Soldados de Salamina (20 page)

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Authors: Javier Cercas

BOOK: Soldados de Salamina
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dos a dos aguas; sólo el piar de los pájaros quebraba aquel silencio de pueblo. Me vestí y desayuné en el comedor del hotel; luego, como pensé que era demasiado pronto para ir a la Résidence de Nimphéas, decidí dar un paseo. Nun­ca había estado en Dijon, y apenas cuatro horas atrás, mientras recorría en el taxi sus calles flanqueadas de edi­ficios como cadáveres de animales prehistóricos y miraba con sueño sus frontispicios señoriales y parpadeantes de anuncios luminosos, me había parecido una de esas impo­nentes ciudades medievales que de noche se afantasman y sólo entonces muestran su verdadero rostro, el esquele­to podrido de su antiguo poderío; ahora, en cambio, en cuanto salí a la Rue des Fleurs y, tomando por la Rue des Roses y la Rue Desvoges, llegué a la Place D'Arcy —que a esa hora ya hervía de coches circulando en torno al Arco de Triunfo—, me pareció una de esas tristes ciudades de la provincia francesa donde los tristes maridos de Simenon cometen sus tristes crímenes, una ciudad sin alegría y sin futuro, igual que Stockton. Aunque hacía algo de fresco y el sol apenas brillaba, me senté en la terraza de un bar, en la Place Grangier, y me tomé una Coca-Cola. A la dere­cha de la terraza, en una calle adoquinada, había instala­do un mercadillo ambulante, más allá del cual se erguía la iglesia de Notre Dame. Pagué la Coca-Cola, curiosean­do aquí y allá recorrí el mercadillo, crucé una calle y entré en la iglesia. Al pronto me pareció que estaba vacía, pero, mientras oía resonar mis pasos en la bóveda gótica, dis­tinguí ante un altar lateral a una mujer que acababa de encender una vela; ahora escribía algo en un cuaderno abierto sobre un facistol. Cuando me acercaba al altar la mujer dejó de escribir y se volvió para irse; nos cruzamos en medio de la nave: era alta, joven, pálida, distinguida. Al llegar ante el altar, no pude evitar leer la última frase anotada en el cuaderno: «Dios mío, ayúdame a mí y a mi familia en este tiempo de oscuridad».

Salí de la iglesia, paré un taxi y le di las señas de la Résidence de Nimphéas, en Fontaine-Lés-Dijon. Veinte minutos más tarde, el taxi se detuvo en la esquina de la Route des Daix y la Rue des Combottes, ante un edificio rectangular cuya fachada de color verde pálido, erizada de balconcitos minúsculos, daba sobre un jardín con estan­que y senderos de gravilla. En el mostrador de recepción pregunté por Miralles, y una chica con un aire y una indu­mentaria inconfundibles de monja me miró con un punto de curiosidad o sorpresa y me preguntó si era pariente suyo. Le dije la verdad.

¿Amigo, entonces?

Más o menos —dije.

Habitación veintidós —Señalando un pasillo aña­dió—: Pero hace un rato le vi pasar hacia allí: debe de estar en la sala de la tele, o en el jardín.

El pasillo desembocaba en una gran sala de enormes ventanales que se abrían a un jardín con un surtidor y tumbonas donde varios ancianos tomaban el sol vertical del mediodía con las piernas envueltas en mantas a cua­dros. En la sala había otros dos ancianos —una mujer y un hombre— sentados en butacones de escay y mirando la tele; ninguno de los dos se volvió al entrar yo en la sala. No pude no fijarme en el hombre: una cicatriz le arran­caba en la sien, seguía por el pómulo, la mejilla y la man­díbula, bajaba por el cuello y se perdía por la pelambre que afloraba de su camisa gris, de franela. Al instante supe que era Miralles. Paralizado, precipitadamente inda­gué las palabras con que abordarlo; no las encontré. Un poco sonámbulo, con el corazón latiéndome en la gargan­ta, me senté en la butaca que había junto a él; Miralles no se volvió, pero un movimiento imperceptible de sus hom­bros me reveló que había advertido mi presencia. Decidi­do a esperar, me acomodé en la butaca, miré la tele: en la pantalla deslumbrada de sol, un presentador de pelo im­poluto y expresión acogedora, desmentida por el rictus despectivo de los labios, dictaba instrucciones a unos con­cursantes.

