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Authors: Gustavo Bolivar Moreno

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Drama, #Novela

Sin tetas no hay paraíso (12 page)

BOOK: Sin tetas no hay paraíso
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—Ponete las teticas y lo que querás, mijita, pero te repito que vos lo hacés tan bueno que no necesitás ponerte a huevoniar con eso…

Por no enloquecerse sintiendo en carne viva las paradojas de la vida, Catalina prometió volver a la cama de Cardona después que los músicos terminaran de interpretar las canciones que les pedía Morón y así lo hizo.

En la plazoleta posterior de la casa estaban parte de los invitados y el doble de mujeres escuchando boleros de «Los Panchos» interpretados por un grupo musical compuesto por tres hombres maduros que nunca sonreían. El de las maracas cerraba los ojos por largos períodos y sólo los abría cuando le tocaba apoyar con su voz gangosa los coros de algunas canciones. El de la guitarra puntera era el más concentrado pues, a pesar de tener la misión más difícil cual era la de hacer hablar las cuerdas con sus dedos, jamás miraba el encordado y se paseaba a lo largo y ancho del diapasón y por entre el bosque de trastes como si los conociera desde siempre y a la perfección. El de la guitarra acompañante, que era el mismo que cantaba, mantenía la cabeza dirigida en diagonal al cielo y las arterias de su garganta se insinuaban cada vez que los tonos agudos lo exigían. Se notaba el gran esfuerzo que hacía para no desafinarse, consciente tal vez del riesgo que corría al desatar la furia de quienes lo contrataron al no dar la talla que ellos esperaban. Era como cantar con una guillotina en el cuello porque ellos les habían contado, con algo de exageración, que ante cualquier desafinación el dueño de la casa podía desenfundar su pistola y agarrarlos a tiros. Por eso cantaron como nunca antes lo habían hecho. La interpretación de cada pieza fue magistral y arrancó muchos aplausos entre los asistentes.

Las mujeres que en parejas acompañaban a los invitados tampoco sonreían, al menos sinceramente. Entrada la madrugada y después de cumplir a medias con sus funciones, se notaban afligidas. Como si entendieran, por oleadas de remordimientos, que no estaban haciendo lo correcto. Que la vida era más, mucho más, que encontrar la comodidad en el sacrificio de la dignidad, que el mundo se extendía más allá de las camas y los almacenes que frecuentaban, que sus historias no se estaban escribiendo porque en los anales universales no se registran sino las hazañas, buenas o malas, de hombres, y mujeres dispuestos y dispuestas a cambiar el rumbo de la humanidad sin destrozar su integridad. Se notaban conscientes de sólo estar pasando por la vida sin trascender.

Una de ellas, por ejemplo, luchaba contra su sueño, titánicamente. Sus ojos se apagaban por períodos de segundos fragmentados que ella, inmersa en sus temores, contabilizaba como minutos y al cabo de los cuales su compañera de infortunio le pegaba un codazo que la dejaba tan despierta como asustada y con el corazón a punto de infartar. Sospechaba que su cliente se podía molestar y se llenaba de pánico ante la posibilidad de perder los 500 mil pesos que ya tenía gastados en su mente y que para una prostituta de baja categoría como ella alcanzaba para algunas inversiones básicas: 50 mil para Yésica, 80 mil para la mamá, 80 mil para Nacho el peluquero, 30 mil para el masaje, 140 mil para un pantalón, 60 mil para una blusa, 10 mil para comprarle chucherías al hermanito menor, 30 mil para invitar al novio a tomar cerveza o a comer y 20 mil para los buses. Del próximo trabajo dejaría 80 mil para los zapatos, 80 mil para cosméticos y cremas de todo tipo y para cada zona del cuerpo, 10 mil para el arreglo de uñas, 90 mil para accesorios, 30 mil para las gafas, 20 mil para un reloj y los mismos 190 mil de costos fijos para distribuir entre la madre, la proxeneta, el novio, el hermanito y los buses.

