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Authors: Lothar-Günther Buchheim

Submarino (50 page)

BOOK: Submarino
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—Tiene manchas amarillas... es una balsa...

Lo sitúo con mis anteojos: no hay gente, pero algo cuelga a sus costados. ¿No serán náufragos?

—¡Hay hombres agarrados a ella! —dice el oficial navegante por debajo de sus binóculos.

—¡Es cierto!

El viejo da orden de cambiar de nuevo. Nuestra proa va hacia la balsa.

—¡Pero ninguno se mueve!

Lo observo a través de los anteojos. El objeto flotante se agranda más y más. Escucho los primeros chillidos agudos de las gaviotas.

El comandante hace descender a los vigías del puente.

—¡Navegante, cubra usted esos sectores! —y más despacio agrega—: ¡Este no es espectáculo para los hombres!

El viejo hace virar a babor. Giramos a la izquierda. Nuestra proa embiste contra los cadáveres con violencia. Se chocan los unos a los otros.

Son cinco muertos... atados a la balsa. ¿Por qué no están recostados sobre ella?

¡El viento! ¿Buscarían refugio por el fuerte viento?

Frío y miedo... ¿por cuánto tiempo se soportan? ¿Por cuánto tiempo aguanta el calor del cuerpo en su lucha contra el frío paralizante? ¿En cuánto tiempo morirán las manos?

—La balsa no lleva nombre —dice el comandante.

Uno de los muertos se vuelve en el agua. Los huesos de la cara están al desnudo, la carne ya no existe. Las gaviotas se comieron todo lo blando.

Ya no son seres humanos... Fantasmas, cualquier cosa, menos seres humanos.

Los ojos ya no están, sólo quedan las cavidades. Uno muestra inclusive su clavícula. Y alrededor los restos de sus chalecos salvavidas.

—Llegamos tarde —comenta el viejo. Da órdenes a los timoneles y a las máquinas, con voz ronca, para que nos alejemos.

Las gaviotas chillan nerviosas y pasan volando por encima de nuestras cabezas.

Los restos se dirigen hacia la popa y la rebasan. Se achican, se diluyen entre los gases de nuestras diesel.

—¡Era gente de un vapor! Lo descubrió el viejo.

—Los reconozco por sus viejos chalecos de corcho. En los barcos de guerra ya no se usan.

Un rato después deja que los vigías suban de nuevo a sus puestos.

La imagen no se borra de mi mente. Me he llevado un susto. Ya no me siento bien, aquí arriba, y desciendo. Diez minutos más tarde me sigue el comandante. Me ve sentado sobre el cajón de las cartas marinas y me dice:

—Casi siempre pasa eso con las gaviotas. Una vez encontramos dos botes salvavidas. Todos muertos, también. Quizá de frío. Y a todos les faltaban los ojos.

¿Cuánto tiempo habrán pasado éstos sobre la balsa? No me atrevo a preguntárselo.

—Lo mejor —dice el viejo—, es quemar el tanque con gasolina; no trae este tipo de problemas.

Si bien los vigías no pudieron ver mucho antes de que el viejo los mandara bajar, se nota que ya han dado la noticia en todo el submarino. La gente no habla. También el ingeniero tiene que haberse dado cuenta. Mira al viejo interrogativamente. Y baja la mirada.

Tampoco los suboficiales mencionan el tema. Ni siquiera les oigo una de sus extrañas expresiones, esas que casi siempre tienen a mano. Se podría creer que se trata de gente de cuero muy duro, a la que el destino de otros hombres no hace mella.

Pero el silencio repentino, la tensión que flota por todo el submarino, hablan bien a las claras de otra cosa. Estoy seguro de que la mayoría se pone en el lugar de los náufragos. Todos saben qué pequeñas son las posibilidades de ser descubiertos sobre una balsa, a la deriva en medio del océano. Los que pierden su barco en un convoy todavía pueden tener esperanzas de ser levantados por los otros barcos, o por las unidades de rescate que van a la pesca de individuos en esa situación. Pero estos no pertenecían a un convoy... hubieran quedado restos; aquí se vio únicamente una balsa.

La entrada a Vigo será difícil. Hace días que no tenemos buen tiempo. Está nebuloso, sin sol ni estrellas. El oficial navegante hizo lo más que pudo, pero el cambio de corriente es algo que no puede tabular. Sólo el cielo sabe lo lejos que estamos del punto fijado. Muchas gaviotas acompañan al submarino. Me traen el aroma de la tierra.

De pronto, siento que extraño la tierra firme. ¿Cómo estará ahora, al final del otoño, casi sobre el invierno...? En el submarino sólo una señal nos indica que el año avanza: los días se hacen más cortos: la época de barriletes, cuando yo era niño.

La tensión le ha soltado la lengua al oficial navegante. Ya no es necesario que yo esté junto a él, sobre un pie y luego sobre el otro, echándole miradas invitadoras; esta vez habla solo, mientras prosigue su trabajo en la carta que tiene ante los ojos:

—¡No comprendo qué es lo que se piensan! Si llegamos... ¿cómo encontrar el barco, en medio de tantos parecidos?

