Estos intereses, lo sostengo, sólo autorizan a la sumisión de la espontaneidad individual a un control exterior en aquello que se refiere a las acciones de un presunto individuo en contacto con los intereses de otro. Si un hombre ejecuta una acción que sea perjudicial a otros, evidentemente debe ser castigado por la ley, o bien, si las penalidades legales no son aplicables con seguridad, por la desaprobación general. Existen muchos actos positivos, para el bien de los demás, a cuya realización se puede obligar a un individuo; por ejemplo, el de aportar testimonio a la justicia, o el de tomar parte activa, sea en la defensa común, sea en toda otra obra común necesaria a la sociedad bajo cuya protección vive. Además, se puede, con justicia, hacerle responsable ante la sociedad, si no cumple ciertos actos benéficos individuales, deber evidente de todo hombre, tales como salvar la vida de un semejante o defender al débil contra malos tratos. Una persona puede perjudicar a sus semejantes no sólo a causa de sus acciones, sino también por sus omisiones, y en ambos casos, será responsable del daño que se siga.
Bien es verdad que, en el último caso, la imposición debe ser ejercida con mucho más cuidado que en el primero. La regla es hacer responsable a un individuo del mal que hace a los otros; la excepción, comparativamente se entiende, hacerle responsable del mal que no les evitó. Sin embargo, hay muchos casos lo suficientemente claros y graves para justificar esta excepción. En todo lo que se refiere a las relaciones exteriores del individuo, éste habrá de dar cuenta de sus actos cuando se refieren a individuos con los que mantiene relación, o a la sociedad, en cuanto que es su protectora; él es
de jure
responsable ante ellos. A menudo encontramos buenas razones para no exigirle tal responsabilidad; pero estas razones deben nacer de las circunstancias especiales de cada caso, ya sea porque se trate de un caso en que el individuo actúe mejor abandonado a su propia iniciativa, que sometido a cualquier clase de control que la sociedad pueda empicar sobre él, o bien porque una tentativa de control pueda producir males mayores que los que se intenta evitar. Cuando razones como éstas impidan la exigencia de una responsabilidad, la conciencia del que actúa debe tomar las atribuciones del juez ausente, para defender los intereses de los que carecen de protección exterior, juzgándose a sí mismo, en este caso, tan severamente, cuanto que no está sometido al juicio de sus semejantes.
Pero hay una esfera de acción en la que la sociedad, como distinta al individuo, no tiene más que un interés indirecto, si es que tiene alguno. Nos referimos a esa porción de la conducta y de la vida de una persona que no afecta más que a esa persona, y que si afecta igualmente a otras, lo hace con su previo consentimiento y con una participación libre, voluntaria y perfectamente clara. Cuando hablo de lo que se refiere a la persona aislada, me refiero a lo que la atañe inmediatamente y en primera instancia; pues todo lo que afecta a un individuo puede afectar a otros a través de él, y la objeción que se funda en esta contingencia será el objeto de nuestras reflexiones ulteriores, ya que ésta es la región propia de la libertad humana. Comprende, en primer lugar, el dominio interno de la conciencia, exigiendo la libertad de conciencia en el sentido más amplio de la palabra, la libertad de pensar y de sentir, la libertad absoluta de opiniones y de sentimientos, sobre cualquier asunto práctico, especulativo, científico, moral o teológico. La libertad de expresar y de publicar las opiniones puede parecer sometida a un principio diferente, ya que pertenece a aquella parte de la conducta de un individuo que se refiere a sus semejantes; pero como es de casi tanta importancia como la libertad de pensamiento y reposa en gran parte sobre las mismas razones, estas dos libertades son inseparables en la práctica. En segundo lugar, el principio de la libertad humana requiere la libertad de gustos y de inclinaciones, la libertad de organizar nuestra vida siguiendo nuestro modo de ser, de hacer lo que nos plazca, sujetos a las consecuencias de nuestros actos, sin que nuestros semejantes nos lo impidan, en tanto que no les perjudiquemos, e incluso, aunque ellos pudieran encontrar nuestra conducta tonta, mala o falsa. En tercer lugar, de esta libertad de cada individuo resulta, dentro de los mismos límites, la libertad de asociación entre los individuos; la libertad de unirse para la consecución de un fin cualquiera, siempre que sea inofensivo para los demás y con tal que las personas asociadas sean mayores de edad y no se encuentren coaccionadas ni engañadas.
