Authors: Lothar-Günther Buchheim
Thomsen hizo una pausa.
—¡Qué notable! Todos los éxitos los tuvimos en días en que alguno cumplía años. ¡Realmente notable! La primera vez, cumplía años el gasolero, y así sucesivamente.
Su submarino traía cuatro banderines en el periscopio al emerger esta mañana: tres blancos por otros tantos barcos mercantes hundidos y uno rojo por el destructor.
La voz ronca de Thomsen sonó como un ladrido por encima del agua oleosa:
—¡Stop ambas máquinas!
El submarino siguió hasta el amarradero por su propia inercia; apareció de pronto saliendo de esa salsa oleosa, como un jarrón con flores descoloridas; al acercarse, las flores se fueron transformando en caras pálidas, cansadas, de ojos hundidos y ojerosos, con brillo afiebrado algunos; la ropa de color gris sucio, dura de sal; mechones de pelo sobre los que las gorras apenas se sostenían. Thomsen parecía verdaderamente enfermo: enflaquecido, las mejillas hundidas; su sonrisa se había helado.
Cuando saludó a gritos, anunciando la vuelta del enemigo, lo recibieron con vivas.
El viejo lleva la chaqueta raída, y quiere demostrar con eso su desprecio por los que hacen gala de su vestimenta; la pechera de la chaqueta hace mucho que dejó de ser azul, ahora tira al gris, gris plomizo de tanto polvo y manchas; los botones, antaño dorados, están oxidados hasta el verde musgo. También la camisa tiene un color indefinido, algo así como un gris azulado con tonalidades lilas. La cinta con los colores de Alemania, negro, blanco y rojo, de la que cuelga la Orden que le otorgaran, no es más que un cordón arrugado.
—Ya no es como antes —se queja el viejo, observando una rueda de jóvenes oficiales en el centro del local—, ahora vienen los héroes de la gran bocaza.
Desde hace un tiempo se diferencian en el local dos grupos: los «viejos», como se autodenominan el viejo y sus camaradas, y los «jóvenes», los mundanamente formados, los que creen en el Führer y tienen la victoria en su mirada, los «que endurecen la mandíbula», como dice el viejo, los que delante del espejo practican miradas amenazantes
à la Bella Donna
, pero que se hacen encima sin necesidad, los que sólo porque está de moda caminan duros, con el peso del cuerpo ligeramente hacia adelante.
Miró fijamente hacia esta convención de jóvenes héroes como si la viera por primera vez. Voces de pito. Hinchados por la conciencia elitista y con vocación de mando hasta más no poder. No tienen en la cabeza otra cosa que: «El Führer te observa, nuestra bandera es más que la muerte».
Hace catorce días uno de ellos se suicidó en el Majestic, sólo porque había contraído la sífilis. «Ha caído por el pueblo y por la Patria», se le comunicó a la novia.
Además del grupo de viejos sabuesos y de jóvenes continuadores, tenemos todavía al solitario Kügler, sentado en la mesita cercana a la puerta del baño, con su primer oficial. Kügler, el de los laureles, el que mantiene la distancia hacia todos lados. Kügler, un honorable caballero de las profundidades, un fervoroso creyente de la gran victoria final. Mirada azul acerada, porte orgulloso. Ni un gramo de grasa de más; un perfecto ejemplar de la raza aria. Con los índices se tapa los oídos cada vez que quiere dejar de oír las estupideces de los cínicos que lo rodean.
El médico de la flotilla ocupa la mesa de al lado. También él esté en una situación especial. Su cerebro es un depósito de obscenidades; por eso le dicen «el sucio».
Con sus treinta años, el médico se ha ganado el respeto de todos: en su tercer viaje tuvo que tomar el comando de la nave y devolverla a casa, después de ser atacados concéntricamente por dos aviones, con el comandante muerto y los dos oficiales malheridos sobre las cuchetas.
