Para disminuir las fuerzas de estas consideraciones, un enemigo de la libre discusión tal vez opusiese lo siguiente:
"Que la humanidad no tiene necesidad, en general, de conocer y comprender todo lo que los filósofos y los teólogos digan a favor o en contra de sus opiniones; que para el común de los hombres no es de ninguna utilidad el ser capaces de exponer todos los errores y todas las falacias de un hábil adversario; que basta con que haya siempre alguien capaz de responder, para que todo lo que pueda engañar a las personas sin instrucción no quede sin ser refutado; que las mentes sencillas enseñadas en la evidencia de los fundamentos de las verdades que profesan, pueden fiarse de la autoridad en todo lo demás; y como carecen, bien lo saben, de la ciencia y el talento necesarios para resolver cualesquiera dificultades que se puedan presentar, la seguridad de que serán resueltas por quienes pueden y deben hacerlo bastará para su tranquilidad".
Aunque concedamos a esta manera de pensar todo lo que puedan reclamar a su favor aquellos a quienes no cuesta gran cosa creer la verdad sin comprenderla perfectamente, aun así, los derechos del hombre a la libre discusión no se debilitan con ello en absoluto. Pues, según esta misma doctrina, la humanidad debería tener la seguridad racional de que se ha respondido de modo satisfactorio a todas las objeciones. Pero, ¿cómo se podrá responder a ellas si no las exponemos? O, ¿cómo se puede saber que la respuesta es satisfactoria, si las personas que hacen las objeciones no han podido decir que no lo es? Si no el público, al menos los filósofos y los teólogos que tengan que resolver dificultades, deberían familiarizarse con las dificultades en su forma más complicada, y para ello es necesario que se las pueda exponer libremente y mostrar bajo su aspecto más convincente. La Iglesia Católica trata este embarazoso problema a su manera.
Traza,
una clara línea de demarcación entre los que deben aceptar sus doctrinas como materia de fe y los que pueden adoptarlas por convicción. En verdad no concede a nadie el derecho a elegir por sí mismo; pero al clero, al menos cuando merece absoluta confianza, le autoriza, de manera admisible y meritoria, a hacer un estudio de los argumentos de los adversarios, para que pueda responder a ellos; puede, por consiguiente, leer los libros heréticos; pero los seglares no pueden hacerlo sin un permiso especial, difícil de obtener. Esta disciplina considera útil, para los que ejercen el magisterio sacerdotal, el conocer la causa contraria; pero juzga conveniente privar de este conocimiento al resto del mundo, dando de esta manera más cultura a la
élite,
pero no más libertad, que a la masa. Por este medio, consigue obtener la superioridad intelectual que requiere el fin que persigue; pues, aunque la cultura sin libertad no haya producido jamás un espíritu amplio y liberal, así se puede obtener nada menos que un hábil "nisi prius" abogado de una causa. Pero este recurso no se admite en los países que profesan el protestantismo, ya que los protestantes sostienen, al menos en teoría, que la responsabilidad en la elección de la religión debe pesar sobre cada uno y no sobre los que nos instruyen en ella. Además, en el estado presente del mundo, es imposible de hecho que las obras leídas por las gentes cultas sean completamente ignoradas de los demás. Para que los conductores de la humanidad sean competentes en todo aquello que deben saber, debemos poder escribir y publicarlo todo con entera libertad.
Sin embargo, si la ausencia de libre discusión no causara otro mal, cuando las opiniones tradicionales son verdaderas, que el de dejar a los hombres en la ignorancia de los fundamentos de estas opiniones, se la podría considerar como un mal no precisamente moral, sino sencillamente intelectual, que no afecta para nada el valor de las opiniones, en cuanto a su influencia sobre el carácter. Por tanto, el hecho consiste en que la ausencia de discusión hace olvidar no sólo los fundamentos, sino también, con excesiva frecuencia, el sentido mismo de la opinión. Las palabras que la expresan cesan de sugerir ideas o no sugieren más que una pequeña porción de las que originariamente comunicaban. En lugar de una concepción vivaz y de una creencia viva, no quedan más que algunas frases retenidas por rutina; o, si se retiene algo del sentido verdadero, solamente se trata de lo superficial y lo externo, habiéndose ya perdido la verdadera esencia de la cuestión. Jamás podrá ser estudiado y meditado, como es debido, el importante capítulo que tal hecho ocupa en la historia humana.
