No, señor —contesté con firmeza—. Iré yo. Vos no debéis arriesgaros.

—Eso es exactamente lo que necesito hacer —contestó él—, y los hombres deben saber que lo hice porque soy el rey, ¿por qué iban a querer los hombres un rey que no comparte el peligro con ellos? —Esperaba una respuesta, pero yo no la tenía—. Así que digamos nuestras oraciones —concluyó—. Después comeremos.

Pescado hervido. Siempre comíamos pescado hervido.

Y al día siguiente fuimos a buscar al enemigo.

* * *

Éramos seis: el hombre que empujaba la barcaza, dos de los recién llegados, Alfredo, Iseult y yo. Intenté en una ocasión volver a convencerlo de que se quedara, pero él insistió.

—Si alguien tiene que quedarse —dijo— es Iseult.

—Ella viene —le contesté yo.

—Tú decides, pues. —No discutió, así que todos subimos a la barcaza y nos dirigimos al oeste. Alfredo miraba las aves, miles de aves. Fojas, pollas de agua, somorgujos, patos y garzas; hacia el oeste, blancas contra un cielo gris, se recortaba una bandada de gaviotas.

El hombre de los pantanos nos condujo en silencio y con rapidez por canales secretos. En ocasiones, parecía que iba a llevarnos directamente a una orilla de juncos o hierbas, pero de repente la plana embarcación volvía a adentrarse en otro tramo de agua. La marea creciente formaba olas en los recovecos, metiendo peces en las redes y trampas ocultas. Detrás de las gaviotas, muy hacia el oeste, veía los mástiles de la flota de Svein, que descansaban en la orilla.

Alfredo también los vio.

—¿Por qué no se unen a Guthrum?

—Porque Svein no acepta órdenes de Guthrum —le contesté.

—¿Cómo sabes eso?

—Me lo dijo.

Alfredo se detuvo, quizá pensando en mi juicio ante el
untan.
Me dedicó una mirada de reproche.

—¿Qué tipo de hombre es?

—Formidable.

—¿Y por qué no nos ha atacado aquí?

Yo había estado haciéndome la misma pregunta. Svein había dejado pasar una oportunidad de oro de invadir el pantano y dar caza a Alfredo. ¿Por qué no lo había siquiera intentado?

—Quizá porque es más fácil saquear alguna otra parte —sugerí—, y porque se resiste a seguir los deseos de Guthrum. Son rivales. Si Svein sigue sus órdenes, lo reconoce como su rey.

Alfredo contempló los lejanos mástiles que parecían pequeños arañazos en el cielo. Entonces señalé sin mediar palabra hacia una colina elevada, algo apartada de las aguas tranquilas del pantano, en la parte oeste, y el hombre de los pantanos tomó obedientemente aquella dirección; cuando la barcaza varó en la orilla, trepamos entre gruesos alisos y dejamos atrás unas cabañas mugrientas, mientras los habitantes, gentes hoscas con sucias pieles de nutria, nos observaban pasar. El hombre de los pantanos no conocía ningún nombre para aquel lugar, salvo Brant, que significaba empinado, y desde luego era empinado. Empinado y alto, por lo que ofrecía una magnífica vista al sur, donde el Pedredan se enroscaba como una enorme serpiente por el corazón del pantano. Y en la desembocadura del río, donde la arena y el barro se prolongaban hasta el mar del Saefern, se veía perfectamente la flota danesa.

Estaba varada en la otra orilla del Pedredan, en el mismo lugar en que Ubba dejó sus barcos antes de encontrar la muerte en la batalla. Desde allí, Svein podía subir remando sin problemas hasta Æthelingaeg, pues el río era ancho y profundo, y no encontraría ningún obstáculo hasta la barrera junto al fuerte, donde esperaba Leofric. Quería que Leofric y su guarnición tuvieran algún tipo de aviso si los daneses atacaban; aquella colina ofrecía buena vista del campamento de Svein, y aun así estaba lo suficientemente alejada para no invitar a un ataque enemigo.

—Pondremos aquí un faro —le dije a Alfredo. Una hoguera encendida desde aquí daría dos o tres horas para que Æthelingaeg se preparase ante un ataque danés.

Alfredo asintió, pero no dijo nada. Miró los lejanos barcos, aunque estaban demasiado lejos para contarlos. Se había puesto pálido, y yo sabía que subir la colina le había resultado doloroso, así que lo apremié para que bajara hasta las cabañas.

