Read Silencio sepulcral Online
Authors: Arnaldur Indridason
Su voz también había envejecido. Era ronca. Demasiados cigarrillos. Demasiado tiempo.
—¿Qué otras mentiras les contaste a los niños?
—Lárgate —dijo ella, y se apartó de la puerta para que se marchase.
—Halldóra...
—Lárgate —repitió—. Lárgate y déjame en paz.
—Los dos queríamos tener a los niños.
—¿No lo lamentas? —dijo ella.
Erlendur no sabía a qué se refería.
—¿Crees que ellos tienen algo que hacer en este mundo?
—¿Qué sucedió? —preguntó Erlendur—. ¿Cómo te volviste así?
—Lárgate —exclamó Halldóra—. Eso sabes hacerlo muy bien. ¡Lárgate! Déjame estar tranquila con ella.
Erlendur la miró fijamente.
—Halldóra...
—¡Lárgate! —le gritó—. Vete de aquí. ¡No quiero volver a verte!
Erlendur la evitó, salió de la habitación y la puerta se cerró detrás de él.
Sigurdur Óli terminó por fin su búsqueda en el sótano esa tarde sin averiguar nada más sobre otros posibles inquilinos de la casa de verano de Benjamín. Le daba igual. Estaba contento de poder escapar de aquel trabajo en el sótano. Cuando llegó a casa, Bergthóra le estaba esperando. Había comprado vino tinto y estaba en la cocina probándolo. Sacó otro vaso y se lo dio a él.
—Yo no soy como Erlendur —dijo Sigurdur Óli—. No me digas nunca algo tan horrible.
—Pero te gustaría ser como él —replicó Bergthóra.
Estaba preparando un plato de pasta y había encendido velas en la mesa del comedor. «Bonito ambiente para una ejecución», pensó Sigurdur Óli.
—Todos los hombres desean ser como él —repitió Bergthóra.
—Pero bueno, ¿por qué dices eso?
—Solos e independientes.
—Eso no es cierto. No te puedes imaginar la vida tan asquerosa que lleva Erlendur.
—Por lo menos tengo que llegar al fondo de nuestra relación —empezó Bergthóra, echando vino tinto en el vaso de Sigurdur Óli.
—Pues muy bien, vayamos al fondo de nuestra relación.
Sigurdur Óli no conocía a una mujer más pragmática que Bergthóra. Aquélla no sería una charla sobre el papel del amor en sus vidas.
—Llevamos juntos ¿cuántos?: tres, cuatro años, y no pasa nada nuevo. Nada en absoluto. Pones cara de tonto en cuanto empiezo a hablar de cualquier cosa que pueda sonar a compromiso. Incluso seguimos teniendo cuentas separadas en el banco. Una boda religiosa parece estar descartada; no sé si pensar en otro tipo de boda. Ni siquiera estamos inscritos como pareja de hecho. Para ti, los hijos están tan lejos como otro sistema solar. Y una se pregunta, ¿qué queda?
No había la menor huella de ira en las palabras de Bergthóra. Sólo estaba buscando sentido a su relación e intentando comprender hacia dónde se dirigía. Sigurdur Óli decidió aprovechar la situación antes de llegar a una situación incómoda. Había tenido tiempo de sobra para reflexionar sobre el tema mientras se dedicaba a rebuscar en el sótano.
—Quedamos nosotros —dijo Sigurdur Óli—. Nosotros dos.
Había cogido un CD que metió en el aparato de música y puso una canción que no se le había ido de la cabeza desde que Bergthóra empezó a acosarle con nuevos compromisos. Marianne Faithfull acometió la canción de Lucy Jordán, un ama de casa que, a los treinta y siete años, soñaba con irse a París en un deportivo descapotable, el viento cálido en sus cabellos.
—Hemos hablado suficiente de eso —dijo Sigurdur Óli.
—¿De qué? —preguntó Bergthóra.
—De nuestro viaje.
—¿A Francia?
—Sí.