No se puede llamar libre a una sociedad, cualquiera que sea la forma de su gobierno, si estas libertades no son respetadas por él a todo evento; y ninguna será completamente libre, si estas libertades no existen en ella de una manera absoluta y sin reserva.
La única libertad que merece este nombre es la de buscar nuestro propio bien a nuestra propia manera, en tanto que no intentemos privar de sus bienes a otros, o frenar sus esfuerzos para obtenerla. Cada cual es el mejor guardián de su propia salud, sea física, mental o espiritual. La especie humana ganará más en dejar a cada uno que viva como le guste más, que en obligarle a vivir como guste al resto de sus semejantes.
Aunque esta doctrina no sea en absoluto nueva y pueda tener, para algunas personas, aspecto de perogrullada, no existe ninguna otra que se oponga más directamente a la tendencia general de la opinión y de la costumbre existentes. La sociedad se ha preocupado tanto, con arreglo a sus luces, de tratar de obligar a los hombres a seguir sus nociones de perfección personal, como en coaccionarles a seguir sus nociones de perfección social. Las repúblicas de la antigüedad se creían con derecho (y los filósofos apoyaban su pretensión) de reglamentar toda la conducta humana por medio de la autoridad pública, con el pretexto de que la disciplina física y moral de cada ciudadano es de un profundo interés para el Estado. Esta manera de pensar podía ser admisible en las pequeñas repúblicas rodeadas de enemigos poderosos, en peligro constante de ser atacadas, o de ser sumidas en una conmoción interior. En tales Estados, fácilmente podía ser funesto el que la energía y el dominio de los hombres sobre sí mismos se relajasen por un solo instante, y por tanto no les era dado esperar los efectos permanentes y saludables de la libertad. En el mundo moderno, la importancia cada vez mayor de las comunidades políticas, y, sobre todo, la separación de la autoridad espiritual de la temporal (colocando la dirección de la conciencia del hombre en manos diferentes de las que controlan sus asuntos mundanos), impidieron una intervención grande de la ley en los detalles de la vida privada; pero el mecanismo de la represión moral fue manejado más enérgicamente contra las discrepancias de la opinión reinante acerca de la conciencia individual que en los asuntos sociales; por otra parte la religión, habiendo sido gobernada casi siempre por la ambición de jerarquía y por un anhelo de gobernar todos los departamentos de la conducta humana, o por un espíritu de puritanismo, es uno de los más poderosos elementos que han contribuido a la formación del sentimiento moral. Algunos de los reformadores modernos, entre los que más violentamente han atacado a las religiones del pasado, no se han quedado atrás con respecto a las iglesias y las sectas, al afirmar el derecho a un dominio espiritual. Citaremos en particular a M. Comte, cuyo sistema social, tal como lo expone en su
Systéme de politique positive,
tiende a establecer (más bien, es verdad, por medios morales, que por medios legales) un despotismo de la sociedad sobre el individuo, sobrepasando todo lo imaginado en ideales políticos por el más rígido ordenancista entre los filósofos de la antigüedad.
Aparte de las opiniones particulares de los pensadores individuales, existe también en el mundo una fuerte y creciente inclinación a extender, de una manera indebida, el poder de la sociedad sobre el individuo, ya por la fuerza de la opinión, ya incluso por la de la legislación. Y, corto todos los cambios que se operan en el mundo tienen por objeto aumentar la fuerza de la sociedad y disminuir el poder del individuo, esta usurpación no es de los males que tienden a desaparecer espontáneamente; bien al contrario, tiende a hacerse más y más formidable. La disposición de los hombres, sea como gobernantes, sea como ciudadanos, a imponer sus opiniones y gustos como regla de conducta a los demás, está tan enérgicamente sostenida por algunos de los mejores y peores sentimientos inherentes a la naturaleza humana, que ésta no deja de hacerse imponer más que en caso de que le falte poder para ello. Como el poder no tiende a declinar, sino a crecer, debemos esperar, a menos que se eleve contra el mal una fuerte barrera de convicción moral, y dadas las presentes circunstancias del mundo, debemos esperar, decimos, el aumento de esta disposición.