Los invitados, por su parte, sólo se diferenciaban de sus esclavas sexuales en dos detalles: se dormían en su silla sin pedir permiso y no daban cabida en sus mentes a remordimientos de ninguna especie. Para ellos lo que hacían estaba bien hecho, no le estaban robando a ningún rico, no estaban infringiendo las leyes de un país justo. Por el contrario, albergaban sentimientos mesiánicos en lo que hacían por el hecho de regalarle a un pobre para una fórmula médica, para un mercado o por el gran número de empleos que generaban sus múltiples inversiones y sus grandes extensiones de tierra. Pero la verdad es que sólo hacían obras de caridad para lavar sus conciencias y generaban empleo para aumentar y lavar sus capitales.

El resto de la fiesta estaba compuesta por los escoltas, los tres grandes capos, los músicos de la famosa orquesta, el mariachi, el DJ y los meseros. En ellos no había nada particular.

Los músicos se burlaban en secreto y en corrillos de los colegas que estaban al bate, los meseros se esmeraban por atender mejor a los hombres y los escoltas se mantenían en alerta para aprovechar el momento en que alguno de sus jefes se fundiera para pescar algún favor sexual de sus compañeras de ocasión.

A las 4 y 30 de la mañana y muy entusiasmada por la promesa de Cardona, Catalina volvió a su cama con total intensidad y hasta muy entrada la mañana cuando Yésica la despertó para decirle que el bus estaba a punto de arrancar, que si se quedaba o se iba.

Cardona respondió por ella:

—Se queda. Más tarde la mando a llevar.

Yésica sonrió feliz por el cambio de suerte de su pequeña amiga y se marchó gritándole a Cardona que se diera cuenta que ella nunca le decía mentiras.

Minutos más tarde a Cardona le comunicaron que uno de los escoltas de Mariño, un hombre de apellido Benítez, conocido con el alias de «Caballo» acababa de sufrir un accidente mortal.

Capítulo 7

La venganza de la flor

Seis minutos y medio gastó Catalina gestando su venganza. Al bajarse del bus que la llevó junto con las otras 59 niñas hasta la finca de Morón, observó que entre los numerosos escoltas se encontraban «Caballo» y los dos hombres que abusaron de ella. Uno de ellos, de nombre Orlando Correa se acercó a ella con total desfachatez y le preguntó que si se acordaba de él. Disimulando su odio y pensando en el desquite, Catalina le dijo que no. Orlando, desesperado por repetir su faena con Catalina reforzó su memoria mencionándole el suceso de la caballeriza de la finca de Mariño, sin pensar que esa noche engendró un odio visceral en la inofensiva niña que tarde o temprano iba a terminar destruyéndolo. Catalina sonrió con hipocresía y le dijo que ahora sí lo recordaba y le preguntó por «Caballo» y su otro amigo. Orlando le dijo que estaban jugando cartas y aprovechó el momento para decirle que la pensaba a menudo. Gestando con habilidad mental su venganza, Catalina le siguió el juego y le aseguró que de los tres él era también el que más recordaba, pero empezó a sembrar la cizaña contándole que «Caballo» le tenía prohibido hablarle. Orlando se extrañó porque Javier les repetía a cada rato que ella estaba perdida.

Pero Catalina seguía calculando su venganza y le dijo que eso era falso porque, en innumerables ocasiones, ella le pidió su teléfono al «Caballo» y le aseguró que éste se rehusaba a entregárselo, la última ocasión con un argumento que a ella le parecía bajo y mentiroso. Orlando se interesó con rabia y le preguntó que cuál. Catalina le dijo que «Caballo» vivía contándole a todo el mundo que él era marica y bisexual y que le gustaban por igual las mujeres y los hombres. Orlando enfureció y sintió, en igual proporción, vergüenza, ira y deseos infinitos de matarlo.

