Submarino (3 page)

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Authors: Lothar-Günther Buchheim

BOOK: Submarino
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—Ya se le va a acabar la voz a ése —farfulla el viejo.

Siguiendo a Erler entra el radiooperador Kress, junto con Marks; hacen una pareja despareja, uno alto y flaco, el otro bajo y regordete.

Al verlos, el viejo se sorbe ruidosamente la humedad de la nariz.

Erler se planta delante del viejo y lo invita a un trago. Por un largo rato, el viejo parece no reaccionar, pero entonces se deja cautivar: —¡Para una botella de algo bueno siempre tenemos ganas!

Ya sé lo que está por venir: Erler demuestra en medio del salón su inigualada capacidad para sacar el corcho con el cabo del cuchillo apoyado contra el cuello de la botella de champaña; en eso es grande; el tapón vuela, la botella no se rompe, el champaña sale a borbotones hacia arriba.

Me hace recordar un ejercicio de los bomberos de Dresde; delante de la Opera montan todos los años una cañería en forma de cruz, sobre un mástil; alrededor del mástil estacionan los camiones rojos de la institución; la plaza está repleta de público; por los altavoces se oye entonces: «¡Espuma!», y de las cuatro puntas de la cruz comienzan a salir chorros de espuma, la cruz empieza a dar vueltas, más y más rápido, todo se transforma en un molino que reparte la espuma sobre la gente que mira desde abajo. La multitud grita «¡Ah...!» La espuma se va coloreando de rosa, luego de rojo, de violeta, de azul, de verde, de amarillo. La gente aplaude.

Otra vez el ruido de la puerta. Ahí está por fin... es Thomsen; medio rodeado y medio arrastrado por sus oficiales, se introduce en el local; le alcanzo rápidamente un sillón, para tener a Thomsen con nosotros.

Monique sigue cantando, esta vez en inglés con acento francés:


Perhaps I am Napoleon; perhaps I am the king..
.

Junto las flores desparramadas por las mesas y se las tiro a Thomsen sobre la cabeza; Thomsen se deja adornar, sonriente.

—¿Dónde está el jefe de la flotilla, ahora? —pregunta el viejo.

Sólo entonces descubrimos que el jefe de la flotilla ha vuelto a hacerse humo; antes de que comience la verdadera fiesta Kügler tampoco está.

—¡Cobardes! —se enoja Trumann, se incorpora trabajosamente y desaparece en el baño; al rato vuelve, con un cepillo de limpieza en la mano.

—¡Qué asqueroso! —murmura el viejo.

Pero Trumann sigue acercándose; se para ante Thomsen, con un pie apoyado sobre nuestra mesa, toma aire un par de veces y grita con todas sus fuerzas:

—¡Silencio en este cuartucho!

La música se interrumpe, y Trumann comienza a hablar, con voz plañidera, al tiempo que pone el cepillo justo ante el rostro de Thomsen:

—Nuestro nunca bien ponderado, grandioso, abstinente y célibe líder, que en carrera gloriosa ha pasado de ser aprendiz de pintura al más grande conductor de batallas de todos los tiempos... ¿no es cierto eso acaso?

Trumann se aclara la garganta con unos tragos más y prosigue declamando:

—Entonces, el conocedor de la flota, el estratega del mar nunca igualado, el que le ha caído en gracia... bueno, ¿cómo sigue?

Trumann mira como preguntando a los presentes, eructa desde lo más profundo y continúa:

—El gran guía de la flota, el que le... lo... al inglés ese, que aún moja la cama, a ese fumador de cigarros sifilíticos... jijiji, ¿qué más dijo?..., ¡bueno, el que le mostró a ese pelotudo de Churchill lo que le quiso mostrar!

Trumann se deja caer en el sillón, exhausto, y me sopla en medio de la cara su tufo a alcohol; en la penumbra del lugar parece tener una tonalidad verdosa.

