Authors: Lothar-Günther Buchheim
Entonces me doy cuenta de que en la mesa de Thomsen se sigue discutiendo.
El griterío que mete el médico parece animar a un grupito de oficiales, que también comienzan a vociferar pidiendo acción, como si hubieran estado esperando la voz de mando. Se suben en las sillas y desde arriba riegan el piano con cerveza, una botella tras otra.
Y como el piano y la orquesta no son lo suficientemente ensordecedores, comienza a andar el gramófono; a toda voz se oye cantar: «
Where is the tiger
?» Un alto teniente primero se sube a una mesa y empieza a contonearse.
—¡Otra! ¡Bravo! —estalla la gente.
—¡Sosténganme que me caigo! —grita el teniente primero.
Uno tropieza en la alfombra pero llega hasta la pared, descuelga de allí el aro de salvamento, se lo coloca y se sienta a una mesa, dormido.
Bechtel, un hombre que naturalmente no tiene inclinaciones para la juerga, lleva el compás de una rumba golpeando a manos llenas; el danzarín se lo agradece y se contonea aún más, y más frenéticamente.
Nuestro ingeniero que hasta hace un momento estaba tranquilamente sentado, también se deja llevar por la euforia: de un salto pasa por sobre el escenario y se cuelga de un enrejado adosado a la pared como decoración; allí se balancea como un mono mientras, siguiendo el compás, arranca una a una las uvas artificiales que completan el adorno. El enrejado oscila y se queda, como en una película de Buster Keaton, inclinado por un instante a medio metro de la pared, hasta que con un ruido descomunal cae con el ingeniero sobre el estrado.
El pianista está en un trance que lo obliga a mantener la cabeza hacia atrás, mirando el techo, como si leyera allí las notas; toca un ritmo marcial. Un grupo se instala alrededor del piano y lo acompaña cantando a todo lo que dan los pulmones:
—¡Seguiremos marchando por siempre, aunque caiga mierda del cielo!
¡Volveremos, volveremos a Schlicktown, pues esto es el culo del mundo!
—¡Simplemente teutónico! —chilla el viejo.
Trumann mira su vaso, se incorpora, como si hubiera recibido una descarga eléctrica y grita:
—¡Salud!— y se tira desde diez centímetros de distancia la cerveza en la bocaza abierta; una ancha banda de espuma chorrea por su chaqueta.
—¡Qué asco! —grita Trumann al verse. Clementine corre a auxiliarlo con una toalla; el cierre relámpago a sus espaldas ha estallado; al agacharse sobre Trumann, se le ven las piernas, blancas como el queso, contrastando con su falda negra.
—¡Cochino! —le dice a Trumann en el oído y lo limpia de arriba hasta abajo. Sus pechos cuelgan delante del rostro de Trumann, tan cerca de él que podría mordérselos; está haciendo el papel de mamá.
—¡Una verdadera orgía! —le oigo decir a Meinig, al que llaman «el basurero de la flota»—. Lo único que falta son las mujeres.
Como si esas palabras hubieran sido su señal, el primer y el segundo oficial de Merkel desaparecen por la puerta de vaivén, no sin antes mirar atentamente a todos lados, como si tuvieran algo que ocultar. Yo pensaba que ellos ya se habían retirado hacía rato.
—¡Cobardes! —murmura el viejo.
Por la mitad, oigo el comentario de la mesa de al lado:
—¡...cuando a ésos les dan ganas...!
Siempre es igual: lo mejor del Führer, el futuro del pueblo... y entonces beben un poco de coñac con otro poco de cerveza, y el sueño de los héroes inmaculados se acabó.
—Notable —sigue murmurando el viejo, mientras pesca con el brazo estirado su vaso a medio llenar.
—¡Sillón de mierda! ¡De aquí si que no me puedo parar!
—¡Jajaja! —se ríe uno de la mesa de al lado— lo mismo dice mi chica: ¡No se puede parar, no se puede parar!
Al viejo le queda la boca entreabierta de perplejidad. Otro comenta con seguridad, moviendo la cabeza:
—Esta vez pueden estar seguros... se terminó; yo no vuelvo más; se terminó.
