Soldados de Salamina (17 page)

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Authors: Javier Cercas

BOOK: Soldados de Salamina
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En los primeros días de la guerra Miralles había sen­tido simpatía por los anarquistas, no tanto por sus confu­sas ideas o por su ímpetu revolucionario, cuanto porque fueron los primeros en echarse a la calle a pelear contra el fascismo. No obstante, a medida que la contienda avan­zaba y los anarquistas sembraban el caos en la retaguar­dia, esa simpatía se desvaneció: como todos los comunis­tas —y sin duda esto también contribuyó a acercarle a ellos—, Miralles entendía que lo primero era ganar la guerra; luego ya habría tiempo de hacer la revolución. De modo que, cuando en el verano del 37 la 11.ª División, a la que él pertenecía, liquidó por orden de Líster las colectividades anarquistas de Aragón, a Miralles la operación le pareció brutal, pero no injustificada. Más tarde peleó en Belchite, en Teruel, en el Ebro y, cuando el frente se derrumbó, Miralles se retiró con el ejército hacia Cataluña y a prin­cipios de febrero del 39 cruzó la frontera francesa con los otros 450.000 españoles que lo hicieron en los días fina­les de la guerra. Al otro lado le esperaba el campo de con­centración de Argelés, en realidad una playa desnuda e inmensa rodeada por una doble alambrada de espino, sin barracones, sin el menor abrigo en el frío salvaje de febre­ro, con una higiene de cenagal, donde, en condiciones de vida infrahumanas, con mujeres y viejos y niños durmiendo en la arena moteada de nieve y escarcha y hom­bres vagando cargados con el peso alucinado de la deses­peración y el rencor de la derrota, ochenta mil fugitivos españoles aguardaban el final del infierno.

Los llamaban campos de concentración —solía decir Miralles—. Pero no eran más que morideros.

Así que, unas semanas después de llegar a Argelés, cuando aparecieron por el campo las banderas de engan­che de la Legión Extranjera francesa, sin dudarlo un instante Miralles se alistó en ella. Fue así como llegó al Magreb, a algún punto del Magreb, Túnez o tal vez Arge­lia, Bolaño no recordaba bien. Allí le sorprendió el inicio de la guerra mundial. Francia cayó en manos de los ale­manes en junio del cuarenta, y la mayor parte de las auto­ridades francesas del Magreb se pusieron del lado del gobierno títere de Vichy. Pero en el Magreb estaba tam­bién Leclerc, el general Jacques—Philippe Leclerc. Leclerc se negó a aceptar las órdenes de Vichy y empezó a reclu­tar cuanta gente pudo con la idea desatinada de cruzar a su mando la mitad de África y alcanzar alguna posesión ultramarina francesa que aceptase la autoridad de De Gau­lle, quien desde Londres, igual que él, se había rebelado en nombre de la Francia libre contra Pétain.

¡Chucha, Javier! —Recostado en una butaca del bar del Carlemany, Bolaño me miraba burlón o incrédulo a través de los gruesos cristales de sus gafas y del humo de su Ducados—. Miralles se pasó toda su vida cagándose en Leclerc y en sí mismo por haberle hecho caso a Leclerc. Porque ni él ni ninguno de los desharrapados a los que Leclerc engañó como a chinos tenían ni idea de dónde se metían. Era un viaje de varios miles de kilómetros a tra­vés del desierto, a puro huevo, en condiciones mucho peores que las que había dejado Miralles en Argelés y sin apenas pertrechos. ¡Ríete tú del París-Dakar, que es un puto paseíto de domingo comparado con eso! ¡Hay que tener los cojones cuadrados para hacer una cosa así!

