El hombre avanzó a grandes zancadas hacia los alborotados canes, con el semblante contraído por la furia. Dio un puntapié que golpeó las costillas de uno de los mastines con tanto ímpetu que levantó al robusto animal del suelo y lo tumbó de costado, para dejarlo allí gimiendo lastimeramente con las patas estiradas. Los demás recularon con el rabo entre las piernas.
—¡Inútiles perdigueros! —maldijo el hombretón mientras soltaba otra patada, que esta vez no dio en el blanco porque los animales tuvieron el buen juicio de esquivarla.
—¿Incendiamos el árbol, Bunlap? —preguntó uno de los hombres—. ¡Eso hará salir a esos bastardos de orejas puntiagudas!
El cabecilla se volvió para encararse con el que había hablado.
—Si tuvieras el sentido común que los dioses han concedido a un escarabajo del estiércol —repuso con voz fría—, sabrías que los elfos se han marchado hace ya rato. Saltan de árbol en árbol como monos de Chult.
—¿Entonces qué? —preguntó el hombre.
El tipo llamado Bunlap encogió sus voluminosos hombros.
—Digamos que la cacería ha sido un fracaso. Una lástima. Esa granja al sur de Piedra Musgosa, esa que cultiva girasoles, ¡habría pagado una fortuna por más esclavos elfos salvajes! Son los mejores trabajadores que tienen, o eso me dijo el hombre.
—Me da la impresión de que esos elfos escuálidos no valen las molestias que ocasiona pillarlos —apuntó otro hombre, un tipo delgado pero enérgico que llevaba el arco de un elfo del bosque. Foxfire entrecerró los ojos para examinar aquel objeto. No le cabía duda de cómo lo había obtenido el hombre porque ningún elfo estaría dispuesto a entregar de buen grado un tesoro semejante.
Bunlap respondió al comentario del arquero con una fea sonrisa.
—No, si te gustan esas cosas.
Era más de lo que Foxfire podía soportar sin lanzar una lluvia de flechas negras sobre aquellos asesinos malvados. La verdad era que podía hacerlo; se decía que era el mejor arquero de la tribu elmanesa y no cabía duda de que ¡el mundo mejoraría si se quitaba de en medio a aquellas asquerosas criaturas! No obstante, no podía hacerlo, porque era un líder entre su gente y tenía cosas más importantes que hacer que vengarse de quien lo ultrajaba. Aquellos hombres estaban acosando a los elfos y aunque eso en sí no era una novedad, muchos de los ataques tenían un aire de provocación que confundía a Foxfire. Era como si aquellos hombres estuviesen incitando a los habitantes del bosque, instigándolos para..., ¿para qué? Eso no lo sabía.
—Atad a los perros y en marcha —ordenó Bunlap.
Foxfire esperó a que todos los mastines estuviesen atados y los hombres empezasen a desandar el camino para salir del bosque. Tal como había supuesto, el cabecilla se situó en última posición, como solía hacer. Había percibido que Bunlap estaba más alerta y era más observador que el resto de sus compañeros, lo cual lo convertía en un personaje más peligroso.
Por encima de sus cabezas, el elfo les siguió el rastro, progresando de rama en rama mientras iba abriéndose paso poco a poco y en silencio hacia ellos. El taconeo de las botas contra el suelo y la charla constante y jactanciosa de los hombres le facilitaba la tarea.
En el momento preciso, Foxfire se dejó caer al suelo detrás de Bunlap. El hombre respondió al ruido sordo con una exclamación de sobresalto, pero antes de que pudiera darse la vuelta, Foxfire le agarró del pelo para echarle la cabeza hacia atrás y apoyarle el filo de un cuchillo de hueso en la garganta. Las armas forjadas al fuego eran una rareza en el bosque, pero aquel machete tenía la hoja larga y un filo dentado y afilado. El hombre pareció comprender que el arma no hablaba en broma, porque alzó con lentitud ambas manos.
