Sputnik, mi amor (23 page)

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Authors: Haruki Murakami

Tags: #Drama, Fantástico, Romántico

BOOK: Sputnik, mi amor
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Pero yo amaba a Sumire más que a nadie en este mundo, la necesitaba. Por más que este sentimiento no me condujera a ninguna parte, no podía dejarlo así como así. Era algo que escapaba a la comprensión.

Además, soñaba con que se produjera un «gran cambio repentino». Por remota que fuera esa posibilidad, yo tenía todo el derecho del mundo a soñar. Claro que, por supuesto, ese cambio no se produjo jamás.

Al perder a Sumire, muchas cosas murieron en mi interior. De la misma forma que desaparecen muchas cosas de la playa cuando se retira la marea. Lo único que me ha quedado es un mundo deforme y vacío. Un mundo frío y tenebroso. Las cosas que surgieron entre Sumire y yo jamás podrán renacer en ese nuevo mundo. Soy consciente de ello.

En la vida de las personas hay una cosa especial que sólo puede tenerse en una época especial. Es como una pequeña llama. Las personas precavidas y con suerte la preservan con todo cuidado, la hacen crecer, la llevan como una antorcha que ilumine sus vidas. Pero, una vez se pierde, esa llama no puede volver a recuperarse jamás. Yo no sólo he perdido a Sumire. Junto con ella también he perdido esa preciada llama.

Pensé en el «otro lado». Quizá Sumire esté allí y quizá también la parte perdida de Myû. Su otra mitad, de pelo negro y vivo deseo sexual. Quizás ellas se encuentren allí, y se amen. «Hacemos cosas que no se pueden traducir en palabras», me diría tal vez Sumire. (Aunque, al fin y al cabo, ella me lo diría a mí con palabras.)

¿Habrá allí algún lugar para mí? ¿Podría estar allí con ellas? Mientras se amaran apasionadamente, quizás yo, en un rincón de alguna habitación, mataría el tiempo leyendo las obras completas de Balzac. Luego daría un largo paseo con una Sumire recién duchada y ambos hablaríamos de mil cosas (claro que la voz cantante la llevaría ella, como de costumbre). ¿Era posible mantener eternamente una relación como ésa? ¿Era natural? «Claro», diría Sumire. «Eso ni siquiera tienes que preguntarlo. ¡Pero si tú eres mi único amigo de verdad!».

Pero yo no sabía cómo llegar a aquel mundo. Acaricié la lisa y dura superficie de una roca de la Acrópolis y pensé en lo que encerraba, pensé en la larga historia que se había infiltrado en ella. Yo, como ser humano, estaba confinado, lo quisiera o no, en el interior de aquel flujo intermitente del tiempo. No podía salir de él. No, no es cierto. En realidad, yo realmente no quería escapar.

Mañana tomaré un avión y volveré a Tokio. Pronto acabarán las vacaciones de verano y pisaré de nuevo la interminable senda de la costumbre. Allí sí hay un sitio para mí. Está mi apartamento, está mi mesa, está mi aula, están mis alumnos. Una sucesión de días tranquilos, de novelas por leer, algún amorío de tarde en tarde.

Con todo, jamás volveré a ser el mismo. A partir de mañana seré una persona distinta. Pero nadie de los que me rodean se dará cuenta de que he vuelto a Japón transformado en otro. Porque exteriormente nada habrá cambiado. No obstante, algo dentro de mí ha quedado reducido a cenizas, ha desaparecido. Ha corrido la sangre. Dentro de mí, alguien, algo, se irá. Con la mirada baja, sin una palabra. La puerta se abrirá, la puerta se cerrará. La luz se apagará. Para mí, tal como soy ahora, hoy es mi último día. Éste es mi último atardecer. Cuando amanezca, yo, tal como soy ahora, ya no estaré aquí. Una persona distinta habrá ocupado mi cuerpo.