Pero ahí estaban Miralles y su montón de engañados voluntarios reclutados de urgencia por el proselitismo insensato de Leclerc, quienes, después de varios meses de contramarchas suicidas por el desierto, arribaron a la pro­vincia del Chad, en el África Ecuatorial francesa, donde entraron por fin en contacto con la gente de De Gaulle. Poco después de su llegada al Chad, junto a un destaca­mento inglés procedente de El Cairo y en compañía de otros cinco hombres de la Legión Extranjera al mando del coronel D'Ornano, comandante en jefe de las fuerzas francesas en el Chad, Miralles tomó parte en el ataque al oasis italiano de Murzuch, en Libia sudoccidental. Los seis miembros de la patrulla francesa eran en teoría volun­tarios; la realidad es que Miralles nunca hubiera interve­nido en esa incursión de no haber sido porque, como en su compañía nadie se presentaba voluntario a ella, se lo jugaron a la taba y Miralles acabó perdiendo. La patrulla de Miralles era sobre todo simbólica, porque, después de la caída de Francia, era la primera vez que un contingen­te francés tomaba parte en una acción bélica contra una de las potencias del Eje.

Date cuenta, Javier —acotó Bolaño, un poco perple­jo, como reprimiendo la risa, como si él mismo estuviera descubriendo la historia (o el significado de la historia) a medida que la contaba—. Toda Europa dominada por los nazis, y en el culo del mundo, y sin que nadie se entera­se, los cuatro putos moros, el puto negro y el cabrón de español que formaban la patrulla de D'Ornano estaban levantando por vez primera en meses la bandera de la libertad. ¡Tiene cojones la cosa! Y ahí estaba Miralles, engañado y por puñetera mala suerte y a lo mejor sin saber para qué estaba ahí. Pero ahí estaba él.

El coronel D'Ornano cayó en Murzuch. Su puesto al mando de las fuerzas del Chad lo cubrió Leclerc, quien, espoleado por el éxito de Murzuch, se lanzó de inmediato contra el oasis de Cufra —el más importante del de­sierto de Libia, que estaba también en manos italianas ­con un puñado de voluntarios de la Legión Extranjera y un puñado de indígenas, con muy pocas armas y muy pocos medios de transporte, y el 1 de marzo de 1942, des­pués de otra marcha de más de mil kilómetros por el de­sierto, Leclerc y sus hombres tomaron Cufra. Y allí, natu­ralmente, estaba Miralles. De regreso en el Chad, Miralles gozó de sus primeras semanas de descanso en años, y en algún momento diversos indicios ilusorios le llevaron a imaginar que, después de las gestas de Murzuch y Cufra, durante algún tiempo la guerra iba a quedar bien lejos de él y de sus compañeros. Fue entonces cuando Leclerc tuvo su segunda idea genial en poco tiempo. Convencido con razón de que la suerte de la guerra se estaba jugando en el norte de África, donde el 8.° Ejército de Montgo­mery combatía contra el Afrika-Korps alemán, decidió tratar de unirse a las tropas inglesas, realizando a la inver­sa la marcha que, desde el Magreb al Chad, había reali­zado meses antes. Otras unidades aliadas hicieron por entonces la misma o parecida operación, pero Leclerc carecía por completo de su infraestructura, así que Mira­lles y los tres mil doscientos hombres que para entonces había conseguido reunir tuvieron que recorrer de nuevo, a pie y en condiciones todavía más precarias que la pri­mera vez, los miles de kilómetros de desierto sin clemen­cia que los separaban de Trípoli, adonde finalmente lle­garon en enero del 43, justo cuando las tropas de Rommel acababan de ser expulsadas de la ciudad por el 8.° de Montgomery. La columna de Leclerc hizo el resto de la campaña de África con ese cuerpo de ejército, de forma que Miralles combatió a los alemanes en la ofensiva con­tra la Línea Mareth, y más tarde a los italianos en Gabés y Sfax.

