Sombras de Plata (7 page)

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Authors: Elaine Cunningham

Tags: #Aventuras, #Fantástico, #Juvenil

BOOK: Sombras de Plata
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Hurón era también muy, muy buena blandiendo una espada, y en más de una ocasión Arilyn se había preguntado por qué no la había desafiado a ella. Entre todos los asesinos de la cofradía, Arilyn pensaba que Hurón era la que tenía más posibilidades de quitarle su Fajín de Sombra, pero la mujer de ojos negros parecía contenta con su categoría y prefería invertir su tiempo y energías en encargos que le reportasen honorarios.

Y hablando de honorarios, Arilyn se fijó en que el coleccionista estaba dispuesto a pagar bien por recuperar su propiedad robada, y como últimamente había tenido muchos gastos, arrancó el tercer papel de la puerta. Hurón soltó una exclamación de asombro: coger una solicitud antes de que el resto de los asesinos tuviese ocasión de pujar por ella era considerado una falta grave en las costumbres de la cofradía.

—Aquí sólo estamos tú y yo —señaló Arilyn, agitando el pergamino debajo de las narices de Hurón—. ¿Lo quieres hacer tú?

—Es un trabajo para dos, y los honorarios son sin duda elevados para pagar a dos asesinos —observó la mujer con frialdad—, pero te lo dejo a ti de todas maneras. Antes preferiría recibir dinero de un harén que tener como compañera a una semielfa.

Arilyn parpadeó, sorprendida por el veneno que denotaba la voz de la mujer. Vivían bastantes semielfos en Tethyr y, por lo general, se los trataba bien y era poco corriente encontrar una animadversión tan acusada.

—Tú verás. —La Arpista se volvió para marcharse. No quería malgastar energía con los prejuicios de la mujer, pues tenía mucho por hacer: enviar a un mensajero al coleccionista con una aceptación provisional del encargo y una solicitud de más información; encontrar alguien que dispusiera de un plano del palacio del rival y que quisiera vender esa información y planear un método para esquivar a los vigilantes y las protecciones mágicas que sin duda salvaguardarían el tesoro. Por fortuna, el objeto que se reclamaba era pequeño: una diadema de plata con incrustaciones de amatista. No siempre sucedía así. En una ocasión, Arilyn había recibido el encargo de recuperar la cabeza montada y rellena de un basilisco. Desde luego, no fue su trabajo preferido porque probablemente habría sido más fácil cazar y derribar a un monstruo vivo.

—No suelo llevar diadema, pero si ves algún collar o algún broche bonito, tráeme dos o tres —murmuró Hurón a su espalda—. ¡Te pagaré la mitad del valor de mercado de las gemas y te ahorraré la molestia de encontrar un comprador!

Arilyn ni siquiera respondió, porque no tenía ninguna intención de coger otra cosa que no fuera el objeto solicitado y sabía, por el tono de burla de Hurón, que la mujer sospechaba lo mismo. Aquello la dejó un poco inquieta. La breve conversación con la exótica asesina le había dejado claro que, fuera cual fuese la razón, Arilyn se había ganado otro enemigo en el seno de la Escuela del Sigilo, y uno que se había tomado la molestia de observarla de cerca.

Siguiendo un impulso, la Arpista giró y salió del recinto. Había planeado ir directamente a la cofradía de mujeres para dormir un poco porque las tareas a las que tenía que enfrentarse eran muchas y difíciles, y había descansado poco últimamente, pero dudaba que consiguiera pegar ojo aquella noche si permanecía en la guarida de Hurón. Todavía le quedaba dinero suficiente en los bolsillos para alquilar una habitación en una posada modesta, y bien se merecía una noche de sueño.

—Pronto veré ogros debajo de todas las camas y elfos drow detrás de todas las sombras —murmuró mientras caminaba, repitiendo para sí la frase de burla que había dicho en la cueva de Chatarrero, pero en esta ocasión el ejercicio no le proporcionó alivio porque las mismas palabras que antes habían servido de mofa ahora tenían aire de presentimiento y resonancia de advertencia.

La cautelosa Arpista se tomó al pie de la letra el consejo y, mientras avanzaba por las calles iluminadas de Espolón de Zazes, sopesó todas las sombras y mantuvo a todos los transeúntes con los que se cruzaba a una distancia que le permitiera llegar con el filo de su espada.

Quizá fuese un modo de vida solitario y agotador, pero Arilyn lo prefería a la alternativa. La muerte era la compañera habitual de un aventurero y había bailado con ella durante casi treinta años sin rendirse. La supervivencia era cuestión de honradez: uno sólo tenía que seguir la melodía, conocer el terreno y no perder nunca el paso.