—Por supuesto volverás —le responde Trumann.
—Un cajón de coñac, a que no vuelvo; ¿apostamos?
—Está bien; pero si pierdo yo se lo tengo que dar a un angelito.
El otro lo mira sin entender.
—Bueno, es así: si vuelves, entonces perdiste —trata de explicar Trumann—, eso está claro, ¿o no?; y por lo tanto me debes un cajón de coñac. Pero si no vuelves, entonces ganaste tú —Exacto.
—Y yo soy el que debe pagar el cajón de coñac...
—Así es.
—Bueno, lo que yo me pregunto es a quién se lo voy a dar.
—¿Cómo que a quién? A mí, claro, lógico.
—¡Qué borracho estás!
—¿Yo? ¿Cómo?
Sobre la mesa hay una colección de botellas con el cuello roto, ceniceros llenos, latas de arenques y vasos caídos. Trumann pasea su mirada por sobre toda esa mezcla de cosas. Al dejar de atronar el piano, levanta la mano derecha y grita:
—¡
Achtung
!
—Ahora viene la prueba del mantel —dice nuestro ingeniero.
Trumann vuelve lentamente la punta del mantel; lo hace con toda parsimonia, tarda para ello sus buenos cinco minutos, sobre todo porque el mantel se le escapa de las manos. Con la izquierda hace entonces una seña para el pianista, que comienza a tocar inmediatamente, como si el número estuviera preparado.
Trumann se para, asegurándose bien, con la concentración de un levantador de pesas, mira durante un largo minuto sus manos, sin expresión en el rostro, las manos envueltas en la punta del mantel, grita de pronto desde el fondo de sus pulmones.
—¡Zas! —y arranca con un tirón medio mantel de la mesa. Se oye el ruido de vasos rotos y el sonido seco de las botellas vacías y de los platos en el suelo.
—¡Mierda! ¡Maldita mierda! —se descarga Trumann y camina alrededor de sí mismo pisoteando los restos de vidrio. Tambaleante, se dirige a la cocina y pide a gritos una escoba y una pala; luego se arrastra, entre las pullas y las risas de los demás, agarrándose a las mesas y juntando los trozos más grandes con las manos. Pronto aparecen detrás de su camino las primeras estrías de sangre.
El palo de escoba, el cabo de la pala, todo se tiñe en seguida de rojo. Dos tenientes primeros quieren reemplazar a Trumann en el trabajo, pero él se, niega tozudamente, quiere juntar hasta el último fragmento.
—Todo limpio, siempre hay que tener todo limpio... El barco debe estar siempre limpio...
Por fin se deja caer en un sillón, y el médico le saca dos o tres pedazos de vidrio de entre las manos cerradas. Las heridas gotean; y ahora, por si fuera poco, se pasa la mano ensangrentada por la cara.
—¡Puaj! —el viejo se asquea.
—¡Pero si da lo mismo! —grita Trumann; al fin se deja pegar un esparadrapo sobre la mano, mientras Christel le hace ojitos.
Aún no ha pasado cinco minutos en el sillón, ya se incorpora nuevamente, saca un trozo de periódico arrugado del bolsillo y comienza a gritar:
—¡Si no se les ocurre nada, imbéciles, aquí hay palabras doradas...!
Desde aquí veo lo que agita entre sus manos: es el testamento de Mönkeberg, que se supone ha caído ante el enemigo, pero que en realidad perdió la vida de una forma bastante profana, al quebrarse la nuca. Y se quebró la nuca en algún lugar del Atlántico, porque estando todo tranquilo y el tiempo tan bueno, quiso tomar un baño. Al tirarse de la torre, el submarino hizo un movimiento hacia el otro lado y Mönkeberg dio con la cabeza sobre la cubierta.
Su testamento pasó por todos los periódicos.
