Authors: Lothar-Günther Buchheim
Intranquilo, el navegante responde al fin entre sus manos enguantadas:
—No, señor; no se ve nada.
—¿Qué significan entonces sus metafísicas observaciones?
Otra vez silencio por un momento. El ruido de las olas pasa a primer plano.
—¡Bien, entonces! —Como posesionado por una ira incontenible, el comandante da la orden—: ¡Tubo uno... prepararse para el disparo bajo el agua!
El comandante respira hondo, antes de dar la orden de fuego. La da a media voz, como si se tratara de una cosa secundaria, sin mayor importancia.
El submarino se conmueve por un claro impulso: el torpedo ha abandonado la embarcación.
—¡El disparo del tubo uno fue eléctrico! —llega la comunicación desde abajo.
El oficial navegante deja de mirar por el anteojo. También el primer oficial.
Todos los rostros se dirigen ahora hacia la cadena de luces provenientes de los ojos de buey. Estamos petrificados en nuestros lugares.
Dios mío, ¿qué pasará ahora? Ese gran barco, enorme. Es un vapor de pasajeros. Seguramente está lleno de personas hasta en su último rincón. Y en seguida se irán todos ellos al cielo. O se ahogarán en sus cabinas. Porque nuestro torpedo no puede fallar. Si el barco no se mueve. No hubo que hacer ningún cálculo complicado, ni siquiera el mar se mueve. El torpedo fue dirigido a dos metros debajo de la línea de agua, justo al centro del barco. La distancia también es ideal...
Miro hacia el vapor, con los ojos muy abiertos. Mi imaginación ya lo ve estallar en una inconmensurable detonación. La embarcación da un vuelco sobre sí misma, los restos vuelan por los aires. El hongo de humo crece. Cenizas blancas, cenizas rojas.
El aire se me hace irrespirable. ¿Cuándo llegará la detonación de una vez? Las lucecitas del vapor comienzan a bailar; pero sólo se debe a que miro fijamente. Ya ni respiro.
Las palabras de una comunicación se hacen lugar en mis oídos:
—... el torpedo no marcha.
¿Qué? ¿Cómo? ¿Quién dijo eso? Vino desde abajo. Si yo sentí claramente cómo abandonó el submarino. ¿Y ahora?
—Es lógico —dice el oficial navegante, después respira profundamente. El torpedo no marcha. Eso quiere decir que no funciona. El ataque aéreo, eso es. La bomba también dañó a ese torpedo. Claro, por la onda de presión. No puede haberla soportado ningún torpedo.
¿Y los tubos dos, tres y cuatro?
—Entonces probaremos simplemente con el tubo cinco —oigo que comenta el viejo. Y en seguida agrega—: ¡Preparar el tubo de popa!
Las órdenes necesarias, tanto para las máquinas como para los timones, siguen inmediatamente a esa exteriorización del comandante. Todo tranquilamente, como en una maniobra.
Tubo cinco. O sea que el viejo tampoco confía en los torpedos alojados en los tubos restantes... quizás el tubo de popa esté intacto...
El viejo no ceja en su empeño. No se deja amilanar por señales del destino. El submarino, lentamente, se pone en movimiento y gira. El barco iluminado se desplaza hacia estribor y luego hacia la popa. En dos o tres minutos lo tendremos en la posición exacta para el disparo.
—¡Ahí están!
Me contraigo, por el susto que esas palabras me producen. El oficial navegante me ha gritado directamente en el oído derecho.
—¿Dónde? —grita a su vez el comandante.
—¡Ahí... ése tiene que ser el bote! —Y señala hacia la oscuridad, con el brazo extendido.
Los ojos me lloran al tratar de enfocar mejor los objetos de la noche. Es cierto, allí se mueve algo, apenas un tinte más oscuro que el mar.
En seguida, la mancha se sitúa entre nosotros y las luces. Ya no hay duda: es un bote.
—¡Con un cúter! ¿Es que se han vuelto locos? Con un cúter —le oigo al viejo. Y ni una linterna a bordo...
Incrédulo dirijo mi vista hacia esa masa oscura. Contra el fondo de luces veo bajar y subir seis pequeñas sombras.
—El contramaestre y dos hombres, prepararse en la cubierta. Subir el reflector al puente —ordena el viejo.
Desde la torre se oyen voces.
—¿Tarda mucho todavía? —pregunta el viejo.
El cable parece haberse enredado. Pero ahora ayuda el oficial navegante desde arriba, tirando del mismo. En un instante tenemos el reflector con nosotros.
De pronto, a la luz del reflector, aparece la proa del cúter. Es una aparición irreal, como proyectada contra una pantalla, que en seguida vuelve a desaparecer entre dos olas. Sólo se sigue viendo la figura del hombre sentado en popa: con el brazo levantado se protege de la luz.
—¡Atención, contramaestre!
—¡Caramba! —dice alguien a mis oídos. Miro: es el ingeniero. No había notado que también él estaba en el puente.