—Estás lejos de casa —comentó Foxfire con calma, como si estuvieran compartiendo una cerveza mientras conversaban sobre el tiempo.
Al oír la voz, un sonido demasiado musical para proceder de una garganta humana, los demás cazadores giraron en redondo y abrieron los ojos de miedo e incredulidad al ver al elfo de piel cobriza que había aparecido ante ellos. Ninguno de ellos había visto con anterioridad un elfo salvaje a una distancia tan corta, al menos ninguno que estuviera vivo e ileso, y la criatura poseía una mortífera belleza que inspiraba a la vez pavor y respeto.
—Sujetad a los perros y soltad las armas que lleváis —les aconsejó el elfo—. Esto es un asunto entre este caballero y yo..., un asunto entre jefes, si no os importa.
—Haced lo que os dice —corroboró Bunlap en tono frío—. Veo que hablas en Común —añadió con un tono de voz tan calmado como el del elfo.
—Soy elmanés. Mi tribu solía comerciar con tu pueblo hasta que fue demasiado arriesgado. Pero no he venido aquí a hablar de viejas historias. ¿Por qué habéis venido al bosque?
—Justicia —murmuró el hombre con hosquedad.
Foxfire parpadeó. En boca de un hombre semejante, aquella declaración parecía fuera de lugar.
—¿Y eso? —insistió el elfo mientras agitaba ligeramente el filo del cuchillo para acelerar la respuesta.
—No me vengas con que no te has enterado de los ataques que ha hecho tu gente a las caravanas de humanos y a las colonias..., los saqueos, la gente indefensa que ha sido asesinada...
—Es imposible —protestó el elfo, aunque en verdad no estaba del todo seguro de que fuese así. El vasto bosque albergaba muchos núcleos de poblaciones dispersos con poco contacto entre ellos. Era verosímil que algún clan de los elfos más reservados y misteriosos hubiese decidido alzarse en armas contra los humanos.
El jefe humano pareció percibir la ligera vacilación en la voz de Foxfire.
—Yo mismo he tenido que luchar contra elfos salvajes —afirmó—. Les planté cara junto a un grupo de granjeros a los que pretendían masacrar. Varios de los indeseables que sobrevivieron fueron puestos a trabajar en los puestos de aquellos hombres que habían caído bajo el fuego de sus malditas flechas negras.
—El Pueblo del bosque, ¿esclavizado? —inquirió el elfo, atónito. ¡Hasta entre los humanos carentes de leyes de Tethyr se ponían reparos respecto a esas cosas!
—Una vida a cambio de una vida —insistió Bunlap con frialdad—. La justicia adopta muchas formas.
Durante un instante, Foxfire se quedó en silencio mientras intentaba asimilar todas las posibilidades, pero aunque la queja de aquel hombre a propósito de los ataques elfos fuese en parte cierta, no explicaba en ningún modo las cosas que aquel hombre había hecho. Ni tampoco podía Foxfire pasar por alto que aquellos hombres habían acudido al bosque con el propósito de llevarse presos más elfos como esclavos, tal vez para satisfacer su absurdo e ilógico código de justicia. ¿Acaso era posible que aquellos humanos creyesen de verdad que la muerte o la esclavitud de un elfo podía compensar los agravios causados por otro?
«Por todos los cielos y todos los espíritus...», maldijo en silencio. Si el Pueblo del bosque pensara de ese modo, ¡asesinaría a todo humano que se aventurara a ponerse a tiro de su arco! En verdad, había elfos que pensaban de aquel modo y, en aquel momento, Foxfire se sentía menos inclinado a discutir con ellos que de costumbre.
—Mi tribu no se quedará de brazos cruzados mientras se esclaviza al Pueblo. Si volvéis a entrar en el bosque, mis guerreros os estarán esperando —amenazó Foxfire con voz suave—. Yo mismo me ocuparé de vigilarte
a ti
. Conozco tu cara y he visto tu marca. Ahora conocerás la mía.
