Read Silencio sepulcral Online
Authors: Arnaldur Indridason
Mikkelína miró a Erlendur.
—Pero ciertamente conoció el amor antes de que fuera demasiado tarde. Él entró en su vida en el momento preciso.
—¿Quién? ¿Quién entró en su vida?
—Y en la de Símon. Mi hermano. No sabíamos qué le pasaba por dentro, la cruz que había tenido que soportar todos esos años. Yo sentía en mí misma los golpes que mi padrastro le daba a mi madre y sufría por ella, pero yo era más fuerte que Símon. El pobre, el pobrecito Símon. Y luego Tómas. Se parecía a su padre. Tenía demasiado odio.
—Ya he perdido el hilo. ¿Quién entró en su vida, en la vida de tu madre?
—Era de Nueva York. Un estadounidense. De Brooklyn.
Erlendur asintió.
—Mamá ansiaba amor, reconocimiento de que existía, de que era un ser humano. Dave le devolvió la autoestima. Volvió a convertirla en una persona. Transcurrió mucho tiempo hasta que supimos por qué pasaba tanto tiempo con mamá. Qué era lo que veía en ella si nadie la miraba, a no ser mi padrastro, y sólo para golpearla. Pero un día le explicó por qué quería ayudarla. Dijo que lo había notado el momento mismo en que la vio por primera vez. Ya conocía las huellas de la violencia doméstica y las veía en mamá, reflejadas en sus ojos. En el rostro, en los movimientos. En un instante reconoció la historia de mi madre.
Mikkelína calló y paseó la mirada por la colina hasta el lugar donde se alzaban los groselleros.
—Dave había crecido en las mismas condiciones que Símon, Tómas y yo. Su padre nunca fue acusado ni condenado, y no le castigaron por pegar a su mujer hasta su muerte. Dave la vio morir. Eran pobres como ratas, y ella enfermó de tuberculosis y murió. Su padre le dio una paliza antes de que se muriera. Dave estaba ya en la adolescencia pero no podía enfrentarse a su padre. Se fue de casa el día en que murió su madre y nunca regresó. Entró en el ejército unos años después, antes de que estallara la guerra. Le enviaron aquí, a Reykjavik, durante la guerra, y a la colina, donde entró en una casucha y volvió a ver el rostro de su madre.
Estaban sentados en silencio.
—Entonces ya era suficientemente mayor para hacer algo —dijo Mikkelína.
Un coche pasó lentamente a su lado y se detuvo junto al solar. Un hombre salió de él y miró en dirección a los groselleros.
—Ahí está Símon, que viene a recogerme —dijo Mikkelína—. Ya se ha hecho tarde. ¿No te importa que sigamos mañana? Ven a mi casa si quieres.
Abrió la portezuela del coche y llamó al hombre, que se dio la vuelta.
—¿Sabes quién fue enterrado ahí? —preguntó Erlendur.
—Mañana —dijo Mikkelína—. Hablaremos mañana otra vez. No corre ninguna prisa —dijo luego—. Nada corre prisa.
Símon se había acercado al coche y la ayudó a salir.
—Muchas gracias, mi querido Símon —dijo ella finalmente, enderezándose.
Erlendur se estiró en el asiento para ver mejor al hombre. Luego abrió la puerta de su lado y salió.
—Pero éste no puede ser Símon —le dijo a Mikkelína mirando al hombre sobre el que se apoyaba; no tenía más de treinta y cinco años.
—¿Cómo? —dijo Mikkelína.
—¿Símon no era hermano tuyo? —preguntó Erlendur mirando al hombre.
—Sí —dijo Mikkelína, y luego pareció entender la extrañeza de Erlendur—. Éste no es aquel Símon —dijo con una débil sonrisa—. Éste es mi hijo, lo bauticé con su nombre.