Le esperaba antes —murmuró Miralles al rato, casi suspirando, sin apartar los ojos de la pantalla—. Llega usted un poco tarde.

Miré su perfil rocoso, el pelo ralo y gris, la barba cre­ciendo como un minúsculo bosque de matojos blancuz­cos en torno al violento cortafuegos de la cicatriz, la nariz roma, la barbilla y el mentón obstinados, la prominencia otoñal de la barriga forzando los botones de la camisa, las manos poderosas y consteladas de manchas, apoyadas en un bastón blanco.

¿Tarde? —dije.

Es casi la hora de comer.

No dije nada. Miré a la pantalla, ocupada ahora por un lote de electrodomésticos; salvo por la voz enlatada e infatigable del presentador y los ruidos de higiene casera que procedían del pasillo, el silencio era absoluto en la sala. Tres o cuatro butacas más allá de Miralles, la mujer continuaba sentada, inmóvil, con la mejilla apoyada en una mano quebradiza, surcada de venas azules; por un momento pensé que estaba dormida.

Dígame, Javier —habló Miralles, como si lleváramos mucho rato conversando y hubiéramos hecho una pausa para descansar—, ¿le gusta a usted la tele?

Sí —contesté, y me fijé en el puñado de pelos blan­quecinos que asomaba por sus fosas nasales—. Pero la veo poco.

A mí en cambio no me gusta nada. Pero la veo mucho: concursos, reportajes, películas, galas, noticias, de todo. ¿Sabe? Llevo cinco años viviendo aquí, y es como estar fuera del mundo. Los periódicos me aburren y hace tiempo que dejé de escuchar la radio, así que gracias a la tele me entero de lo que pasa por ahí. Este programa, por ejemplo —sin apenas levantar la contera del bastón seña­ló el televisor—. En mi vida he visto una imbecilidad más grande: la gente tiene que adivinar cuánto cuesta cada una de esas cosas; si acierta, se la queda. Pero fijese en lo feli­ces que son, fijese en cómo se ríen. —Miralles hizo un silencio, sin duda para que yo pudiera apreciar por mí mismo la exactitud de su observación—. Ahora la gente es mucho más feliz que en mi época, eso lo sabe cualquiera que haya vivido lo suficiente. Por eso, cada vez que le oigo a un viejo decir pestes del futuro, sé que lo hace para consolarse de que no va a poder vivirlo, y cada vez que oigo a uno de esos intelectuales decir pestes de la tele sé que estoy delante de un cretino.

Incorporándose un poco volvió hacia mí su corpa­chón de gladiador encogido por la vejez y me examinó con unos ojos verdes, curiosamente dispares: el derecho, inexpresivo y entrecerrado por la cicatriz; el izquierdo muy abierto e inquisitivo, casi irónico. Entonces advertí que el aspecto pétreo que había atribuido de entrada al rostro de Miralles sólo valía para la mitad devastada por la cicatriz; la otra era viva, vehemente. Por un momento pensé que era como si dos personas convivieran en un mismo cuerpo. Un poco intimidado por la cercanía de Miralles, me pregunté si también los veteranos de Sala­mina tendrían ese aire derelicto de viejo camionero atro­pellado.

Miralles preguntó:

¿Fuma usted?

Hice el gesto de sacar el tabaco del bolsillo de la cha­queta, pero Miralles no me dejó terminarlo.

Aquí no. —Apoyándose en los brazos de la butaca y en el bastón y rechazando sin cumplidos mi ayuda («Quite, quite, ya le pediré que me eche una mano cuando me haga falta»), trabajosamente se levantó, me orde­nó—: Venga, vamos a dar un paseo.