El filo del cuchillo se proyectó hacia arriba para trazar un arco en curva desde la espesa barba de Bunlap hasta la mejilla. Con increíble rapidez, el elfo cambió la dirección de la hoja y rasgó hacia abajo para volver de nuevo a trazar una hábil incisión también curva. El hombre soltó un rugido de dolor y rabia mientras se sujetaba la mejilla ensangrentada con una mano. Acto seguido, levantó el otro brazo y embistió con el codo hacia atrás.
No obstante, la única oposición que encontró el brazo fue el aire. El elfo había desaparecido.
—¡Soltad los perros! —aulló Bunlap, y los hombres se apresuraron a obedecer, aunque sospechaban que no serviría de nada. Los animales arrimaron con reticencia el hocico al suelo y empezaron a husmear en círculos, pero el elfo salvaje había desaparecido.
El hombre cargado con el arco elfo sacó un trapo sucio de su bolsa y se lo ofreció al jefe. Bunlap presionó con el vendaje improvisado la mejilla y clavó la vista en el bosque silencioso.
—¿Crees que mordió el anzuelo? —aventuró el arquero.
Una lenta y macabra sonrisa se dibujó en el rostro del cabecilla, todavía más horrible por los restos de sangre seca.
—Apuesto a que sí. Vendrán, y estaremos preparados para recibirlos. Pero os lo advierto. Ese elfo es para mí.
—Pensé que querías alborotar a sus líderes de guerra, no eliminarlos.
Bunlap dirigió al arquero una sonrisa gélida.
—Mi querido Vhenlar. Esto ya no es una simple aventura comercial. Se ha convertido en algo personal.
El arquero palideció. Había oído aquellas palabras muchas veces en multitud de ocasiones, y siempre eran el preludio de conflictos serios. El primer incidente había sucedido varios años atrás, cuando él y Bunlap eran soldados apostados en el Fuerte Tenebroso. Habían sido designados como escolta de un enviado que tenía que atravesar el paso de la Serpiente Amarilla procedente de Zhentil Keep. Una noche, Bunlap, uno de los encargados y él se habían enfrascado en una discusión sobre los dioses oscuros que degeneró en una pelea. Bunlap se había tomado el asunto como «algo personal» y acabó golpeando a su oponente hasta dejarlo medio muerto. Cuando se enteraron de que el hombre herido era un clérigo de alta categoría de Cyric, el nuevo dios de la lucha, no se quedaron para ver cómo se saldaba la situación. Se dirigieron al sur hasta que Bunlap pensó que quedaban ya fuera del alcance de la Red Oscura, se establecieron en Tethyr y formaron una banda de mercenarios de considerable poder. Bunlap podía haber dejado el zhentilar detrás, pero sus objetivos y métodos no habían cambiado para mejor. En verdad, había ocasiones en que Vhenlar deseaba profundamente librarse de aquel hombre, pero su propia codicia lo mantenía junto a la persona a la cual temía y despreciaba por encima de todas las demás.
¡Y la verdad era que había obtenido provecho! Vhenlar estaba convencido de que en pocos años tendría suficientes monedas acumuladas para retirarse con todos los lujos. Si el coste de todo eso era un puñado de vidas elfas, él no iba a poner ninguna objeción.
Vhenlar acompasó el ritmo de sus pasos al de su jefe y, mientras avanzaban, soñó con las cosas maravillosas que iba a conseguir con su parte del botín mientras acariciaba con ternura de amante la lisa superficie de su arco elfo robado.
Tras dejar Espolón de Zazes a su espalda, Arilyn siguió rumbo al norte por la ruta comercial que cruzaba las llanuras bañadas por el sol que separaban la ciudad de las montañas de la Espiral de las Estrellas. La cordillera tenía una vegetación frondosa gracias al agua de numerosos lagos y arroyos, así como a la abundancia de lluvia e incluso nieve. «Y eso está bien —pensó Arilyn con un toque de humor negro—, teniendo en cuenta la gran cantidad de conflagraciones mágicas que han estallado en la zona estos últimos meses.»