¿Por qué tenemos que quedarnos todos tan solos? Pensé. ¿Qué necesidad hay? Hay tantísimas personas en este mundo que esperan, todas y cada una de ellas, algo de los demás, y que, no obstante, se aíslan tanto las unas de las otras. ¿Para qué? ¿Se nutre acaso el planeta de la soledad de los seres humanos para seguir rotando? Me tumbé de espaldas sobre una piedra plana, alcé la vista hacia el cielo y pensé en la multitud de satélites artificiales que debían de estar girando alrededor de la tierra. El horizonte aún estaba ribeteado de una pálida luz, pero en aquel cielo teñido de un profundo color vino empezaban a brillar ya las estrellas. Busqué en él la luz de los satélites. Pero aún había demasiada claridad para que pudieran apreciarse a simple vista. Las estrellas visibles permanecían inmóviles, cada una en su lugar, como clavadas en el cielo. Cerré los ojos, agucé el oído y pensé en los descendientes del
Sputnik
que cruzaban el firmamento teniendo como único vínculo la gravedad de la tierra. Unos solitarios pedazos de metal en la negrura del espacio infinito que de repente se encontraban, se cruzaban y se separaban para siempre. Sin una palabra, sin una promesa.

15

El domingo por la tarde sonó el teléfono. Era el segundo domingo después de empezar el nuevo curso, en septiembre. Justo en aquel instante estaba preparándome, bastante tarde, el almuerzo; tuve que apagar el gas a toda prisa y descolgar. Pensé que a lo mejor era Myû con noticias de Sumire. El timbre dejaba traslucir cierta urgencia. O, al menos, eso me pareció. Pero era mi «novia» quien llamaba.

—Es muy importante —me dijo sin saludar, cosa extraña en ella—. ¿Puedes venir enseguida?

Por el tono de voz colegí que había pasado algo malo. Quizá su marido hubiera descubierto lo nuestro. Contuve el aliento. Si en la escuela se enteraban de que me acostaba con la madre de uno de mis alumnos, tendría problemas. En el peor de los casos, incluso podría perder el trabajo. Pero, al mismo tiempo, me lo tomé con resignación. Sabía a lo que me exponía desde el principio.

—¿Adónde debo ir? —le pregunté.

—Al supermercado —me dijo.

Cogí el tren, fui hasta Tachikawa. Eran las dos y media cuando llegué al supermercado que estaba cerca de la estación. Era una tarde tan calurosa que parecía que hubiese vuelto el verano, pero yo llevaba, tal como ella me había indicado, camisa blanca, corbata y un fino traje gris. «Vestido de esta forma pareces un profesor», me había dicho. «Así darás mejor impresión. Es que tú, a veces, pareces un estudiante», había añadido.

En la entrada le pregunté a una joven empleada que ordenaba los carros de la compra dónde estaba la oficina de seguridad. Me dijo que en un edificio aparte, al otro lado de la calle, en el segundo piso. Un pequeño edificio de tres plantas de aspecto deslucido que ni siquiera tenía ascensor. Las grietas que se extendían por las paredes de cemento parecían anunciar: «Un día de éstos van a demoler la casa, así que no te preocupes demasiado». Subí por una vieja escalera y llamé con suavidad a una puerta donde una placa indicaba:
OFICINA DE SEGURIDAD
. Respondió una profunda voz masculina y, al abrir la puerta, la vi a ella junto a su hijo. Frente a ambos, mesa por medio, había un vigilante de mediana edad con uniforme. Sólo estaban ellos tres. La habitación no podía calificarse de grande, pero tampoco era pequeña. A lo largo de la ventana se alineaban tres mesas y, en la pared opuesta, había unas taquillas de acero. En una pared lateral colgaba un papel con los turnos de trabajo y, en una estantería de acero, se veían tres gorras, la una junto a la otra. Tras la puerta de cristal esmerilado, al fondo, había otra habitación, destinada, al parecer, a que los guardias echaran un sueñecito. En la habitación no había un solo adorno. Ni flores, ni cuadros, ni siquiera un calendario. Sólo un reloj de pared redondo, exageradamente grande. La habitación parecía desierta, un rincón del viejo mundo que el paso del tiempo hubiera dejado, por alguna razón, atrás. En el aire flotaba una extraña mezcla de tabaco, papeles y sudor, un olor acumulado a lo largo de los años.