Íbamos a salir al jardín cuando apareció por el pasillo una monja de unos cuarenta años, morena, sonriente y espigada, vestida de camisa blanca y falda gris.

La hermana Dominique me ha dicho que tenía usted visita, Miralles —dijo alargándome una mano pálida y huesuda—. Soy la hermana Françoise.

Le estreché la mano. Visiblemente incómodo, como si le hubieran pillado en falta, sosteniendo la puerta entre­abierta Miralles hizo las presentaciones: dijo que la hermana Françoise era la directora de la residencia; dijo mi nombre.

Trabaja para un periódico —añadió—. Viene a hacer­me una entrevista.

¿De veras? —La monja ensanchó la sonrisa—. ¿Sobre qué?

Nada importante —dijo Miralles, instándome con la mirada a que saliera de una vez al jardín. Obedecí—. Un asesinato. Ocurrió hace sesenta años.

Me alegro —se rió la hermana Françoise—. Ya va sien­do hora de que empiece a confesar sus crímenes.

Váyase a la mierda, hermana —se despidió Miralles—. Ya ve usted —rezongó luego, mientras caminábamos junto a un estanque de aguas alfombradas de nenúfares, más allá del grupo de ancianos tumbados en las hamacas—, toda la vida despotricando contra los curas y las monjas y aquí me tiene, rodeado de monjas que ni siquiera me dejan fumar. ¿Es usted creyente?

Ahora bajábamos por un sendero de gravilla bordea­do de setos de boj. Pensé en la mujer pálida y distinguida que había visto esa mañana, en la iglesia de Notre Dame, encendiendo una vela y escribiendo una plegaria, pero antes de que yo pudiera contestar a su pregunta la con­testó él:

¡Qué tontería! Ya no hay nadie que sea creyente, salvo las monjitas. Yo tampoco lo soy, ¿sabe? Me falta imaginación. Cuando me muera lo que me gustaría es que alguien bailara sobre mi tumba, sería más alegre, ¿no? Claro que a la hermana Françoise no le haría mucha gra­cia, así que supongo que dirán una misa y en paz. Tam­poco me molesta. ¿Le ha gustado la hermana Françoise?

Como no sabía si a Miralles le gustaba o no, contes­té que aún no me había formado una opinión de ella.

No le he preguntado su opinión —contestó Mira­lles—. Le he preguntado si le gusta o no. A condición de que me guarde el secreto, le diré la verdad: a mí me gusta mucho. Es guapa, simpática y lista. Y joven. ¿Qué más se puede pedir de una mujer? Si no fuera monja hace ya muchos años que le habría tocado el culo. Pero, claro, siendo monja... ¡Hay que joderse!

Cruzamos frente a la entrada de un garaje subterrá­neo, abandonamos el sendero y trepamos —Miralles con inesperada agilidad, aferrado a su bastón; yo tras él, temiendo que en cualquier momento se cayera— por un pequeño terraplén, al otro lado del cual se extendía un pe­dazo de césped con un banco de madera que miraba hacia el tráfico escaso de la Rue des Combottes y hacia la fila de casas apareadas que se alineaba más allá. Nos sentamos en el banco.

—Bueno —dijo Miralles, apoyando el bastón contra el borde del banco—, venga ese cigarro.

Se lo di; se lo encendí; me encendí uno. Miralles fumaba con delectación, tragándose profundamente el humo.

¿Está prohibido fumar en la residencia? —pregunté.

¡Qué va! Lo que pasa es que casi nadie fuma. A mí me lo prohibió el médico cuando me dio la embolia. Qué tendrá que ver una cosa con la otra. Pero de vez en cuan­do me meto en la cocina, le robo al cocinero un cigarri­llo y me lo fumo en mi cuarto, o me lo vengo a fumar aquí. ¿Qué le parece la vista?