Se le encuentra en la historia de todas las doctrinas morales y de todas las creencias religiosas. Están llenas éstas de sentido para sus creadores y para sus discípulos inmediatos. Continúa siendo comprendido su sentido tan claramente, si no más, en tanto que dura la lucha para dar a la doctrina o a la creencia la supremacía sobre otras creencias. Finalmente, o prevalece y llega a ser la opinión general, o se detiene, manteniendo el terreno conquistado, pero cesando de extenderse. Cuando uno u otro de esos resultados se produce, la controversia disminuye y se extingue de modo gradual. La doctrina ha ocupado su lugar, si no como opinión transmitida, al menos como una de las sectas o divisiones admitidas de la opinión. Los que la profesan generalmente, la han heredado, no adoptado; y la conversión de una de estas doctrinas a otra, habiéndose transformado esto en un hecho excepcional, ocupa poco lugar en las mentes de los creyentes. Éstos, en vez de estar, como al principio, en constante vigilancia para defenderse del mundo, o para conquistarle, llegan a cierta inercia; y ya nunca, ni aunque puedan hacerlo, escucharán los argumentos contra su creencia, ni fatigarán a los disidentes (si existen) con argumentos en favor. Desde este instante podemos decir que proviene la decadencia del poder vivo de una doctrina. Oímos quejarse a menudo a predicadores de todos los credos, de la dificultad de hacer concebir en el espíritu de los creyentes una imagen viva de la verdad —que sólo nominalmente reconocen—, de suerte que pueda influir sobre sus sentimientos e imperar sobre su conducta. No existen quejas de tal dificultad, en tanto que la creencia pugna todavía por establecerse. Entonces, hasta los más débiles combatientes saben y sienten por qué luchan, y conocen la diferencia que existe entre su doctrina y la de los demás. También se puede encontrar, en esta primera época de la existencia de las creencias humanas, un número no pequeño de personas que han realizado sus principios fundamentales bajo todas las formas del pensamiento, que los han examinado y sopesado en todos sus más importantes aspectos, y que han sentido todo el efecto que, en el carácter, debe producir la fe en una determinada doctrina, sobre un espíritu que se halle penetrado profundamente de ella. Pero cuando ha pasado esa creencia al estado de hereditaria y se la recibe pasiva y no activamente, cuando no se encuentra obligado el espíritu a concentrar todas sus facultades sobre cuestiones que ella le sugiere, se tiene una tendencia creciente a no retener más que las fórmulas de la creencia o a conceder un asentimiento inerte e indiferente, como si el mero hecho de aceptarla como materia de fe dispensara de realizarla en la conciencia o de comprobarla mediante la experiencia personal; llegando por fin un momento en que casi desaparece toda relación entre la creencia y la vida interior del ser humano. Se ve entonces, lo que es casi general hoy día, que la creencia religiosa queda constreñida al exterior del espíritu, petrificada contra todas las influencias que se dirigen a las partes más elevadas de nuestra naturaleza, y manifiesta su poder impidiendo que toda nueva y viva convicción penetre en ella, sin hacer por la mente y el corazón otra cosa que montar la guardia a fin de mantenerlos vacíos. Cuando se observa cómo profesan el cristianismo la mayoría de sus fieles, se llega a pensar que doctrinas capaces de producir la más profunda impresión en el alma, pueden permanecer como creencias muertas, sin que jamás las comprendan la imaginación, los sentimientos o el entendimiento. Y entiendo aquí por cristianismo lo que tienen por tal todas las iglesias y todas las sectas: las máximas y los preceptos contenidos en el Nuevo Testamento. Todos los cristianos profesos las consideran como sagradas y las aceptan como leyes. Sin embargo, es la pura verdad, no hay quizá un cristiano entre mil que dirija o que juzgue su conducta individual según estas leyes. El modelo que cada uno de ellos copia es la costumbre de su nación, de su clase o de su secta religiosa. Así, de un lado, hay una colección de máximas morales que la sabiduría divina, según él, ha querido trasmitirle como regla de conducta; y, de otro, un conjunto de juicios y de prácticas habituales que se compaginan bastante bien con algunas de esas máximas, menos bien con algunas otras, que se oponen directamente a otras, y que en suma constituyen un compromiso entre las creencias cristianas y los intereses y las sugestiones de la vida mundana. A las primeras debe el cristiano su culto; a los segundos, su obediencia verdadera.
Todos los cristianos creen que son bienaventurados los pobres, los humildes y todos los que el mundo maltrata; que es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja que para un rico entrar en el reino de los cielos; que no deben juzgar, por miedo a ser juzgados ellos mismos; que no deben jurar, que deben amar al prójimo como a sí mismos; que si alguien les quita su abrigo le deben dar también su vestido; que no deben preocuparse del mañana; que para ser perfectos deben vender todo lo que tienen y dárselo a los pobres. No mienten cuando dicen que creen estas cosas. Las creen como creen los hombres todo aquello que siempre han oído alabar y nunca discutir. Pero, en el sentido de la fe viva que determina la conducta a seguir, sólo creen tales doctrinas hasta el punto que se acostumbra a obrar de acuerdo con ellas. Las doctrinas, en su integridad, sirven para acallar a los adversarios, y se comprende que sean propuestas (en tanto que sea posible) como los verdaderos motivos de todo aquello que hacen los hombres dignos de alabanza. Pero si alguien les recordase que tales máximas requieren una multitud de cosas que jamás piensan ejecutar, ese alguien no ganaría en ello más que el ser clasificado entre esa clase impopular de gentes que afectan ser mejores que los demás. No tienen las doctrinas nada que hacer con los creyentes ordinarios, ni poseen ningún poder sobre sus mentes. Tienen ellos un respeto habitual para el sonido de las palabras que las enuncian, pero carecen del sentimiento que penetra en el fondo de las cosas y que fuerza al espíritu a tomarlas en consideración; y obran conforme a fórmulas. Siempre que de conducta se trata, los hombres dirigen la mirada en derredor suyo para saber hasta qué punto deben obedecer a Cristo.
