—¿Sí?
—Y Tanaka quería que se lo devolviera. Por eso discutieron. Cuando llegaron usted y Graham y se armó el pitote, Eddie dijo a Tanaka que la cinta estaba en el «Ferrari». Tanaka bajó, le entró pánico al ver a la Policía y se fue en el coche.
—Bien.
—Yo suponía que la cinta se había quemado con el coche.
—Sí…
—Pero es evidente que no se quemó. Porque, de no tener la cinta, Eddie no se hubiera mostrado tan chulo con Ishigura. La cinta era su carta de triunfo y él lo sabía. Pero, evidentemente, no tenía idea de lo bestia que podía ser Ishigura.
—¿Le torturaron para que les dijera dónde está la cinta?
—Sí; pero Eddie debió de ser una sorpresa para ellos. No se lo dijo.
—¿Cómo lo sabe?
—Porque, de lo contrario, no tendríamos a cinco ciudadanos japoneses ansiosos de examinar los restos de un «Ferrari» a altas horas de la noche.
—¿O sea, que aún están buscando la cinta?
—Sí, o rastro de ella. Incluso es posible que no sepan todavía cuántas cintas faltan.
Yo reflexioné.
—¿Qué se propone? —pregunté.
—Encontrar la cinta —dijo Connor—. Porque tiene que ser importante. Por ella se mata y se muere. Si podemos encontrar el original… —Movió la cabeza—. Ishigura estará con la mierda al cuello. Como debe estar.
Paré delante de mi casa. Tal como había dicho Elaine, todos los periodistas se habían ido. La calle estaba desierta. Oscura.
—Quiero ir con usted —insistí.
Connor movió negativamente la cabeza.
—Yo estoy en situación de excedencia —dijo—. Usted, no. Debe pensar en su pensión. Y no le conviene saber lo que voy a hacer.
—Lo adivino —dije—. Reconstruir lo que Eddie hizo anoche. Eddie estuvo en casa de la pelirroja. Quizá fuera a algún otro sitio…
—No perdamos más tiempo,
kohai
—dijo Eddie—. Tengo contactos y personas de confianza. No insista. Si me necesita, llámeme al coche. Pero sólo si
es
imprescindible, porque voy a estar ocupado.
—Pero…
—Vamos,
kohai
. Fuera del coche. Descanse con su niña. Ha hecho un buen trabajo, pero su trabajo ya acabó.
Finalmente, salí del coche.
—
Sayonara
—dijo Connor agitando la mano con ironía. Y el coche arrancó.
—¡Papá! ¡Papá! —Michelle venía corriendo con los brazos abiertos—. ¡Levanta, papá!
La levanté en brazos.
—¡Hola, Shelly!
—Papá, ¿puedo ver
La Bella Durmiente
?
—No lo sé. ¿Has cenado?
—Se ha comido dos perros calientes y un cucurucho —dijo Elaine que estaba en la cocina fregando cacharros.
—Vaya, creí que no íbamos a darle más comida basura.
—No ha querido otra cosa —dijo Elaine. Estaba irritable. Era el fin de un día muy largo con una niña de dos años.
—Papá, ¿puedo ver
La Bella Durmiente
?
—Un momento, Shelly, estoy hablando con Elaine.
—Traté de hacerle tomar esa sopa —dijo Elaine—, pero no ha querido ni probarla. Quería perritos.
—Papá, ¿puedo ver el canal Disney?
—Michelle —dije.
—Pensé que así, por lo menos, algo comería. Me parece que estaba muy nerviosa. Ya sabe, con los periodistas y demás. Mucho jaleo.
—Papá, ¿puedo?
¿La Bella Durmiente?
—Brincaba en mis brazos y me daba palmadas en la cara para hacer que la escuchara.
—Está bien, Shel.
—¿Ahora, papá?
—Ahora.
La puse en el suelo. Ella corrió a la sala y conectó el televisor, pulsando el control remoto sin vacilar.
—Creo que mira demasiada tele.
—Lo mismo que todos los niños —dijo Elaine encogiéndose de hombros.
—¿Papá?
Salí a la sala e inserté la cinta. Pulsé la tecla de avance rápido hasta que aparecieron los títulos.
—Esto no me gusta —dijo con impaciencia.
Volví a pulsar hasta que empezó la acción. El paso de las páginas de un libro.
—Esto, esto —dijo tirándome de la mano.
Dejé que la cinta pasara a velocidad normal. Michelle se sentó en el sofá y se metió el pulgar en la boca, pero en seguida se lo sacó y golpeó el sofá a su lado.
—Aquí, papá.
Quería que me sentara con ella.
Suspiré. Miré la habitación. Estaba muy revuelta. Había lápices de cera y cuadernos en el suelo. Y el gran molino de viento.
—Deja que ordene todo esto —dije—. Estaré aquí contigo.
Volvió a meterse el pulgar en la boca y se quedó mirando la pantalla. Su atención era total.
Guardé los lápices en el estuche y recogí los cuadernos y los puse en el estante. De repente, noté el cansancio y me senté en el suelo, al lado de Michelle. En la pantalla, tres hadas, roja, verde y azul, entraban volando en el salón del trono de palacio.