Kriechbaum quiere dar a entender claramente que eso es simplemente el producto de alguna mente enferma.

—¡En fin, por lo menos algo distinto!

El viejo acaba de aparecer; se inclina sobre la carta:

—Vamos a ver... nos dirigiremos hacia las islitas... ¿Cómo se llaman?

—La que está delante de la bahía, isla Cíes —contesta el navegante.

—Aquí en la línea de 69,3 debería haber un faro... pero seguramente lo han apagado... Se vuelve difícil...

—En la bahía hay una profundidad de treinta metros.

—Observemos bien la salida del Sur...

Seis de la mañana.

El círculo oscuro del ventanuco de la torre va de un lado al otro, mostrando en su recorte un par de estrellas. Paso junto al timonel, que está sentado pegado a la pared, entre ella y sus aparatos, y sube a cubierta.

—¡Permiso para subir!

—¡Sí! —me responde la voz del segundo oficial.

El viento frío me castiga el rostro. Está cargado de humedad, me obliga a tiritar. Lo primero que hago es observar el horizonte, aun antes de mirar hacia el cielo. La línea entre el agua y el aire nos rodea ininterrumpida.

—Hace una hora giramos hacia el Oeste —me aclara el segundo oficial.

Los vigías están inmóviles. Los binoculares van de un sector al otro, una y otra vez. Ida y vuelta. A veces, uno de ellos lo baja y observa por un instante a simple vista. Sobre todo se dedica entonces al cielo. Inmediatamente prosigue su búsqueda a lo largo de noventa grados de horizonte.

En el Oeste sigue reinando la noche cerrada. El Este, en cambio, ya se engalana con la primera luz de la mañana. Es una luz verdosa, la que se eleva desde el horizonte. A media altura alcanza algunas nubes y colorea sus bordes.

Somos, en la media luz del amanecer, un submarino fantasma. El ruido de las olas que debajo de nosotros lamen las cámaras de inmersión parece venir desde lejos. También el sonido de la proa golpeando contra el agua se oye sordamente. Sobre el agua se deposita la niebla, que poco a poco se despedaza en hilachas. Da la sensación de que el agua humeara. El viento se filtra sin producir ruido alguno.

Poco a poco se levanta la niebla, el amanecer llega. El mar tirita, al contacto de la primera luz de la mañana.

El segundo oficial se dirige al ojo de la torre:

—¡Al comandante: comienza el amanecer! ¡Al navegante: oportunidad de medir las estrellas!

Las nubes se incendian, de pronto; en un instante, todo el cielo del Este se enrojece. Luz color de amatista se filtra desde el horizonte. Rojo, y debajo de las nubes, violeta. El cielo entra en turbulencia. El mar es una sola brasa.

Por fin nace el sol por encima del horizonte. Por un momento, el cielo adquiere una tonalidad verdosa que en seguida se transforma en un azul grisáceo, más pálido en las cercanías del horizonte. Al tiempo que el sol asciende, las nubes van perdiendo brillantez, así como el agua vuelve a tomar su oscura coloración. Sobre la superficie mate, líneas de espuma blanca.

El mar en su totalidad da hoy la impresión de ser una pequeña cadena de bajas montañas. Lomas redondeadas, líneas que suben, bajan y se entrecruzan. Las lomas corren por debajo del submarino; subimos y bajamos con ellas. Una docena de gaviotas, por lo menos, vuelan en círculo sobre nuestra embarcación, las alas inmóviles. Sus plumas resaltan, cuando atraviesan la zona iluminada por el sol.

Durante la guardia del oficial navegante vuelve a aparecer la niebla. El hombre está preocupado: cerca de la costa, sin conocer bien el paradero del submarino y, además, niebla. No puede ser peor para él. El comandante ordena acercarnos a la costa, cueste lo que cueste, porque tenemos que obtener alguna medición.

También el primer oficial está sobre el puente. Todos observamos atentamente el agua que nos rodea. Imprevistamente, un barco de pescadores aparece por delante de nuestro curso; atravesándolo. Pronto adquiere contornos favorables.

—Podríamos preguntarles dónde estamos —dice el viejo—. Primer oficial, usted sabe español, ¿no es cierto?

—¡Sí, señor!

El primer oficial tarda un tiempo en darse cuenta de que el viejo está bromeando.

—¡Bonita sorpresa sería para ellos, si nosotros nos aparecemos así, en medio de la niebla!

Poco a poco se levanta viento; la niebla se hace menos densa. Así es que el aire logra abrir un trozo de cielo ante nuestra vista; directamente delante de nosotros surge del agua una roca. La costa.

—¡Paren las máquinas! —ordena el viejo. Estamos demasiado cerca.

—Esperemos que allí no haya gente paseando en este momento —murmura. Nuestra proa al mar. El repentino silencio me hace contener la respiración. El puente se bambolea. El viejo ya no se quita los binóculos de delante de los ojos; también el navegante observa muy atentamente la costa.