Yo no quería someterle de entrada a un interrogato­rio, y además me apetecía oírle hablar de sus cosas, así que durante un rato hablamos de su vida en la residencia, del Estrella de Mar, de Bolaño. Comprobé que tenía la cabe­za muy clara y la memoria intacta y, mientras vagamente le escuchaba, se me ocurrió que Miralles tenía la misma edad que hubiera tenido mi padre de haber estado vivo; el hecho me pareció curioso; más curioso aún me pareció haber pensado en mi padre, precisamente en aquel momento y en aquel lugar. Pensé que, aunque hacía más de seis años que había fallecido, mi padre todavía no estaba muerto, porque todavía había alguien que se acordaba de él. Luego pensé que no era yo quien recordaba a mi pa­dre, sino él quien se aferraba a mi recuerdo, para no morir del todo.

Pero usted no ha venido aquí a hablar de estas cosas —se interrumpió en algún momento Miralles: hacía rato que habíamos tirado los cigarrillos—. Ha venido a hablar del Collell.

No sabía por dónde empezar, así que dije:

¿Entonces es verdad que estuvo en el Collell? —Claro que estuve en el Collell. No se haga el tonto: si yo no hubiera estado allí, usted no estaría aquí. Claro que estuve: una semana, quizá dos, no más. Fue a fina­les de enero del 39, lo recuerdo muy bien porque el 31 de ese mes crucé la frontera, esa fecha no se me olvida. Lo que no sé es por qué estuvimos allí tanto tiempo. Éra­mos los restos del V Cuerpo del Ejército del Ebro, la mayoría veteranos de toda la guerra, y llevábamos desde el verano pegando tiros sin parar hasta que se hundió el frente y tuvimos que salir echando leches hacia la fron­tera, con los moros y los fascistas pisándonos los talones. Y de repente, a un paso de Francia, nos hicieron parar. Claro que lo agradecimos, porque llevábamos encima un palizón tremendo; pero tampoco entendíamos a qué venían aquellos días de tregua. Corrían rumores: había quien decía que Líster estaba preparando la defensa de Gerona, o un contraataque por no se sabe dónde. Tonte­rías: no teníamos ni armas, ni municiones, ni pertrechos, ni nada de nada; en realidad, no éramos ni siquiera un ejército: sólo un montón de desharrapados, con un ham­bre de meses, desperdigados por los bosques. Eso sí, ya le digo, por lo menos descansamos. Usted conocerá el Collell.

Un poco.

No está lejos de Gerona, en la zona de Banyoles. Ahí se quedaron algunos durante esos días, otros en los pueblos de los alrededores; a otros nos mandaron al Collell.

¿Para qué?

No lo sé. En realidad, no creo que nadie lo supiera. ¿No se da cuenta? Aquello era un desbarajuste fabuloso, un sálvese quien pueda. Todo el mundo daba órdenes, pero nadie las obedecía. La gente desertaba en cuanto se le presentaba la ocasión.

¿Y usted por qué no lo hizo?

¿Desertar? —Miralles me miró como si su cerebro no estuviera preparado para procesar la pregunta—. Pues no lo sé. No se me ocurrió, supongo. En esos momentos no es tan fácil pensar, ¿sabe? Además, ¿adónde iba a ir? Mis padres habían muerto y mi hermano también estaba en el frente... Mire —levantó el bastón, como si un imprevisto viniera a sacarle del aprieto—, ahí están.

Ante nosotros, al otro lado de la verja que separaba el jardín de la residencia de la Rue des Combottes, cruzaba un grupo de párvulos pastoreados por dos maestras. Me arrepentí de haber interrumpido a Miralles, porque la pregunta (o su incapacidad de responderla; o quizás era sólo el paso de los niños) pareció desconectarlo de sus recuerdos.

Puntuales como un reloj —dijo—. ¿Tiene usted hijos?

No.

¿No le gustan los niños?

Me gustan —dije, y pensé en Conchi—. Pero no los tengo.

A mí también me gustan —dijo, agitando el bastón hacia ellos—. Fíjese en aquel botarate, el de la gorra.

Permanecimos un rato en silencio, mirando a los niños. No tenía por qué decir nada, pero filosofé tonta­mente:

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