—Sigurdur...
—Iremos a París y alquilaremos un deportivo —dijo Sigurdur Óli.
Erlendur estaba en medio de una espantosa tormenta de nieve y no podía ver más allá de sus ojos. La nieve le golpeaba hiriéndole la cara, y el frío y la oscuridad le rodeaban. Intentaba luchar contra la tormenta pero no conseguía avanzar, se dio la vuelta a favor del viento y se quedó quieto aguantando mientras la tormenta descargaba sobre su espalda. Sabía que moriría y no podía hacer nada para evitarlo.
El teléfono empezó a sonar, y sonó sin interrupción penetrando en la tormenta de nieve hasta que de pronto aclaró, el rugido cesó y él despertó en la butaca del salón de su casa. El teléfono del escritorio sonaba con un estrépito creciente sin concederle tregua.
Se levantó con los miembros agarrotados, e iba a responder cuando el teléfono dejó de sonar. Se quedó al lado del aparato esperando que volviera a empezar pero no sucedió nada. El teléfono era viejo y no indicaba los números, de modo que no tenía ni la menor idea de quién intentaba localizarle. Pensó que se trataría de algún vendedor a distancia intentando colocarle una aspiradora, con una tostadora de regalo. Pero dio gracias en silencio por haberle sacado de la ventisca.
Fue a la cocina. Eran las ocho de la tarde. Intentaba alejar de la casa la luz de la primavera corriendo las cortinas, pero la luz conseguía escurrirse y penetrar en forma de rayos cargados de motas de polvo, que iluminaban la penumbra del apartamento. La primavera y el verano no eran las estaciones favoritas de Erlendur. Demasiada claridad. Todo demasiado fácil. Prefería el invierno duro y oscuro. No encontró nada comestible y se sentó a la mesa de la cocina con la barbilla sobre las manos.
Estaba aún aturdido por el sueño. Había vuelto de su visita a Eva Lind al hospital hacia las seis, se sentó en su sillón y se quedó dormido; recordaba la horrible tormenta y cómo se había puesto de espaldas a la ventisca a esperar la muerte. Había soñado muchas veces aquello en diferentes versiones. Pero era siempre la misma nieve helada y sin tregua que penetraba hasta la médula de los huesos. Sabía cómo habría continuado el sueño si el teléfono no le hubiera sacado del sopor.
El teléfono empezó a sonar otra vez, y Erlendur pensó si debía o no responder. Pero se levantó de la silla, fue a la sala y levantó el auricular.
—¿Erlendur?
—Sí —respondió Erlendur, y carraspeó.
Enseguida reconoció la voz.
—Aquí Jim, de la embajada. Perdona que te llame a tu casa.
—¿Eras tú quien llamaba antes?
—¿Antes? No. Ésta es la primera vez. La cuestión es que estuve hablando con Edward Hunter y pensé que tenía que ponerme en contacto contigo enseguida.
—Bien, ¿hay algo nuevo?
—Es él quien trabaja en este caso para ti, y sólo me apetecía saber cómo iban las cosas. Acaba de llamar a Estados Unidos, de revisar su diario y de hablar con algunas personas, y cree saber quién dio el soplo del robo del almacén.
—¿Quién fue?
—No me lo dijo. Me pidió que te avisara y dijo que te esperaba.
—¿Esta noche?
—Sí, no, bueno... o mañana por la mañana. Quizá mejor mañana. Ya se iba a dormir. Se acuesta temprano.
—¿Era un islandés el que dio el soplo?
—Él te lo dirá. Buenas noches y disculpa la molestia.
Jim colgó y él hizo lo mismo.
Estaba aún al lado del teléfono cuando empezó a sonar de nuevo. Era Skarphédinn, desde la colina.
—Llegaremos al esqueleto mañana —le dijo sin rodeos.
—Ya era hora —apuntó Erlendur—. ¿Me llamaste tú antes?
—Sí, ¿acabas de llegar?