La Arpista se separó del camino para bordear el pie de la montaña más meridional y, tras conducir la yegua hasta una fronda de coníferas, desmontó, ató la montura y cruzó a través de los árboles hasta detenerse ante el muro de roca escarpada y vertical que había detrás. Por en medio de la pared salpicada de musgo cruzaba una hendidura de arriba abajo.
Arilyn se coló por la boca de la cueva y recorrió el laberinto de pasadizos que desembocaba en una caverna profunda e inmensa. En aquel lugar, oculto a los ojos de los escépticos, y de los vengativos, trabajaba el alquimista conocido con el nombre de Chatarrero de Gond.
Era una guarida de aspecto extraño, espaciosa, pero también lo suficientemente atestada para dar la impresión de que bullía de actividad a pesar de que en ella no había más que un ocupante. Apoyadas en las paredes de la cueva se veían estanterías repletas de libros y sobre una docena de mesas había desperdigadas maravillas mecánicas a medio construir. Por aquí y por allí se veían pucheros de cocina y se oía una sinfonía de silbidos y borboteos procedentes de recipientes repletos de sustancias burbujeantes y luminosas.
Arilyn alzó la vista para observar la abertura del techo que hacía las veces de respiradero y vio que la roca alrededor del hueco estaba llena de nuevas capas de sustancias viscosas y negras, producto de las explosiones que solían acompañar los experimentos de Chatarrero. Los habitantes de Espolón de Zazes estaban ya acostumbrados y no comentaban los breves pero espectaculares fuegos artificiales que de vez en cuando cubrían el cielo, salvo cuando en alguna ocasión deseaban burlarse de los mercaderes nuevos ricos que en apariencia tenían más dinero que buen gusto. Arilyn llevaba contadas ya tres explosiones de aquel tipo desde su última visita a la cueva, y la verdad es que se sintió aliviada al ver que el alquimista estaba sano y de una pieza.
Nadie podía confundir a Chatarrero. Nativo de Lantan, lugar en el que Gond, El Hacedor de Maravillas, dios de los inventos y los artificios, recibía culto casi en exclusiva, Chatarrero poseía el colorido típico de los lantanos, sólo que llevado al extremo. Su escaso pelo rojizo se asemejaba en color y textura al hilo de cobre, la piel cetrina parecía el tono exacto del marfil un poco amarillento y sus ojos, grandes y un poco saltones, poseían una extraña mezcla de tonos verdosos que no tenían parangón en la naturaleza. Siguiendo una costumbre de toda la vida, Chatarrero llevaba una túnica corta de color amarillo brillante, el tono tradicional de Lantan, y sandalias. Sus piernas rollizas y extremadamente arqueadas estaban desprovistas de vello, al igual que su rostro, sin duda como resultado de las muchas explosiones que su trabajo ocasionaba.
Como hábil inventor y osado alquimista, Chatarrero sentía predilección por los artilugios capaces de matar o incapacitar a la gente de un modo innovador. Había sido exiliado de Lantan hacía ya años cuando uno de sus experimentos hizo estallar en pedazos a un personaje influyente y, desde entonces, había sido expulsado de varias ciudades por razones similares.
Arilyn era la primera en reconocer que Chatarrero, cuyo ingenio era sin duda brillante, rozaba la línea entre la excentricidad y la locura, pero aun así el extraño hombrecillo se había convertido en uno de sus aliados más valiosos. La suya era una relación de simbiosis. Durante años, él le había proporcionado gran número de artilugios y sustancias derivadas por procesos alquímicos, y ella se dedicaba a encontrarles un uso práctico, y en el proceso a menudo encontraba aplicaciones nuevas e insólitas que hacían las delicias del alquimista.