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Authors: Javier Cercas
Al final de aquel verano me despedí de Miralles hasta el año siguiente, como siempre —dijo Bolaño después de otro largo silencio, como si hablara consigo mismo, o más bien con alguien que estaba escuchándole pero que no era yo. Al otro lado de los ventanales del Carlemany ya era de noche; frente a mí tenía la expresión nublada o ausente de Bolaño y una mesita con varios vasos vacíos y un cenicero rebosante de colillas. Habíamos pedido la cuenta—. Pero yo ya sabía que al año siguiente no volvería al cámping. Y no volví. Tampoco volví a ver a Miralles.
Insistí en acompañar a Bolaño a la estación y, mientras compraba un paquete de Ducados para el viaje, le pregunté si en todos esos años no había vuelto a saber nada de Miralles.
Nada —contestó—. Le perdí la pista, como a tanta gente. A saber dónde andará ahora. A lo mejor todavía va al cámping; pero no lo creo: tendrá más de ochenta años, y dudo mucho que esté para eso. Quizá siga viviendo en Dijon. O quizás esté muerto, en realidad supongo que es lo más probable, ¿no? ¿Por qué lo preguntas?
Por nada —dije.
Pero no era verdad. Esa tarde, mientras escuchaba con creciente interés la historia exagerada de Miralles, pensaba que muy pronto iba a leerla en uno de los libros exagerados de Bolaño, pero para cuando llegué a mi casa, después de despedir a mi amigo y de pasear por la ciudad iluminada de farolas y escaparates, quizá llevado por la exaltación de los gin-tonics yo ya había concebido la esperanza de que Bolaño no fuera a escribir nunca esa historia: la iba a escribir yo. Durante toda la noche estuve dándole vueltas al asunto. Mientras preparaba la cena, mientras cenaba, mientras fregaba los platos de la cena, mientras bebía un vaso de leche mirando sin ver la televisión, imaginé un principio y un final, organicé episodios, inventé personajes, mentalmente escribí y reescribí muchas frases. Tumbado en la cama, desvelado y a oscuras (sólo los números del despertador digital ponían un resplandor rojo en la cerrada tiniebla del dormitorio), la cabeza me hervía, y en algún momento, de forma inevitable, porque la edad y los fracasos imprimen prudencia, traté de refrenar el entusiasmo recordando mi último descalabro. Fue entonces cuando lo pensé. Pensé en el fusilamiento de Sánchez Mazas y en que Miralles había sido durante toda la guerra civil un soldado de Líster, en que había estado con él en Madrid, en Aragón, en el Ebro, en la retirada de Cataluña. «¿Por qué no en el Collell?», pensé. Y en aquel momento, con la engañosa pero aplastante lucidez del insomnio, como quien encuentra por un azar inverosímil y cuando ya había abandonado la búsqueda (porque uno nunca encuentra lo que busca, sino lo que la realidad le entrega) la pieza que faltaba para que un mecanismo completo pero incapaz desempeñe la función para la que ha sido ideado, me oí murmurar en el silencio sin luz del dormitorio: «Es él».
Salté de la cama, descalzo y de tres zancadas fui al comedor, descolgué el teléfono, marqué el número de Bolaño. Estaba aguardando respuesta cuando vi que el reloj de pared marcaba las tres y media; dudé un momento; luego colgué.
Creo que hacia el amanecer conseguí dormirme. Antes de las nueve telefoneé de nuevo a Bolaño. Me contestó su mujer: Bolaño todavía estaba en la cama. No conseguí hablar con él hasta las doce, desde el periódico. Casi a bocajarro le pregunté si tenía intención de escribir sobre Miralles; me dijo que no. Luego le pregunté si alguna vez le había oído mencionar a Miralles el santuario del Collell; Bolaño me hizo repetir el nombre.
No —dijo por fin—. No que yo recuerde.
¿Y el de Rafael Sánchez Mazas?
¿El escritor?
Sí —dije—. El padre de Ferlosio. ¿Lo conoces?
He leído alguna cosa suya, bastante buena, por cierto. ¿Pero por qué iba a mencionarlo Miralles? Nunca hablé con él de literatura. Y, además, ¿a qué viene este interrogatorio?
