Submarino (70 page)

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Authors: Lothar-Günther Buchheim

BOOK: Submarino
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Por las escalerillas bajo desde la torre hacia la cubierta. Quiero ver al hombre que sacarán del agua. Dele las gracias a Kriechbaum, me gustaría decirle, para él las corrientes no tienen secretos. Para él no flotaba un objeto en algún lugar, sino en el lugar del naufragio.

Ya lo tienen. Descalzo. A lo sumo dieciocho años de edad. El pantalón y la camisa pegados al cuerpo. Chorrea agua. Se apoya contra la torre, pero se mantiene de pie.

Le hago un pequeño movimiento con la cabeza, como para animarlo. Sin palabras. Ahora no quiero preguntarle cómo hizo para salir del submarino ya hundido. Tiene que ser un fogonero. De diesel o de máquina eléctrica. Quizá sea el único que salió de la popa. ¿Pero, por qué tan tarde? ¿Qué pasó ahí? Quién sabe todo lo que tendrá para contar.

Al fin le digo:

—¿Suerte, eh?

El joven respira hondo, se limpia la nariz de agua y responde asintiendo con la cabeza.

Aparece el contramaestre, con mantas. Nunca pensé que él estaría tan lleno de sentimientos. Pero cuida al muchacho con la dedicación de una madre. No debería haberlo hecho: el marinero se desarma, solloza; sus dientes comienzan a chocar.

—¡Dame un cigarrillo! —le ordena el administrador a uno de nuestros marineros— ¡Vamos, enciéndelo! ¡Vamos!

Ayuda al muchacho a acomodarse mejor y le ofrece el cigarrillo.

—¡Tómalo! —le dice— ¡Es tuyo!

—¿Hora?

—¡Ocho y diez!

A las ocho debía aparecer el convoy. ¡Oh, Dios!

El chaleco se me hace pesado.

Es una suerte para la gente que está sobre la cubierta, que no sople el viento.

Navidad, y no hace nada de frío. A pesar de ello, tendríamos que darles algo para que se pongan en los pies. Nosotros no necesitamos nuestras botas de mar.

Bajo para buscarlas.

Al pasar por el habitáculo de los oficiales, me quedo petrificado; el primer oficial ha preparado la máquina de escribir, sobre la mesa, y se dispone a utilizar. Me faltan palabras. ¡Esto es demasiado! Respiro hondo, demostrativamente, pero el primer oficial ni siquiera levanta la vista. Tres o cuatro veces golpea con los índices sobre las teclas, su mirada de gaviota dirigida en forma vertical hacia la máquina. Lo que yo más desearía en este momento es tomar el aparato y partírselo en la cabeza. En vez de eso digo simplemente: —¡Enloquecido! —y me dirijo hacia la proa, gritándole a un marinero que encuentro en el camino—: ¡Rápido, traigan botas, ¡dense prisa!

¿Qué es lo que tiene que escribir a máquina ahora? ¿El informe de que entramos a puerto, quizá? A lo mejor un recibo para Bremer, donde consta que nosotros lo salvamos, junto con la mitad de su tripulación...

Rápidamente se organiza una cadena. Las botas comienzan a llegar arriba.

Subo detrás del último par.

El oficial navegante grita a todo pulmón:

—¡El convoy! —y señala hacia adelante.

Es cierto, allí, sobre el horizonte, se ven columnas de humo.

—¡Demasiado tarde, señores! —ruge el viejo.

Cerca de mis oídos suena un castañeteo. Vuelvo la cabeza; Dios mío, el comandante del otro submarino. Sus dientes se entrechocan Me estremece el frío viento de la mañana.

¡Aparece el sol! Asciende por encima de un banco de nubes inmóvil, color malva. Es una enorme naranja en medio del cielo. Otras nubes tienen la coloración gris azulada de algunas palomas.

Observo el ascenso del disco solar.

—¡Cosa de locos! —comenta el viejo—. Ahora todo concuerda nuevamente: un submarino tenía que entrar, y uno es el que entrará.

