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Authors: Arnaldur Indridason

Silencio sepulcral (12 page)

BOOK: Silencio sepulcral
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—¿Que estaba qué? —preguntó Erlendur.

—Torcida.

—¿Torcida?

—Fue la única explicación que tenía para aquella persona. Ya no podía hablar, el pobre viejo, y escribió la palabra «torcida». Luego se durmió y creo que sucedió algo porque todo un batallón de médicos fue corriendo a su habitación y...

La voz de Elinborg se desvaneció. Erlendur pensó unos instantes en sus palabras.

—De modo que al parecer una mujer iba con frecuencia hasta los groselleros en algún momento después de...

—Podía ser después de la guerra —interrumpió Elinborg.

—¿Recordaba a los habitantes de esa casa?

—Una familia —dijo Elinborg—. Un matrimonio con tres hijos. No pude obtener nada más al respecto.

—¿De modo que había gente viviendo allí?

—Eso parece.

—Y ella estaba torcida. ¿Qué significa eso de estar torcido? ¿Qué edad tiene Róbert?

—Tiene... o tenía, no lo sé, más de noventa.

—Es imposible saber exactamente a lo que se refiere con esa palabra —dijo Erlendur como hablando para sí—. Una mujer torcida en los groselleros. ¿Vive alguien en la casa de Róbert? ¿Sigue aún en pie?

Elinborg le contó que Sigurdur Óli y ella habían hablado con los propietarios actuales el día anterior, pero que no mencionaron a la mujer. Erlendur les dijo que volvieran a hablar con aquella gente y les preguntaran explícitamente si habían notado que alguien anduviera por los arbustos y si habían visto allí a alguna mujer. También que intentaran localizar a los parientes de Róbert, si los había, y averiguaran si les había hablado alguna vez de la familia de la colina. Erlendur dijo que rebuscaría un poco más en el sótano y luego iría al hospital a ver a su hija.

Se dedicó de nuevo a estudiar los documentos de los cajones de Benjamín, y según iba mirando por el sótano, pensó que abrirse paso por aquellos trastos sería una labor de muchos días. Miró de reojo el escritorio de Benjamín y supuso que lo único que habría allí serían documentos y facturas relativos a su negocio, los Almacenes Knudsen. Erlendur no los recordaba, pero parecían haber estado ubicados en la calle Hverfisgata.

Dos horas más tarde, después de tomar un café con Elsa y fumar dos cigarrillos más en el jardín trasero, llegó hasta un baúl pintado de gris que había en el sótano. Estaba cerrado con llave, pero ésta se encontraba en la cerradura. Tuvo que hacer fuerza para darle vuelta y abrir el baúl. Encima de todo había más documentos y sobres recogidos en un montón con una goma elástica, pero no había facturas. Dentro había también fotos, algunas enmarcadas y otras no. Erlendur las examinó. No tenía ni idea de quiénes eran las personas que aparecían en ellas, pero se hizo a la idea de que algunas serían del mismo Benjamín. Una era de un hombre apuesto y alto, que había empezado a engordar por la cintura y posaba delante de una tienda. La ocasión en que se había tomado la foto era evidente. Acababan de poner el rótulo sobre la puerta: Almacenes Knudsen.

Erlendur examinó unas fotos más y vio al mismo hombre en varias de ellas, y en algunas aparecía junto a una mujer joven, los dos sonrientes. Todas las fotos estaban hechas al aire libre, y en todas brillaba el sol.

Las dejó a un lado, sacó el fajo de sobres y pudo comprobar que contenían cartas de amor de Benjamín a su novia. Se llamaba Sólveig. Algunas eran mensajes breves y declaraciones de amor, otras eran considerablemente largas e incluían acontecimientos cotidianos. Todas rebosaban amor hacia ella. Las cartas parecían estar organizadas en orden cronológico y Erlendur leyó, con cargo de conciencia, una de ellas. Tenía la sensación de estar penetrando en un sanctasanctórum y sentía vergüenza. Como si se asomara a la ventana de una casa para espiar a la gente que había dentro.