Concluida la campaña de África, la columna Leclerc, integrada en el organigrama del ejército aliado, se motori­zó, convirtiéndose en la División Acorazada n.° 2 y siendo enviada a Inglaterra para su adiestramiento en el manejo de los tanques americanos, y el 1 de agosto de 1944, casi dos meses después del día D, Miralles desembarcó en la playa de Utah, en Normandía, operando con el Cuerpo de Ejército XV de Hislip. Inmediatamente la columna Leclerc partió hacia el frente, y durante los veintitrés días que para Miralles duró la campaña de Francia no dejó de pelear ni un instante, sobre todo en la región de Sarthe y en los combates que precedieron al aislamiento definitivo de la bolsa de Falaise. Porque la de Leclerc era en aquel momento una unidad muy especial: no sólo era la única división francesa que luchaba en suelo francés (aunque estuviera llena de africanos y de veteranos españoles de la guerra civil; lo proclamaban los nombres de sus tanques: Guadalajara, Zaragoza, Belchite), sino también porque era una división que se nutría exclusivamente de voluntarios, de tal manera que no podía jugar con los recambios de tropas frescas con que jugaba una división normal y, cuando un soldado caía, su puesto quedaba vacante hasta que otro voluntario venía a sustituirlo. Esto explica que, aunque ningún mando sensato mantiene a un soldado más de cuatro o cinco meses en primera línea de comba­te, porque la tensión del frente resulta insoportable, cuan­do Miralles y sus compañeros de la guerra civil pisaron las playas de Normandía llevaran más de siete años peleando sin parar.

Pero la guerra aún no había terminado para ellos. La columna Leclerc fue el primer contingente aliado que entró en París; Miralles lo hizo por la Porte-de-Gentilly la noche del 24 de agosto, apenas una hora después de que, al mando del capitán Dronne, lo hiciera el pri­mer destacamento francés. No habían transcurrido quin­ce días cuando los hombres de Leclerc, integrados ahora en el tercer ejército francés de De Lattre de Tassigny, entraban de nuevo en combate. Las semanas siguientes no les concedieron un instante de tregua: embistieron la línea Sigfried, penetraron en Alemania, llegaron hasta Austria. Allí acabó la aventura militar de Miralles. Allí, una mañana ventosa de invierno que no olvidaría nunca, Miralles (o alguien que estaba junto a Miralles) pisó una mina.

Se hizo papilla —dijo Bolaño después de hacer una pausa para acabar de beberse el té, que se le había enfria­do en la taza—. La guerra en Europa estaba a punto de ter­minar y, después de ocho años combatiendo, Miralles había visto morir a su alrededor a montones de gente, amigos y compañeros españoles, africanos, franceses, de todas partes. Había llegado su turno... —Bolaño golpeó el brazo de la butaca—. Había llegado su turno, pero el cabrón no se murió. Lo llevaron a la retaguardia hecho mierda y lo recompusieron como Dios les dio a entender. Increíblemente, sobrevivió. Y al cabo de poco más de un año ya tienes a Miralles convertido en ciudadano francés y con una pensión de por vida.