—Ésa es Alegría —dijo Michelle señalando con el dedo—. La azul.
Elaine preguntó desde la cocina:
—¿Le preparo un sándwich, teniente?
—Estupendo —dije. En aquel momento, no deseaba nada más que estar allí sentado, al lado de mi hija. Quería olvidarme de todo, por lo menos, durante un rato. Me alegraba de que Connor me hubiera traído. Miraba la pantalla apáticamente.
Elaine me trajo un sándwich de salami con lechuga y mostaza. Estaba hambriento. Elaine miró al televisor, sacudió la cabeza y volvió a la cocina. Yo me comí el sándwich al que Michelle se empeñó en dar varios bocados. Le gusta el salami. A mí me preocupan los aditivos, aunque imagino que no debe de ser mucho peor el salami que los perros calientes.
Después del sándwich, me sentí un poco mejor. Me levanté y acabé de ordenar la habitación. Desmonté el molino de viento y fui guardando los listones en el tubo de cartón.
—¡Esto no, esto no! —dijo Michelle, llorosa. Yo pensé que no quería que desmontara el molino, pero no era eso. Se tapaba los ojos con las manos. No le gustaba ver a Maléfica, la bruja. Yo hice avanzar la cinta hasta que se fue la bruja y ella se tranquilizó.
Acabé de poner las piezas del molino en el estuche tubular, lo cerré con su tapa metálica y lo guardé en el estante de abajo de la librería. Era su sitio. Me gusta tener los juguetes bajos, para que Michelle pueda sacarlos sola.
El tubo se cayó del estante a la alfombra. Lo recogí. En el estante había algo. Un pequeño rectángulo gris. Enseguida supe qué era.
Era una casete de vídeo de ocho milímetros, con una inscripción en japonés en la etiqueta.
Elaine dijo:
—Teniente, ¿necesita algo más? —Tenía puesta la chaqueta para marcharse.
—Un minuto —dije.
Fui al teléfono y llamé a la centralita de jefatura. Les pedí que me pusieran con Connor que estaba en mi coche. Esperé con impaciencia. Elaine me miraba.
—Un minuto, Elaine.
En la pantalla, el príncipe y la princesa cantaban a dúo y los pájaros trinaban. Michelle se chupaba el dedo.
—Lo siento —dijo la telefonista—; el coche no contesta.
—De acuerdo, ¿tienen el número del capitán Connor?
Una pausa.
—El capitán Connor no está en la lista de personal en activo.
—Ya lo sé; pero ¿no tienen su número?
—No tengo nada, teniente.
—Me urge hablar con él.
—Un momento. —Me puso en espera. Yo juré entre dientes.
Elaine estaba en el recibidor, esperando para marcharse.
—¿Teniente? —Era la telefonista—. El capitán Ellis dice que el capitán Connor se ha marchado.
—¿Se ha marchado?
—Estuvo aquí hace un rato, pero ya se ha ido.
—¿Dice que estuvo
en jefatura
?
—Sí; pero ya no está. Y no tengo su número, lo siento. Colgué. ¿A qué diablos había ido Connor a jefatura?
Elaine seguía en el recibidor.
—¿Teniente?
—Un momento, Elaine.
—Teniente, tengo que…
—
Un momento
he dicho.
Empecé a pasear. No sabía qué hacer. Me invadió el miedo. Por aquella cinta habían matado a Eddie y no dudarían en volver a matar. Miré a mi hija, delante del televisor con el dedo en la boca. Dije a Elaine:
—¿Dónde tiene el coche?
—En el garaje.
—Bien. Quiero que lleve a Michelle a…
Sonó el teléfono. Descolgué rápidamente, deseando que fuera Connor.
—Diga.
—
Moshi moshi. Connor-san desu ka?
—No está. —Apenas lo dije me arrepentí. Pero ya era tarde, el daño estaba hecho.
—Muy bien, teniente —dijo la voz, con fuerte acento—. Usted tiene lo que nosotros queremos, ¿verdad?
—No sé de qué me habla.
—Me parece que sí lo sabe, teniente.
Se oía un leve siseo. La llamada procedía de un teléfono de coche. Podían estar en cualquier sitio.
Podían estar en la puerta.
¡Maldita sea!
—¿Quién habla? —dije.
Pero sólo oí la señal de marcar.
—¿Qué ocurre, teniente? —preguntó Elaine.
Yo corría hacia la ventana. En la calle vi tres coches parados en doble fila. De ellos se apeaban cinco hombres, siluetas oscuras en la noche.
Yo trataba de no perder la serenidad.
—Elaine —dije—, quiero que se lleve a Michelle a mi habitación. Métanse las dos debajo de la cama y quédense quietas, pase lo que pase. ¿Entendido?
—¡No, papá!
—Ahora mismo, Elaine.
—No, papá… Yo quiero ver
La Bella Durmiente
.
—Después la verás. —Yo había sacado la pistola y estaba comprobando el cargador. Elaine tenía los ojos muy abiertos.
Tomó en brazos a Michelle.