Corazón:

Echo de menos terriblemente a mi amor. Llevo todo el día pensando en ti y cuento los minutos que faltan para que regreses. La vida sin ti es como un frío invierno, sin colores y tan vacío y tan muerto. Y pensar que tienes que estar lejos durante dos semanas enteras... A decir verdad, no sé cómo podré soportarlo.

Tu amor

Benjamín K.

Erlendur volvió a meter la carta en su sobre y cogió otra de más abajo del montón, que era más extensa y hablaba de los planes del futuro comerciante de abrir un almacén en Hverfisgata. Tenía grandes planes para el futuro. Había leído que en las ciudades de América había grandes almacenes que ofrecían toda clase de mercancías, tanto ropa como productos alimenticios, y que la gente cogía directamente de los estantes las mercancías que quería comprar. Las ponían en carritos e iban empujándolos.

Erlendur había telefoneado a Skarphédinn, que dijo que las excavaciones de la colina marchaban bien pero no quiso determinar cuándo llegarían al esqueleto. Todavía no habían encontrado en la pared de tierra nada que pudiera aclarar la causa de la muerte del Hombre del Milenario.

Erlendur llamó también al médico de Eva Lind que le informó de que su estado no se había alterado. Fue al hospital al atardecer, con intención de quedarse un buen rato al lado de Eva Lind. Cuando llegó a la unidad de cuidados intensivos vio una mujer vestida con un abrigo marrón sentada junto a la cama de su hija, e iba a entrar en el control de enfermería cuando se dio cuenta de quién era. Se puso rígido, se detuvo en seco y fue retrocediendo lentamente; al llegar al pasillo se paró y la miró desde lejos.

Ella estaba de espaldas, pero él sabía quién era. La mujer tenía aproximadamente la misma edad que él, estaba sentada cabizbaja, un poco gruesa bajo el chándal de color lila claro por debajo del abrigo marrón, se llevaba el pañuelo a la nariz y hablaba con Eva Lind en voz baja. No oía qué le decía. Se dio cuenta de que llevaba el pelo teñido pero debía de hacer bastante tiempo, pues había trazos blancos en la raíz del cabello, donde se abría la raya. Sin querer, calculó mentalmente la edad que tendría. Era fácil. Tres años más que él.

No la había visto tan de cerca desde hacía veinte años. Desde que él se marchó, abandonándola con dos niños. Ella no había vuelto a casarse —él tampoco—, aunque había vivido varias veces con distintos hombres, unos mejores y otros peores. Eva Lind le habló de ellos cuando se hizo mayor y empezó a visitarle. La chica se mostró desconfiada al principio, pero entre ellos se llegó a crear, pese a todo, un cierto entendimiento, y él intentaba hacer todo lo que podía por ella. Lo mismo se podía decir del chico, aunque éste estuvo siempre más alejado de él. Casi no mantenía contacto con su hijo. Y en veinte años apenas había hablado con aquella mujer que ahora estaba sentada al lado de la hija común.

Erlendur miró a su ex esposa y retrocedió un poco más hacia el pasillo. Se planteó la conveniencia de entrar y acercarse a ella, pero no se decidió. Seguramente habría problemas y no quería un escándalo en aquel lugar. No quería un escándalo en ningún sitio. No lo quería en su vida, si podía evitarlo. Nunca habían dado por concluida su relación de manera decente, y ésa era una de las cosas que Eva Lind le recriminaba constantemente.

Cómo se había marchado.

Dio media vuelta y se encaminó hacia el pasillo, y sin querer le vinieron a la cabeza las cartas de amor del sótano de Benjamín Knudsen. Erlendur ya no lo recordaba, y la pregunta seguía sin respuesta cuando llegó a su casa y se sentó pesadamente en el sillón, dejando que el sueño la arrancara de su mente.