Ya iba a contestarle con una evasiva cuando reflexioné a tiempo que sólo a través de Bolaño podía llegar a Miralles. Brevemente se lo expliqué.
¡Chucha, Javier! —exclamó Bolaño—. Ahí tienes una novela cojonuda. Ya sabía yo que estabas escribiendo.
No estoy escribiendo. —Contradictoriamente añadí—: Y no es una novela. Es una historia con hechos y personajes reales. Un relato real.
Da lo mismo —replicó Bolaño—. Todos los buenos relatos son relatos reales, por lo menos para quien los lee, que es el único que cuenta. De todos modos, lo que no entiendo es cómo puedes estar tan seguro de que Miralles es el miliciano que salvó a Sánchez Mazas.
¿Quién te ha dicho que lo esté? Ni siquiera estoy seguro de que estuviera en el Collell. Lo único que digo es que Miralles pudo estar allí y que, por tanto, pudo ser el miliciano.
Pudo serlo —murmuró Bolaño, escéptico—. Pero lo más probable es que no lo sea. En todo caso...
En todo caso se trata de encontrarlo y de salir de dudas —le corté, adivinando el final de su frase: «... si no es él, te inventas que es él»—. Para eso te llamaba. La pregunta es: ¿tienes alguna idea de cómo localizar a Miralles? Resoplando, Bolaño me recordó que hacía veinte años que no veía a Miralles, y que no conservaba ninguna amistad de entonces, alguien que pudiera... Se detuvo en seco y, sin mediar explicación, me pidió que aguardara un momento. Aguardé. El momento se prolongó tanto que pensé que Bolaño había olvidado que yo le esperaba al teléfono.
Estás de suerte, huevón —le oí al cabo. Luego me dictó un número de teléfono—. Es el del Estrella de Mar. Ya ni me acordaba de que lo tenía, pero guardo todas mis agendas de aquellos años. Llama y pregunta por Miralles.
¿Cuál era su nombre de pila?
Antoni, creo. O Antonio. No lo sé. Todo el mundo le llamaba Miralles. Llama y pregunta por él: en mi época llevábamos un registro con el nombre y la dirección de la gente que había pasado por el cámping. Seguro que ahora hacen lo mismo... Si es que el Estrella de Mar existe todavía, claro.
Colgué. Descolgué. Marqué el número de teléfono que me había facilitado Bolaño. El Estrella de Mar todavía existía, y ya había abierto sus puertas para la temporada de verano. Pregunté a la voz femenina que me atendió si una persona llamada Antoni o Antonio Miralles estaba instalada en el cámping; tras unos segundos, durante los cuales oí un teclear remoto de dedos veloces, me dijo que no. Expliqué el caso: necesitaba con urgencia las señas de esa persona, que había sido un cliente asiduo del Estrella de Mar hacía veinte años. La voz se endureció: aseguró que no era norma de la casa dar las señas de los clientes y, mientras yo oía de nuevo el teclear nervioso de los dedos, me informó de que dos años atrás habían informatizado el archivo del cámping, conservando únicamente los datos relativos a los ocho últimos años. Insistí: dije que quizá Miralles había seguido acudiendo hasta entonces al cámping. «Le aseguro que no», dijo la chica. «¿Por qué?», dije yo. «Porque no figura en nuestro archivo. Acabo de comprobarlo. Hay dos Miralles, pero ninguno de ellos se llama Antonio. Ni Antoni.» «¿Alguno de ellos se llama María?» «Tampoco.»
Esa mañana, excitadísimo y muerto de sueño, le conté a Conchi, mientras comíamos en un self-service, la historia de Miralles, le expliqué el error de perspectiva que había cometido al escribir Soldados de Salamina y le aseguré que Miralles (o alguien como Miralles) era justamente la pieza que faltaba para que el mecanismo del libro funcionara. Conchi dejó de comer, entrecerró los párpados y dijo con resignación:
¡A buena hora cagó Lucas!
¿Lucas? ¿Quién es Lucas?
Nadie —dijo—. Un amigo. Cagó después de muerto y se murió por no cagar.
Conchi, por favor, que estamos comiendo. Además, ¿qué tiene que ver ese Lucas con Miralles?