—¡Bauticemos al nuevo caballero! ¡Bauticémoslo! —tartamudea aún—. ¡Churchill de mierda!

Kress y Marks se hacen un lugar con sus sillas en nuestra rueda. Se sientan al lado de Thomsen, para sonsacarle en su embriaguez algo de su último viaje; ellos son los que publican algo así como un periódico con el que nos entretienen a veces; pero nadie entiende para qué hacen reportes, si sólo sacarán artículos estereotipados. Mas Thomsen hace rato ya que no puede informar nada a nadie; los mira a ambos con la vista ida y solamente contesta, después de un largo palabrerío de los otros:

—Sí, cierto; sí, ascendió rápidamente, como esperábamos; le dimos justo detrás del puente... ¿Pero es que no me entiende usted?... No, no delante, detrás.

Kress se siente tomado de las solapas; traga en seco; es cómico ver cómo su nuez de Adán sube y baja.

El viejo se divierte con el teatro; ni piensa en meterse a ayudar.

Thomsen termina por no entender nada.

—¡Esto es todo una porquería! ¡Todo!

Yo sé lo que quiere decir: en las últimas semanas ha habido un fracaso tras otro, por los torpedos; tantos fracasos no pueden ser casualidad; se rumorea un sabotaje.

De pronto, Thomsen se levanta de un salto; los vasos se rompen; el teléfono ha sonado. Thomsen tiene que haberlo confundido con la alarma.

—¡Una lata de arenques! —ordena ahora agitando la mano sin control. Hace como si se hubiera incorporado solamente para que su pedido se oyera mejor a través del salón—. ¡Arenques para toda la banda!

Yo oigo, pero a pedazos, cómo Merkel cuenta a los que están sentados alrededor de él su historia:

—Me tengo que deshacer del maquinista, ése no sirve para nada... La corbeta estaba en posición cero... El ingeniero no conseguía bajarlo lo suficientemente rápido... entonces descubrimos a uno nadando; parecía un lobo marino; nos acercamos, porque queríamos saber su nombre; estaba todo negro de aceite, colgado de una boya.

Erler descubrió que se consigue un ruido infernal pasando una botella vacía sobre las rejillas del calefactor. Dos, tres botellas estallan, pero Erler no ceja en su juego; se oye ruido de vidrios rotos. Monique le echa miradas de odio, ya no soporta más.

Merkel se pone de pie y, por el bolsillo del pantalón, se rasca prolijamente entre las piernas. Aparece por ahí su ingeniero jefe; se lo envidia por su capacidad de silbar con dos dedos entre los labios.

Está de buen humor y en seguida se ofrece para enseñarme a silbar como lo hace él; pero primero, dice que tiene que pasar por el baño; cuando vuelve, me insta a que me lave las manos.

—¿Y eso para qué?

—Por si te trae problemas; en fin, por mí... una alcanza.

Después de lavarse, el ingeniero jefe de Merkel observa mi mano con detenimiento; decidido, se mete entonces mis dedos índice y medio en la boca y comienza a silbar unos tonos de prueba... y en seguida una melodía, cada vez más llena de variaciones.

Tiene los ojos fijos hacia arriba. Yo me encuentro sencillamente encantado. Unas cabriolas más y fin; con admiración miro mi dedo mojado. Tengo que aprender a mirar cómo se ponen los dedos, me dice él.

—Bien. —Ahora intento hacerlo yo, pero apenas si arranco de mis dedos un par de silbidos sin gracia y el siseo de un inflador.

Según el ingeniero, no ha salido bien; me mira con preocupación; con aparente falta de culpa vuelve a meterse mis dedos en la boca y toca con ellos el fagot.

Estamos de acuerdo en que el fallo debe de estar en la lengua.

—Pero a ésa no se la pueden cambiar —dice el viejo.

