La colectivización, la socialización del hombre —y no en el aspecto económico, naturalmente, sino en el más radical de su espiritualidad—: he ahí la sorda inminencia que rastrea Mill, y ante la que yergue su mente avizor. En haber centrado en ella el eje de su doctrina de la libertad estriba su indiscutible originalidad y lo que hace de su libro, por encima de todas las ideas parciales y ya definitivamente superadas que en él puedan aparecer, un documento todavía vivo, una saetilla mental que viene del pasado a clavarse en la carne misma de los angustiadores problemas de nuestro tiempo. Porque, no vale engañarse: la libertad sigue formando parte esencialísima de nuestro patrimonio espiritual, sigue siendo uno de los pocos principios que en el hombre de hoy aún mantiene vigente su potencia ilusionadora. No podemos, aunque queramos, renunciar a ella, so pena de renunciar a nuestro mismo ser. Como dice Mill, no hay libertad de renunciar a la libertad. Necesitamos, es cierto, una nueva fórmula de ella, porque su centro de gravedad se ha desplazado otra vez; pero por eso, justamente, nos interesa conocer las actitudes del pasado ante semejantes desplazamientos, y sobre todo aquellas que, como la de Mill, nos son tan próximas que alcanzan ya a punzar en las zonas doloridas de nuestra sensibilidad.
Leed los párrafos siguientes y juzgad si no hay en ellos un sutil presentimiento del "hecho más importante de nuestro tiempo" (es expresión de Ortega), cuyo pleno y luminoso diagnóstico, en forma de "doctrina orgánica", no se realizó hasta el año 1930, en ese libro, impar entre los de nuestro siglo, que se llama La rebelión de las masas: "Ahora los individuos —escribe Mill— se pierden en la multitud. En política es casi una tontería decir que la opinión pública gobierna actualmente el mundo. El único poder que merece este nombre es el de las masas o el de los gobiernos que se hacen órgano de las tendencias e impulsos de las masas"... "Y lo que es hoy en día una mayor novedad es que la masa no toma sus opiniones de los altos dignatarios de la Iglesia o del Estado, de algún jefe ostensible o de algún libro. La opinión se forma por hombres poco más o menos a su altura, quienes por medio de los periódicos, se dirigen a ella o hablan en su nombre sobre la cuestión del momento". . . "Hay un rasgo característico en la dirección actual de la opinión pública, que consiste singularmente en hacerla intolerante con toda demostración que lleve el sello de la individualidad". . . Los hombres "carecen de gustos y deseos bastante vivos para arrastrarles a hacer nada extraordinario, y, por consiguiente, no comprenden al que tiene dotes distintas: le clasifican entre esos seres extravagantes y desordenados que están acostumbrados a despreciar".. . "Por efecto de estas tendencias, el público está más dispuesto que en otras épocas a prescribir reglas generales de conducta y a procurar reducir a cada uno al tipo aceptado. Y este tipo, dígase o no se diga, es el de no desear nada vivamente. Su ideal en materia de carácter es no tener carácter alguno marcado". .. "En otros tiempos, los diversos rasgos, las diversas vecindades, los diversos oficios y profesiones vivían en lo que pudiera llamarse mundos diferentes; ahora viven todos en grado mayor en el mismo. Ahora, comparativamente hablando, leen las mismas cosas, escuchan las mismas cosas, ven las mismas cosas, van a los mismos sitios, tienen sus esperanzas y sus temores puestos en los mismos objetos, tienen los mismos derechos, las mismas libertades y los mismos medios de reivindicarlas. Por grandes que sean las diferencias de posición que aún quedan, no son nada al lado de las que han desaparecido. Y la asimilación adelanta todos los días. Todos los cambios políticos del siglo la favorecen; puesto que todos tienden a elevar las clases bajas y a rebajar las clases elevadas. Toda extensión de la educación la favorece, porque la educación sujeta a los hombres a influencias comunes y da acceso a todos a la masa general de hechos y sentimientos