A la mañana siguiente, Erlendur mantuvo una reunión con Elinborg y Sigurdur Óli en su despacho y les comunicó lo que le había contado Mikkelína, y que pensaba ir a visitarla algo más tarde. Estaba seguro de que le diría quién estaba enterrado en aquel lugar, quién le había colocado allí y por qué. Y el esqueleto lo sacarían por la tarde.
—¿Por qué no se lo sacaste todo allí mismo? —preguntó Sigurdur Óli, que había despertado como nuevo después de una tranquila velada con Bergthóra. Habían hablado del futuro, también de tener hijos, y se habían puesto de acuerdo en cuál era la mejor manera de organizarlo todo; también del viaje a París y del coche deportivo que pensaban alquilar—. Así podríamos acabar con toda esta mierda —añadió—. Estoy ya harto de los huesos. Harto del sótano de Benjamín. Harto de vosotros dos.
—Te acompañaré a verla —dijo Elinborg—. ¿Crees que será ella la chica inválida que vio Hunter en la casa cuando detuvo a aquel hombre?
—Todo parece indicar que sí. Tenía dos hermanastros que mencionó por sus nombres. Símon y Tómas. Eso encaja con los dos muchachos a quienes vio también. Y había un militar estadounidense que acudió en su auxilio que se llamaba Dave. Se lo comentaré a Hunter, por si conoce su apellido. Me pareció conveniente andar con tacto con esa mujer. Nos dirá lo que necesitamos saber. No hace ninguna falta correr demasiado en este caso.
Miró a Sigurdur Óli.
—¿Has acabado ya en el sótano de Benjamín?
—Sí, acabé ayer. No encontré nada.
—¿Está excluido que sea su novia la que fue enterrada allí?
—Sí, o al menos eso creo; se tiró al mar.
—¿Es posible confirmar la violación? —pensó Elinborg en voz alta.
—Creo que la confirmación está en el fondo del mar —dijo Sigurdur Óli.
—¿Cómo lo expresó ella? ¿Veraneo en Fljót? —dijo Erlendur.
—El amor está en el campo —dijo Sigurdur Óli con una sonrisa.
—¡Gilipollas! —exclamó Erlendur.
Hunter recibió a Erlendur y a Elinborg en la puerta de su casa y les indicó que pasaran al salón. La mesa del comedor estaba cubierta de documentos relacionados con el almacén de intendencia; había faxes y fotocopias esparcidos por el suelo, y por toda la sala se veían diarios y cuadernos, todos abiertos. Erlendur tuvo la sensación de estar metido en una investigación de mucha mayor enjundia. Hunter rebuscó en el montón de papeles de la mesa.
—Tengo por aquí en algún sitio una lista con la gente que trabajaba en el campamento, los islandeses —dijo—. Me la facilitó la embajada.
—Hemos encontrado a la gente de la casa en donde entraste —dijo Erlendur—. Creo que se trata de la niña inválida que viste.
—Estupendo —dijo Hunter pensando en otra cosa—. Estupendo. Aquí está.
Le pasó a Erlendur una lista manuscrita con los nombres de los nueve islandeses que trabajaban en el almacén. Erlendur la conocía. Jim se la había leído por teléfono e iba a enviarle una copia. Recordó de pronto que había olvidado preguntarle a Mikkelína el nombre de su padrastro.
—He descubierto quién dio el chivatazo, quien delató a los ladrones. Un compañero mío de la policía militar de Reykjavik vive ahora en Minneapolis. Hemos mantenido el contacto y le llamé por teléfono. Recordaba bien el caso y lo descubrió indagando.
—¿Y quién era? —preguntó Erlendur.
—Se llamaba Dave, y era de Brooklyn. David Welch. Un soldado raso.
El mismo nombre que había mencionado Mikkelína, pensó Erlendur.
—¿Sigue con vida? —preguntó.
—Lo ignoramos. Mi amigo está intentando averiguar algo más a través del Ministerio de Defensa. A lo mejor le enviaron al frente.