Mira hacia el barco que se nos acerca.

—¡Hermoso, debe de tener sus buenas ocho mil toneladas...! ¿Qué es eso? —su voz se estiró para decir las últimas palabras.

Yo también lo veo: detrás de ese barco, otros comienzan a aparecer.

—¡Demasiado honor, señores! —murmura el viejo como para sí mismo. Desde el primero de los barcos parten señales luminosas.

—¡Nos llaman!

—¡Ya lo he notado, segundo oficial! ¡Traigan el aparato para responderles!

Vamos a ver qué es lo que quieren.

El sol que nos llega desde el barco se apaga y vuelve a encenderse. El segundo oficial lee en alta voz:

—¡B-i-e-n-v-e-n-i-d-o- s ! El viejo murmura:

—¿Dicen algo más?

—¿Q-u-é-h-u-n-d-i-e-r-o-n-?

—Eso va para usted —le dice el comandante a Bremer, quien quedó un poco más abajo que todos nosotros, que nos subimos a la mayor altura, para ver mejor.

Bremer nos miró indefenso.

—¡Tontos! —dice el segundo oficial—. ¡Lo único que falta es que nos deseen feliz Navidad!

—¡Bobadas! ¡Hagamos como si la pregunta fuera dirigida a nosotros! ¡Vamos, respóndales: tres hermosos vapores!

El aparato hace su sonido claqueante. Pausa de segundos. Desde el otro barco mandan la respuesta:

—¡F-e-l-i-c-i-t-a-c-i-o-n-e-s !

El viejo arruga la cara y se muerde el labio inferior.

—¿Qué opina usted, deberíamos aclararles? —le pregunta al navegante.

—No, señor, sigamos. Ya se darán cuenta en seguida de quién es el que han acompañado hacia adentro.

Si nos están observando con sus binóculos tienen que haber visto hace rato la cantidad de marineros que hay sobre la cubierta: no es común eso en el arma submarina. Y los botes salvavidas que cuelgan de la torre tampoco son comunes en un submarino que está por entrar a puerto. Tienen que notar que algo extraño ha pasado. Y que a cada momento puede volver a pasar. Los Tommies regresarán, seguro. No nos van a dejar así.

Deseo tranquilizarme: pronto estaremos a salvo de las minas. Y si aparece un avión, tendrá que vérselas con mucho más fuego que el que hubo hace dos horas. Los barcos están bien armados. Pero quien no parece serenarse es el viejo. Una y otra vez pasea su mirada por el cielo.

—¡Ellas saben en seguida si algo anda mal! —dice el segundo oficial, hablando de las gaviotas, que rodean el submarino.

Las gaviotas se prestan la luz dorada del sol para sus alas. Sus gritos son estridentes. Ninguna mueve las alas para volar. Cuando pasan directamente por encima de nosotros giran sus cabezas de un lado al otro.

No presto atención a las órdenes que el viejo está impartiendo a la máquina y a los timones. Solamente me interesa el grupo de barcos que se acerca: me asombra la cantidad de humo que echan esas chimeneas. ¿Querrán atraer sobre sí al enemigo que nos busca?

Estoy ocupado cogiendo y pasando las mantas y las botas que la gente se quita; hay que devolverlas abajo. A estribor aparece entretanto un barco nuevo, de paredes negras. En seguida, una draga, grande como un coloso, que continuamente desarrolla trabajos en esta zona para mantener libre el canal, para que los barcos de mayor calado puedan acceder al puerto.

Por fin puedo colocarme los binóculos ante la vista: la costa es sólo una línea delgada. Pero ya se pueden distinguir algunas grúas, pequeñas como juguetes. En el barco que nos conduce se divisan varias personas.

Se nos hace aguardar en las afueras. En la cubierta comienzan a preparar las amarras. Nuestros marineros tienen mucho cuidado de no molestar con eso a los heridos.