—¿Es que no hubo hoy ningún éxito? ¿Es esto un velatorio? —grita ahora— ¿Dónde estamos?
—¿No te alcanza el ruido? —chilla el viejo y sigue bebiendo.
Monique parece haber entendido al médico de la flotilla: toma el micrófono tan cerca da sus labios que da la impresión de querer lamerlo; con la mano izquierda bambolea un ramo de plumas violetas y grita con voz ronca:
—
J'attendrai, le jour el la nuit
!
Con la escobilla el percusionista desparrama harina sobre el parche.
Chillidos, gritos y suspiros; Monique dramatiza la canción con contoneos y movimientos de sus pechos opulentos, de destellos blanco—azulados, con el movimiento temblequeante de su traste y con los adornos de su ramo de plumas. Lo sostiene detrás de la nuca mientras con la otra mano golpetea sus labios pintarrajeados, como una india... Las plumas pasan entonces por entre sus piernas mientras ella gira los ojos hacia arriba; las acaricia suavemente, estremece sus caderas en dirección de las plumas, a las que lleva nuevamente hacia arriba, las baña con su aliento, los labios carnosos...
De repente, guiña un ojo hacia la puerta del local ¡Ah, el jefe de la flotilla y su ayudante! Más de un guiño no vale la pena, considerando esa larga figura de cabeza pequeña con aires de estudiante. A su vez, el jefe no condesciende siquiera a una sonrisa de comprensión, sino que lanza una mirada por todo el salón, como si buscara una segunda salida que le permitiera pasar por ahí rápidamente y desapercibido.
—¡Oh, qué gran visita se mezcla entre la bajeza del pueblo! —el grito de Trumann, un tipo de la vieja guardia, se mezcla con los suspiros de Monique. Ahora se dirige directamente al jefe, ya apoltronado en su sillón—: ¿Y, viejo azteca? A veces hay que bajar al frente de batalla, ¿eh? ¡Ven, aquí hay un hermoso lugar! ¡Se ve todo el paisaje, desde arriba!... ¿Cómo, no quieres? Está bien, cada uno a su manera... si puede.
Como siempre, Trumann está completamente borracho. Su pelo negro y rizado ya se entremezcla con el color de las cenizas del cigarrillo. En cualquier momento puede explotar, nunca se sabe. También lleva la Orden.
El submarino de Trumann es conocido como «el submarino de fuego». Desde su quinto viaje quedó marcado por una mala suerte legendaria: no volvió a estar nunca más de una semana en el mar. «Volver arrastrándose sobre las rótulas o sobre las tetillas», como él mismo dice, se ha convertido en rutina para Trumann. Siempre lo descubren cuando sale hacia el campo de operaciones y lo bombardean; continuamente lo persiguen los problemas mecánicos; ya no hay ninguna oportunidad para Trumann y su tripulación. Todo el mundo se pregunta en silencio cómo es que ellos aguantan todavía los golpes y la desesperante falta de éxitos.
El intérprete de la armónica mira fijamente hacia adelante, como si estuviera en trance; al mulato sólo se lo ve desde el tercer botón de la camisa, escondido como está detrás de su tambor; tiene que tratarse de un enano, o bien está sentado sobre un taburete muy bajo. Monique pone su cara de pescado más lograda y redonda, y bosteza en el micrófono: —
In my solitude
...
Trumann se inclina hacia adelante y grita:
—¡Ayuda, veneno!
Monique se interrumpe. Trumann rema con sus brazos hasta lograr incorporarse a medias y chilla:
—¡Esta mujer es un lanzallamas ! ¡Tiene que haberse comido toda una ristra de ajos! ¡Oh, Diooos!
Aparece el ingeniero de Trumann, August Mayerhofer. Desde que lleva en la chaqueta la Cruz Alemana, se lo llama «August, el del huevo frito».
—¿Y, qué tal el burdel? —le grita Trumann— ¿Te descargaste? Siempre es bueno eso... Tu viejo papá Trumann tiene que saberlo, ¿comprendes?