Al terminar la guerra y recuperarse de sus heridas, Miralles se fue a vivir a Dijon, o a algún lugar de los alre­dedores de Dijon, Bolaño no recordaba bien. En más de una ocasión le preguntó a Miralles por qué se había ins­talado en Dijon (o en los alrededores de Dijon), y él a veces le contestaba que se había instalado allí como podía haberse instalado en cualquier otra parte, y otras veces le decía que se había instalado allí porque durante la guerra se prometió a sí mismo que, si conseguía sobrevivir, iba a pasarse el resto de su vida bebiendo buen vino, «y has­ta hoy he cumplido», añadía palmeándose su desnuda y feliz barriga de buda. Mientras frecuentó a Miralles, Bola­ño pensaba que ninguna de esas dos razones era la ver­dadera; ahora pensaba que tal vez lo eran las dos. Lo cier­to es que Miralles se casó en Dijon (o en los alrededores de Dijon) y que en Dijon (o en los alrededores de Dijon) tuvo una hija. Se llamaba María. Bolaño la conoció en el camping, porque al principio acudía allí cada verano, con su padre: recordaba una chica fina, seria y fuerte, «total­mente francesa», aunque con su padre hablaba siempre un castellano empedrado de erres guturales. Recordaba también que a Miralles, que había enviudado poco des­pués de tenerla, se le caía la baba con ella: era María quien llevaba el gobierno de la casa, quien impartía órdenes que Miralles obedecía con una especie de pudorosa humildad de veterano acostumbrado a obedecer órdenes, y quien, cuando la conversación con los amigos se prolongaba de­masiado en el bar del cámping y a Miralles el vino le empezaba a poner la boca pastosa y a enredarle las frases, le cogía del brazo y se lo llevaba a la rulot, sumiso y tras­tabillando, con su mirada turbia de bebedor y su sonrisa culpable de padre orgulloso. Lo de María, sin embargo, duró poco tiempo, no más de dos años (dos de los cua­tro en que Bolaño trabajó en el cámping), y Miralles empezó a ir solo al Estrella de Mar. Fue a partir de enton­ces cuando Bolaño y él intimaron de veras; también cuan­do Miralles empezó a acostarse con Luz. Luz era una prostituta que algunos veranos faenaba por el cámping. Bolaño la recordaba muy bien: morena y corpulenta y bastante joven y guapa, con una generosidad natural y un sentido común imperturbable; quizá sólo ocasionalmen­te trabajaba de puta, conjeturaba Bolaño.

Miralles se encoñó de mala manera con ella —aña­dió—. El cabrón se ponía tristísimo y se emborrachaba a morir cuando no estaba Luz.

Bolaño recordó entonces que una noche del último verano en que estuvo con Miralles, mientras hacía la pri­mera ronda, ya de madrugada, oyó una música muy tenue que llegaba del extremo del camping, justo al lado de la valla que lo aislaba de un bosque de pinos. Más por curio­sidad que para exigir que quitaran la música —sonaba tan baja que no podía estorbar el sueño de nadie—, se acercó sigilosamente y vio a una pareja bailando abrazada bajo la marquesina de una rulot. En la rulot reconoció la rulot de Miralles; en la pareja, a Miralles y a Luz; en la música, un pasodoble muy triste y muy antiguo (o eso es lo que entonces le pareció a Bolaño) que muchas veces le había oído tararear entre dientes a Miralles. Antes de que ellos pudieran advertir su presencia, Bolaño se ocultó tras otra rulot y, durante unos minutos, estuvo observándolos. Bai­laban muy erguidos, muy serios, en silencio, descalzos sobre la hierba, envueltos en la luz irreal de la luna y de una vieja lámpara de butano, y a Bolaño le llamó la aten­ción sobre todo el contraste entre la solemnidad de sus movimientos y su atuendo, Miralles en bañador, como siempre, envejecido y ventrudo pero marcando el paso con una segura prestancia de bailarín de barrio, condu­ciendo a Luz, que, quizá porque vestía una blusa blanca que le llegaba hasta las rodillas y dejaba entrever su cuer­po desnudo, parecía flotar como un fantasma en el fres­cor de la noche. Bolaño dijo que en aquel momento, espiando detrás de una rulot a aquel viejo veterano de todas las guerras, con el cuerpo cosido a cicatrices y el alma en vilo por una puta ocasional que no sabía bailar un pasodoble, sintió una emoción extraña y, como un reflejo acaso falaz de esa emoción, en un giro de la pare­ja le pareció divisar un destello en los ojos de Miralles, igual que si en aquel instante se hubiese echado a llorar o intentase en vano contener las lágrimas o llevase mucho rato llorando, y entonces supo o imaginó que su presen­cia allí tenía algo de obsceno, que le estaba robando aque­lla escena a alguien y que tenía que marcharse, y supo también, confusamente, que su tiempo en el cámping se había agotado, porque ya había aprendido en él todo lo que podía aprender. Así que encendió un cigarrillo, miró por última vez a Luz y a Miralles bailando bajo la mar­quesina, dio media vuelta y siguió su ronda.

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