En relación a este argumento, vale más que en lugar de abordar la tesis general de modo inmediato, nos ocupemos en principio de una sola de sus ramas, con respecto a la cual el principio aquí establecido esté admitido, si no completamente, al menos hasta cierto punto, por las opiniones comunes. Esta rama es la libertad de pensamiento, de la cual es imposible separar otra libertad, congénere suya, la libertad de hablar y de escribir. Aunque estas libertades formen una parte importante de la moralidad política de todos los países que profesan la tolerancia religiosa y las instituciones libres, sin embargo, los fundamentos filosóficos y prácticos sobre que reposan no son quizá tan familiares al espíritu público, ni tan apreciados por los conductores de la opinión, como se podría esperar. Estos fundamentos, sanamente comprendidos, son aplicables a más de una de las divisiones del tema, y un examen profundo de esta parte de la cuestión juzgo que será la mejor introducción al resto de la exposición. Por esto, aquellos que no encuentren nada nuevo en lo que voy a decir, espero me excusarán, si me aventuro a discutir una vez más un tenia que desde hace tres siglos ha sido debatido tan frecuentemente.
Debemos esperar que haya pasado ya el tiempo en que era necesario defender la "libertad de prensa", como seguridad contra un gobierno corrompido y tiránico. Hoy día ya no hay necesidad, supongo, de buscar argumentos contra todo poder, legislativo o ejecutivo, cuyos intereses no sean los del pueblo, y que pretenda prescribirle sus opiniones y determinar las doctrinas y argumentos que está autorizado a escuchar.
Por otra parte, este aspecto de la cuestión ha sido expuesto tan a menudo y de manera tan convincente, que no es necesario que insistamos aquí de manera especial. Aunque la ley inglesa, en lo que se refiere a la prensa, sea hoy tan servil como lo era en tiempo de los Tudores, existe poco peligro de que se la utilice contra la discusión política, excepto durante algún pánico temporal, en que el peligro de insurrección desplace a ministros y jueces fuera de su cauce normal
[1]
. Generalmente, no hay que temer, en un país constitucional, que el gobierno (sea o no del todo responsable ante el pueblo) trate de fiscalizar de modo abusivo la expresión de la opinión, excepto cuando, haciéndolo así, se convierta en órgano de la intolerancia general del público. Supongamos, pues, que el gobierno va en todo a una con el pueblo y que no intenta siquiera ejercer sobre él ningún poder de coerción, a menos que no esté de acuerdo con lo que él considera como la voz del pueblo. Pero yo niego al pueblo el derecho de ejercer tal coerción, ya sea por sí mismo, ya por medio de su gobierno: este poder de coerción es ilegítimo. El mejor gobierno no tendrá más derecho a él que el peor: tal poder es tan perjudicial, o más todavía, cuando se ejerce de acuerdo con la opinión pública, que cuando se ejerce en oposición a ella. Si toda la especie humana no tuviera más que una opinión, y solamente una persona, tuviera la opinión contraria, no sería más justo el imponer silencio a esta sola persona, que si esta sola persona tratara de imponérselo a toda la humanidad, suponiendo que esto fuera posible. Si cualquiera tuviese una opinión sobre cualquier asunto, y esta opinión no tuviera valor más que para dicha persona, si el oponerse a su libre pensamiento no fuera más que un daño personal, habría alguna diferencia en que el daño fuera infligido a pocas personas o a muchas. Pero lo que hay de particularmente malo en imponer silencio a la expresión de opiniones estriba en que supone un robo a la especie humana, a la posteridad y a la generación presente, a los que se apartan de esta opinión y a los que la sustentan, y quizá más. Si esta opinión es justa se les priva de la oportunidad de dejar el error por la verdad; si es falsa, pierden lo que es un beneficio no menos grande: una percepción más clara y una impresión más viva de la verdad, producida por su choque con el error. Es necesario considerar separadamente estas hipótesis, a cada una de las cuales corresponde una zona distinta del argumento. Jamás podremos estar seguros de que la opinión que intentamos ahogar sea falsa, y estándolo, el ahogarla no dejaría de ser un mal.
En primer lugar, la opinión que se intenta suprimir por la autoridad puede muy bien ser verdadera; los que desean suprimirla niegan, naturalmente, lo que hay de verdad en ella, pero no son infalibles. No tienen ninguna autoridad para decidir la cuestión por todo el género humano, e impedir a otros el derecho de juzgar. No dejar conocer una opinión, porque se está seguro de su falsedad, es como afirmar que la
propia
certeza es la certeza
absoluta.