—Tendríais que descansar aquí, señor —le dije—. Yo me voy a contar barcos. Pero vos tendríais que descansar.

No discutió y sospeché que el dolor de estómago le atormentaba de nuevo. Encontré una cabaña ocupada por una viuda y sus cuatro hijos, le di una moneda de plata y le dije que su rey necesitaba calor y cobijo durante el resto del día; no creo que entendiera quién era, pero sí conocía el valor de un chelín, así que Alfredo se metió en su casa y se sentó junto al fuego.

—Dadle caldo —le dije a la viuda, que atendía a la gracia de Elwide—, y dejadlo dormir.

Ella mostró su desprecio.

—¡Nada de dormir cuando hay trabajo! —dijo—. ¡Hay anguilas que pelar, pescado que ahumar, redes que coser y trampas que tejer!

—Que trabajen ellos —contesté señalando a los dos guardias, y los dejé a todos a los tiernos cuidados de Elwide, mientras Iseult y yo cogíamos la barcaza rumbo al sur, y como la boca del Pedredan sólo se encontraba a unos cinco o seis kilómetros y la colina de Brant era un punto de referencia tan evidente, dejé también al hombre del pantano para que ayudara a pelar y ahumar las anguilas.

Cruzamos un río más pequeño y avanzamos a través de un largo lago dividido por barrenes. Para entonces ya veía la colina en la otra orilla del Pedredan, donde habíamos quedado atrapados por Ubba, y le conté a Iseult la batalla mientras impulsaba la pértiga por los bajíos. El casco rascó el fondo dos veces y tuve que empujarlo hasta aguas más profundas, hasta que reparé en que la marea bajaba deprisa, de modo que decidí atar la barcaza a un árbol medio podrido. Caminamos por una extensión de barro reseco y lavanda de mar en dirección al Pedredan. Había desembarcado más lejos de lo que quería, y tuvimos que caminar bastante bajo el viento frío, pero vimos todo lo que queríamos ver en cuanto llegamos a la alta orilla del río. Los daneses también podían vernos. No llevaba la cota, pero sí mis espadas y, al verme, los hombres se acercaron más a mi orilla, desde donde profirieron insultos. No les hice caso. Estaba contando barcos y vi veinticuatro embarcaciones con cabezas de bestia, varadas en la franja de tierra donde derrotamos a Ubba el año anterior. Los barcos quemados de Ubba también estaban allí, al menos sus costillas calcinadas medio enterradas en la arena, donde los daneses saltaban y nos insultaban a gritos.

—¿Cuántos hombres ves? —le pregunté a Iseult.

Había unos cuantos daneses más en los restos medio derruidos del monasterio en el que Svein había asesinado a los monjes, pero la mayoría estaban en los barcos.

—¿Sólo hombres? —preguntó.

—Olvida las mujeres y niños —le respondí. Había veintenas de mujeres, la mayoría del pequeño pueblo río arriba.

No conocía las palabras inglesas para los números mayores, así que me dio una cifra estimada abriendo y cerrando los puños seis veces.

—¿Sesenta? —Y asentí—. Como máximo setenta. Y hay veinticuatro barcos. —Ella frunció el ceño al no entender lo que implicaba—. Veinticuatro barcos es un ejército de ¿cuánto? ¿ochocientos, novecientos hombres? Así que esos sesenta o setenta están guardando los barcos. ¿Y los otros? ¿Dónde están los otros? —La pregunta era para mí mismo, mientras observaba a cinco daneses arrastrar un pequeño bote hasta el borde del río. Planeaban remar hasta nuestra orilla y capturarnos, pero yo no tenía intención de quedarme tanto tiempo—. Los otros —me respondí a mí mismo— han ido al sur. Han dejado a sus mujeres atrás y han salido de saqueo. Están quemando, matando, haciéndose ricos. Están violando Defnascir.

—Vienen —dijo Iseult mientras observaba a los cinco hombres meterse en el bote.

—¿Quieres que los mate?

—¿Puedes? —Parecía esperanzada.

—No —contesté—, así que vámonos.

Regresamos por la larga extensión de barro y arena. Parecía lisa, pero estaba llena de surcos, la marea había cambiado y el mar cubría la tierra a una velocidad sorprendente. El sol se ponía, enredado entre nubes negras, el viento empujaba la marea Saefern arriba y el agua inundaba los pequeños canales entre borboteos. Me di la vuelta y vi que los cinco daneses habían abandonado la persecución y regresado a la orilla oeste, donde las hogueras titilaban delicadamente con la puesta de sol.

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