A ratos me recuerdas a Cerebro, chato —suspiró Conchi—. Si no fuera porque sé que eres un intelectual, diría que eres tonto. ¿No te dije desde el principio que lo que tenías que hacer era escribir sobre un comunista?
Conchi, me parece que no has entendido bien lo que...
¡Claro que he entendido bien! —me interrumpió—. ¡La de disgustos que nos hubiéramos ahorrado si me llegas a hacer caso desde el principio! ¿Y sabes lo que te digo?
¿Qué? —dije, sin tenerlas todas conmigo.
La cara de Conchi se iluminó de golpe: miré su sonrisa sin miedo, su pelo oxigenado, sus ojos muy abiertos, muy alegres, muy negros. Conchi levantó su vaso de vino peleón.
¡Que nos va a salir un libro que te cagas!
Hicimos chocar los vasos, y por un momento sentí la tentación de alargar el pie y comprobar si se había puesto bragas; por un momento pensé que estaba enamorado de Conchi. Prudente y feliz, dije:
Todavía no he encontrado a Miralles.
Lo encontraremos —dijo Conchi, con absoluta convicción—. ¿Dónde te dijo Bolaño que vivía?
En Dijon —dije—. O en los alrededores de Dijon.
Pues por ahí hay que empezar a buscar.
Por la noche llamé al servicio de información internacional de Telefónica. La operadora que me atendió dijo que ni en la ciudad de Dijon ni en todo el departamento 21, al que pertenece Dijon, había nadie llamado Antoni o Antonio Miralles. Pregunté entonces si había alguna María Miralles; la operadora me dijo que no. Pregunté si había algún Miralles; con sorpresa le oí decir que había cinco: uno en la ciudad de Dijon y cuatro en pueblos del departamento: uno en Longuic, otro en Marsannay, otro en Nolay y otro en Genlis. Le pedí que me diera sus nombres y sus números de teléfono. «Imposible», me dijo. «Sólo puedo darle un nombre y un número por llamada. Tendrá que llamar otras cuatro veces para que le demos los cuatro que faltan.»
Durante los días que siguieron telefoneé al Miralles que vivía en Dijon (Laurent se llamaba) y a los cuatro restantes, que resultaron llamarse Laura, Danielle, Jean-Marie y Bienvenido. Dos de ellos (Laurent y Danielle) eran hermanos, y todos excepto Jean-Marie hablaban correctamente el castellano (o lo chapurreaban), porque procedían de familias de origen español, pero ninguno tenía el menor parentesco con Miralles y ninguno había oído hablar nunca de él.
No me rendí. Quizá llevado por la ciega seguridad que me había inculcado Conchi, telefoneé a Bolaño. Le puse al corriente de mis pesquisas, le pregunté si se le ocurría alguna otra pista por donde seguir buscando. No se le ocurría ninguna.
Tendrás que inventártela —dijo. —¿Qué cosa?
La entrevista con Miralles. Es la única forma de que puedas terminar la novela.
Fue en aquel momento cuándo recordé el relato de mi primer libro que Bolaño me había recordado en nuestra primera entrevista, en el cual un hombre induce a otro a cometer un crimen para poder terminar su novela, y creí entender dos cosas. La primera me asombró; la segunda no. La primera es que me importaba mucho menos terminar el libro que poder hablar con Miralles; la segunda es que, contra lo que Bolaño había creído hasta entonces (contra lo que yo había creído cuando escribí mi primer libro), yo no era un escritor de verdad, porque de haberlo sido me hubiera importado mucho menos poder hablar con Miralles que terminar el libro. Renunciando a recordarle de nuevo a Bolaño que mi libro no quería ser una novela, sino un relato real, y que inventarme la entrevista con Miralles equivalía a traicionar su naturaleza, suspiré:
Ya.
La respuesta era lacónica, no afirmativa; no lo entendió así Bolaño.
Es la única forma —repitió, seguro de haberme convencido—. Además, es la mejor. La realidad siempre nos traiciona; lo mejor es no darle tiempo y traicionarla antes a ella. El Miralles real te decepcionaría; mejor invéntatelo: seguro que el inventado es más real que el real. A éste ya no vas a encontrarlo. A saber dónde andará: estará muerto, o en un asilo, o en casa de su hija. Olvídate de él.