Siempre que se ahoga una discusión se afirma, por lo mismo, la propia infalibilidad: la condenación de este procedimiento puede reposar sobre este argumento común, no el peor por ser común.
Desgraciadamente para el buen sentido de los hombres, el hecho de su falibilidad está lejos de tener en los juicios prácticos la importancia que se le concede en teoría. En efecto, mientras cada cual sabe muy bien que es falible, solamente un pequeño número de individuos juzgan necesario tomar precauciones contra la propia falibilidad, o bien admitir la hipótesis de que una opinión de la cual se sienten seguros puede ser uno de los casos de error a que se reconocen sujetos.
Los príncipes absolutos, u otras personas acostumbradas a una deferencia ilimitada, se resienten generalmente de este exceso de confianza en sus propias opiniones sobre cualquier asunto. También aquellos que, en mejor situación, oyen discutir alguna vez sus opiniones, y que no están del todo acostumbrados a que sus puntos de vista sean respetados cuando se equivocan, conceden la misma confianza sin límites a aquellas opiniones suyas que cuentan con la simpatía de los que les rodean, o de aquellos para quienes tienen una deferencia habitual; pues, en proporción a su falta de confianza en su juicio solitario, el hombre concede una fe implícita a la infalibilidad del mundo en general. Y "todo el mundo" es para cada individuo la porción de mundo con la que él está en contacto: su partido, su secta, su iglesia, su clase de sociedad; y, de modo relativo, se puede decir que un hombre tiene amplitud de miras, cuando "el mundo" significa para él su país o su siglo. La fe del hombre en esta autoridad colectiva, no queda en nada disminuida porque sepa que otros siglos, otros países, otras sectas, otras iglesias, otros partidos, hayan pensado y piensen exactamente lo contrario. Da la razón a su propio mundo contra los mundos disidentes de otros hombres, y no le inquieta jamás la idea de que el puro azar ha decidido cuál de esos mundos numerosos sea el objeto de su confianza, y que las mismas causas que han hecho de él un cristiano en Londres, le hubieran hecho un budista o un confucionista en Pekín. Sin embargo, la cuestión es tan evidente en sí misma que se podrían probar todos los argumentos posibles. Los siglos no son más infalibles que los individuos, habiendo profesado cada siglo numerosas opiniones que los siglos siguientes han estimado no solamente falsas, sino absurdas; y es igualmente cierto que muchas opiniones actuales serán desechadas por los siglos futuros. La objeción que se haga a este argumento, podría quizá tomar la forma siguiente. No hay mayor pretensión de infalibilidad en el obstáculo que se pone a la propagación del error, que en cualquier otro acto de la autoridad, realizado bajo su juicio y responsabilidad. La facultad de poder enjuiciar las cosas ha sido concedida a la humanidad para que la utilice; ¿acaso se puede decir a los hombres, en vista de un posible mal uso, que no se sirvan de ella? Al prohibir lo que creen perjudicial, no pretenden estar exentos de error, no hacen más que cumplir con el deber obligatorio para ellos (aunque sean falibles) de obrar de acuerdo con su convicción consciente. Si no obráramos según nuestras opiniones, porque ellas pueden ser equivocadas, descuidaríamos nuestros intereses, dejaríamos de cumplir nuestros deberes. Una objeción aplicable a la conducta humana en general no puede ser una objeción sólida a cualquier conducta particular. El deber de los gobiernos y de los individuos es el de formar aquellos modos de pensar que más se ajusten a la verdad, construirlos cuidadosamente, y no imponerlos jamás al resto de la comunidad sin estar completamente seguros de tener razón para ello. Pero cuando se está seguro de ello (así hablan nuestros adversarios) ya no sería conciencia, sino haraganería, el no obrar de acuerdo con aquello de lo que se está seguro, dejando que se propaguen libremente doctrinas que se juzgan peligrosas para la humanidad, en este mundo, o en el otro; y todo esto porque otros pueblos, en tiempos menos civilizados, han perseguido modos de pensar que hoy se tienen por verdaderos. Y se nos dirá que tengamos cuidado de no caer en el mismo error.