En completa actuación, Catalina le dijo que no se ofuscara porque el destino ya los había puesto de nuevo en el camino y que ella no pensaba dejarlo después de haberlo buscado y anhelado durante tanto tiempo y que no creía en las calumnias de «Caballo» que para ella no eran más que acusaciones envidiosas lanzadas por un hombre celoso. Orlando le dijo a Catalina que lo iba a matar, pero Catalina arremetió contra él por pensar de esa manera, buscando la forma de llevarlo a ese punto pero con sus manos limpias. Le dijo que «Caballo» sí merecía la muerte por mentiroso pero lo instó a ensayar otras fórmulas de venganza porque un castigo sí tenía merecido por haberlos separado a punta de mentiras.

Orlando no lo podía creer pues, si bien Catalina no era la mujer más apetecida por los narcos, para un escolta común y corriente como él, ella venía a ser lo que un collar de perlas al pescuezo de un perro. Catalina era una niña muy bella. Sus facciones eran finas y su cabello extenso, negro y lacio servía de marco a un rostro casi perfecto e impecable del que se destacaban su nariz recta y pequeña, sus labios carnosos y sus ojos negros. Cuando sonreía con esa dentadura perfectamente alineada, completa y blanca, los hombres sucumbían y las mujeres morían de envidia. Sus manos eran finas y sus dedos largos y delgados. Su cuerpo, cultivado madrugada a madrugada en las calles de Pereira a punta de trotadas interminables, podía ser uno de los mejores y más saludables de mujer alguna, aunque siempre pasaba desapercibida por su ausencia de senos. Cuando quería, era una niña bien hablada y cualquier hombre pobre y decente se hubiera sentido halagado por la vida, al tenerla a su lado. Por eso Orlando se entusiasmó al máximo y le pidió a Catalina que le permitiera matarlo. Catalina aceptó gustosa, pero demostrando algún grado de confusión y su engañado prometido le juró que en la madrugada, cuando todos estuvieran durmiendo, lo iba a asesinar. Ella pidió perdón a Dios por aceptar la muerte del pobre Javier, pero le dijo que hacerlo era necesario para la felicidad de los dos.

Como un estúpido, enamorado, ilusionado y enfurecido por la calumnia que su compañero le había levantado, Orlando esperó la madrugada, se paró al lado del «Caballo» y lo invitó a fumar marihuana. «Caballo» sabía que el olor de la marihuana era odiado por los patrones y le propuso hacerlo en algún lugar retirado de la finca. Orlando, quien lo indujo hasta esa propuesta, aceptó complacido y ambos se fueron a las caballerizas. Cuando «Caballo» estaba prendiendo su cigarrillo de marihuana de frente a la pared, para evitar que el viento le apagara la candela, Orlando le propinó, a mansalva, un par de puñaladas en la espalda que le atravesaron el pulmón y alcanzaron a tocar el corazón. «Caballo» cayó de bruces sin saber lo que sucedía y trató de decirle algo a su homicida, pero este le puso la suela de su zapato en la boca y lo rastrillo varias veces y con fuerza como apagando un cigarrillo, tal y como lo hizo «Caballo» con miles de colillas en su vida. En pocos segundos la historia de «Caballo» llegó a su fin.

—Más marica será usted, le dijo Orlando con rabia y se fue corriendo hacia el área de garajes donde sus demás compañeros seguían jugando cartas y dominó a esa hora.

Por eso, cuando a Cardona le contaron que un escolta estaba muerto dentro de una de las caballerizas de la finca de Morón, este sólo atinó a ordenar, convencido de la imposibilidad de encontrar al asesino entre tal cantidad de sicarios, que desaparecieran su cadáver, lo quemaran, lo mutilaran y lanzaran sus restos en los diferentes ríos y canales de aguas negras que recorrían la zona.