El cúter está otra vez arriba. Reconozco a seis hombres y al timonel.
Se acercan. Desde la borda, un marinero les alcanza un gancho para arrimar el bote. Se oyen gritos y conversaciones rápidas. Los gritos más fuertes provienen del timonel del cúter.
El comandante se queda ahí, de pie, sin moverse ni decir una sola palabra.
—¡No deslumbren a esta gente! —grita el contramaestre. El reflector se mueve de su lugar.
El cúter es alejado por el mar de nuestra embarcación. Cinco, seis metros. Mientras tanto, el timonel se ha incorporado. También se levanta otro que yo antes no había visto; son ocho en total.
Cuando el bote es traído otra vez cerca del submarino, los dos hombres se preparan para el salto. Uno detrás del otro, saltan sobre nuestra cubierta. El primero tropieza: casi se cae, pero nuestro contramaestre consigue tomarlo entre sus manos. El otro da un salto demasiado corto, de manera que hubiese caído al agua de no ser por un marinero de los nuestros. Sin embargo, los dos siguen tambaleándose hasta caer.
El contramaestre despotrica.
Ambos suben al fin por la escalerilla. Dios, qué chalecos tan pasados de moda. Con razón no pueden ni moverse.
—¡Buenas noches! —oigo que dicen en español.
—¿Qué dijeron? —pregunta el ingeniero.
El puente se ha vuelto demasiado estrecho, en un instante. Un torrente de palabras incomprensibles se vuelca sobre nosotros. El más pequeño de los dos gesticula como si se tratara de una marioneta manejada por una persona en extremo nerviosa.
Las capuchas de ambos esconden sus rostros. Los brazos del segundo, incómodos por el chaleco salvavidas, parecen dos ganchos separados de su cuerpo.
—¡Despacio, señores, despacio! Bajemos, primero —dice el comandante, mientras con las manos hace señas de arriba hacia abajo.
—Son españoles —dice el oficial navegante.
A los dos les resulta difícil pasar por la escotilla, debido al disfraz que llevan. Y eso que son gente pequeña.
En la central, a media luz, los puedo ver mejor. Uno, al parecer el capitán, es regordete. Tiene un bigote negro, como pegado al labio superior. El otro es media cabeza más alto y de piel más oscura. Los dos pasean su mirada por el ambiente, como buscando una salida de emergencias. Ahora me doy cuenta de que el gordito sangra por una herida que se ha hecho sobre el ojo. La sangre le corre entre tres hilos paralelos, sobre el pómulo.
—¡Hombre, qué nerviosos están! —comenta Isenberg, el marinero de la central. Tiene razón: nunca vi tanto miedo junto.
Me hago cargo de que somos nosotros, es nuestra imagen, la que les ocasiona temor. Nuestros ojos brillantes, las mejillas hundidas, las barbas hirsutas. Hombres del desierto en medio de tanta maquinaria. Y seguro que olemos también bastante mal. La mayoría de nosotros todavía tiene puesta la misma ropa que el día de la partida. Y estos dos vienen de aposentos cuidados, seguramente con alfombras en los pasillos. Como en el Weser. ¿No los habremos asustado durante la noche? No, creo que no: ya era demasiado tarde.
—Hacen como si los fuéramos a degollar —dice Isenberg.
El viejo mira al gesticulante capitán como se observa a un hombre que proviene de otro planeta. ¿Por qué será que no dice palabra? Aquí estamos, en semicírculo, alrededor de ambas figuras danzarinas, y nadie dice nada. El español regordete mueve ambos brazos y expresa sílabas incomprensibles.
De pronto siento en mí la marea que provoca la ira: podría saltar al cuello de ese hombre, ahogarlo, ponerle la rodilla sobre los testículos. ¡Hacernos esto, pienso, hacernos esto a nosotros!
El viejo me observa.
—¡Ustedes no nos pueden cagar así!
El español me mira, el pánico reflejado en sus ojos. No soy capaz de articular qué es lo que me da tanta rabia. Pero lo sé bien, sí: primero quisieron convertirnos en verdugos, al no reaccionar; hicieron esperar horas enteras al viejo. Vinieron entonces con ese cúter pueril, en vez de acercarse con una lancha de motor. Sin linterna siquiera.
Al español se le cortó el habla. Sus ojos van de uno a otro. De repente murmura a media lengua, en alemán:
—¡Buenos hombres! ¡Buenos hombres! —Y como no sabe en realidad a quién dirigirse, gira sobre sí mismo, grotesco como un oso, con los papeles del barco aún bajo el brazo. Y en seguida levanta ambas manos, con lo cual mantiene los papeles en alto. Nuestras miradas siguen los documentos.
El viejo arruga la cara y sin decir absolutamente nada estira su mano hacia esos papeles. El español responde al gesto con gritos de lamentación. El viejo lo interrumpe, fríamente:
—
Your ship's name
? (¿El nombre de su barco?) —¡Reina Victoria, Reina Victoria, Reina Victoria! —es todo lo que dice el español.