El guardia responsable era un hombre rechoncho, de cincuenta y pico años tirando a sesenta. Brazos gruesos, cabeza grande, pelo entrecano, hirsuto y espeso, domado con una loción capilar de olor barato. Frente a él, un cenicero lleno de colillas Seven Star. Cuando entré en la habitación se quitó las gafas, las limpió con un trapo, se las volvió a poner. Al parecer lo hacía por costumbre cada vez que se encontraba frente a alguien nuevo. Al quitarse las gafas aparecieron unos ojos tan fríos como una roca lunar. Al ponérselas de nuevo, la frialdad retrocedió, cubierta por algo turbio y poderoso. Ni una mirada ni la otra tenían como objetivo tranquilizar a la gente.

Hacía calor. Las ventanas estaban abiertas de par en par, pero no entraba ni una gota de aire. Desde la calle sólo llegaba ruido. Un gran camión se detuvo en el semáforo con un ronco sonido de frenos neumáticos que recordaba al Ben Webster de los últimos años y su saxo tenor. Todos sudaban copiosamente. Me acerqué a la mesa, dirigí un breve saludo al guardia de seguridad y le alargué mi tarjeta. La cogió en silencio, apretó los labios y la contempló unos instantes. Luego la dejó encima de la mesa, levantó la cara y me miró.

—Es usted muy joven para ser profesor, ¿verdad? ¿Cuánto tiempo lleva trabajando?

Fingí reflexionar unos instantes.

—Tres años.

—¡Hum! —dijo. No añadió nada más. Pero su silencio fue elocuente. Volvió a tomar la tarjeta y contempló mi nombre como si quisiera confirmar algo una vez más.

—Me llamo Nakamura y soy el jefe de seguridad —se presentó. No me dio ninguna tarjeta—. Eche mano de una de aquellas sillas vacías. Me sabe mal que haga tanto calor aquí dentro. Es que se ha averiado el aire acondicionado. Y los domingos no hay quien te lo repare. Además, ni siquiera se han tomado la molestia de traer un ventilador. Así que, ya ve, hace un calor infernal. Quítese la americana si lo desea. No haga cumplidos. Este asunto puede alargarse y, con sólo mirarlo, me entra más calor.

Tal como me había indicado, tomé una silla y me quité la americana. Tenía la camisa pegada al cuerpo por el sudor.

—¿Sabe usted? Siempre he envidiado a los profesores —comenzó el guardia. En sus labios flotaba la sombra de una sonrisa. Tras las gafas, sin embargo, sus ojos escudriñaban mi interior como un depredador de las profundidades marinas, alerta al menor movimiento. Su manera de hablar era educada, pero eso no era más que una máscara. En sus labios, la palabra «profesor», en especial, sonaba claramente despectiva—. En verano tienen más de un mes de vacaciones, los domingos no trabajan, por las noches, tampoco. Les traen regalos. La verdad, no pueden quejarse. A veces lo pienso. Que ojalá hubiera estudiado más aplicadamente en la escuela y fuese ahora profesor. Pero, entre unas cosas y otras, he acabado siendo vigilante de un supermercado. No debía de ser lo bastante inteligente, supongo. A mi hijo siempre se lo repito. De mayor, sé profesor. Digan lo que digan, son los que mejor viven.

Mi «novia» llevaba un sencillo vestido azul de manga corta. El pelo pulcramente recogido en lo alto de la cabeza y unos pequeños pendientes en las orejas. Calzaba unas sandalias blancas de tacón y, sobre las rodillas, sostenía un bolso blanco y un pequeño pañuelo de color crema. Era la primera vez que la veía desde que había vuelto de Grecia. Sin decir una palabra, nos miraba alternativamente, al guardia y a mí, con los ojos abotargados por el llanto. Por su expresión, deduje que ella también había pasado antes lo suyo.