Desde el puesto de señales llega un comunicado. El oficial navegante lo lee:

—¡Entrar inmediatamente! —A través de los binoculares divisamos un muelle. Un montón de personas se ha juntado allí; a Dios gracias parece que no habrá música esta vez.

Un par de gaviotas gritan demasiado fuerte en este silencio sobrecogedor que nos rodea, mientras el submarino se desliza entre los muros de contención. Desde el muelle nos arrojan pequeños ramos de flores. Nadie los toma en sus manos.

Es el rechazo de siempre, contra la gente que aguarda en el muelle: a todos los que estamos aquí de pie, sobre el puente, nos sucede los mismo. Somos raros ejemplares que reaccionan mal ante cualquier gesto.

Se oyen silbidos, dirigidos a los que tienen en sus manos la maniobra de amarre. Las cuerdas están preparadas y ordenadas, a proa y a popa.

Pequeños cabos vuelan ya hacia el muelle. Allí los toman soldados, que tiran de ellos para alcanzar las amarras. Otros, marineros, toman las amarras y las ajustan alrededor de los pilotes. El agua sucia se remueve por efecto de nuestra hélice.

—¡Pare la máquina! ¡Tripulación a la cubierta de popa! —ordena el comandante con voz ronca.

Los de arriba ven claramente nuestra cubierta rota, los náufragos sobre ella, los heridos. Miro sus rostros intranquilos.

Nos pasan la escalerilla, que queda inclinada hacia arriba: estamos ya firmemente ligados a la tierra.

Pero aún antes de que mis oídos lleguen a escuchar el ruido que producen. presiento en el aire lo que se avecina: ¡Aviones!

El ruido llega desde el mar. ¡Es el grupo que esperábamos! Todos elevan las cabezas. El bramido se hace más fuerte, más compacto. Ya se preparan las armas antiaéreas. Ahí, sobre el mar, se ven pequeñísimas nubes, como copos de algodón. Se transforman en puntos oscuros: cinco, seis bombarderos. ¡Siete!

Todos se desparraman. El viejo me grita:

—¡Vámonos de aquí! ¡Al
bunker
!

Los disparos rebotan sobre el pavimento. Pedazos de piedra vuelan por los aires. ¡Son cazas!

No nos quieren a nosotros. Están combatiendo las baterías antiaéreas. O sea que el ataque es combinado, de cazas y bombarderos, pienso.

Aquí y allá se abren baches en el pavimento.

Me faltan cincuenta metros hasta la puerta del
bunker
, cerrada desde adentro de tal manera que sólo queda un pequeño espacio por donde entrar. Salto. Siento el dolor en los muslos, detrás de las rodillas. Mis piernas son zancos inseguros que no responden demasiado. Es como si hubiese olvidado como se corre.

Gritos. Muchas pequeñas nubecillas en el cielo. Llanto de sirenas. Disparos. El ladrido de las armas. Ruido de salvas. Cacofonías de los más diferentes ritmos de detonación. Humo, hongos de polvo; y entre todo eso el cuerpo gris de los aviones.

¿Cuáles son los nuestros y cuáles enemigos?

Ante mí, un grotesco ballet. La coreografía de un demente sobre un escenario enorme, con el fondo de un
bunker
submarino. Figuras que se arrojan al suelo, que corren en zigzag, que caen, que se incorporan. Grupos de baile sueltos y compactos. Uno levanta los brazos, gira en una pirueta y se hunde, con las palmas de las manos, en el extremo de los brazos estirados, abiertas para una reverencia. Un puño invisible me golpea detrás de las rodillas. Me aprieto contra el pavimento. Alguien llora. La presión del aire me arroja al suelo, una máquina detrás de la otra pasan rasantes sobre mí.

Un Boeing se despedaza en el aire. Sus restos giran hacia abajo. Su cuerpo entero cae detrás del
bunker
. El humo y el polvo apenas me permiten respirar. Remando con los brazos consigo llegar a la pared de cemento, pasar por la puerta. Tropiezo con alguien tirado en el suelo, me abro la frente, caigo y ruedo hacia un lado.