Elinborg se puso a trabajar con Sigurdur Óli en la lista para saber quiénes eran los que habían trabajado en el almacén y dónde se encontraban ellos y sus descendientes, pero Erlendur le pidió que se reuniera más tarde con él para ir a ver a Mikkelína. Primero pensaba ir al hospital a visitar a Eva Lind.
Entró al pasillo de la UCI y miró a su hija, que yacía inmóvil como hasta entonces, con los ojos cerrados. Con gran alivio comprobó que no se veía a Halldóra por ningún sitio. Miró hacia el pasillo de la UCI donde había entrado por error y donde había tenido aquella extraña conversación con la mujer bajita sobre el muchacho en medio de la tormenta de nieve. Caminó lentamente por el pasillo hasta la última habitación, y al llegar allí comprobó que estaba vacía. La mujer del abrigo de pieles se había ido, y la cama en la que yacía aquel hombre en algún lugar entre la vida y la muerte estaba vacía. La mujer que aseguró ser médium también se había ido, y Erlendur estuvo pensando si todo aquello realmente había sucedido alguna vez o si habría sido un sueño. Se detuvo unos instantes en la puerta, luego se dio media vuelta y entró en la habitación de su hija cerrando la puerta con cuidado. Habría querido cerrarla con cerrojo, pero no tenía. Se sentó al lado de Eva Lind y se quedó en silencio junto a su cama pensando en el niño de la tormenta.
Pasó un buen rato hasta que salió de su ensimismamiento y exhaló un profundo suspiro.
—Tenía ocho años —le dijo a Eva Lind—. Dos años menos que yo.
Pensó en las palabras de la médium: no había sido culpa de nadie. Aquellas palabras tan simples venidas de la nada no le decían mucho. Había pasado toda su vida en aquella tormenta y el tiempo no había hecho sino volverla aún peor.
—Se me escapó de la mano —le dijo a Eva Lind.
Oyó el grito en la tormenta.
—No podíamos vernos —dijo—. Íbamos cogidos de la mano sin dejar espacio entre los dos pero no le podía ver por culpa de la nieve. Y luego se me escapó de la mano.
Calló.
—No te vayas. Tienes que sobrevivir y regresar, y volver a estar sana. Sé que tu vida no es un camino de rosas, y que la estás echando a perder como si no valiera nada. Como si tú no valieras nada. Pero no tienes razón al pensar eso. Y no puedes seguir pensando así.
Erlendur miró a su hija a la pálida luz de la lamparita de la mesilla de noche.
—Tenía ocho años. ¿Ya te lo he dicho? Un chico como cualquier otro, divertido y sonriente, y éramos amigos. Eso no es tan normal. En general siempre hay peleas. Discusiones, rivalidades, riñas. Pero no entre nosotros. Quizá por ser tan diferentes. La gente estaba encantada con él. Espontáneamente. Algunos son así. Yo no. Hay algo en ellos que rompe todas las defensas porque se presentan exactamente como son, no tienen nada que ocultar, no se esconden, son sólo ellos mismos, puros y directos. Esos chicos...
Erlendur calló.
—A veces tú me recuerdas a él. Tardé en verlo. Fue cuando viniste a verme después de tantos años. Hay algo en ti que me recuerda a él. Algo que estás destruyendo y por eso me duele ver cómo malgastas tu vida sin que yo pueda tener ningún tipo de influencia sobre ello. Estoy tan indefenso contigo como aquel día en medio de la tormenta de nieve, cuando me di cuenta de que se me escapaba. Íbamos cogidos de la mano y yo perdí la suya y me di cuenta cuando estaba ocurriendo y entonces supe que todo había terminado. Moriríamos los dos. Nuestras manos congeladas ya no podían ni agarrar. No sentí su mano excepto en el breve instante en que se me escapó.
Erlendur calló y miró al suelo.