Intercambiamos una breve mirada, luego dirigí los ojos hacia su hijo. Su verdadero nombre era Shinichi Nimura, pero sus compañeros de clase lo llamaban «Zanahoria». Con su rostro estrecho y alargado, y su mata de pelo encrespado, realmente lo parecía. Yo también solía llamarlo así. Era un niño tranquilo y no acostumbraba a decir una palabra más de las necesarias. Sus notas no eran malas, no descuidaba los deberes, no se saltaba el turno de limpieza. No ocasionaba problemas. Sin embargo, en clase jamás alzaba la mano para pedir la palabra ni jamás tomaba las riendas de nada. Sus compañeros de clase no lo detestaban, pero tampoco podía decirse que fuera muy popular. Quizá su madre se sintiera insatisfecha con esta definición, pero, desde mi punto de vista como profesor, lo encontraba, ante todo, un buen chico.

—Supongo que la madre ya lo habrá puesto en antecedentes, ¿no es así? Por teléfono —me preguntó el guardia.

—Sí —respondí—. Se trata de un hurto.

—Exactamente —dijo el guardia, agarró una caja de cartón que había a sus pies y la depositó sobre la mesa. Luego la empujó hacia mí. Dentro de la caja había ocho pequeñas grapadoras todavía envueltas en el plástico. Tomé una y la examiné. La etiqueta del precio marcaba ochocientos cincuenta yenes.

—Ocho grapadoras —dije—. ¿Eso es todo?

—Sí. Esto es todo.

Volví a meter la grapadora dentro de la caja.

—El valor total es de seis mil ochocientos yenes.

—Exacto. Seis mil ochocientos yenes. Seguro que usted está pensando lo siguiente: «Robar en una tienda es algo que no debe hacerse. Eso no hace falta ni decirlo. Es un acto delictivo. Pero ¿por qué armar tanto revuelo por el hurto de ocho grapadoras? Total, no es más que un estudiante de primaria». ¿Me equivoco? —No dije nada—. No, si no importa que piense así. Tiene usted razón. En este mundo se cometen miles de delitos peores que robar grapadoras. Yo mismo, antes de trabajar aquí como guardia de seguridad, he sido policía muchos años y sé de lo que estoy hablando.

El guardia me miraba fijamente a los ojos mientras hablaba. Sostuve su mirada, atento, sin embargo, a no parecer desafiante.

—Si fuese la primera vez, nosotros seríamos los primeros en no darle importancia a un hurto tan pequeño. El nuestro es un establecimiento público y optamos por complicar las cosas lo menos posible. En circunstancias normales traemos al niño aquí, lo asustamos un poco y asunto resuelto. Incluso en los peores casos nos limitamos a llamar a los padres y les pedimos que les llamen ellos mismos la atención. No solemos avisar a la escuela. Este tipo de cosas preferimos resolverlas amigablemente. Ésta es la política del establecimiento frente a los hurtos infantiles.

»No obstante, no es la primera vez que este niño comete un hurto. Si contamos sólo nuestro establecimiento, sólo las veces que lo hemos descubierto, son ya tres veces. ¿Se da cuenta? ¡Tres veces! Y, encima, este niño, tanto la primera como la segunda vez, se negó tercamente a darnos su nombre o el de la escuela. Las dos veces me encargué yo del asunto, así que lo recuerdo bien. No respondió. Le preguntaras lo que le preguntases, no abría la boca. La estrategia del mutismo, como suele decir la policía. Ninguna disculpa, ninguna señal de arrepentimiento, una conducta obstructiva y terca. Le dije que si no me daba su nombre, llamaría a la policía, pero ni siquiera entonces abrió la boca. Esta vez, como no había más remedio, le he quitado el pase del autobús a la fuerza y así he logrado averiguar cómo se llama.

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