El viejo saca entretando los papeles de su sobre engomado. El español se ha convertido ahora en absolutamente servicial. Se pone sobre la punta de los pies, todo para mostrarle al comandante el nombre del barco inscrito sobre el papel.
El primer oficial observa la escena con la mirada perdida en el vacío, sin expresión alguna. Su rostro parece un pepino mojado.
De pronto se hace el silencio. Después de un momento, el viejo levanta la vista de los documentos y se dirige al primer oficial:
—Dígale a este señor que su barco no existe. Usted sabe castellano.
El primer oficial despierta de su trance. Su rostro enrojece y comienza a tartamudear en castellano, a espaldas del capitán. Este abre los ojos, sorprendido, comienza a buscar con la cabeza hacia ambos lados, pero la capucha de su chaqueta no le permite grandes movimientos, así que tiene que volverse. Al hacerlo da la espalda. Un temblor recorre todo mi cuerpo. En pequeñas letras de molde, en la arista inferior de su chaleco, consigo leer. «South Carolina». Ya lo tengo. El viejo tenía razón. Son americanos... camuflados como españoles.
Le doy un pequeño golpecito al viejo. Con el índice recorro el nombre recién descubierto, sobre el chaleco.
—¡Interesante: aquí dice «South Carolina»!
Como picado por una tarántula, el español gira hacia nosotros y nos hecha un aluvión de palabras. ¡Ah, te descubrimos mentiroso!
Deja de hablar castellano, muchacho. Ahora habla en inglés.
El viejo no cesa de mirar al hombrecillo gesticulante, hasta que por fin le dice al primer oficial:
—¡Diga de una vez qué es lo que está explicando!
—South Carolina... el barco.. se llama así, en realidad... —tartamudea el primer oficial. El español se ha prendido a sus labios y asiente con cada palabra del primer oficial. Parece un payaso. Pero ahora se denomina Reina Victoria. Lo... compraron a los americanos hace cinco años...
El viejo y el español se observan, tal como si ambos fueran a arrojarse inmediatamente el uno contra el otro. El silencio es tan profundo que se oye el caer de algunas gotas de agua.
El oficial navegante interrumpe entonces con su información:
—¡Concuerda... Catorce mil toneladas! —el navegante tiene el registro de barcos en la mano.
El viejo pasea su mirada entre el español y su navegante.
—¡Repita eso! —dice por fin, la voz tajante.
—El barco consta en el apéndice, señor. —Y como el viejo no parece reaccionar, agrega, a media voz—: El primer oficial no se ha fijado en el apéndice...
El viejo cierra los puños y mira atentamente al primer oficial. Tiene que hacer un esfuerzo para controlarse. Al fin habla:
—¡Pido una explicación!
El primer oficial gira inseguro hacia el oficial navegante y toma el registro. Después de dos pasos tambaleantes, se agarra de la mesa de cartografía, como si estuviese herido.
El viejo tiembla. Antes de que el primer oficial pueda decir algo, se dirige nuevamente al español, esta vez con una sonrisa, casi una mueca, entre los labios. El capitán español se da cuenta de inmediato del cambio de la situación, y como un poseso vuelve a repetir:
—South Carolina... ahora Reina Victoria... —Muchas veces, cinco o seis. Poco a poco se retira el miedo de su rostro.
—¡Navegante, observe usted esos papeles! —ordena el comandante. Pero aún antes de que la orden se cumpla, el capitán español nos informa en su idioma:
—Dos mil pasajeros... hacia América del Sur... Buenos Aires...
El viejo toma aire largamente; el aire sale un instante después por entre los labios entrecerrados. Todo su cuerpo se estremece. Ahora, incluso, golpea al español sobre los hombros. Los ojos del otro español, seguramente el primer oficial, brillan como las velas de un árbol de Navidad. Abre y cierra la boca, nunca había visto nada parecido. Debe de ser un tic.
El viejo está cambiado. Al parecer ha olvidado completamente a su primer oficial. Como por encanto están ahí la botella de coñac y tres vasos. El viejo murmura algo en español, para no ser menos, también. Finalmente, el español eleva su vaso y grita:
—¡
Eilitler! ¡Eilitler!
El primer oficial está tremendamente pálido. Tartamudeando trata de traducir lo que el capitán dice:
—El capitán había pensado... que nosotros éramos un submarino de la patrulla inglesa... por eso, por eso se permitió tanto tiempo. Al darse cuenta de que no éramos ingleses trató de apurarse... Además dice... el dice... que el primer bote se les escapó.
El español asiente y asiente como un caballito de juguete:
—¡Sí, sí, sí! —repite.
—Pide ser disculpado.
—Debería agradecernos de rodillas, a nosotros y al Tommy que nos rompió el tubo. ¿No quiere decirle, además, que gracias a su inestimable ayuda él debería estar hace rato allí arriba, vestido de blanco? Estos dos personajes y dos mil pasajeros.
Usted
los tendría en la conciencia... ¿no le dice nada eso?