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Authors: Gustavo Bolivar Moreno

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Drama, #Novela

Sin tetas no hay paraíso (27 page)

BOOK: Sin tetas no hay paraíso
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Llamaron a la línea de absoluta discreción, dieron nombres falsos y las pusieron en contacto con un oficial que juró mantener sus nombres y su denuncia bajo absoluta reserva. Cuadraron una cita y la cumplieron tanto ellas como el oficial. Con cámaras en cada esquina, y lleno de micrófonos, el capitán de la Policía se apareció en el restaurante donde ellas lo citaron a escuchar lo que sus informantes sabían. Cinco minutos más tarde, el capitán Salgado tuvo la certeza de estar sentado al frente de las personas, diferentes a los narcos, que más conocían sobre ese universo en el país. A pesar de su experiencia estaba asombrado de los relatos que le estaban haciendo sus informantes. Ante cada historia de Yésica permanecía atónito y a la espera de concretar una dirección, un teléfono o algo que le permitiera organizar un operativo exitoso que le significara su ascenso a mayor.

Ellas le hablaron de todo lo que sabían. De los lugares que frecuentaban los traquetos, de sus gustos, de su amor por sus familias, de lo bacanos que eran, de lo inteligentes que eran, de lo lindos que se comportaban con ellas, de lo amplios que eran, de lo caballerosos que eran, de lo sensibles que eran con el tema de los pobres, en fin, se desbordaron en elogios hacia ellos, por lo que el capitán llegó a pensar que ellas se estaban arrepintiendo de delatarlos. Pero no era así. Por fin apareció la denuncia concreta y el oficial salió del restaurante con la dirección de «El Titi» y medio ascenso en el bolsillo. Sobre el dinero, les dijo que apenas se concretara la captura, él mismo se iba a encargar de gestionarlo para entregárselo a ellas.

Como si presintiera algo, «El Titi» las llamó al día siguiente, cuando ya la policía secreta tenía rodeado el barrio, estudiando la forma de capturarlo, sin dejarle una sola posibilidad de fuga.

Su teléfono ya estaba interceptado y el mismo Capitán escuchó la llamada que le hizo a Yésica diciéndole que acababa de ver a Catalina en una revista de farándula donde daban cuenta de su segundo lugar obtenido en el reinado «Chica Linda» al tiempo que se declaró sorprendido por lo bella que se veía en la publicación. Yésica le dijo que desafortunadamente él era el único que no se había dado cuenta de eso y lamentó que ella no estuviera libre el fin de semana siguiente que era la fecha para la cual «El Titi» la necesitaba.

Yésica le contó que Catalina se iba para México con un duro de ese país y «El Titi» le preguntó que por cuánto. Yésica le dijo que por 10 mil dólares y «El Titi», el mismo que la despreció cuatro o cinco veces antes por 200 mil, le dijo que no la mandara por allá tan lejos y se la dejara aquí por 15 mil. «El Titi» ignoraba que Catalina se ganaba ese mismo dinero con tan solo hacerle una caricia a su esposo, pero estaba seguro de poder tentarla y, en efecto, Catalina sucumbió. No tanto por la suma ofrecida sino por el gusto que siempre profesaba por el hombre que la retó a llegar a donde ese día ella creía estar.

Cuando Yésica la puso al tanto del ofrecimiento de «El Titi», Catalina sonrió satisfecha por la alta cotización que alcanzaba entre los traquetos y le mandó a decir que sí, que listo, que dónde y que cuándo. «El Titi» recibió la noticia con alegría y la mandó a citar el fin de semana en uno de sus apartamentos de Bogotá. El capitán, que estaba escuchando la conversación preparó el operativo para capturarlo en ese lugar pero pronto se arrepintió de hacerlo, porque ponía en evidencia a su informante. Por eso dejó que «El Titi» cumpliera su cita para después darle el golpe de gracia.

Catalina llegó hasta el apartamento de su anhelado cliente un viernes cuando la noche apenas empezaba. «El Titi» se sorprendió al verla tan bella, tan elegante, tan protuberante, tan altiva y sonrió pensando que había sido un bobo por no haberla contratado cuando aún costaba 500 mil pesos. Ahora tenía que pagar 80 veces ese valor, que aunque no hacía mella en sus finanzas sí lesionaba su ego. Pero nunca pensó en devolverla, por el contrario la atendió como pocas veces lo hacía con niñas de su calaña y se la llevó a vivir tres días en una casa de mármol que tenía en un barrio de Girardot, municipio cercano a la capital, que nada tenía que envidiarle a Beverly Hills ni a Montecarlo ni a Ibiza ni a los mejores condominios de La Florida.