—¡Qué juventud tan poco alegre! —se oye gritar a Kortmann en medio de una pausa del ruido. Kortmann, el de la cara de águila, al que llaman «el indio». Los de arriba lo tienen mal conceptuado desde el caso del tanque Bismarck. Por no obedecer órdenes. Por salvar a marinos alemanes. Por poner su submarino a merced del enemigo. ¡Por no cumplir con sus deberes, sólo por sus tontos sentimientos! Eso le podía pasar solamente a Kortmann, un viejo con viejas ideas de mar, como ésa de que el destino de la tripulación es el primer mandamiento para un marino.

Ahora puede gritar, el viejo Kortmann, pero parece no haber entendido aún que las costumbres han cambiado un poco.

Claro que también hubo una parte de mala suerte: ¿por qué tuvo que pasar el destructor inglés justo cuando Kortmann y el buque tanque estaban unidos por la manguera? En realidad el tanque correspondía al Bismarck, pero el Bismarck no necesitaba más combustible; al Bismarck lo habían hundido, con dos mil quinientos hombres a bordo; y el tanque iba y venía sin destino; y entonces el Comando decidió que alimentara a los submarinos; justo cuando Kortmann estaba haciendo uso de esa orden, ocurrió: los ingleses le volaron el tanque delante de las narices, y los cincuenta hombres que el tanque llevaba nadaban en la bahía; así es que el romántico Kortmann no pudo dejarlos nadar.

Si hasta estaba orgulloso de la faena: cincuenta hombres pescados sobre un submarino VII-C, en el cual apenas si hay lugar para la tripulación; dónde los albergó es hasta la fecha un secreto de Kortmann; pero seguramente lo hizo con el método de las sardinas enlatadas: una cabeza a la derecha, la siguiente a la izquierda, con el espacio sólo suficiente para respirar. El pobre Kortmann llegó a pensar que había hecho algo digno de reconocimiento.

La embriaguez comienza a desdibujar las fronteras entre ambos grupos, el de los jóvenes y el de los viejos. Todos hablan ahora al mismo tiempo. Lo escucho a Böhler, razonando:

—¡Para eso hay claras instrucciones, señores, claras instrucciones! Ordenes. Y órdenes muy claras y precisas.

—¡Instrucciones, señores, órdenes claras! —lo imita Thomsen—. No me hagan reír... ¡Si más falta de claridad es imposible!

Thomsen observa fijamente a Böhler, lo estudia. De pronto le entra algo en un ojo y pasa a ocuparse de eso con todo su ser.

—¡Si hasta se nota que mantenernos en la oscuridad es parte del sistema!

En la ronda aparece la cara de zanahoria de Saemisch; también él trae ya una buena carga; con la vaga iluminación del local, su piel me recuerda la de un pollo hervido.

—No piensen tanto —dice—, yo siempre digo que los caballos tienen cabeza grande; así que hay que dejar pensar a los caballos.

Böhler, por encima de la cabeza de Saemisch, da su opinión:

—La cosa es así: si la guerra es total, la acción de nuestras armas...

—¡No digas idioteces! —lo interrumpe Thomsen.

—¡Pero déjeme hablar! Tomemos un ejemplo: un crucero atrapó a un Tommy que estuvo tres veces en el golfo. ¿Y eso qué quiere decir? ¿Hacemos la guerra o solamente desmontamos? ¿De qué sirve hundir vapores, si ellos pescan a su gente de nuevo, y la gente sube a otro barco y todo está como antes? A ellos les pagan para eso.

¡Ahora sí que se largó! ¡Ahora sí que se dijo lo que hacía falta para la discusión, para el tema quemante, pero tabú! ¿Destruir a los enemigos, o solamente a sus barcos? ¿Hundir los vapores o matar al enemigo?

—¡Así es allí, pero aquí también! —asegura Saemisch. Pero Trumann le saca la palabra. El agitador Trumann se siente tocado. Un tema caliente, del cual todos escapan... pero Trumann no lo hará. Hay tensión en el ambiente. Ahora se empieza a
hablar
de verdad.