¿Había sido ella alguna vez su corazón?

Capítulo 11

Se había tomado la decisión de que Erlendur, Sigurdur Óli y Elinborg fueran los únicos encargados de la investigación del Caso de los Huesos, como se denominó en los medios de comunicación. El director general de policía no quería que se dedicara más personal a la investigación, pues ésta no se hallaba en la lista de prioridades. La investigación de un caso de tráfico de drogas era más urgente, y en esos momentos apenas había tiempo y medios humanos, y el ministro no estaba dispuesto a dedicar más gente a investigaciones históricas, tal como lo expresó Hrólfur, el director general. Tampoco estaba del todo claro si realmente se trataba de un caso penal.

Al día siguiente por la mañana Erlendur se pasó por el hospital antes de ir al trabajo, y estuvo dos horas junto a su hija. Su estado no había cambiado. No vio por ningún lado a la madre. Estuvo largo rato sentado en silencio contemplando el rostro flaco y huesudo de su hija, y recordando. Intentaba recuperar las horas pasadas con ella cuando era pequeña. Eva Lind tenía tres años cuando Halldóra y él se separaron, y él seguía recordándola dormida entre los dos en la cama. Se negaba a dormir en la suya, aunque estuviera en el mismo dormitorio porque el apartamento era pequeño, de un solo dormitorio, salón y cocina. Trepaba a la cama y se dejaba caer en el hueco y se acurrucaba entre los dos.

Recordaba cuando apareció en la puerta de su casa, bien entrada en la adolescencia, decidida a recuperar a su padre. Halldóra le había impedido a Erlendur todo contacto con los hijos. Siempre que intentaba verlos, lo cubría de reproches, y él llegó a pensar que todo cuanto le decía era efectivamente cierto. Poco a poco dejó de ir a verlos. Cuando Eva Lind apareció en la puerta, a pesar de no haberla visto en muchos años, el rostro y el gesto le resultaron familiares. Era el gesto de la familia el que veía en su rostro.

—¿Vas a invitarme a entrar? —dijo ella después de un rato con la mirada clavada en él.

Vestía una chaqueta de cuero negra, pantalones vaqueros deshilachados y llevaba los labios pintados de negro. Las uñas, también de negro. Fumaba expulsando el humo por la nariz.

Tenía un aspecto juvenil, casi inocente.

Vaciló. No sabía qué estaba pasando. Y la invitó a entrar.

—Mamá se puso furiosa cuando le dije que iba a venir a verte —dijo ella pasando delante de él, envuelta en una nube de humo, y luego se acomodó en su butaca—. Dijo que eras un cabrón. Siempre nos lo ha dicho. A Sindri y a mí. El maldito cabrón de vuestro padre. Y luego: sois exactamente iguales que él, unos malditos cabrones del demonio.

Eva Lind rió. Buscó un cenicero para apagar el cigarrillo, pero fue él quien le quitó la colilla y la apagó.

—¿Por qué... ? —empezó, pero no consiguió terminar la frase.

—Simplemente, quería verte —dijo ella—. Quería ver qué demonios de pinta tienes.

—¿Y qué pinta tengo? —preguntó.

Ella lo miró.

—De cabrón —respondió ella.

—Entonces no somos tan diferentes —dijo él.

La estuvo mirando un buen rato, y tuvo la sensación de que le sonreía.

Cuando Erlendur llegó a la oficina, Elinborg y Sigurdur Óli acudieron a su despacho y dijeron que no habían sacado nada en claro de su charla con los actuales propietarios de la casa de verano de Róbert Sigurdsson. No habían visto a ninguna vieja torcida en toda la colina. La esposa de Róbert había muerto hacía diez años. Tuvieron dos hijos. Uno de ellos, el varón, murió más o menos en la misma época, a los sesenta y el otro, una mujer de setenta años de edad, esperaba la visita de Elinborg.