Seis minutos y medio después de haberle arrancado la promesa de matar al «Caballo» y de pedirle su número telefónico a Orlando, Catalina volvió al lugar donde los 30 amigos de Morón se repartían como baratijas a las 60 niñas conseguidas por Yésica. Fue la última en llegar, pero fue a la que mejor le funcionaron las cosas, pues, no solo consiguió la promesa de los cinco millones de pesos de boca de Cardona, sino que de paso eliminó al hombre a quien más odiaba en la vida.

Cuando los hombres de Cardona se fueron a cumplir la orden de desaparecer en pedazos el cadáver de «Caballo», Catalina no sintió remordimiento alguno y se empezó a asustar de sí misma observando por la ventana el corre corre de quienes trataban de desaparecer el cuerpo del padre de su primer y malogrado hijo. Sabía que estaba empezando a convertirse en una mujer dura, insensible y sin escrúpulos y le pidió perdón a Dios por eso al tiempo que le exigía fuerzas para que le ayudara a vengarse de los otros dos hombres. Ella no sabía qué era una incoherencia ni le importaba saberlo.

Cuando salieron de la finca, dos días después, Cardona envió a uno de sus conductores y a uno de sus guardaespaldas para que llevaran a Catalina hasta un centro comercial a comprar lo que a ella se la antojara y la llevaran luego a su casa. Quedaron en que ella iba al día siguiente a la clínica de un doctor Alberto Bermejo a averiguar todo lo concerniente a su cirugía y que cuando supiera bien el precio, iría hasta el apartamento del narcotraficante por el dinero. Cardona la vio alejarse y sintió nostalgia, pero muy pronto se negó con machismo y orgullo esa verdad y volvió a su cama, envuelto en una toalla y pidiendo a gritos una cerveza para el guayabo.

En el centro comercial, Catalina se tomó bien a pecho la orden de Cardona y compró de todo. Toallas higiénicas y protectores para seis meses, una docena de blusas de distintas marcas y colores, media docena de pantalones, cuatro pares de zapatos, dos cinturones, dos relojes, tres perfumes, un par de chaquetas para tierra fría, aunque jamás había estado en ese clima, un muñeco de peluche con forma de dinosaurio y un par de discos compactos de Darío Gómez para contentar al pobre Albeiro que nada dichoso de la vida debería estar. Una cachucha y otro disco de «Metallica» para su hermano, una vajilla y un par de vestidos para su mamá y un detalle para Yésica en agradecimiento por haber luchado tanto y contra la corriente por hacer realidad el sueño que ahora acariciaba entre sus manos.

En total, fueron ocho horas las que tuvieron que soportar los escoltas de Cardona esperando a que Catalina comprara todo lo que se le antojara. Cada hora la ya menos ingenua mujercita preguntaba a los escoltas si quedaba dinero y ellos asentían con rabia recordando que cuando Cardona decía «lo que ella quiera» ellos tenían que comprarle a la niña lo que ella quisiera.

Al llegar a su casa Catalina encontró a Albeiro llorando, a doña Hilda demacrada y a su hermano enfurecido. Algunos habitantes de la cuadra, más chismosos aparentaban estar solidarizados con la desaparición de Catalina e inventaban la manera de entrar a la casa para averiguar lo que estaba pasando, por lo que no escatimaban esfuerzos en llegar con ollas humeantes repletas de tinto o agua de toronjil en su interior, para calmar los nervios de los desesperados vecinos. La verdad es que la preocupación de todos era inmensa pues no sabían nada de Catalina desde hacía tres días y por sus cabezas rondaba la posibilidad de todo tipo de tragedias. Desde el presentimiento que tuvo Albeiro de que a la niña de sus ojos la tenía secuestrada uno de esos asesinos en serie que se paraban a la salida de los colegios y que en Pereira no era difícil de conseguir, hasta la seguridad misteriosa que tenía doña Hilda de que a su hija la había atropellado un taxi.

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