—¡Muy bien, navegante! —dice el viejo por fin—. Parece que estamos muy cerca de allí donde queríamos estar. Tal vez un poco demasiado cerca. Por ahora vamos a acortar distancias, pero sigilosamente, para observar primero si hay movimiento.

¡Ambas máquinas a la mínima velocidad hacia adelante! ¡A treinta grados!

El timonel da por recibidas las órdenes.

—¿Profundidad? —pregunta el comandante.

El primer oficial repite la pregunta hacia abajo.

—¡Ochenta metros!

—¡Medir continuamente!

Otra vez se nos acerca la niebla.

—Quizá no nos sea desfavorable —dice el comandante—. Es una especie de capa para hacernos invisibles.

Llegamos a este punto ante la costa unas buenas dos horas antes de lo que se había calculado.

—Lo mejor —comenta el viejo —será introducirnos por la entrada Norte... bajo agua... y volver a salir por ahí. Aprovisionarnos durante la noche y a eso de las cuatro, adiós. Navegante, si es posible quisiera llegar a las veintidós... ¿Seis horas, tienen que alcanzar...?

Aquí no habrá faros, ni comunicados, ni boyas. Nada. Hasta en la entrada de los puertos más pequeños siempre viene un remolcador para ayudar a entrar y salir. A pesar de que continuamente se corrigen los mapas, siempre debe subir un práctico a bordo. Pero eso no cuenta para nosotros.

La niebla se eleva.

—Mejor esperemos hasta que oscurezca —manifiesta el viejo.

Me retiro del puente.

En seguida el viejo ordena que nos sumerjamos a profundidad de periscopio. Acto seguido se sienta ante el aparato, la gorra tirada sobre la nuca.

—¿Qué es ese ruido? —pregunta ahora; con urgencia en la voz. Paramos las orejas. Es un zumbido monótono.

—¡Ni idea! —responde el oficial navegante.

—¡Qué raro!

El viejo pone el motor del periscopio en funcionamiento, mas inmediatamente lo para: apenas si subió.

—¡Al escucha! ¿Qué hay a doscientos cincuenta grados? Herrmann responde:

—Un gasolero pequeño.

—Alguien de la costa... ahí viene otro... debe de tratarse de una reunión...

caramba, ya no se ve nada más...

—Cuarenta metros —dice el hombre que mide la profundidad.

—¿Qué tal si echáramos anclas aquí mismo? —pregunta el viejo.

El navegante guarda silencio. Parece que no considera en serio la propuesta.

El comandante se hace reemplazar ante el periscopio por el primer oficial y desciende.

—Dentro de dos horas entramos... sea como fuere... ya estará oscuro.

—¿Y cómo seguirá la cosa? —me atrevo a preguntar.

—Todo según lo planeado —es la seca respuesta del viejo.

Pero por fin agrega:

—Entre las indicaciones que hemos recibido está estipulado también eso: hasta la hora de entrada. Nuestros agentes de Vigo seguramente se encargarán de lo necesario.

—¡Es hora de emerger! —anuncia el oficial navegante.

—¡Al fin! —dice el comandante y se incorpora.

Anochece. El viento llega desde la costa. Trae el olor inconfundible de la tierra. Se encienden los diesel.

Un par de linternas de posición titilan en rojo y verde. Y una blanca, más alta que las demás.

El viejo comienza a mirar a través de los binóculos. Por un instante permanece inmóvil, luego ordena disminuir la marcha.

—No está mal —dice—, ni dudarlo, quiere entrar... ¡Ah, si sólo estuviera un poco más oscuro...!

No emergemos del todo. Nuestra cubierta apenas si sobresale del agua.

El viejo ordena ahora enfilar hacia la linterna verde a estribor del barco que tenemos por delante. Vista desde el vaporcito, nuestra torre se confunde con alguna roca de la costa. Es la misma regla de siempre: cuidarse las espaldas.

Finalmente, el viejo ordena aumentar la velocidad; es que las maniobras que dispusiera hace un momento nos llevaron a navegar exactamente sobre el agua que el barco deja a popa. Huelo el humo que larga.

El viejo observa incansablemente con sus binoculares. De repente aparece a estribor una sombra. ¡Ya no hay tiempo de esquivarla! Tan cerca pasamos al lado de ella que podemos distinguir un punto rojo. Un hombre que fuma, qué duda cabe. Si prestó un poco de atención tiene que habernos visto.

Tres o cuatro sombras se deslizan por delante de nosotros. ¿Qué hacen? ¿Van o vienen?

—Aquí hay por lo visto mucho tránsito —murmura el viejo.

—Parece que están anclados —le oigo decir al navegante.

A lo lejos se distingue una larga cadena de luces. Se interrumpe a ratos. Podría ser un muelle.

También a estribor hay barcos. Difícil decir a qué distancia.

No tengo idea de cómo se las arreglará el viejo para distinguir entre tantos barcos el vapor que se encargará de aprovisionarnos: el Weser, alemán.

—¿Hora?

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