Podemos estar seguros que entre los primeros cristianos todo sucedía de modo muy diferente; si entonces se hubiera obrado del mismo modo que hoy, el cristianismo no hubiera llegado a ser jamás —desde sus comienzos oscuros como secta de los despreciados hebreos— la religión del Imperio Romano. Cuando sus enemigos decían: "Mirad cómo se aman los cristianos los unos a los otros" (observación que nadie haría hoy en día), los cristianos sentían, a no dudarlo, mucho más vivamente el peso de su creencia, de lo que jamás lo sintieron después. A esto se debe, sin duda, que el cristianismo haga tan pocos progresos actualmente y se encuentre, después de dieciocho siglos, constreñido a los europeos y a los descendientes de los europeos. Ocurre a menudo, incluso a las personas estrictamente religiosas, a aquellas que toman en serio sus doctrinas y que les conceden más sentido que la generalidad, que sólo tienen presente en la mente de una manera activa, aquella parte de la doctrina de Calvino, o de Knox, o de alguna otra persona, de posición análoga a la suya. Las palabras de Cristo coexisten pasivamente en sus mentes, sin que produzcan más efecto del que puede producir la audición maquinal de palabras tan dulces. Existen, sin duda, muchas razones para que doctrinas que sirven de bandera de una secta particular conserven más vitalidad que las doctrinas comunes a todas las sectas reconocidas y para que quienes las predican procuren tener sumo cuidado de inculcar todo su sentido. Pero la principal razón es que estas doctrinas son más discutidas y tienen que defenderse más a menudo contra francos adversarios. Desde el momento en que ya no existe un enemigo que temer, tanto los que enseñan como los que aprenden permanecen inactivos en su puesto.
Esto es lo que ocurre, en general, con todas las doctrinas tradicionales, tanto con las de prudencia y conocimiento de la vida como con las morales o religiosas. Todas las lenguas y todas las literaturas abundan en observaciones generales sobre la vida y sobre la manera de conducirse en ella; observaciones que cada cual conoce, que repite o escucha dando su aquiescencia, que considera como perogrullada, pues en general no se aprende su verdadero sentido más que cuando una experiencia —generalmente dolorosa— las transforma en realidad. Cuántas veces al sufrir cualquier persona una desgracia o un contratiempo se acuerda de algún proverbio o refrán, que de haberlo tenido en cuenta a tiempo le hubiera ahorrado esa calamidad. En verdad existen, para que esto ocurra otras razones que la ausencia de discusión; hay muchas verdades de las que
no se puede
comprender todo su sentido más que cuando la experiencia personal nos lo enseña. Pero todavía quedaría mejor comprendido, e impreso más profundamente en las mentes, si los hombres estuvieran acostumbrados a oír discutir el
pro
y el
contra
por gentes conocedoras de los temas que tratan. La tendencia fatal de la especie humana a dejar de lado las cosas de las que ya no tiene dudas, ha causado la mitad de sus errores. Un autor contemporáneo ha descrito muy bien "el profundo sueño de la opinión ya admitida".
¿Pero —habrá quien pregunte—, es que la ausencia de unanimidad es condición indispensable al verdadero conocimiento? ¿Es que es necesario que una porción de la humanidad persista en el error para que otra pueda comprender la verdad? ¿Deja una creencia de ser verdadera y vital desde el momento en que es aceptada por la generalidad? ¿Es que no puede ser una proposición comprendida y sentida completamente, en el caso de que no nos quede duda alguna sobre ella? ¿Pereció la verdad en el momento en que la humanidad la aceptó de modo unánime? ¿Se ha considerado siempre la aquiescencia de los hombres sobre las verdades importantes, como el objetivo más elevado y más importante en el progreso de la inteligencia? ¿Es que no dura la inteligencia más que el tiempo necesario para alcanzar su objetivo? ¿Es que la misma plenitud de la victoria destruye los frutos de la conquista? Yo no afirmaría tal. A medida que la humanidad progresa, el número de las doctrinas que no son ya objeto de discusión ni de duda aumenta constantemente, y el bienestar de la humanidad puede medirse casi en relación al número y a la importancia de las verdades que llegaron a ser indiscutibles. El cese de toda controversia seria, ahora sobre un punto, luego sobre otro, es uno de los incidentes necesarios de la consolidación de la opinión; consolidación tan saludable en el caso de la opinión verdadera, como peligrosa y nociva cuando las opiniones son erróneas. Pero, aunque esta disminución gradual de la diversidad de opinión sea necesaria en toda la extensión del vocablo, siendo a la vez inevitable e indispensable, no estamos obligados a deducir de ello que todas sus consecuencias deban ser saludables. La pérdida de una ayuda tan importante para la aprehensión viva e inteligente de la verdad, como es la necesidad de explicarla o de defenderla constantemente frente a sus adversarios, aunque no aventaje al beneficio que supone su reconocimiento universal, no es despreciable.