Trumann mantiene el trozo de periódico delante de sí, con el brazo estirado:
—Uno como el otro... todos para uno, uno para todos; por eso les digo: camaradas, combatan duramente; el fondo de esta batalla dramática, de importancia histórica para el mundo entero... valentía heroica, innominada, grandeza histórica... sin igual... única... el capítulo interminable del sacrificio del soldado... el Ethos más grande... a los vivos y a los por venir... ser fértiles... según el poder infinito en el tiempo...
Trumann trastabilla, siempre con el periódico ante los ojos —yo estoy seguro de que ya no se puede leer en él—, pero no cae. Parece que sus zapatos estuvieran clavados al piso.
—¡Un gran número! —dice el viejo— A éste no nos lo sacamos más de encima.
Un teniente primero se sentó al piano y está tocando jazz, pero a Trumann no le hace mella, él sigue, cada vez más fuerte:
—¡Camaradas!, nosotros... responsables del mañana... vida y espíritu de una casta humana cuya mayor consigna es «servir»... faro ejemplar para quienes quedan detrás... más fuerte que el destino es la valentía... por propia decisión... medir fríamente, luego actuar decididamente... amor y fidelidad de una grandeza tan grande, ni idea tienen ustedes de eso, torpes, más valioso que los diamantes... Encontró su tumba en medio del Atlántico, jajajaja... Estrechos lazos... frente a Patria... decidido al sacrificio hasta lo último... Nuestro querido pueblo alemán. Nuestro majestuoso y divino Führer y comandante en jefe... ¡
Heil! ¡Heil! ¡Heil!
Algunos, respondieron a los vivas. Böhler observa a Trumann pensativo, se arrastra hacia arriba por el sillón hasta alcanzar toda su altura y desaparece sin saludar.
Trumann comienza a reírse como un colegial. La boca babeante, mira a su alrededor, a la gente, con la cabeza gacha, los ojos grandes.
—¡La gente fina parece haberse retirado!
La crême de la crême
. ¡Los nobles! Solamente quedan los pro-pro-proletarios, carajo. La hez de la guardia de Dönitz. ¡El que no se quede aquí, será fusilado!
—¡Eh! ¡Deja mis tetas! —grita Monique; el aludido es el médico, que según parece se ha puesto cómodo junto a la mujer.
—¡Entonces me vuelvo a mi prepucio! —anuncia él, y toda la banda rompe en carcajadas.
Trumann ha vuelto a caer en el sillón y cierra los párpados. Yo pienso que el viejo se equivoca; el bueno de Trumann se nos duerme ahora ante nuestros propios ojos. Pero otra vez está de pie, como picado por una tarántula y busca con la derecha una pistola en su chaqueta.
Un oficial tiene todavía la suficiente capacidad de reacción y consigue bajarle el brazo. Un tiro se hunde en el parquet, cerca de la punta de los zapatos del viejo. Este apenas se inmuta para decir:
—¡Con semejante música, ni siquiera se oyó!
La pistola desaparece, y Trumann vuelve al sillón con un mohín de desprecio. Monique, que se impresionó con el disparo, salta desde atrás del bar, se acerca a Trumann y le acaricia la barbilla, como si fuera a afeitarlo; con rápidos pasos se acerca luego al estrado y comienza a bostezar en el micrófono:
—
In my solitude..
.
Por el rabillo del ojo veo cómo Trumann hace un esfuerzo sobrehumano por incorporarse, en cámara lenta; va haciendo los movimientos necesarios por partes, queda entonces de pie, pero bamboleante por lo menos cinco minutos, hasta que Monique termina de bostezar, y mientras todos aplauden frenéticamente, él camina por entre las mesas hacia la pared de atrás, allí se apoya, nos mira, y de repente saca de su pantalón una segunda pistola y grita, con las arterias que le saltan del cuello.
—¡Todos debajo de las mesas!
Esta vez no hay nadie en la cercanía que pueda golpearle la mano.
—¿Y, para cuándo? —grita Trumann de nuevo. El viejo se escurre sencillamente del sillón hacia abajo, las piernas hacia adelante. Tres o cuatro se resguardan detrás del piano. El pianista se ha arrodillado; yo también me pongo de rodillas sobre el piso. En el local no se siente volar una mosca... de pronto, comienza a sonar un tiro tras otro.