El condominio estaba infestado de mansiones con estilos árabes, mediterráneos, americanos, eclécticos, modernos, antiguos y de un sinnúmero de tendencias más, donde los factores arquitectónicos y decorativos predominantes eran el color blanco de las fachadas, el mármol, los ventanales inmensos y azules, la grama de los antejardines usada en los campos de golf y la forja artística. En ese barrio existían no menos de 600 casas lujosas, algunas hermosas, otras sobrias y elegantes y la mayoría de mal gusto, que no dejaban de costar entre 400 mil y tres millones de dólares. Sus propietarios, según el estilo de la casa, eran narcos, políticos corruptos, oficiales descarriados y también personas buenas y trabajadoras que ya estaban pensando en marcharse a otro lugar cansados de escuchar motos de alto cilindraje a las tres de la mañana o tiros al aire durante la celebración del cumpleaños de la hija, la esposa o la querida de alguno de estos señores.

La casa de «El Titi», hasta donde llegó él con Catalina y una docena de oficiales de inteligencia detrás, era una de las mejores. El frente estaba dominado por cuatro columnas griegas que soportaban el porche de la entrada. Era de color blanco y sus antejardines estaban repletos de florcitas enanas de todos los colores y aromas. Los cristales de las ventanas que servían de fachada eran espejos azules en los que el sol se veía inofensivo. La puerta estaba diseñada con vitrales biselados y de tonos transparentes y esmerilados que hacían dudar del mal gusto de su propietario. La parte trasera de la casa tenía un muelle con pérgolas enredadas por plantas arrastraderas que le daban un toque romántico y renacentista. Junto al muelle se dejaban mecer por las insignificantes olas del lago un pequeño yate y dos motonaves de alta velocidad.

Por dentro la casa tenía todo lo que se puede tener cuando uno es dueño de una fortuna que supera con creces las exportaciones anuales de países pobres como Bolivia o de países pequeños como Paraguay o Uruguay. Aire acondicionado central, piscina decorada a mano con animales marinos, esculturas en piedra y bronce, pinturas costosas de artistas famosos, cristales de roca, vajillas de plata, lámparas de baccarat hasta en los baños que, a propósito podían llegar a tener el tamaño de un apartamento y grifos enchapados en oro, pisos de mármol y granito, una cava en el sótano con botellas de los mejores vinos y de las mejores cosechas chilenas y francesas y hasta una colección de armas antiguas. El basurero de la casa donde yacían abandonados muchos artefactos a medio usar o medio averiados podría llegar a costar más que el mobiliario de una casa de clase media. En la cocina había tres neveras gigantes de dos puertas cada una, alineadas contra una misma pared, repletas de alimentos importados, manjares con la fecha de consumo vencida y toda clase de carnes añejas y bebidas congeladas. La casa tenía un jacuzzy en cada habitación y un gimnasio dotado de las mejores máquinas, muchas de ellas a punto de oxidarse por la falta de uso.

Catalina aceptó ir por tres motivos diferentes. El primero, demostrarle a «El Titi» que no era el patito feo, la niña boba que él tenía en mente y que rechazaba cuantas veces le daba la gana con toda la prepotencia del caso. El segundo, porque todavía le gustaba y quería darse el gusto de arrebatarle su amor a Marcela Ahumada, aunque fuera por tres días y el tercero, porque se quería vengar de él y la única manera de hacerlo no era sólo entregándolo a la Policía, como ya lo tenía planeado, sino también haciéndole echar a perder su relación con su novia. Por eso, cada vez que «El Titi» le hacía el amor, en la zona húmeda, en el gimnasio, en la piscina, en los baños, en las alcobas, en el yate, en el jardín, en la sala de juegos, en el estudio y hasta en la cocina, ella dejaba una marca, una huella, un corazón esculpido sobre las paredes con sus uñas o una prenda suya, con el fin de llamar a Marcela Ahumada y contárselo todo apenas «El Titi» fuera detenido y estuviera volando rumbo a los Estados Unidos.

«El Titi» fue detenido en un apartamento del barrio Los Rosales de Bogotá, dos días después de haber llegado de su viaje a tierra caliente con Catalina. Todo un contingente de la Fiscalía con el apoyo de la Policía y el Ejército llegó hasta el edificio en la madrugada y se tomó por asalto el lugar. Cuando «El Titi» dormía abrazado a su novia, como siempre lo hacía, una explosión derrumbó su puerta y 30 hombres invadieron su apartamento en fracciones de segundo. En interiores y con su pistola en la mano, «El Titi» trató defenderse, pero ya era tarde. Quince hombres con cascos y chalecos antibalas les estaban apuntando a su cabeza y a la de su novia con fusiles de asalto y armas automáticas.

Viendo por televisión a «El Titi», Catalina sintió por primera vez una leve rasquiña a la altura del pezón izquierdo. Fue la noche en que Aurelio Jaramillo fue sacado de Colombia en un avión de la DEA en calidad de extraditado y cuya imagen de hombre amargado, con las manos y los pies esposados y la mirada perdida, fue transmitida en directo por un noticiero de la noche. Catalina creyó que la rasquiña se debía a la sensación de culpa y tristeza que le producían las imágenes de «El Titi» subiéndose al avión de matrícula norteamericana, pero estaba equivocada. De todas maneras, disimuló su estado depresivo ya que Marcial sabía de su pasado junto a «El Titi», y se limitó a cambiar de canal como si la noticia no le hubiera interesado. Marcial comentó que «El Titi» la había embarrado al meterse con la gente de México porque esos tipos eran muy ambiciosos y que ellos mismos se encargaban de sapearlo «a uno» cuando veían que el negocio andaba sobre ruedas y los colombianos ya no éramos necesarios.

