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Authors: Natsume Soseki

Soy un gato (46 page)

BOOK: Soy un gato
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Hace mucho tiempo hubo en Grecia un escritor llamado Esquilo, que tenía una cabeza como la de todos los sabios, es decir, calva. Y era calvo justamente por falta de nutrición capilar. Normalmente, los grandes sabios usan sólo su cabeza para vivir y, por tanto, carecen de ingresos suficientes para alimentarse. Los pocos ingresos que entraban en su casa tenían como consecuencia una alimentación escasa y deficitaria en nutrientes. Y eso suele conllevar la debilidad y la consiguiente pérdida del cabello. Esquilo era un sabio entre los sabios, así que a nadie le extrañará que su cabeza estuviese lisa y reluciente como una naranja monda. Un día salió a pasear, bajo el paraguas de su cabeza calva (con eso no quiero decir que uno pueda cambiarse de cabeza como lo haría de sombrero, y ponerse una para cada ocasión; únicamente quería llamar la atención sobre el hecho de que su cabeza era tan calva como siempre). Esquilo caminaba bien erguido bajo el magnífico sol del mediodía heleno. Y precisamente los reflejos provocados por sus destellos craneales fueron la causa de un dramático error. Cuando una calva semejante recibe los rayos solares, produce un reflejo que puede ser visto a gran distancia. Al igual que los grandes árboles reciben el azote del viento, esa especie de foco luminoso puede recibir el impacto de cualquier cosa que esté volando por el aire, y que esté buscando un sitio para estrellarse.

En ese momento sobrevolaba sobre la cabeza del pobre Esquilo un águila que llevaba una tortuga atrapada entre sus garras. Las tortugas y otros quelonios son alimentos deliciosos, pero ya desde la época de los griegos son conocidos por tener un caparazón casi impenetrable, y de una dureza imposible. Son muy sabrosos, pero sirven de poco al estar envueltos en tan granítica armadura. Hoy en día está muy de moda comer langostinos a la parrilla, pero seguro que nadie ha visto en ningún restaurante tortugas a la parrilla. Seguro que tal plato no estará nunca disponible en nuestros modernos restaurantes, como tampoco lo estaba en el menú de los antiguos griegos. El águila probablemente se preguntaba qué podía hacer con su presa, cuando de pronto vio allí abajo un objeto resplandeciente. «Ya lo tengo», se dijo, y soltó a su desafortunada presa contra aquel objeto para lograr romper el caparazón con el impacto. Por desgracia para el águila y para el propio Esquilo, los cráneos de los escritores son más blandos que los caparazones de las tortugas, y fue así como aquella luz que guiaba los designios de la literatura se apagó y llegó a su desdichado fin.

Es posible preguntarse por la relación entre esta larga digresión sobre la muerte y el caso particular del maestro, pero estoy convencido de que, cuando llegue el momento, las conexiones aflorarán por sí mismas. Antes, sin embargo, me siento obligado a preguntarme por la verdadera intención del águila. ¿Lanzó la tortuga consciente de que aquel objeto brillante era la cabeza de un escritor, o, por el contrario, pensó realmente que su diana era en verdad una roca redonda y pelada? Dependiendo de la respuesta de cada uno, así se verá el paralelismo entre el águila y los imberbes muchachos de la escuela. Es más, para entender en toda su dimensión el problema, uno debe tener en cuenta una serie de factores en cierto modo conflictivos. Por ejemplo, es un hecho que el maestro no es calvo, y por tanto su cabeza, al contrario que la del desdichado Esquilo y otros eminentes escritores de extraordinaria valía y discernimiento, no emite reflejos resplandecientes. Sin embargo, lo que sí tenía el maestro (aunque la propia humildad de esa posesión haga que todo esto suene un poco triste) era ese sine qua non de tantos literatos: un estudio. Así que, como el maestro se pasaba el día metido en su estudio babeando sobre algún libro de difícil lectura, es de suponer que dedicaba mucho tiempo al cuidado, acondicionamiento y mantenimiento de tal estancia. Por otro lado, el hecho de que el maestro no fuera calvo no significaba que no pudiera serlo algún día. Quizás era cuestión de que no había hecho todavía suficientes méritos para ser calvo, y, por tanto, no se podía descartar la posibilidad de que, cuando fuera lo suficientemente listo, pudiera convertirse con el tiempo en una reluciente bola de billar o en un improvisado pararrayos de desgracias ajenas.