¡Aquí me quedo, en el suelo! Basura. El polvillo en el aire.

El ruido de los disparos es más sordo ahora. Me paso la mano por la frente. No me sorprende hallar sangre pegajosa sobre ella. El hombre que yace a mi lado suspira y se coge la barriga con ambas manos. Al acostumbrarse mis ojos a la penumbra lo reconozco: tiene impermeable gris, es uno del submarino... Zeitler. Por la espalda me toma, alguien de las axilas y trata de levantarme.

—¡Está bien, gracias!

Estoy de pie, tambaleante. Niebla ante los ojos. El hombre que está detrás de mí, me sostiene. La niebla se disipa. Justo en ese momento, un mazazo increíble casi me rompe los tímpanos. El
bunker
todo es una inmensa caja de resonancia. El suelo se mueve bajo mis pies. Desde el techo caen sobre el primer dock grandes trozos de cemento que se hunden en el agua y golpean un submarino anclado. De pronto, la luz penetra clara por una abertura a través del techo del
bunker
.

¡Luz! Me incorporo.

El agujero tiene sus buenos tres metros de diámetro. Hierros y cemento cuelgan a su alrededor. El cemento sigue cayendo.

El agua entre los muelles bailotea al contacto con cada pedazo de cemento.

¡Dios mío, se agujerearon siete metros de cemento! ¡Esto no había sucedido nunca!

Gritos, órdenes. Carreras, ahora también dentro del
bunker
.

Se decía que el techo de un
bunker
soportaría cualquier calibre...

¿De dónde viene tanto vapor?

Desde afuera oigo todavía disparos y truenos, como en los preparativos de una gran tormenta.

Una enorme nube de humo se deposita. Mi lengua siente un gusto raro. Ya no se puede respirar. Toso. Tengo que recostarme contra la pared, con la cabeza sobre el antebrazo.

¡Aire! ¡Sólo aire! ¡Aquí me ahogaré! A través de compactos grupos de gente me abro camino hasta la pesada puerta, choco contra dos trabajadores del astillero que pretenden cerrarme el paso y me deslizo al fin por la abertura. Todo es humo negro: tiene que haber reventado un tanque de combustible, si no, no se explica.

¡No: todo el puerto está en llamas! Solamente las grúas se encaraman sobre el fuego, sin ser alcanzadas por el mismo. Se oye el chisporroteo y el grito de una sirena, desgarrador, interminable.

Dirijo mi vista hacia la derecha, hacia la compuerta: el cielo está más abierto, allí. Techos en el suelo, casas destruidas. Alambres retorcidos, trozos de hierro caen a mis pies. Casi me hundo en un cráter que no vi. Un herido se arrastra hacia mí, la locura en los ojos. De todos lados vienen suspiros y quejidos. Bajo el polvo, detrás de la humareda, debe de haber todavía muchos heridos.

¡El submarino! ¿Qué ha pasado con el submarino?

Un golpe de viento disipa la cortina de humo. Me subo sobre dos vías retorcidas, rodeo dos cadáveres, tengo cuidado de no engancharme con los hierros retorcidos que abundan por doquier. Delante de mí cae al agua un montón de escombros humeantes. ¡Dios mío, eso era el muelle! ¿Y el submarino? ¿Dónde ha quedado nuestro submarino? Veo un trozo de hierro saliendo del agua, grande como un arado; un alambre de comunicaciones cuelga de él. ¡La proa de un submarino! En el agua sobrenadan pedazos de madera. ¿Agua? ¡Si esto es todo aceite! ¿Y las sombras negras que aparecen ahí? ¡Si es gente! ¡Tres, cuatro, más aún...! Tienen que ser tripulantes de nuestro submarino. ¿Y el viejo? ¿Dónde se ha quedado el viejo?

¿Por qué nada se mueve? Una columna de humo se acerca. Se oyen gritos, a mis espaldas. Un gran grupo de soldados y trabajadores del astillero. Sin cesar de tocar la bocina, toman la última curva dos camiones, a toda velocidad.

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