—¿Y qué hay de Róbert, podemos sacarle algo más? —preguntó Erlendur.

—Róbert falleció anoche —dijo Elinborg, y su voz dejaba traslucir su remordimiento—. Con su vida cumplida. En serio. Creo que él mismo tenía la sensación de que ya había vivido suficiente. Un pobre muerto de hambre. Eso fue lo que dijo. Dios mío, no me gustaría nada agonizar así en un hospital.

—Escribió un breve mensaje en una pequeña agenda justo antes de morir —dijo Sigurdur Óli—. «Ella me mató.»

—Vaya, qué gracioso —dijo Elinborg—. Me aburre.

—No tendrás que seguir viéndole más por hoy —dijo Erlendur, señalando con la cabeza a Sigurdur Óli—. Pienso mandarlo al sótano de Benjamín, el propietario de la casa de veraneo, a excavar en busca de pistas.

—¿Y qué crees que encontraremos allí? —le preguntó Sigurdur Óli.

La sonrisa burlona se le había helado en los labios.

—Tiene que haber constancia de que alquilara la casa. Es imposible que no lo hiciera. Necesitamos los nombres de quienes vivían allí. No parece probable que el padrón municipal vaya a dárnoslos. Cuando obtengamos los nombres podremos compararlos con la lista de personas desaparecidas y comprobar si alguna de ellas sigue con vida. Y luego tenemos que ir haciendo exclusiones por sexo y edad en cuanto salga a la luz el esqueleto.

—Róbert habló de tres hijos —recordó Elinborg—. Alguno de ellos debe de seguir con vida.

—De manera que lo que tenemos es esto —dijo Erlendur— y no es demasiado: en una residencia de veraneo de Grafarholt vivía una familia de cinco personas, un matrimonio con tres hijos, en torno a los años de la guerra. Son las únicas personas de quienes sabemos que han vivido en la casa, aunque otros también podrían haber estado allí. A primera vista, esa gente no parece haberse empadronado en este domicilio. Mientras no sepamos algo más, podemos imaginar que es alguno de ellos quien está allí enterrado, o bien alguien relacionado con la familia. Y alguien también relacionado con ellos, la mujer de que habló Róbert, estuvo asimismo allí...

—Muchas veces y después y estaba torcida —interrumpió Elinborg—. Lo de torcida, ¿no significará que estaba coja?

—¿No habría escrito coja, entonces? —dijo Sigurdur Óli.

—¿Qué fue de esa casa? —preguntó Elinborg—. No queda ni rastro de ella allí arriba.

—Quizá tú puedas encontrarnos esa información en el sótano, o hablando con la sobrina de Benjamín —dijo Erlendur a Sigurdur Óli—. Se me olvidó por completo preguntárselo.

—No necesitamos nada más que los nombres de esas personas para compararlos con las listas de personas desaparecidas en esa época, y ya lo tenemos. ¿No está suficientemente claro? —dijo Sigurdur Óli.

—No tiene que ser necesariamente así —dijo Erlendur.

—¿A qué te refieres?

—Sólo hablas de las personas desaparecidas que figuran en nuestras listas.

—¿De qué otras desapariciones tendría que hablar?

—De las que no figuran en ninguna lista. No podemos confiar en que todo el mundo dé aviso cuando alguien desaparece de su vida. Alguien se va a vivir al campo y no se le vuelve a ver. Alguien huye del país y con el tiempo se le olvida. Y además están los que se pierden en la montaña y desaparecen. Si tenemos una lista de las personas que se dijo que habrían desaparecido en la montaña por esa zona, tendremos que repasarla también.

—Creo que podemos estar de acuerdo en que éste no es uno de esos casos —dijo Sigurdur Óli como si tuviera la última palabra; ya empezaba a poner de los nervios a Erlendur—. Queda excluido que este hombre, o quien sea que yace allí, haya muerto a la intemperie. Alguien lo enterró intencionadamente.

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