—Sí —mintió Erlendur—. ¿Habéis encontrado algo de interés?
—No, nada, pero quería decirte que..., buenas noches, hasta luego, eehh, permíteme que te ayude, bueno... que, esto, ¿dónde estábamos?
—Estabas diciéndome que mañana llegaréis al esqueleto.
—Sí, a lo largo de la tarde, espero. No hemos encontrado nada que indique cómo llegó el cadáver ahí dentro. A lo mejor encontramos algo debajo de los huesos.
—Nos vemos mañana.
—Hasta mañana.
Erlendur colgó. No estaba aún completamente despierto. Pensó en Eva Lind y en si percibiría algo de lo que le decía. Y pensó en Halldóra y en el odio que alimentaba después de todos aquellos años. Y pensó por millonésima vez cómo habría sido su propia vida, y la de todos, si no se hubiera marchado. Nunca llegaba a conclusión alguna.
Se quedó mirando al infinito sin ver nada en especial. Algunos rayos del sol vespertino penetraban por las cortinas de las ventanas hasta la sala, abrían heridas luminosas en la oscuridad y llegaban hasta él. Miró las cortinas. Eran gruesas y de terciopelo y llegaban hasta el suelo. Unas cortinas verdes y tupidas para mantener alejada la luz de primavera.
Buenas noches.
Hasta luego.
Permíteme que te ayude...
Erlendur miró el verde oscuro de las cortinas.
Torcida.
Verde.
¿Qué quería decir Skarphédinn...?
Erlendur se puso en pie de un salto y cogió el teléfono. No recordaba el número del móvil de Skarphédinn y en su desesperación llamó a Información y se lo dieron. Entonces llamó al arqueólogo.
—Skarphédinn. ¿Skarphédinn? —gritó al teléfono.
—¿Sí? ¿Eres tú otra vez?
—¿A quién estabas dando las buenas noches antes? ¿A quién ibas a ayudar?
—¿Cómo?
—¿Con quién estabas hablando?
—¿Con quién? ¿Por qué estás tan excitado?
—Vale. ¿Quién está ahí arriba contigo?
—Te refieres a quién estaba saludando.
—Esto no es un videoteléfono. No puedo verte. Oí que le deseabas buenas noches a alguien. ¿Quién está ahí contigo?
—No está conmigo. La mujer pasaba por... espera, está allí, donde los arbustos.
—¿Los arbustos? ¿Te refieres a los groselleros? ¿La mujer está donde los groselleros?
—Sí.
—¿Qué aspecto tiene?
—Es... ¿La conoces? ¿Quién es esa mujer? ¿Por qué te has puesto tan nervioso?
—¿Qué aspecto tiene? —repitió Erlendur, intentando tranquilizarse.
—Tranquilo, hombre.
—¿Qué edad tiene?
—¿Su edad?
—¿Cuántos años calculas que tiene?
—Pues como setenta. No, quizá se acerque a los ochenta. Es difícil decirlo.
—¿Cómo va vestida?
—¿Cómo va vestida? Lleva un abrigo largo, verde, hasta los pies. Tiene más o menos mi misma estatura. Y es coja.
—¿Coja?
—Cojea. Pero es algo más que eso. De alguna forma está, no sé...
—¿Qué? ¡Qué! ¿Qué estás intentando decirme?
—No sé cómo describirlo..., esto..., es como si estuviera torcida.
Erlendur dejó el teléfono y echó a correr hacia la noche primaveral y olvidó decirle a Skarphédinn que retuviera a la mujer en la colina, costara lo que costase.
Grímur volvió al cabo de algunos días de que hubieran visto a Dave por última vez.
Había llegado el otoño con un gélido viento del norte y una capa de nieve sobre la tierra. La colina estaba a considerable altura sobre el nivel del mar y el invierno llegaba allí antes que al llano donde Reykjavik empezaba a adoptar cierto aspecto de ciudad. Símon y Tómas iban a Reykjavik en el autobús del colegio por las mañanas y regresaban por la tarde. Su madre iba todos los días a su trabajo en Gufunes. Allí se ocupaba de las vacas lecheras y realizaba tareas domésticas diversas. Se iba antes que los chicos y volvía antes de que regresaran del colegio.