universales. Todo progreso en los medios de comunicación la favorece, poniendo en contacto inmediato los habitantes de comarcas alejadas y manteniendo una serie rápida de cambios de residencia de una villa a otra. Todo crecimiento del comercio y de las manufacturas aumenta esta asimilación, extendiendo la fortuna y colocando los mayores objetos deseables al alcance de la generalidad: de donde resulta que el deseo de elevarse no pertenece ya exclusivamente a una clase, sino a todas. Pero una influencia más poderosa aún que todas éstas puede determinar una semejanza más general entre los hombres: esta influencia es el establecimiento completo, en este y otro países, del ascendiente de la opinión pública en el Estado"... "La reunión de todas estas causas forma una tan gran masa de influencias hostiles a la individualidad, que no es posible calcular cómo podrá defender ésta su terreno. Se encontrará con una dificultad cada vez más creciente"... Stuart Mill no preveía, por supuesto, las proporciones inundatorias que el fenómeno iba a adquirir en el siglo siguiente; no contaba tampoco con los nuevos factores de tipo político, técnico, industrial, o simplemente demográfico —para no hablar ya de la crisis acaecida en el estrato más hondo de las creencias— que debían contribuir a transformar sustancialmente su fisonomía y su virulencia en este siglo nuestro; pero, con todo, en lo esencial, su intuición y su pronóstico no pueden ser más penetrantes. Es verdad que su voz monitoria suena en nuestras oídos, habituados al estruendoso restallar de los acontecimientos históricos de nuestra centuria, con una placidez casi paradisíaca; pero hay en ella, cuando toca este tema, un leve temblor, un casi imperceptible estremecimiento y, en medio de la llaneza de su estilo, una como involuntaria solemnidad, que denuncian la subterránea conmoción propia de las graves premoniciones. Y es esa inmutación la que encuentra en nosotros inmediatamente un eco simpático. Desde el primer párrafo del libro acusamos el impacto de esa resonancia. Aun a trueque de ser prolijo en las citas, no quiero dejar de reproducir aquí ese primer párrafo, por su carácter que yo no tendría inconveniente en llamar profético, si no temiese el desmesuramiento de la expresión: "El objeto de este trabajo —comienza diciendo su autor— no es el libre arbitrio, sino la libertad social o civil, es decir, la naturaleza y los límites del poder que puede ejercer legítimamente la sociedad sobre el individuo: cuestión raramente planteada y casi nunca discutida en términos generales, pero que influye profundamente sobre las controversias prácticas del siglo por su presencia latente y que, sin duda alguna, reclamará bien pronto la importancia que le corresponde como la cuestión vital del porvenir". (El subrayado es mío.)
Stuart Mill cree que el problema tiene todavía solución, por encontrarse en su fase inicial —"solamente al principio puede combatirse con éxito contra la usurpación"—, y aquí es donde su ingenuidad y su buena fe liberal pone en nuestros labios una sonrisa benévolamente irónica. La solución, en efecto, es de una seductora simplicidad: consiste en establecer una perfecta demarcación entre las respectivas esferas de intereses del individuo y de la sociedad. Y la clave de esa demarcación, en toda su generalidad, podría resumirse así: la libertad de pensamiento o de acción en el individuo no debe tener otro límite que el perjuicio de los demás. Ahí comienza, justamente, la esfera de interés de la sociedad. En torno de este principio abre discusión Stuart Mill y despliega toda una extensa y sabrosa casuística, lo que da a su libro —como él pretende— un aire menos puramente especulativo que "práctico" y, diríamos, documental. Sin embargo, bajo esta apariencia de ágil comentario de actualidad, o entreverada con él, urde sus hilos conceptuales la sólida doctrina, que resulta ser la más depurada forma de liberalismo conocida hasta el día: de una pureza tal, que no puede por menos de resultar en varios sentidos utópica.
A primera vista, el principio de Stuart Mill nos sorprende, no sólo por su simplicidad, sino también por su extraordinaria semejanza con la vieja fórmula del siglo XVIII. He aquí, en efecto, cómo se define la libertad en el artículo IV de la celebérrima Déclaration des Droits de l'homme et du citoyen: "La libertad consiste en poder hacer todo lo que no perjudique a otro. Así, el ejercicio de los derechos naturales de cada hombre no tiene otros límites que los que aseguran a los demás miembros de la sociedad el goce de estos mismos derechos; estos límites no pueden ser determinados más que por la ley".
Tomados a la letra, y sin ulterior discernimiento, parece que el concepto de libertad en los doctrinarios de la Asamblea Nacional francesa de 1879 y en Stuart Mill coinciden plenamente. No obstante, a poco que nos representemos el blanco a que Mill apunta, nos aparecen como completamente distintos, casi, casi, como opuestos. Para los definidores de los Derechos del hombre, en efecto, se trata de la libertad del hombre abstracto, de una libertad igualitaria, racionalista, cuyo sujeto es, en rigor, un esquema: el esquema natural del hombre o el esquema social vacío de vida del ciudadano. Para Stuart Mill, por el contrario, la condición esencial de la libertad radica en la desigualdad, en la variedad, en lo diferencial del hombre; es decir, su sujeto es el individuo concreto e inintercambiable. La doctrina de Mill viene a poner en evidencia, precisamente, la incompatibilidad final de los dos postulados de la Revolución francesa: libertad e igualdad. A la larga, la nivelación, la igualación, ganando zonas cada vez más íntimas del hombre, llega a ahogar, a amustiar la flor más exquisita de la libertad: la posibilidad de ser distinto, de ser uno mismo; la expansión plena y al máximo de la individualidad.
Sobre esta idea elabora Stuart Mill lo que puede considerarse como un germen de filosofía de la historia —como tal germen, todavía asistemático e informe, pero lleno de perspicaces atisbos—. Doy a continuación, en forma casi programática, algunos de sus puntos principales.
Todo lo creador de una cultura —y singularmente de la nuestra— se debe a la acción de las fuertes individualidades o de las minorías (Stuart Mill advierte que no se debe confundir esta concepción con "el culto del héroe". Alude, evidentemente, a Carlyle, con quien le unían lazos de amistad, pero cuyas ideas nunca compartía). Los valores de la individualidad y de la vitalidad —en el sentido humano de la palabra— se caracterizan por su oposición al automatismo y a la mecanización —formas de vida que la socialización favorece—. El desarrollo de la individualidad constituye, por tanto, el principio del ennoblecimiento humano, del enriquecimiento de la vida histórica. Entre esos valores ocupa un lugar primordial el de la originalidad, que, elevada a su más alto grado, produce el genio, producto egregio que "no puede respirar libremente más que en una atmósfera de libertad". "Nada se ha hecho aún en el mundo sin que alguno haya tenido que ser el primero en hacerlo"... "Todo lo bueno que existe es fruto de la originalidad". Frente a la uniformidad gregaria, la variedad de lo humano. La "perfección intelectual, moral, estética", y hasta la misma felicidad, están en función del libre desenvolvimiento de esa variedad; es decir, del individuo, en cuanto tal.
Condición esencial de la verdad es la diversidad de opiniones. Nadie está en posesión de toda la verdad —y, por tanto, nadie puede pretender la infalibilidad—, y, en cambio, todos pueden aspirar a poseer una parte de ella. Esto vale tanto de los individuos como de las doctrinas y sistemas enteros. Por tanto, todo lo que sea coacción sobre una opinión cualquiera, por insignificante, o por extravagante, que parezca, es, potencialmente, un atentado a la verdad.
Hay creencias e ideas vivas e inertes. La vitalidad de una doctrina dura mientras necesita mantenerse alerta —para defenderse o para ganar terreno— frente a la masa de opinión recibida. En cuanto se convierte en opinión general o heredada, decae y se torna creencia inerte. Las creencias y opiniones, al socializarse, al convertirse en propiedad comunal y hereditaria, se vacían de contenido vital, y sólo queda de ellas la cascara, es decir, la fórmula; literalmente, se petrifican.
El imperio o despotismo de la opinión comunal, petrificada en costumbre, es el principal obstáculo al "espíritu de progreso", cuya "única fuente infalible y permanente" es la libertad. La lucha entre estas dos fuerzas antagónicas es la clave de la historia humana, y, sobre todo, de la europea, la más progresiva de todas. Los pueblos de Oriente, y en modo eminente China, ofrecen ejemplos de la situación estacionaria a que puede llegar una civilización que ha logrado organizarse sobre el imperio de la costumbre. La creciente tendencia a la uniformidad en Europa, bajo "el régimen moderno de la opinión pública" amenaza con conducirnos también a una sinización —Europa "marcha decididamente hacia el ideal chino de hacer a todo el mundo parecido"— que entre nosotros sería fatal, ya que traicionaría el carácter más genuino de nuestra civilización, fundada justamente en la "notable diversidad de carácter y cultura" de sus "individuos, clases y naciones".
Éstos son los puntos más vivos, menos "petrificados", del libro de Mill. No hay espacio aquí para una exposición más amplia de ellos, ni para el sugestivo comentario a que invitan. El lector encontrará su más extenso desarrollo en los capítulos II y III, los fundamentales de la obra, y no le será difícil descubrir en ellos los motivos esenciales del interés actual de la misma. Un interés que no coincide, por descontado, con el de las varias generaciones de lectores del famoso ensayo. Ante mis ojos tengo, por ejemplo, un testimonio significativo de cómo en tiempos del propio Stuart Mill no se, advirtió el alcance de las ideas que hoy nos parecen precisamente las más fecundas y penetrantes de su libro. Se trata del largo prefacio que Charles Dupont-White, tratadista francés de economía y de política, contemporáneo de Mill, puso a su traducción del libro de éste. "Un extranjero —escribe Dupont-White—., el más grande publicista de su país, acaba de abordar la cuestión teórica de mayor importancia en nuestro tiempo: la de los respectivos derechos del individuo y la sociedad. Me refiero a John Stuart Mill, y a su libro Sobre la libertad". Ya este párrafo nos muestra que Dupont-White cree encontrarse ante una manifestación intelectual más —especialmente insigne y digna de atención, sí, por la autoridad del nombre de Mill, pero, al cabo, una más acerca de la "cuestión teórica", es decir, del tópico de filosofía política, usual entre los pensadores de la época, de las relaciones entre individuo y sociedad; no ve en ello más que una discusión sobre "principios". Es cierto que agrega: "de mayor importancia en nuestro tiempo"; pero esa "importancia" no trasciende tampoco, en boca de Dupont-White, del plano teórico, ni tiene nada del reprimido dramatismo que cobra en labios de Mill la expresión "cuestión vital del porvenir". Más aún: lejos de advertir la amplitud de los puntos de vista centrales expuestos en el ensayo, juzga éstos como "una visión puramente británica del asunto", determinada por el hecho de que el pueblo inglés tenga la suerte de poder temer ya el abuso "de lo que otros apenas tienen el uso" —se refiere a las libertades políticas—. Justamente lo que a nosotros se nos antoja hoy más profundo y decisivo en la obra de Mill, le parecía a él irrelevante: "El autor de Sobre la libertad —dice en otro lugar— tiene un vivo sentimiento del individualismo, del que yo participo por completo, pero sin inquietarme como él sobre el porvenir de este elemento inalterable"..., etc. Y ni una alusión siquiera al tema de las masas.