—Vamos, tesoro.
Michelle se revolvía, protestando.
—¡No, papá!
—
Michelle.
Ella enmudeció, impresionada por mi tono de voz. Elaine la llevó al dormitorio. Yo preparé otro cargador y me lo puse en el bolsillo de la americana.
Apagué las luces de mi cuarto y del de Michelle. Miré su cuna, con el edredón de los elefantes aplicados. Apagué la luz de la cocina.
Volví a la sala. En la pantalla, la bruja daba instrucciones a su cuervo para que le encontrara a la Bella Durmiente.
—Tú eres mi última esperanza, bonito, no me falles —decía al pájaro que salía volando.
Me acerqué a la puerta, agachado. Volvió a sonar el teléfono. Retrocedí a gatas para contestar.
—Diga.
—
Kohai.
—Era la voz de Connor. Oí los parásitos de la línea del coche.
—¿Dónde está?
—¿Tiene la cinta?
—Sí; tengo la cinta. ¿Dónde está?
—En el aeropuerto.
—Pues venga
aquí
. Ahora mismo. ¡Y pida refuerzos! ¡Por Dios!
Oí ruido en el descansillo, delante de la puerta. Un ruido leve, como de pasos.
Colgué el teléfono. Estaba sudando.
Mierda.
Si Connor estaba en el aeropuerto, tardaría veinte minutos en llegar. O más.
O más.
Iba a tener que arreglármelas yo solo.
Yo miraba la puerta, aguzando el oído. Pero en el descansillo no se oía nada.
En el dormitorio, Michelle dijo:
—Quiero ver
La Bella Durmiente
. Quiero ver a papá. —Oí que Elaine le susurraba. La niña lloriqueó.
Luego, silencio.
Volvió a sonar el teléfono.
—Teniente —dijo aquella voz de fuerte acento—, no necesita refuerzos.
Mierda, escuchaban el teléfono del coche.
—No queremos causar daño, teniente. Sólo queremos una cosa. ¿Quiere hacer el favor de traernos la cinta?
—Sí; tengo la cinta —dije.
—Lo sabemos.
—Se la daré.
Comprendí que estaba solo. Pensaba de prisa. Mi única idea era llevármelos de allí. Alejarlos de mi hija.
—Pero no aquí —dije.
Sonaron unos golpes en la puerta. Rápidos, insistentes.
¡Maldita sea!
Sentía que los acontecimientos se precipitaban. Yo estaba agachado junto a la mesa del teléfono, tratando de mantenerme por debajo de las ventanas.
Otra vez los golpes en la puerta.
Dije por teléfono:
—Les daré la cinta. Pero llame a sus hombres.
—¿Cómo dice?
¡Dios, un problema de idioma!
—Retire a todos sus hombres. Quiero verlos a todos en la calle.
—Teniente, nosotros queremos las cintas.
—Ya lo sé. Se las daré. —Mientras hablaba, no apartaba la mirada de la puerta. Vi girar el picaporte. Alguien trataba de abrir. Lentamente, con sigilo. Luego, soltaron el picaporte. Por debajo de la puerta se deslizó una cosa blanca.
Una tarjeta.
—Por favor teniente, colabore.
Me arrastré y miré la tarjeta. Leí: Jonathan Connor, capitán, Departamento de Policía de Los Ángeles.
Entonces oí susurrar al otro lado:
—
Kohai.
Yo sabía que era una trampa. Connor había dicho que estaba en el aeropuerto, de modo que tenía que ser una trampa…
—Quizá yo pueda ayudarle,
kohai
.
Eran las mismas palabras que dijo cuando empezó el caso. Me desconcertó oírlas.
—Abra la jodida puerta de una vez,
kohai
.
Era Connor. Levanté la mano y abrí la puerta. Él entró arrastrando una cosa azul: un chaleco Kevlar antibalas.
—Creí que estaba usted…
Sacudió la cabeza y susurró:
—Sabía que estarían aquí. Tenían que estar. Me quedé esperando en el coche, en el callejón de atrás.
—¿Cuántos hay delante?
—Me parece que son cinco. Quizá más.
Él asintió.
La voz del teléfono decía:
—¿Teniente? ¿Está ahí, teniente?
Me aparté el auricular del oído, para que Connor pudiera escuchar.
—Aquí estoy —dije.
En la televisión sonó una risa de bruja.
—Teniente, oigo que hay algo con usted.
—Es la Bella Durmiente.
—¿La boya durmiente? —dijo la voz, perpleja—. ¿Qué es?
—La televisión —dije—.
Televisión.
Oí cuchicheos al otro lado. El zumbido de un coche que pasaba por la calle. Eso me hizo pensar que ellos estaban en descubierto. En una calle de edificios de apartamentos. Con muchas ventanas. Alguien podía asomarse en cualquier momento. O pasar por allí. Aquellos hombres tenían que actuar de prisa.
Quizá ya estaban actuando.
Connor me tiraba de la americana y me hacía señas de que me desnudara. Yo me quité la americana mientras hablaba.
—Está bien —dije—. ¿Qué quieren que haga?