La analogía dibujó una fugaz sonrisa en los labios de Arilyn. Tenía que recordar aquello y pasárselo a Danilo cuando volviesen a verse. Sin duda él sería capaz de calibrar la poesía que encerraba y moldearlo en una de sus baladas melancólicas..., una canción que nunca sería escuchada por su frívola audiencia. El joven era un compositor aficionado y prolífico que poseía dos tipos de composiciones: una colección de baladas humorísticas, a menudo obscenas, que interpretaba en los salones y salas de fiesta de Aguas Profundas, y las canciones meditabundas y las tonadas que se regalaba a sí mismo, y a ella. Arilyn sabía que ella era la única persona que había compartido con él aquellas melodías tan profundamente sentidas. Habían pasado muchas veladas juntos, sentados en plena naturaleza al lado de una hoguera, Danilo cantando al ritmo de su laúd y Arilyn contemplando las estrellas, imbuyéndose a la vez de la luz de las estrellas y la música con un júbilo silencioso y elfo.

Un ruido de pasos a su espalda sacó a Arilyn de sus ensoñaciones para devolverla a las calles de Espolón de Zazes. La cadencia de aquellos pasos iba medida con sus propias zancadas, largas y rápidas, lo cual solía ser una señal de que la estaban siguiendo. Esta vez no debía de ser un asesino, sino probablemente un ladrón callejero, porque el hombre no intentaba avanzar en silencio. Los ladrones más habilidosos solían mezclarse con la multitud y su éxito dependía de su destreza y rapidez con las manos.

Arilyn echó un vistazo a su izquierda. No cabía duda, le seguía un hombre sucio y desastrado, con una botella medio vacía de rivengut en las manos y murmurando para sí. No obstante, a pesar de su caminar vacilante de borracho, conseguía seguir el mismo ritmo que ella.

Era una estrategia muy habitual: un par de ladronzuelos elegían un señuelo y, mientras uno se fingía borracho para distraer a la víctima, el otro actuaba por detrás. La estrategia de contraataque también fue sencilla: cuando el «borracho» giró hacia ella, Arilyn lo cogió del jubón y, haciéndolo girar, lo lanzó de pleno en los brazos abiertos de su compañero. Ambos se precipitaron de bruces al suelo, y el primero soltó una maldición con tanta convicción que quedó patente que su estado de embriaguez era fingido.

El «ataque» hizo que varios transeúntes miraran con recelo a Arilyn, pero ninguno de ellos se molestó en intervenir ni en censurarla por ello. También se fijó en que ninguno hizo el más mínimo esfuerzo por ayudar a los hombres caídos al suelo, ni preguntó cómo se encontraban.

La semielfa siguió su camino y, mientras avanzaba, intentó en vano recuperar el sueño de fragancias silvestres, luz de luna y soledad compartida. Aquellos momentos le resultaban cada vez más difíciles de encontrar con cada día que pasaba entre aquellos humanos faltos de escrúpulos. Pronto temía que desapareciesen por completo y, con ellos, los exiguos vestigios de su alma elfa.

4

Pasaban los días y Arilyn seguía tan lejos de poder cumplir su último encargo como la noche en que había arrancado el papel de la puerta de la sala de consejos. La suerte había querido que el hombre al que según el contrato debía robar fuese un tal Abrum Assante, miembro de su misma profesión fingida. En su día había sido un maestro asesino, y se había retirado hacía unos años de la Escuela del Sigilo para disfrutar de la riqueza que con tanto sudor había ganado.

Hasta el momento, los preparativos habían sido mucho más difíciles de lo que Arilyn había previsto. No es que expoliar palacetes fuese algo sencillo; la mayoría de los hombres adinerados solía acumular prudencia a la par que riquezas a lo largo de su vida, pero un
asesino
rico se suponía que resultaría incluso más precavido de lo normal. Assante vivía arropado por suficientes capas de intriga, poder y magia para descorazonar a todos salvo a los más insistentes y en su intento de infiltrarse en la fortaleza de aquel hombre, Arilyn se encontró con que debía explotar hasta más allá de lo que jamás supuso su habitual perseverancia.

Salvo el personal del servicio doméstico de Assante, que vivía cuidadosamente aislado en su palacio, no había hombre o mujer vivo que conociese los secretos de la fortaleza. Arilyn llegó incluso a buscar los nombres de unos cuantos criados ya fallecidos, porque hasta los hombres muertos
podían
revelar secretos, siempre y cuando uno pudiera permitirse el gasto de contratar los servicios de un clérigo suficientemente poderoso para invocar sus espíritus. La Arpista no había utilizado nunca con anterioridad estas tácticas, pues los elfos eran muy reticentes a perturbar el reposo de aquellos cuya vida había ya acabado, pero descorazonaba la poca información que podía recopilar entre los vivos.

Gracias a la ayuda de varios sobornos bien empleados, Arilyn tuvo acceso a los libros de registro de varios traficantes de esclavos, donde pudo revisar las ventas realizadas a Assante durante los últimos veinte años. Con grandes dosis de paciencia, contrastó aquellos nombres con la relación de fallecidos que habían sido enterrados en las criptas baratas que se reservaban para esclavos, pero todo aquel trabajo burocrático, una tarea que Arilyn odiaba tanto como le desagradaba la idea de molestar a los muertos, no le sirvió de nada. Según parecía, ninguno de los sirvientes de Abrum Assante había sido enterrado en Espolón de Zazes o sus cercanías. O bien habían conseguido algún tipo de inmortalidad, o se deshacía de los cuerpos en el interior del palacio.