Se ponen a cantar a dúo; el médico de la flotilla los dirige con una botella.
Alrededor de la gran mesa junto al estrado, que por acuerdo tácito está reservada para la camada de los viejos, están sentados —o colgados— en los sillones de cuero, más o menos borrachos unos que otros, los camaradas del viejo: Kupsch y Stackmann, los «hermanos siameses», Merkel, Keller, llamado «el viejo de piedra», Kortmann, al que llaman «el indio».
Todos ellos son hombres envejecidos prematuramente, gladiadores del mar, que aparentan frialdad a pesar de que conocen cuán comprometida es su situación. Pueden estar sentados por horas en sus sillones con miradas que nada dicen, casi inmóviles; en cambio, no son capaces de sostener sus vasos sin un temblor.
Todos ellos tienen más de media docena de viajes peligrosos en su haber, de las más extremas pruebas para sus nervios, torturas de alto grado, situaciones sin salida, de las que sólo consiguieron emerger victoriosos gracias a algún extraño milagro. No hay entre ellos ninguno que no haya vuelto alguna vez con el submarino maltrecho, casi contra toda probabilidad de éxito; pero cada vez que la desgracia los sorprendía, allí estaban ellos, rectos como un palo, como si la situación no fuera nada especial.
Y es eso justamente lo que se les exige. Llorar y castañetear los dientes no está permitido. Todo aquel que tenga pegados al cuerpo la cabeza y las cuatro extremidades, es considerado apto; de otra manera, hace tiempo ya que los submarinos del frente deberían estar a cargo de gente sin experiencia, sin historia; pero desgraciadamente, los novatos inexpertos no son, ni con mucho, tan capaces como los viejos comandantes; y éstos a su vez hacen lo imposible por no desprenderse de sus oficiales, que alguna vez pasarán a ser comandantes.
Endrass, por ejemplo, no tendría que haber vuelto a salir, por lo menos en su estado; ése sí que estaba mal; pero los de arriba parecen ciegos; no se dan cuenta de cuándo uno está realmente acabado. ¿O no son los ases, los viejos ases, los que traen los éxitos a casa?
La orquesta deja de tocar. Nuevamente puedo oír trozos de conversación.
—¿Dónde está Kallmann en realidad?
—Ese es seguro que no viene.
—Y bueno, se comprende.
Kallmann regresó hace tres días, con tres banderines en su periscopio destartalado: tres buques; al último lo hundió en las aguas bajas de la costa, con el cañón. «Se tragó más de cien blancos», comentó Kallmann; habían tenido mar duro, además.
Kallmann parecía Jesús en la cruz, con sus mejillas hundidas y el pelo rubio y duro; se retorcía las manos, como si eso le fuera necesario para poder hablar con los demás.
Nosotros oíamos en tensión lo que nos contaba, nuestra inseguridad nos renovaba el interés. ¿Cuándo preguntaría lo que nos daba miedo contestar?
Al terminar su informe, dejó de retorcerse las manos; se quedó sentado, inmóvil, con los codos apoyados y las manos entrecruzadas; y ahora preguntaba, la mirada más allá de nosotros, con un aire de forzada indiferencia en la voz:
—¿Qué pasa con Bartel?
Nadie contestó. El jefe de la flotilla dejó caer la cabeza hacia adelante, apenas un milímetro.
—Ajá... bueno, me lo imaginé al no recibir de él más comunicaciones por la radio. —Un minuto de silencio, luego preguntó exigente—: ¿Pero no se sabe nada?
—¡No!
—¿Hay aún alguna posibilidad?
—¡No!
Las colillas colgaban de los labios sin moverse.
—Estuvimos juntos todo el tiempo en los astilleros; hicimos un viaje juntos — dijo Kallmann por fin, inerme, turbado. Todos sabíamos lo amigos que habían sido Bartel y Kallmann; siempre conseguían estar juntos, participar de las mismas operaciones, atacar los mismos convoyes. Kallmann había dicho una vez:
—Esto de saber que no se está solo le endereza a uno las espaldas.