—Vayamos por partes —exige—; los de arriba ordenaron; destruir al enemigo; con ininterrumpido espíritu de lucha, con dureza y decisión, con dedicación incorruptible, etc., etc..., toda esa pavada. Pero nadie dijo nada acerca de atacar a la gente que se pasea por el agua, ¿o no es así?

Trumann, el cara de cuero, está todavía tan lúcido como para darse el lujo de jugar al provocador. Thomsen también se mete:

—Sí, claro; pero por otra parte dijeron sin duda alguna que la pérdida de las tripulaciones es lo que más caro resultaría al enemigo.

Trumann pone cara de pocos amigos y sigue echando leña al fuego:

—¿Y con eso?

Trumann arranca con todo:

—Hay uno que resolvió los problemas a su manera, y hasta baladronea con ello:

no tocar un pelo a la gente, pero bombardear hasta los botes de rescate; si la cosa se da de tal manera que los náufragos se tiran encima de ellos en seguida... está todo solucionado; se respetan los convenios... ¿de acuerdo? Y los de arriba se pueden sentir comprendidos.

Todos saben de quién se está hablando, pero nadie se vuelve para mirar en dirección de Flossmann.

Mis pensamientos se dirigen hacia lo que llevaré conmigo; sólo lo más indispensable. El
Isländer
nuevo con seguridad; y agua de colonia. Hojas de afeitar... no, esas me las puedo olvidar.

—Toda esta cháchara es asunto viejo —nuevamente oigo la voz de Thomsen—, mientras uno tenga algo debajo de sus pies para que flote, se lo puede usar de blanco, pero cuando ves a ese pobre cerdito dando vueltas por el lago, te toca el corazón.

¡Qué raro!

Trumann toma nuevamente la palabra:

—Voy a decirte cómo son las cosas en realidad...

—¿Sí?

—Cuando uno ve a un tipo de ésos flotando ahí, uno se imagina que podría ser uno mismo. Sí, así es en verdad. Lo que pasa es que con todo un vapor no te puedes identificar; ése no te toca el corazón, como tú dices; pero un solo hombre, ah, entonces sí. En seguida cambian las cosas; todo se te hace incómodo; y porque la incomodidad no te gusta, te construyes un Ethos... y todo vuelve a ser como era entonces...

El
Isländer
nuevo, que me tejió Simone, es ya de por sí bastante grande: cuello hasta la mitad de las orejas, lo suficientemente largo. A lo mejor vamos hacia el Norte, hacia Dinamarca, o más arriba aún; hacia los convoyes de Rusia; ¡qué fea sensación de no saber!

—¡Pero como náufragos están indefensos! —se mete Saemisch con tono directamente conmovedor.

—Ya lo oímos. ¡Siempre la misma cantinela!

La discusión vuelve a comenzar. Thomsen retoma la delantera:

—Yo he hecho notar ya una vez que también hay gente sobre los tanques. También ellos están indefensos, ¿o no? En fin, aquí nadie le da importancia a la lógica.

Thomsen hace con la mano un gesto de resignación, murmura una obscenidad por lo bajo y agacha la cabeza.

Yo tengo deseos de ponerme de pie e irme de aquí, hacer mi equipaje. Uno o dos libros. ¿Cuáles? No quiero más coñac, ni siquiera olerlo. Esto tumba al hombre más pintado. Hay que mantenerse sobrio, aunque sea a medias. La última noche en tierra. Películas de repuesto; el gran angular. La gorra de dormir, una negra con el
Isländer
blanco; debo parecer cómico, en verdad.

El médico se apoya en mi brazo izquierdo y en el hombro derecho del viejo, como si quisiera mostrarnos un ejercicio de barras. Al mismo tiempo grita, su voz entremezclada otra vez con la música:

—¿Estamos festejando la distribución de las órdenes o es esto una convención de filósofos? ¡Basta de idioteces!

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