Al salir del bar, y después de hacer mi visita nocturna a la pensión, sobre la Plaza del Once, contemplaba aún el gran cartel que anuncia los fideos Santa Catalina, y aunque no recordaba quién había sido Santa Catalina no me parecía difícil que hubiese sufrido el martirio, ya que el martirio fue siempre el fin casi profesional de los santos; y entonces no podía dejar de meditar sobre esa característica de la existencia humana consistente en que un crucificado o un desollado vivo con el tiempo se convierte en una marca de fideos o de conservas en lata.
Creo que por el resentimiento que Norma tenía hacia mí se apareció uno de aquellos días con un ser epiceno llamado Inés González Iturrat. Enorme y fortísima, con visibles bigotes, de pelo canoso, vestía traje sastre y llevaba zapatos de hombre. A no ser por sus pechos eminentes, vista de golpe, podía cometerse el error de llamarla “señor”. Enérgica y eficaz, ejercía un dominio completo sobre Norma.
—Yo a usted la conozco —dije.
—¿A mí? —comentó con irritada sorpresa, como si esa posibilidad fuera ofensiva; ya que Norma, como es natural, le había hablado mucho de mí.
En rigor, tenía la idea de haberla visto en alguna parte, pero recién al final de la incómoda entrevista (necesitaba vigilar el número 57 detrás de su corpachón) aclaré aquel pequeño enigma.
Norma revelaba nerviosos deseos de que hubiese algo así como una polémica: sus reiteradas derrotas conmigo la hacían esperar con vengativa satisfacción la idea de una ruinosa discusión con aquel sabio atómico. Pero yo, que tenía la cabeza en otra parte y que no podía ni debía apartar mi atención del número 57, no mostré el menor interés en argüir con aquel producto. Desgraciadamente, como en otra ocasión hubiera hecho, me era imposible levantarme.
El pecho de Norma subía y bajaba como un fuelle.
—Inés fue mi profesora de historia, ya te dije.
—Así es —comenté cortésmente.
—Somos un grupo de chicas muy unidas y ella es nuestro mentor.
—Excelente —dije, en el mismo tono.
—Comentamos libros, vamos a exposiciones y conferencias.
—Muy bueno.
—Hacemos excursiones con fines de estudio. —Magnífico.
Su irritación iba aumentando. Casi indignada ya, agregó —Ahora estamos haciendo visitas comentadas a las galerías con ella y el profesor Romero Brest.
Me miró con ojos que echaban fuego, esperando mi comentario. Con urbanidad, dije: —Qué buena idea. Casi gritando agregó:
—Tú crees que las mujeres sólo deben ocuparse de limpiar pisos, de fregar platos y de cuidar el hogar.
Un individuo con una escalera pareció querer entrar en la puerta del número 57, pero al verificar el número siguió hasta la puerta siguiente. Calmados mis nervios, le rogué que, por favor, repitiese la observación última, que no había oído bien. Se enfureció todavía más.
—¡Claro! —exclamó—. Ni siquiera oyes. Hasta ese punto te interesan mis opiniones.
—Me interesan mucho.
—¡Farsante! Mil veces me has dicho que las mujeres son distintas a los hombres.
—Mayor razón para que me interesen sus opiniones. A uno siempre le interesa lo que es distinto o desconocido.
—¡Ah, de modo que admites que para ti una mujer es algo completamente distinto a un hombre!
—No hay que exaltarse por un hecho tan evidente, Norma.
La profesora de historia, que había seguido la escena con gesto duramente irónico, advertida, como seguramente lo estaba, de que yo era un individuo oscurantista, intervino:
—¿Le parece?
—¿Le parece qué? —pregunté con ingenuidad.
—Eso. Que sea
evidente
—subrayó mordazmente la palabra—, la diferencia entre un hombre y una mujer.
—Todo el mundo está de acuerdo que entre un hombre y una mujer hay algunas apreciables diferencias —le expliqué con calma.
—No nos referimos a eso —replicó con helada furia la educadora—. Y usted bien lo sabe.
—¿A eso? ¿Qué es eso?
—Al sexo, a lo que usted bien sabe —agregó cortante.
Parecía un cuchillo filosísimo y desinfectado.
—¿Le parece poco? —pregunté.
Me estaba poniendo de buen humor, y por lo demás alivianaban mi espera. Sólo seguía molestándome esa vaga sensación de haber visto alguna vez a la profesora y no poder recordar dónde.
—¡No es lo más importante! Nos estamos refiriendo a lo otro, a los valores espirituales. Y las diferencias que ustedes establecen entre la actividad de un hombre y de una mujer son típicas de una sociedad atrasada.
—Ah, ya comprendo —comenté con mucha serenidad—. Para ustedes la diferencia entre el útero y el falo es un resabio de los Tiempos Oscuros. Va a desaparecer junto con el alumbrado a gas y el analfabetismo.
La educadora se puso roja: aquellas palabras no sólo la indignaban sino que la avergonzaban, pero no la pronunciación de palabras como útero y falo (científicas como eran, no podían turbarla más que “neutrino” o “reacción en cadena”). La avergonzaban en virtud del mismo mecanismo que podría molestar al profesor Einstein preguntarle por el funcionamiento de sus intestinos.
—Eso es una frase —dictaminó—. Lo cierto es que hoy la mujer compite con el hombre en cualquier actividad. Y eso es lo que a ustedes los saca de quicio. Vea la delegación que acaba de llegar de mujeres norteamericanas: hay tres directoras de la industria pesada.
Norma, tan femenina, me miró triunfalmente: lo que puede el resentimiento. De alguna manera aquellos monstruos la vengaban de su servilismo en la cama. El desarrollo de la industria metalúrgica de los Estados Unidos atenuaba en cierta forma los gritos que daba en momentos culminantes, el frenesí de su entrega incondicional. Una postura humillante era balanceada por la petroquímica yanqui.
Era cierto: ahora que me veía obligado a recorrer los diarios, recordaba haber visto la llegada de aquella
troupe
.
—También hay mujeres que boxean —comenté—. Ahora, si a ustedes esa monstruosidad las anima…
—¿Llama usted monstruosidad al hecho de que una mujer llegue a ser miembro del directorio de una gran industria?
Nuevamente me vi obligado a seguir, por encima de los atléticos hombros de la señorita González Iturrat, a un transeúnte sospechoso. Esa actitud, perfectamente explicable, aumentó la furia de la considerable arpía.
—¿Y también le parece monstruoso —agregó, entrecerrando insidiosamente los ojitos— que en la ciencia se destaque un genio como Madame Curie?
Era inevitable.
—Un genio —le expliqué con calma didáctica— es alguien que descubre identidades entre hechos contradictorios. Relaciones entre hechos aparentemente remotos. Alguien que revela la identidad bajo la diversidad, la realidad bajo la apariencia. Alguien que descubre que la piedra que cae y la Luna que no cae son el mismo fenómeno.
La educadora seguía mi razonamiento con ojitos sarcásticos, como una maestra a un chico mitómano.
—¿Y Madame Curie es poco lo que descubrió?
—Madame Curie, señorita, no descubrió la ley de la evolución de las especies. Salió con un rifle a cazar tigres y se encontró con un dinosaurio. Con ese criterio también sería un genio el primer marinero que divisó el Cabo de Hornos.
—Usted dirá lo que quiera, pero el descubrimiento de Madame Curie revolucionó la ciencia.
—Si usted sale a cazar tigres y se encuentra con un centauro, también provocará una revolución en la zoología Pero no es esa clase de revoluciones la que provocan los genios.
—Según su opinión, a la mujer le está vedada la ciencia.
—No, ¿cuándo he dicho eso? Además, la química se parece a la cocina.
—¿Y la filosofía? Usted prohibiría, seguramente, que las muchachas ingresen en la facultad de filosofía y letras.
—No, ¿por qué? No hacen mal a nadie. Además allí encuentran novio y se casan.
—¿Y la filosofía?
—Que estudien, si quieren. Mal no les va a hacer.
Tampoco bien, eso es cierto. No les hace nada. Además, no hay ningún peligro de que se conviertan en filósofos.
La señorita González Iturrat gritó:
—¡Lo que pasa es que esta sociedad absurda no les da las mismas posibilidades que a los hombres!
—¿Cómo? Si estamos diciendo que nadie les impide ir a la facultad de filosofía. Más aún: me dicen que ese establecimiento está lleno de mujeres. Nadie les prohíbe que hagan filosofía. Nunca se les impidió que piensen, ni en su casa ni fuera de su casa. ¿Cómo se puede impedir que alguien piense? Y la filosofía no requiere más que cabeza y ganas de pensar. Ahora, en la época de los griegos y en el siglo XXX. Eventualmente una sociedad podría impedir que una mujer publicase un libro de filosofía: mediante la ironía, el boicot, en fin, alguna cosa así. Pero, ¿impedir que piense? ¿Cómo ninguna sociedad puede obstaculizar la idea del universo platónico en la
cabeza
de una mujer?
La señorita
González
Iturrat estalló:
—¡Con gente como usted el mundo nunca habría ido adelante!
—¿Y de dónde deduce usted que ha ido adelante?
Sonrió con desprecio.
—Claro. Llegar a Nueva York en veinte horas no es un progreso.
—No veo la ventaja de llegar pronto a Nueva York. Cuanto más se tarda, mejor. Además, yo creí que usted se refería al progreso espiritual.
—A todo, señor. Lo del avión no es un azar: es el símbolo del adelanto general. Incluso los valores éticos. No me va usted a decir que la humanidad no tiene una moral superior a la de la sociedad esclavista.
—Ah, usted prefiere los esclavos con sueldo.
—Es fácil ser cínico. Pero cualquier persona de buena fe sabe que el mundo conoce hoy valores morales que eran desconocidos en la antigüedad.
—Sí, comprendo. Landrú viajando en ferrocarril es superior a Diógenes viajando en trirreme.
—Usted elige a propósito ejemplos grotescos. Pero es evidente.
—Un jefe de Buchenwald es superior a un jefe de galeras. Es mejor matar a 109 bichos humanos con bombas Napalm que con arcos y flechas. La bomba de Hiroshima es más benéfica que la batalla de Poitiers. Es más progresista torturar con picana eléctrica que con ratas, a la china.
—Todos ésos son sofismas, porque son hechos aislados. La humanidad superará también esas barbaridades. Y la ignorancia tendrá que ceder en toda la línea, al final, a la ciencia y al conocimiento.
—Actualmente, el espíritu religioso es más fuerte que en el siglo XIX —anoté con tranquila perversidad.
—El oscurantismo de todo género cederá al fin. Pero la marcha del progreso no puede ser sin pequeños retrocesos y zigzags. Usted mencionó hace un momento la teoría de la evolución: un ejemplo de lo que puede la ciencia contra toda clase de mito religioso.
—No veo los efectos devastadores de esa teoría. ¿No acabamos de admitir que el espíritu religioso ha repuntado?
—Por otros motivos. Pero liquidó definitivamente muchas paparruchadas, como eso de la creación en seis días.
—Señorita: si Dios es omnipotente, ¿qué le cuesta crear el mundo en seis días y distribuir algunos esqueletos de megaterios por ahí para poner a prueba la fe o la estupidez de los hombres?
—¡Vamos! No me va a pretender que dice en serio semejante sofisma. Además, hace un momento estaba elogiando al genio que descubrió la teoría de la evolución. Y ahora la toma en broma.
—No la tomo en broma. Digo, simplemente, que no prueba la inexistencia de Dios ni refuta la creación del mundo en seis días.
—Si por usted fuera no habría ni escuelas. Si no me equivoco, usted debe ser partidario del analfabetismo.
—Alemania en 1933 era uno de los pueblos más alfabetizados del mundo. Si la gente no supiera leer, al menos no podría ser idiotizada día a día por los diarios y revistas. Desgraciadamente, aunque fuesen analfabetos todavía quedarían otras maravillas del progreso: la radio, la televisión. Habría que extirpar los tímpanos a los chicos y sacarles los ojos. Pero éste sería ya un programa más dificultoso.
—A pesar de los sofismas, siempre la luz prevalecerá sobre la oscuridad, y el bien sobre el mal. El mal es ignorancia.
—Hasta ahora, señorita, el mal siempre ha prevalecido sobre el bien.
—Otro sofisma. ¿De dónde saca semejante barbaridad?
—Yo no saco nada, señorita: es la tranquila comprobación de la historia. Abra usted la historia de Oncken por cualquier página y no encontrará más que guerras, degüellos, conspiraciones, torturas, golpes de estado e inquisiciones. Además, si prevalece siempre el bien ¿por qué hay que predicarlo? Si por su naturaleza el hombre no estuviera inclinado a hacer el mal ¿por qué se lo proscribe, se lo estigmatiza, etc.? Fíjese: las religiones más altas
predican
el bien. Más todavía: dictan
mandamientos
, que
exigen
no fornicar, no matar, no robar. Hay que
mandarlo
. Y el poder del mal es tan grande y retorcido que se utiliza hasta para recomendar el bien: si no hacemos tal y tal cosa nos
amenazan
con el infierno.
—Entonces —gritó la señorita González Iturrat— según usted hay que predicar el mal.
—Yo no he dicho eso, señorita. Lo que pasa es que usted se ha excitado mucho y ya no me escucha. El mal no hay que predicarlo: viene solo.
—Pero ¿qué quiere probar?
—No se exalte, señorita. No olvide que usted sostiene la superioridad del bien, y veo que con gusto me cortaría en pedazos. Quería decirle, sencillamente, que no hay tal progreso espiritual. Y hasta habría que examinar el famoso progreso material.
Una mueca deformó los bigotes de la educadora.
—Ah, me va a demostrar ahora que el hombre de hoy vive peor que el romano.
—Depende. No creo, por ejemplo, que un pobre diablo que trabaja ocho horas diarias en una fundición, bajo control electrónico, sea más feliz que un pastor griego. En Estados Unidos, paraíso de la mecanización, los dos tercios de la población son neuróticos.
—Me gustaría saber si usted viajaría en diligencia en lugar de hacerlo en ferrocarril.
—Por supuesto. El viaje en coche era más hermoso y más tranquilo. Y mejor todavía cuando se andaba a caballo se tomaba aire y sol, se contemplaba apaciblemente el paisaje. Los apóstoles de la máquina nos dijeron que cada día daría al hombre más tiempo para el ocio. La verdad es que el hombre tiene cada día menos tiempo, cada día anda más enloquecido. Hasta la guerra era linda, era divertida y viril, era vistosa: con aquellos uniformes en colores. Hasta sana, era. Vea, por ejemplo, nuestra guerra de la independencia y nuestras luchas civiles: si a uno no lo lanceaban o degollaban podía vivir luego cien años, como mi tatarabuelo Olmos. Claro: la vida al aire libre, el ejercicio, las cabalgatas. Cuando un chico era débil lo mandaban a la guerra, a que se fortificase.