El viejo cuenta en voz alta. Monique, desde debajo de una mesa, grita en un tono tan agudo, que llega hasta la médula. El viejo grita:
—¡Basta!
Trumann gastó la carga.
Yo miro por encima de la mesa: a las cinco Gracias de la pared, sobre el estrado, les faltan las caras. Aún cae el revoque. El primero en incorporarse es el viejo, que mira el daño con la cabeza torcida:
—¡Qué fantástico! ¡Si parece salido de un rodeo! ¡Y eso medio manco!
Trumann ya ha guardado la pistola y sonríe satisfecho de una oreja a la otra:
—Ya era hora, ¿eh? ¡Ya era hora que los fieles alemanes recibieran una en la cabeza!
Trumann se derrite casi, tan conforme está consigo mismo.
En eso aparece por la puerta, con los brazos en alto como si quisiera capitular, la madama del burdel, chillando como un tranvía en las curvas.
Cuando el viejo la ve, se deja resbalar nuevamente del sillón; alguien grita:
—¡Cubrirse todos!
Es un milagro que esta mujer, que hace aquí las veces de posadera, no se haya dejado ver hasta ahora. Está arreglada a la española, las patillas pegadas con saliva, una peineta en el pelo; un bamboleante monumento de grasa. Lleva pantuflas de terciopelo negro. En sus dedos de chorizo se pueden apreciar grandes anillos con piedras falsas. Este es el monstruo que goza de las preferencias de los comandantes del lugar.
Generalmente, su voz suena como cuando se fríe tocino. Pero ahora es un tono plañidero y enojado, hablando en francés.
—¡Roto, todo roto! —le escucho decir.
—En eso tiene razón —reconoce el viejo—, ¡está todo roto!
Thomsen toma la botella de coñac y se prende a ella como a la teta.
Merkel salva la situación. No sin trabajo, se encarama a una silla y comienza a cantar villancicos de Navidad, con grandes movimientos de brazos, como un director.
Todos nos entusiasmamos y lo acompañamos en la aventura.
La matrona se retuerce las manos como una vieja histérica. Sus chillidos se filtran una y otra vez entre las voces de nuestro coro. Ella hace como si quisiera arrancarse el chal tejido del cuerpo, pero parece pensarlo mejor, porque se hunde los dedos en el cuero cabelludo, las uñas pintadas de rojo oscuro; con un último chillido se vuelve y se va, derrotada.
Merkel se cae en la silla, la marea coral baja.
—¡Qué bodrio! ¡Mi Dios! —dice el viejo.
La faja de lana, pienso yo, debería llevarla. Es de lana de angora, y cómo calienta. Única.
El médico de la flotilla sienta a Monique sobre sus rodillas, le toma con la mano derecha las nalgas y con la otra los pechos y la eleva, como si quisiera pesar un melón. Monique, enguantada en su vestido demasiado estrecho, pega grititos, se zafa, golpea contra el gramófono, de tal manera que la púa roe los surcos con un sordo sonido de órgano. Monique parece desarmarse de risa.
El médico da un golpe sobre la mesa, con el puño cerrado, y las botellas caen; él vuelve a la carga; en el mismo instante, alguien parece abrazarlo desde atrás, pero no bien saca sus manos, se ve que ha desaparecido a medias la corbata del médico, de la que queda un muñón debajo del último botón; él ni la nota. El teniente primero que tiene las tijeras sigue, con el mismo juego en la corbata de Saemisch y luego en la de Thomsen; Monique, al descubrirlo, no puede sostenerse en pie de risa y se deja caer sobre el estrado, lo que me permite ver que debajo de la falda sólo lleva una pequeñísima prenda negra; y Belser «ojo de madera» ya tiene un sifón en la mano y dirige el chorro entre las piernas de Monique, y Monique chilla como una docena de lechones que han sido pellizcados en la cola al mismo tiempo. Merkel se da cuenta de que le falta un pedazo de corbata, el viejo murmura: