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Authors: Gustavo Bolivar Moreno

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Drama, #Novela

Sin tetas no hay paraíso (16 page)

BOOK: Sin tetas no hay paraíso
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Benjamín aceptó sin saber que ese día no iba a tener veinticuatro sino 1800 horas y que, de paso, iba a perder no solo la amistad de las niñas, que para nada le interesaban ya, sino también a su novia, la fe en la gente, una agenda electrónica, una pulsera de oro y los dos millones de pesos que le costó el recibo telefónico que le llegó un mes después de que ellas se fueron, no por su voluntad, sino por el show que él mismo tuvo que montar junto con sus familiares a quienes invitó desde una ciudad lejana a pasar vacaciones a su apartamentico.

Les dijo que su mamá estaba muy enferma y que tenía que venir a la Capital a practicarse unos chequeos junto con una hermana y su sobrino. Que desde luego el apartamento estaba muy pequeño para alojar en él a seis personas y que, por eso, les suplicaba encarecidamente, apelaba a su lógica, se les arrodillaba en nombre de su amistad, pero que por favor se fueran. Sin decir ni mu, pero que se largaran, sin entregar algunas cosas que se le habían desaparecido, pero que se marcharan, sin dar las gracias, si era preciso, sin decir nada y sin mirar atrás, pero que por favor desaparecieran de una vez por todas y para siempre. No se fueron.

La madre de Benjamín llegó con su nieto, su hija y un par de grandes maletas y el libreto aprendido. Apareció quejándose y marcó territorio acostándose espernancada a lo largo y ancho de la cama donde dormían las intrusas, mientras la hermana de Benjamín le ponía paños de agua tibia en la cabeza y le suministraba aspirinas haciéndolas pasar por desinflamantes, antibióticos, antihistamínicos, desoxidantes, estabilizadores del sistema nervioso, cicatrizantes y hasta antidepresivos. Hizo tan bien el papel la señora, que Catalina y Yésica terminaron ayudándola a paladear y consideraron que no era buena idea abandonar, en ese trance tan difícil, al amigo que les tendió la mano en el momento que más lo necesitaron. ¡No se fueron!

Como si Oswaldo Ternera lo hubiera asesorado, al día siguiente y aprovechando que sus indeseables huéspedes andaban almorzando con Mauricio Contento, Benjamín les empacó las cosas en sus maletas y se las puso en la portería con la orden perentoria al celador de impedirles la entrada.

Lo madrearon y le tiraron piedritas a la ventana para que saliera, pero Benjamín se limitó a mirarlas a través del velo de las cortinas y no salió. A diferencia de Oswaldo Ternera, ni sintió remordimiento, ni ganas de arrepentirse, ni dolor, ni pena, ni nada distinto a unos deseos infinitos de saltar, reír y gritarles muy fuerte que no volvieran nunca porque no le iban a hacer falta y que lo único bueno de haberlas tenido era verlas partir.

Con más rabia que vergüenza se fueron a un hotel de dos estrellas pagado por Mauricio Contento, quien para entonces y con la promesa de operarla cuanto antes, ya había metido a Catalina una docena de veces en su cama, convirtiéndose, de esta manera, en el quinto hombre de su vida y relegando al pobre Albeiro a la posibilidad de convertirse en el sexto y no en el primer hombre en la existencia de la niña de sus ojos.

Mauricio les dijo que no las podía llevar a su casa porque su mamá le ponía el grito en el cielo, pero ellas, que ya sabían que el cirujano era casado, se hicieron las desentendidas y aceptaron su ayuda. El cirujano las registró por una noche en el hotel, convencido de que al día siguiente iban a regresar a Pereira. Antes de partir las invitó a regresar una semana después para la cirugía que, según él, ya tenía preparada y programada.

Al igual que a Oswaldo Ternera una noche se le convirtió en veinte y a Benjamín Niño, otra noche se le convirtió en setenta y cinco, la noche de hotel que Mauricio Contento les regaló a sus amigas resultó muy larga y sólo terminó, catorce días después, el 18 de junio, cuando Albeiro se apareció en el lobby a cobrar lo prometido por ella: entregarle su virginidad cuando cumpliera los quince años.

Catalina no pudo recibir regalo más inmenso e inconmensurable que la presencia del hombre a quien en verdad amaba en este mundo. Albeiro soltó con desgano un oso de peluche que traía en sus manos y caminó hacia su amada con ganas de llorar y un ramo de 15 rosas compradas a la entrada de un cementerio.

Ella se lanzó en sus brazos derretida por la dicha y la rabia de verlo. Lo besó, lo abrazó muy fuerte y lloró con desdicha, por largas horas, en medio del acoso de Albeiro cuyo interrogatorio pretendía establecer las causas de su desdén. No lo logró, pero casi lo descubre por pura coincidencia, cuando sonó el citófono de la habitación y Yésica contestó en clave, pálida del susto, y mirando con señas a Catalina:

—No, no, no. Dígale que ya bajo, —dijo asustada, colgó el citófono y salió corriendo mientras Catalina, que estaba segura de la presencia de Mauricio Contento en el Lobby del Hotel, se esforzaba por retirar a Albeiro de la ventana para evitar que viera la actuación que se tenía que fajar su amiga para impedirle al doctor Contento que subiera a la habitación.

No lo logró porque la desconfianza de Albeiro lo hizo suponer todo. Pero cuando el pusilánime novio empezó con la cantaleta, amenazando incluso con bajar a averiguar lo que estaba pasando, Catalina esgrimió con inteligencia, los artículos más importantes del pliego de peticiones que él le firmó meses atrás después de haberle pegado y como condición para ser perdonado y que, entre otras cosas, le había servido para venir a Bogotá sin que el pobre Albeiro pudiera decir algo diferente a: Chao amor, se cuida mucho.

Le dijo que ella no tenía que ver con lo que estuviera haciendo Yésica. Que ese señor era un amigo de ella y que si estaban peleando no era culpa suya. Que se acordara de su promesa de no molestarla ni desconfiar de ella y que, si no iba a ser capaz de cumplir, que se marchara para Pereira y la dejara sola porque a ella no le servía estar con un tipo que dudara de su comportamiento. Como siempre, y mientras Yésica alejaba el peligro de la planta baja del hotel, el pobre Albeiro terminó derrotado al punto que unos minutos después ya estaba pidiéndole perdón a Catalina por no confiar en ella.

Catalina lo perdonó imponiendo más condiciones y empezó a sudar helado cuando él las aceptó todas y le recordó, con caricias incontables, que ella también tenía el compromiso de hacer el amor con él ese preciso día. Catalina se asustó pero al momento asimiló el compromiso y se calmó. Necesitaba ganar tiempo. No se le ocurrió nada distinto a fingir, asegurándole que ella también estaba esperando ese momento con ansiedad, pero que prefería esperar un día más y hacerlo en Pereira, ya sin la presión del viaje y lejos de la presencia de su amiga. Albeiro aceptó y sintió ganas de morirse de la dicha.

Catalina se preocupó: sabía que con cinco hombres y un aborto a su haber no iba a poder venderle con facilidad el mito de su virginidad a su novio, pero tenía que hacerlo.

Cuando Yésica regresó con claras y necesarias intenciones de partir con premura de ese lugar, Catalina no hizo preguntas y se limitó a empacar su ropa muy preocupada por la posibilidad de haber perdido para siempre la cirugía que le iba a fiar Mauricio Contento. Como no podía preguntarle nada a Yésica, por la proximidad física de Albeiro, se inventó un desplazamiento a la lavandería del hotel con el fin de recoger la ropa que tenían secando desde la noche anterior, aunque sabía que la tal ropa no existía y que debían regresar indignadas a la habitación maldiciendo y puteando a todo el mundo por la pérdida de las prendas.

En el patio de ropas, Yésica le mostró el regalito que le dejó Mauricio de cumpleaños y una muy mala razón. Le dijo que el médico se ausentaría del país una semana, pero que él entendía lo que estaba pasando «por la aparición intempestiva de la mamá» y que no se preocupara porque dentro de ocho días, él ya tendría todo listo para la cirugía. Al volver a la habitación maldiciendo por la pérdida de la ropa, Catalina y Yésica le manifestaron a Albeiro que estaban listas para partir.

Capítulo 11

Renace la flor

Luego de un tedioso viaje de siete horas por tierra tocando la carretera más alta del país en el alto de la línea, Albeiro, Yésica y Catalina llegaron a Pereira. Doña Hilda y Bayron le tenían a Catalina una fiesta sorpresa con amigos, familiares, una torta rodeada de fresas y un obsequio de tamaño mediano y bien envuelto en papel regalo de colores fucsia y rosado. Era un despertador con una gallina dando picotazos a la nada, similar al que Bayron le quebró de un botellazo, cuando Catalina apenas comenzaba su loca carrera por convertirse en una mujer próspera y feliz. Cantaron y bailaron hasta el amanecer celebrando por doble partida, el cumpleaños y el retorno de Catalina a su casa. Vanessa, Ximena y Paola quienes la acompañaron apenas hasta las diez de la noche, se aterraron al no ver el pecho de Catalina inflado y se fueron al trabajo comentando que la pobre se moriría con las tetas chiquitas.

Antes de irse, las otroras inseparables amigas se preguntaron de todo, unas a otras. Que cómo les iba en Bogotá, preguntaban unas, qué cómo les estaba yendo en Pereira, decían las otras. Todas se mintieron. Las recién llegadas a Pereira dijeron que les estaba yendo divinamente en las pasarelas de la Capital y que si a Catalina no se le daba la gana de operarse era porque el dueño de la agencia de modelos necesitaba niñas con un corte más internacional que exigía senos pequeños. Yésica les dijo que ella estudiaba alta costura porque pensaba montar su propia marca de ropa y cerró la sarta de mentiras asegurando que a las dos les estaban gestionando la visa norteamericana porque tenían un contrato para desfilar en las pasarelas de Miami y Nueva York con una firma de cosméticos cuyo nombre dijo reservarse porque así estaba estipulado en el contrato que ellas tenían firmado.

Vanessa, Paola y Ximena fingieron sentirse muy contentas por la suerte de sus amigas y lanzaron su propio arsenal de mentiras para no quedarse atrás. Les dijeron a Catalina y a Yésica que a ellas las cosas también les funcionaban a las mil maravillas. Que los narcos de poca monta estaban regresando, y que Margot las tenía en su «book» como las estrellas de la casa de modelos. Que se la pasaban combinando los paseítos a las fincas de algunos «duros» con eventos de modelaje y que un productor de televisión de Bogotá las vivía acosando para que hicieran «casting» para una telenovela que se empezaba a grabar en un par de meses. Que ni Morón ni Cardona ni «El Titi» daban señales de vida y que, al parecer, seguían escondidos en Venezuela, Cuba y Panamá, pero que ellos ya les habían mandado a decir con Mariño que llegaban en un mes, después de que los gringos se olvidaran un poco de sus caras y que iban a celebrar por lo alto su regreso con una fiesta de una semana completa en una finca cercana al lago Calima.

Lo cierto es que unas y otras faltaron a la verdad, pues no reconocieron que comían mierda en dosis nada despreciables desde que los narcos se marcharon. Ni las recién llegadas de Bogotá dijeron que estaban pasando necesidades de casa en casa, echadas de todos los lugares donde no hacían más que comer, robar, dormir y llorar, ni las que se quedaron en Pereira contaron que se habían metido a prostitutas, aguantando todo tipo de vejámenes por parte del dueño de la casa de citas y de los clientes para no morirse de hambre. Catalina tampoco les contó que un médico se aprovechó de ella para operarla gratis ni las tres compañeras de prostíbulo contaron que lloraban por angustia existencial los domingos en la tarde luego de jornadas inagotables los fines de semana hasta con 8 ó 10 hombres encima, cada una, la mayoría de ellos, depravados, con mal aliento, mal olor en las axilas, en los pies y hasta en sus genitales.

Mientras las cinco amigas seguían mintiéndose mutuamente, Albeiro se mostraba inquieto y no disfrutaba la velada con tranquilidad, concentrado, como le tocaba estar, en imaginar el momento en que se acabara la fiesta, se fueran los invitados y la niña de sus ojos se desvistiera frente a él dispuesta a entregarle su primera vez. Los pensamientos de Albeiro eran tan puros que todos sus esfuerzos mentales se centraban en buscar la manera de poseerla sin hacerle daño, en desflorarla sin dañar sus pétalos, en hacerla suya sin infringirle dolor. Catalina, por su parte, pidió permiso a sus tres vecinas para conversar a solas con Yésica sobre la manera cómo engañaría a Albeiro porque ella no estaba dispuesta a echar por la borda la ilusión que durante dos años venía alimentado con tanta paciencia y anhelo el bueno de su novio que, con seguridad, seguía convencido de su virginidad.

Yésica le dijo que, ante la ausencia de menstruación, echara mano del viejo truco, según el cual, no todos los hímenes sangraban y tampoco todos se reventaban porque los había elásticos y complacientes como al que ella le tocaba tener desde esa precisa noche. También le dijo que evitara lubricar a toda costa y que si lo hacía, se limpiara con una servilleta o papel higiénico a fin de dificultar la penetración. Lo demás ella lo sabía. Tenía que fingir, gritar, llorar de dolor y emborrachar a Albeiro. Confiada en la cartilla de Yésica, Catalina se dedicó a emborrachar al hombre que la consideraba la niña de sus ojos, mientras Paola, Vanessa y Ximena se despedían para acudir a su denigrante trabajo, aunque mintieran con el pretexto de ir a modelar en un evento del Festival de la Cerveza. Yésica supuso que algo raro estaba pasando, pero prefirió callar con algo de compasión, evitando que ellas se sintieran mal.

Como a eso de las cinco de la mañana, cuando ya todos estaban ebrios, algunos dormidos y otros en desbandada, Albeiro pasó su factura de cobro a Catalina en medio de su embriaguez. Ella le dijo que bueno, que sí, pero que dónde. Él le dijo que no se la llevaba a un motel porque ese no era lugar para una niña inocente y de quince años como ella por lo que terminaron haciéndolo en su cuarto, muy cerca de la cabeza de alguien que cayó fundido en la cama de Catalina y casi encima del bracito de un niño, hijo de una de sus tías, que dormía con placidez con medio cuerpo en la cama y el otro medio en el aire, a punto de caer al piso.

En medio de su borrachera, Albeiro trató de hacer de ese, el momento más inolvidable para él y para su novia. Temblando de miedo y emoción, mirando la cara dormida de quienes los rodeaban, la empezó a besar con suavidad, primero en los ojos, luego en la nariz, después en la boca y por último en el cuello. Aunque tenía los deseos y las intenciones de besar los pétalos de esa flor que por fin tenía el placer de hacer suya, pensó que no era buena idea hacerle eso a una niña tan pequeña y tan inexperta y decidió aplazar el juego oral para una futura ocasión, además, porque no quería asustarla durante su primera vez. Aunque Catalina fingió todo lo que pudo y dificultó la penetración hasta donde su ingenio le alcanzó, como a eso de las cinco y cuarenta y cuatro minutos de la mañana, según el reloj de la gallina, Albeiro la hizo suya con un gesto sublime de éxtasis y dolor ajeno. Hizo lo posible por no agredirla, por no dañarla, por no lastimarla, por no herirla y sintió mucha vergüenza por no haberlo conseguido cuando Catalina le clavó las uñas en la espalda, le mordió los labios con mucha violencia y dejó escapar la misma docena de lágrimas que había derramado su primera y real vez en un intento inteligente y cínico por reconstruir, lo más fiel posible, su primer acto sexual cuando «Caballo» y sus dos amigos la poseyeron, por aquellos tiempos en que su ingenuidad aún le permitía confiar en los hombres.

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