En cualquier caso, los estudiantes, por alguna razón que se me escapa, lo que en realidad se habían propuesto era lanzar sus proyectiles directamente contra la cabeza del maestro. Yo sabía que, si esa campaña de terror se prolongaba dos semanas seguidas, eso le provocaría tal contracción en sus venas y tal concentración sanguinolenta en su cabeza, que ésta se quedaría desnutrida y pelada como un melón, como una tetera o como una cazuela de cobre. Si el bombardeo se prolongaba un poco más, el caqui se abriría, la tetera se agujerearía y la cazuela se agrietaría. Todo reventaría, y las consecuencias serían imprevisibles. No cabía duda. Y el único de entre todos nosotros que parecía no prever las temibles consecuencias a corto plazo de tal estrategia era, cómo no, el imbécil del maestro.

Una tarde salí a la galería a echarme mi siesta de costumbre. Cuando me quedé dormido, soñé que me había convertido en un enorme tigre. Ordenaba al maestro que me trajese panecillos al vapor rellenos de carne de pollo. El maestro, temblando como una hoja, me traía el encargo con grandes inclinaciones de cabeza, y me daba evidentes muestras de total sumisión. Al poco rato aparecía Meitei, y yo le decía que quería comer carne de primera en el restaurante Yamashita. Con su habitual verborrea, Meitei empezaba a halagar las virtudes del nabo en salmuera, de las verduras y de no sé qué más zarandajas, con tal profusión de detalles que yo ya saboreaba mi encargo carnívoro. Entonces me cansaba de sus interminables explicaciones y emitía un bárbaro rugido, a ver si así se callaba. Meitei me decía que el restaurante estaba cerrado, pero que se las arreglaría para satisfacer mis deseos. Se me antojaba carne de ternera, así que le ordenaba que me la trajera de la carnicería de Nishikawa. Meitei se arreglaba la ropa y se marchaba. Sabía que si no cumplía su promesa corría el riesgo de ser devorado por mí. En lo que volvía, me echaba a dormir en la galería y ocupaba una gran parte de su espacio, pues me había convertido en un gigante. Ya estaba saboreando la carne de ternera en mis sueños, cuando un tremendo ruido en la casa me despertó.

El maestro, que tan sólo unos instantes antes se había postrado ante mis designios aterrorizado ante mi poder, salió como un cohete del baño y me apartó de una brutal patada. Antes de que pudiera recuperarme del golpe, saltó de la casa con sus sandalias de madera, cruzó el jardín y se fue derecho hacia la Escuela de la Nube Caída. Era algo desconcertante pasar en tan poco tiempo de ser un tigre, aunque fuera en sueños, a un simple gato al que dan puntapiés. Confieso que la visión del maestro completamente enrojecido de ira, junto al dolor provocado por semejante patada, borraron de mi memoria inmediatamente el recuerdo de mis tiempos de gran felino asesino. Mi intuición gatuna me decía que el maestro, al fin, se había decidido a presentar batalla. La diversión estaba garantizada. Me olvidé del dolor de mis costillas y salté al jardín. El maestro blandía un bastón mientras ladraba enloquecido: «¡Ladrones! ¡Sucios ladrones!». Uno de los alumnos de la escuela, con su gorra bien encasquetada en la cabeza, saltó ágil como una gacela la valla que le separaba de su territorio. Tendría unos dieciocho o diecinueve años, y su precipitada huida hizo que el maestro se sintiera animado a seguir vociferando como un loco para ahuyentar a todos los intrusos que quedaban en el jardín. Pero si quería conducir a su ejército hasta la victoria era necesario dar un paso más y traspasar las barricadas para adentrarse en territorio enemigo. En su frenesí, el maestro se plantó junto a la frontera misma que delimitaba los dos territorios. Era imprescindible considerar las consecuencias de traspasar esa línea peligrosa, pues, en caso de hacerlo, el propio maestro se convertiría a él mismo en intruso en tierra extraña. Se detuvo ante la valla. Un solo paso más, y el maestro habría caído en la más total villanía. En ese preciso momento, se acerco hasta la valla uno de los generales enemigos, adornado con incipiente mostacho, y sostuvo con el maestro la siguiente conversación:

—Sí. El que ha huido es alumno de esta escuela.

—Bien. Pues en tal caso, como buen estudiante debería comportarse de modo correcto. ¿Por qué razón tiene que saltar una valla sin solicitar el correspondiente permiso?

—Porque se les cayó la pelota a su jardín y tuvo que ir a por ella.

—¿Y entonces por qué no vino a preguntarme si podía pasar a cogerla?

—Le aseguro que el alumno será castigado.

—Bien, en ese caso estoy de acuerdo.

Yo había imaginado una discusión más bien tensa y, sin embargo, todo se redujo a un inofensivo intercambio de delicadezas sociales. Al maestro no le faltó valor ni entusiasmo pero, como de costumbre, en el momento adecuado su valor no le sirvió para nada. Le ocurrió lo mismo que me había pasado a mí un rato antes: en mis sueños me había convertido en tigre, pero la realidad se había encargado de devolverme a mi condición de gato adoptado. Este fue uno de esos pequeños incidentes que presagiaban algo más grande a los que me refería anteriormente. A partir de ahora comenzaré con el relato en sí del percance trascendental.

El maestro se hallaba tumbado sobre su vientre en el cuarto de estar con las puertas correderas abiertas de par en par. Pensaba en cómo defenderse de los energúmenos de la escuela, pero aún no había pasado nada porque éstos debían de estar en clase y reinaba la calma. En lugar de la algarabía habitual, se escuchaba, a lo lejos, la voz del general que había negociado la paz con el maestro, impartiendo su clase de ética:

«.. .por tanto, la moral pública y las virtudes cívicas son de la máxima importancia, y las encontrarán en cualquier país europeo, ya sea en Francia, Alemania o Inglaterra. En aquellos países no hay persona, por baja que sea su condición social, que no respete las reglas del comportamiento cívico. Lo triste es que en Japón estas normas básicas de convivencia no se respetan. Quizás alguno de vosotros piense que se trata de cosas ajenas o de ideas importadas del extranjero. Pero resulta que nuestros antepasados ya observaban estos preceptos extraídos de las enseñanzas del mismísimo Confucio, y prestaban especial atención a la práctica de la fidelidad y la benevolencia. Esta última, la benevolencia, es justamente la virtud principal que debe atesorar un ciudadano de bien. Yo soy un hombre y, en ocasiones, me entran ganas de cantar. Pero soy consciente de que si hay alguien cerca de mí, estudiando, leyendo o durmiendo, quizás pueda molestarle. Por lo tanto, a pesar de lo grandes que sean mis ganas de cantar o de dedicarme a la recitación de poemas clásicos chinos, me reprimiré si tengo cerca a alguien que necesita silencio para llevar a buen término su tarea. Pues bien, lo mismo tenéis que hacer vosotros. Debéis tratar de no causar molestias a los demás».

Al llegar a este punto de la explicación, el maestro, que había estado escuchando atentamente, soltó una risotada. Fue la suya una risa de tal calibre, que merece una explicación. Su carcajada se podría interpretar como una reacción de sarcasmo, pero la naturaleza del maestro era demasiado simple, incluso cándida. Sencillamente, no tenía la fuerza mental necesaria para ser malo. Se rió, simplemente, porque estaba complacido con lo que escuchaba, y, en su ingenuidad, pensaba que con su alocución sobre ética, el profesor lograría aplacar a sus alumnos y lograr así que cesara de una vez por todas la lluvia de proyectiles dumdum, lo cual le permitiría dormitar para siempre en la recién recobrada seguridad de su estudio. Podría conservar su pelo intacto, pensó. Sus ataques de ira no desaparecerían del todo, cierto, pero con el paso de los días la virulencia de sus instintos se atenuaría. Quedaba dispensado, pues, de las toallas frías en la cabeza y de tener que tostarse los pies en el brasero, y ya no se vería en la necesidad de dormir bajo un árbol con la cabeza apoyada en una piedra. Al prever todo esto, sonrió. Un optimismo de lo más natural para una persona que seguía creyendo ingenuamente que, aun en el siglo
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, las deudas merecían ser reparadas. Honestamente, el maestro pensaba que la lección pondría fin a las incursiones de los alborotadores.

Y así llegó la hora en que acababan las clases. La lección de ética quedó súbitamente interrumpida, y en ese preciso instante los ochocientos alumnos que había encerrados en la escuela hasta esos momentos salieron del edificio todos a la vez en tromba, como una colmena de abejas que alguien hubiera sacudido por sorpresa, aporreando todo lo que encontraban a su paso, y gritando por puertas, ventanas y cualquier agujero susceptible de servir como vía de escape. Y fue con esa explosión como empezó todo.

Comenzaré haciendo una breve descripción de la formación de combate de las abejas humanas. Si alguien piensa que exagero usando términos militares para describir el enfrentamiento del maestro con los alumnos de la Escuela de la Nube Caída, se equivoca. Cuando la gente de la calle piensa en campañas militares, lo primero que les viene a la cabeza son los escenarios de los últimos choques bélicos de la guerra ruso-japonesa: Shaka, Mukden, Lunshum, sangrientos campos repletos de cadáveres. La gente algo más enterada, como esos bárbaros a los que les gusta la poesía, suele asociar la guerra con pasajes evocadores de la literatura: Aquiles cargando en su carro con el cadáver de Héctor y dando tres vueltas a las murallas de Troya, o Chang Fei
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blandiendo una lanza de cinco metros en el puente de Changban para amedrentar a las hordas del ejército de Tsao-Tsao. Cada cual es libre de imaginar la guerra como quiera, pero no es correcto suponer que sólo existe el tipo de batallas que acabo de describir. Se puede pensar que esas extrañas contiendas son cosas del pasado, y que en el Japón imperial actual, en medio de un periodo de paz, tales hostilidades son inconcebibles. Incluso las revueltas populares no tienen mayores consecuencias que las de provocar la quema de unos cuantos puestos de policía. Por tanto, me atrevo a afirmar que el enfrentamiento entre el maestro Kushami, Capitán General de la Cueva del Dragón Durmiente, y el ejército de ochocientos enloquecidos reclutas de la Escuela de la Nube Caída, bien puede considerarse como una de las batallas más importantes desde la fundación de la mismísima ciudad de Tokio.

Tso Shih da cuenta de la batalla de Yen Ling
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con una descripción inicial de la disposición de las fuerzas enemigas. Como todos los historiadores de cierto renombre que le siguieron han hecho lo mismo, no veo yo por qué no empezar mi relato con la descripción de la formación del ejército de abejas. La colmena estaba formada por una larga columna de soldados acampados al otro lado de la valla. Al frente, una pequeña vanguardia cuyo primer objetivo, según se iría comprobando, era lograr atraer al maestro Kushami a posiciones donde su artillería pudiera infligirle un mayor daño.

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