—No sé si aquello fue la causa de todo. Yo tenía diez años y desde entonces siempre me he culpado a mí mismo. No consigo quitármelo de encima. No quiero quitármelo de encima. El sufrimiento es como un bunker para esa pena que no quiero perder. Quizá habría tenido que hacerlo mucho tiempo atrás, y aceptar la vida que se salvó y darle algún sentido. Pero no fue así, y difícilmente será así en el futuro. Todos llevamos nuestra cruz a cuestas. La mía no es quizá mayor que la de otros que han perdido a una persona amada, pero yo no puedo librarme de ella de ninguna forma.
»Algo se había apagado dentro de mí. Nunca volví a encontrarle, y sueño con él una y otra vez y sé que está allí todavía, en alguna parte, vagando bajo la nieve, solo y perdido y muerto de frío, hasta que cae al suelo en un sitio donde nadie le encuentra y nunca nadie le encontrará, y la tormenta se desploma sobre su espalda y en un momento la nieve lo cubre por completo y da lo mismo que le busque y le llame: no le encuentro y él no me oye y se me ha perdido para siempre en la tormenta de nieve.
Erlendur miró a Eva Lind.
—Fue como si se hubiera ido directamente al cielo. A mí me encontraron. A mí me encontraron y yo seguí viviendo y le perdí. No pude decirles nada. No pude decirles dónde estaba cuando le perdí. No podía ver ni delante de mis ojos por culpa de aquella maldita tormenta del demonio. Yo tenía diez años y estaba casi completamente congelado y no pude decir nada. Enviaron un equipo de búsqueda y recorrieron el páramo de la mañana a la noche, día tras día, con linternas, y le llamaron a gritos y metieron largos palos en la nieve e hicieron turnos y llevaron perros pero no se consiguió nada. Nunca.
»Nunca le encontraron.
»Y luego me encontré aquí al lado, en el pasillo, a una mujer que me reveló un mensaje del chico de la ventisca. Dijo que no pasó por mi culpa y no hay nada que temer. ¿Qué significará eso? Yo no creo en esas cosas, pero ¿qué debo pensar? Durante toda mi vida he sentido que era culpa mía, aunque sé perfectamente, y lo sé desde hace tiempo, que era demasiado pequeño para tener culpa alguna. Sin embargo, los remordimientos me torturan como un cáncer que acaba por llevarle a uno a la muerte.
«Porque el chico cuya mano se me escapó no era un chico normal y corriente.
«Porque el chico de la tormenta...
»... era mi hermano.
La madre cerró de un portazo el acceso al frío viento de otoño y en la penumbra de la cocina vio a Grímur sentado enfrente de Símon, junto a la mesa. No lo distinguía bien. No le había visto desde que se lo habían llevado, pero en el momento mismo en que sintió su presencia en la casa y volvió a verle en la oscuridad, el miedo se desplomó sobre ella como una losa. Llevaba esperando su regreso todo el otoño, pero no sabía exactamente cuándo le liberarían. Cuando vio a Tómas llegar corriendo a buscarla comprendió al instante lo que sucedía.
Símon no se atrevió a moverse pero, tieso como un palo, giró la cabeza hacia atrás y vio a su madre mirándole fijamente. Le había soltado la mano a Tómas, que fue corriendo hasta el pasillo, donde estaba Mikkelína. Vio el horror en los ojos de Símon.
Grímur estaba sentado en la silla de la cocina y no se movió un milímetro. Así transcurrieron unos instantes sin que se oyera nada más que el silbido del viento de otoño y la respiración de la madre, jadeante tras la carrera colina arriba. Su miedo a Grímur se había apaciguado desde la primavera, pero ahora brotaba de nuevo con toda su fuerza, y en un solo instante volvió a ser la misma que había sido siempre. Como si no hubiera sucedido nada mientras él no había estado. Sintió que se le iba la fuerza de las piernas, que el dolor del vientre crecía sin pausa, su gesto volvió a perder su gracia, levantó los hombros, se hizo tan pequeña como podía. Sumisa. Oculta. Preparada para lo peor.
Los niños vieron la transformación que se producía en ella en el umbral de la cocina.