Aquella última explicación parecía, en opinión de Arilyn, lo más verosímil. El palacio de Assante, una maravilla de mármol rosado e ingeniosas ilusiones ópticas, era un monumento a la afamada riqueza y cautela de su propietario, una bóveda enorme que conservaba miles de secretos. El extenso terreno estaba rodeado por un muro alto y grueso que parecía relativamente fácil de escalar. Sin embargo, era una primera ilusión, pues el muro, cerca del extremo superior, se curvaba suavemente hacia afuera para acabar sobresaliendo en un borde amplio, cortado a pico y sesgado. No había ningún asidero ni ningún lugar seguro donde apoyar un gancho, y contaban que los ladrones aficionados a menudo encontraban la muerte al precipitarse contra el suelo de piedra.

Las cosas no mejoraban en el interior del patio, que era todo lo que la mayoría de los invitados de Assante había llegado a ver del recinto. Tras investigar e interrogar a muchos de aquellos invitados, con un disfraz distinto en cada visita, Arilyn consiguió reunir unos desalentadores retazos de información. Por la parte interna del muro, en los cuatro lados que constituían el perímetro del patio, había unas pozas largas y estrechas cuyas plácidas superficies, según contaban los rumores, no eran de agua sino de ácidos altamente corrosivos. No obstante, algunos visitantes aseguraban haber visto cisnes y plantas acuáticas en el supuestamente foso mortal. Tras meditar sobre todas las pruebas de que disponía, Arilyn se decantó por pensar que era ácido.

Todos parecían estar de acuerdo en un punto: cuatro gráciles puentes, uno en cada lado del patio, cruzaban el foso y tras ellos se veía una resplandeciente nube azulada que disipaba cualquier ilusión mágica. Nadie podía introducirse en el patio sin vadear el foso o cruzar la neblina, lo cual por sí solo era suficiente para convencer a la semielfa de que las pozas eran mortales. Además, después de ingerir varias jarras de cerveza, uno de los visitantes de Assante le había confiado que había visto cómo uno de los cisnes se introducía en la niebla y desaparecía. Aparentemente, los cisnes eran también meras ilusiones ópticas.

Los animales y las plantas no eran las únicas sorpresas de aquel jardín. La mayoría de las estatuas y gárgolas estaban agrupadas en parejas y se rumoreaba que una de cada pareja era una ilusión y la otra una criatura viviente, aunque nadie estaba seguro de cuál era cuál. Asimismo, los puentes estaban flanqueados por un par de guardias calishitas idénticos, pero se trataba también de otro pequeño truco cuyo objetivo era hacer creer a los visitantes que no había más que un guardia y su reflejo mágico. En realidad, cada par de guardias era una pareja de gemelos idénticos, elegidos con esmero y entrenados para que cada uno se moviera al compás de los movimientos del otro con precisión exacta..., hasta el momento en que convenía que uno de ellos atacara individualmente y por sorpresa. Arilyn estaba empezando a comprobar que Assante poseía una mente oscura y retorcida.

El propio palacio era un edificio de grandes proporciones y forma suavemente oval: no tenía esquinas donde pudiese ocultarse nadie al acecho, ni tampoco cubierta de plantas decorativas en la base ni parras que treparan por sus muros rosados. Era de varias plantas, diseñado según las formas de un antiguo zigurat: una mole piramidal de plantas sucesivamente más estrechas y de forma ovalada. Tenía torres y almenas, pero sólo en el piso superior, en cuyo centro se alzaba una torre alta desde la que los centinelas tenían una excelente visión del suelo, los muros y las casas de alrededor del palacio. Era una de las fortalezas más extrañas con que se había encontrado nunca Arilyn, pero también la que mejor podía estar defendida.

Ninguno de los trucos habituales de los asesinos podía funcionar porque Assante los conocía todos y sin duda habría tomado precauciones. Los disfraces mágicos eran inútiles porque todo aquel que cruzara un puente tenía que pasar por la niebla reluciente que negaba las ilusiones mágicas. No había acceso alguno ni por encima, ni alrededor, ni a través, lo cual hizo concluir a Arilyn que sólo le quedaba una opción: por
debajo
.

En su opinión, el palacio debía de tener al menos un túnel para escapar. Ningún asesino que hubiese llegado a la venerable edad de que disfrutaba Assante podía haber omitido una precaución tan básica. El problema era encontrar el punto donde desembocaba y luego ver el modo de utilizarlo para entrar, porque muchos túneles diseñados como vía de escape sólo se podían usar en un sentido.

La respuesta le fue llegando despacio, a pequeñas dosis. Uno de los pocos visitantes que había entrado en el palacio le habló de una fuente que olía a minerales, señal indefectible de que se alimentaba de algún manantial. Una vía de escape subacuática era poco normal, pero no imposible. ¿Dónde estaría en ese caso la fuente? En Espolón de Zazes había docenas de manantiales que recibían sus aguas de las montañas de la Espiral de las Estrellas y eran corrientes en la ciudad los baños públicos construidos sobre aguas termales cálidas y efervescentes.

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