Por su parte, Morón, que ya estaba de nuevo en Colombia, confirmó, con la captura de «El Titi», que en su mundo las lealtades no existían y temió que al igual que a su socio, alguien lo entregara a él por un puñado de dólares, que no era precisamente el puño de un hombre normal sino más bien el puño de un elefante, ya que por su cabeza el gobierno de los Estados Unidos estaba pagando la estrambótica recompensa de cinco millones de dólares. Por eso puso a funcionar su basta red de inteligencia, sus contactos y su chequera y ofreció sobornos que doblaban la recompensa, en todas las entidades del estado encargadas del tema de las delaciones para el que le contara quién o quienes delataron a «El Titi».

Cuando la oferta llegó a oídos del capitán Salgado, el oficial no se pudo sustraer al ejercicio mental de pensar en lo que haría un hombre como él con dos millones de dólares en su bolsillo, pero pudieron más sus deseos de continuar su carrera militar y sus promesas a la patria que su ambición. Por eso se comunicó con Yésica y con Catalina y las puso al tanto de la situación para que no se acercaran por esos días a cobrar la recompensa.

Capítulo 18

Sobredosis de bala y silicona

Al día siguiente, mientras comentaba la captura de «El Titi» con Yésica, Catalina sintió que la rasquiña de sus senos estaba alcanzando proporciones preocupantes. La alergia que se le metía dentro de los senos por entre los pezones se empezó a tornar insoportable. Aunque resultara delicioso rascarse con todas las uñas de sus manos, Yésica, que también las tenía de silicona, le dijo que eso no era normal y que debería ir donde Mauricio Contento a que la viera. Catalina se rehusó a hacerlo pensando que se trataba de alguna alergia producida por un alimento, pero al cabo de una semana, pocos días después de haber hablado con el Capitán de la Policía sobre la recompensa, la alergia se tornó insoportable y Catalina tuvo que irse de urgencias a la clínica de Mauricio Contento acompañada por su inseparable amiga.

—El doctor salió de viaje, vuelve en diez días, les dijo la secretaria— y fue de Yésica la iniciativa de ir a otra clínica con urgencia y más ahora que la plata era lo único que no le preocupaba a su amiga.

Cada vez que salía de la casa, así fuera a la esquina, a un centro comercial o a hacer una vuelta de 15 minutos, Marcial Barrera le regalaba dos, cinco, diez o quince millones de pesos, según su estado de ánimo y lo bien que se estuviera portando Catalina con él. En las mañanas le regalaba 20 millones si la noche anterior le había hecho el amor y 10 si le había proporcionado placer con sus caricias. Cuando lo besaba antes de dormirse o al despertar le regalaba cinco millones y si se acostaba a dormir enfadada y le daba la espalda la noche entera, Marcial no le regalaba nada. De modo pues, que la relación se convirtió en un asqueroso negocio de prostitución del cual ambos estaban conscientes.

Cuando llegaron a la Clínica Estética del doctor Ramiro Molina, Catalina pidió angustiada una cita y con urgencia fue atendida por el propio dueño de la clínica cuyo diagnóstico fue sólo uno: «Hay que sacar los implantes para ver qué está funcionando mal». Catalina se llenó de miedos ante la inminencia de una nueva cirugía, pero el doctor Molina fue muy serio y contundente en su análisis: «Si no te sacás los implantes, que al parecer están infectados, puedes correr el riesgo de morir».

Sin pensarlo mucho y empujada por Yésica, Catalina aceptó operarse de nuevo y el médico la citó con urgencia dos días después. Durante ese tiempo que transcurrió lento y congestionado, no tuvo vida pensando en la muerte y en lo triste que resultaría abandonar este mundo ahora que lo tenía casi todo. Hasta tuvo tiempo de pensar en la tristeza que le iba a producir a su gigante oso al que ya amaba e incluso había bautizado con el nombre de Benny.

Cuando se enteró del problema. Marcial Barrera le ofreció todo su respaldo económico y moral, queriendo hacer de esa una oportunidad única para estrechar aún más los lazos sentimentales con su pequeña esposa, a quien en varias ocasiones, especialmente en los hoteles, hizo pasar por hija. Porque a un hombre como él no le daba vergüenza decir que era narco, ni asesino ni tramposo, pero sí le daba vergüenza decir que su esposa tenía quince años, cuarenta y cinco menos que él. Le dijo que no se preocupara por nada y que con dinero todo se solucionaba.

Mientras llegaba la fecha de la nueva intervención, se reunieron de nuevo con el capitán Salgado y éste les oficializó el rumor:

—Están dando dos millones de dólares al que diga quién delató a Aurelio Jaramillo. ¡Están dando 2 millones de dólares por sus cabezas!

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