Mikkelína se quedaba en casa todo el día y se aburría tremendamente en soledad. Cuando su madre volvía del trabajo, no podía refrenar su alegría, que aumentaba aún más cuando Símon y Tómas aparecían a la carrera y echaban los libros escolares a un rincón.
Dave era un huésped habitual del hogar. La madre y Dave iban entendiéndose cada vez mejor y pasaban largos ratos sentados a la mesa de la cocina, y pedían a los chicos y a Mikkelína que les dejaran en paz. En ocasiones, cuando querían estar del todo solos, entraban en el dormitorio y cerraban la puerta.
Símon veía a veces a Dave acariciar a su madre en la mejilla o cogerle un mechón de pelo que se le había caído sobre el rostro y volver a ponérselo en su sitio. O le acariciaba la mano. También salían a dar largos paseos por la orilla del Reynisvatn y por las colinas, y algunos días fueron incluso hasta el valle de Mosfell y la cascada de Helgufoss. En esas ocasiones llevaban provisiones, pues una excursión así podía llevar el día entero. A veces iban también los niños, y Dave se cargaba a Mikkelína a la espalda como si fuera una pluma. Él decía que iban de
«picnic»
, y a Símon y Tómas les parecía una palabra muy divertida y la repetían imitándole y cacareaban
«picnic, picnic, picnic»
, jugando a las gallinas.
Algunas veces, Dave y la madre mantenían conversaciones muy serias durante un picnic, o en la cocina, y también en la habitación, una vez que Símon abrió la puerta. Estaban sentados en el borde de la cama y Dave le cogía la mano, y miraron a la puerta y sonrieron. Símon no sabía de qué estaban hablando, pero no podía ser nada divertido porque conocía el gesto de su madre cuando no se encontraba bien.
Y todo terminó un frío día de otoño.
Grímur llegó a casa una mañana temprano, cuando la madre ya se había marchado a Gufunes y Símon y Tómas iban de camino al autobús del colegio. Hacía un frío helador en la colina, y distinguieron a Grímur cuando subía hacia la casa a grandes zancadas, bien envuelto en su andrajosa chaqueta para protegerse del viento del norte. No les prestó atención alguna. No se le veía la cara en la penumbra otoñal, pero Símon imaginó su gesto duro y frío cuando avanzaba hacia ellos. Los chicos llevaban varios días esperando su vuelta. Su madre les había dicho que le iban a soltar y que volvería a casa y que podían irse haciendo a la idea de que se quedaría allí.
Símon y Tómas, viendo a Grímur dirigirse hacia la casa, se miraron. Los dos pensaron lo mismo. Mikkelína estaba sola... Se despertaba cuando su madre y sus hermanos se levantaban, pero volvía a dormirse. Estaría sola cuando apareciera Grímur. ¿Cómo reaccionaría su padre al darse cuenta de que sólo estaba allí Mikkelína, a quien siempre había odiado?
El autobús del colegio ya había llegado y tocó dos veces la bocina para avisarles. El conductor vio a los niños en la colina pero al cabo se marchó y desapareció carretera abajo. Los chicos no se movían del sitio y no decían ni una palabra, pero se pusieron en marcha lentamente hacia la casa.
No querían dejar a Mikkelína sola.
Símon pensó en ir corriendo a buscar a su madre, o en enviar a Tómas, pero recapacitó, porque no había ninguna prisa; su madre podía pasar en paz un último día. Vieron a Grímur entrar en la casa y cerrar la puerta, y echaron a correr hacía allí. No sabían lo que se encontrarían al entrar. Lo único en que pensaban era en Mikkelína durmiendo en la cama de matrimonio, donde no debía estar bajo ninguna circunstancia.