Lo mejor será que nos olvidemos de Miralles —le dije esa noche a Conchi, después de haber sobrevivido a un viaje escalofriante hasta su casa de Quart y a un revolcón de urgencia en la sala, bajo la mirada devota de la Virgen de Guadalupe y la mirada melancólica de los dos ejemplares de mis libros que la escoltaban—. A saber dónde andará: estará muerto, o en un asilo, o en casa de su hija.
¿Has buscado a su hija? —preguntó Conchi. —Sí. Pero no la he encontrado.
Nos miramos un segundo, dos, tres. Luego, sin mediar palabra, me levanté, fui hasta el teléfono, marqué el número del servicio de información internacional de Telefónica. Le dije a la operadora (creo que reconocí su voz; creo que ella reconoció la mía) que estaba buscando a una persona que vivía en una residencia de ancianos de Dijon y le pregunté cuántas residencias de ancianos había en Dijon. «Uf», dijo tras una pausa. «Un montón.» «¿Cuántas son un montón?» «Treinta y pico. Tal vez cuarenta.» «¡Cuarenta residencias de ancianos!» Miré a Conchi, que, sentada en el suelo, apenas cubierta con una camiseta, se aguantaba la risa. «¿Es que en esa ciudad no hay más que viejos?» «El ordenador no aclara si son de ancianos», puntualizó la operadora. «Sólo dice que son residencias.» «¿Y entonces cuántas hay en el departamento?» Tras otra pausa dijo: «Más del doble». Con ligero pero apreciable retintín añadió: «Sólo puedo darle un número por llamada. ¿Empiezo a dictárselos por orden alfabético?». Pensé que ése era el final de mi búsqueda: cerciorarme de que Miralles no vivía en ninguna de esas ochenta y pico residencias podía llevarme meses y podía arruinarme, sin contar con que no tenía el menor indicio de que viviese en cualquiera de ellas, y menos aún de que fuese él el soldado de Líster que yo andaba buscando. Miré a Conchi, que me miraba con ojos interrogantes, las manos tamborileando de impaciencia sobre las rodillas desnudas; miré mis libros junto a la imagen de la Virgen de Guadalupe y, no sé por qué, pensé en Daniel Angelats. Entonces, como si estuviera vengándome de alguien, dije: «Sí. Por orden alfabético».
Fue así como empezó una peregrinación telefónica, que iba a durar más de un mes de conferencias cotidianas, primero por las residencias de la ciudad de Dijon y luego por las de todo el departamento. El procedimiento era siempre el mismo. Llamaba al servicio de información internacional, pedía el nombre y el número de teléfono siguientes de la lista (Abrioux, Bagatelle, Cellerier, Chambertin, Chanzy, Éperon, Fontainemont, Kellerman, Lyautey fueron los primeros), llamaba a la residencia, preguntaba a la operadora de la centralita por Monsieur Miralles, me contestaban que allí no había ningún Monsieur Miralles, volvía a llamar al servicio de información internacional, pedía otro número de teléfono y así hasta que me cansaba; y al otro día (o al otro, porque a veces no encontraba tiempo o ganas de encerrarme en esa ruleta obsesiva) volvía a la carga. Conchi me ayudaba; por fortuna: ahora pienso que, de no haber sido por ella, hubiera abandonado muy pronto la búsqueda. Llamábamos a ratos perdidos, casi siempre a escondidas, yo desde la redacción del periódico y ella desde el estudio de televisión. Luego, cada noche, discutíamos las incidencias de la jornada e intercambiábamos los nombres de las residencias descartadas, y en esas discusiones comprendí que aquella monotonía de llamadas diarias en busca de un hombre a quien no conocíamos y de quien ni siquiera sabíamos que estaba vivo era para Conchi una aventura inesperada y excitante; en cuanto a mí, contagiado por el ímpetu detectivesco y la convicción sin matices de Conchi, al principio puse manos a la obra con entusiasmo, pero para cuando hube registrado las treinta primeras residencias empecé a sospechar que lo hacía más por inercia o por testarudez (o por no decepcionar a Conchi) que porque todavía albergase alguna esperanza de encontrar a Miralles.