Por la puerta de vaivén entra Bechtel. Parece hervido, con sus cabellos, sus cejas y sus pestañas del mismo color rubio casi blanco. Cuando está tan pálido como ahora, se le notan más las pecas.
Gran algarabía. Bechtel es rodeado por un grupo de los jóvenes; tiene que pagar una vuelta, por haber nacido de nuevo.
Bechtel tiene tras de sí una experiencia que el viejo describió como «fuera de serie»: después de una persecución con bombas de profundidad, consiguió salir a la superficie en las sombras del amanecer, con daños de todo tipo y llevando una bomba a punto de estallar sobre la cubierta. La corbeta se hallaba en las cercanías, y la bomba seguía sobre cubierta. Por suerte para Bechtel, estaba programada para una profundidad mayor y no detonó al caer sobre el submarino, a sesenta metros bajo el agua.
Bechtel hizo andar ambos motores a toda máquina; el marinero hizo rodar lentamente la bomba por la cubierta. Empezó a ronronear ya a los veinticinco segundos, así que estaba puesta para los cien metros de profundidad. E inmediatamente tuvo que volver a sumergirse, para no recibir otro bombardeo.
—Yo hubiera traído el bombón de buena gana —chilla Merkel.
—Nosotros también lo hubiéramos hecho. Pero la bomba no dejaba de sisear; sencillamente no encontrábamos el botón; ¡fue divertido!
El local se llena cada vez más; pero Thomsen sigue sin llegar.
—¿Dónde estará ése?
—A lo mejor se apunta uno más...
—Yo no sé... ¿en ese estado?
—Con la Orden colgada al cuello... debe de ser una nueva sensación de placer.
El que tampoco aparece es Beckmann; debería estar de regreso hace mucho; entre cuatro lo sacaron del tren de París borracho como una cuba; mientras tanto, el tren tuvo que detenerse; estaba completamente ido, con ojos de albino; y eso veinticuatro horas antes de embarcarse. ¿Cómo se las habrá arreglado el médico de la flotilla para ponerlo en condiciones? Seguramente lo cazó un avión; ya poco después de salir al mar dejó de comunicarse por radio. Para no creerlo: los Tommies se animan cada vez más, están cada vez más cerca.
Esto me hace pensar en el almirante Bode, en Kernével, un viejo solitario, que acostumbraba a emborracharse sólo por las noches. En un mes se habían perdido treinta submarinos.
—Uno se convierte... uno se convierte en borracho, cada vez que levanta la copa.
Flechsig, un hombre morrudo de los del grupo del viejo, se tira en el último sillón libre, en nuestra mesa. Volvió de Berlín hace una semana. Desde entonces no ha dicho una sola palabra. Pero ahora comienza a hacerlo:
—¡Me dice ese idiota del Comando: «Que los comandantes deben usar gorra blanca no consta en ningún lado». «Con su permiso, quisiera recomendar que se enmienden los errores», le dije entonces!
Flechsig toma un par de tragos y se limpia la boca con el dorso de la mano, lentamente:
—¡Así me gusta: hacer teatro por la gorra de comandante! ¿Qué se piensan ésos en verdad? Y aquí nos mandan a un tal Stuck para que escuchemos su prédica moralista. ¡Si es para reírse!
Erler, un joven teniente primero que acaba de hacer su primer viaje como comandante, abre la puerta de vaivén de un golpe, con un puntapié. Recién venido esta mañana de su licencia, estuvo toda la tarde pavoneándose con sus triunfos, en el Majestic; según contó, en su pueblito lo recibieron con bombos y platillos, y hasta el intendente le regaló medio lechón; decía que podía documentarlo todo con recortes de periódico: ahí estaba él, en el balcón de la municipalidad, haciendo con la derecha el saludo alemán, un héroe del mar aclamado por la Patria.